William Faulkner

X
La mujer, que preparaba el desayuno mientras el niño todavía —o ya— dormía en la caja detrás del fogón, al oír que alguien se acercaba atravesando el porche a trompicones, salió a la puerta. Cuando miró alrededor vio una descompuesta, amoratada y ensangrentada aparición que reconoció como Gowan. Su cara, bajo una barba de dos días, presentaba abundantes cardenales y tenía también un labio partido. No podía abrir un ojo y en el delantero de la camisa y en la chaqueta las manchas de sangre le llegaban hasta la cintura. Moviendo con dificultad los labios hinchados trató de decir algo, Al principio la mujer no fue capaz de entender una sola palabra.
—Vaya a lavarse la cara —le dijo—. Espere. Entre y siéntese aquí. Le traeré una jofaina.
Gowan la miró, tratando de hablar.
—A la chica no le ha pasado nada —dijo la mujer—. Está en el granero, dormida —tuvo que repetírselo tres o cuatro veces, pacientemente—. En el granero. Dormida. Estuve con ella hasta que amaneció. Vaya ahora a lavarse la cara.
Gowan se calmó un poco. Empezó a hablar de conseguir un coche.
—Tienen uno en casa de Tull, a dos millas de aquí —dijo la mujer—. Lávese la cara y coma algo.
Gowan entró en la cocina hablando de conseguir el coche.
—La llevaré en seguida a la universidad. Una de sus compañeras conseguirá que entre sin que se den cuenta. Será como si no hubiera pasado nada, ¿no le parece?
Se acercó a la mesa, sacó un pitillo de la cajetilla y trató de encenderlo con manos temblorosas. Le costó trabajo metérselo en la boca y no pudo encenderlo hasta que la mujer le sostuvo la cerilla. Pero después de dar una chupada, se quedó mirando el cigarrillo con el ojo bueno, dominado por una especie de embotado asombro. Luego lo tiró y se volvió hacia la puerta, siempre a punto de perder el equilibrio pero recobrándose a tiempo.
—Voy a por el automóvil —dijo.
—Tómese algo antes —dijo la mujer—. Quizá una taza de té no le venga mal.
—Voy a por el automóvil —dijo Gowan.
Al cruzar el porche se detuvo el tiempo suficiente para salpicarse la cara con agua, aunque sin mejorar mucho de aspecto.
Cuando dejó la casa todavía seguía atontado por los golpes, pero él lo creía efecto de la borrachera. Apenas recordaba lo que había sucedido. Mezclaba a Van con el accidente del coche y no sabía que lo habían puesto dos veces fuera de combate. Se acordaba únicamente de haber perdido el sentido a primera hora de la noche, y creyó que seguía estando borracho. Pero cuando llegó al sitio del accidente y vio la senda y la siguió hasta el manantial y bebió del agua fría, descubrió que lo que quería era un trago; y se arrodilló allí, refrescándose la cara con el agua fría, tratando de examinar su imagen en la rota superficie del agua y susurrando Cielo santo para sus adentros, dominado por una especie de desesperación. Pensó en volver a la casa a por algo de beber; luego pensó en tener que enfrentarse con Temple y con los hombres; con Temple en medio de los hombres.
Cuando llegó a la carretera principal el sol estaba alto y calentaba. Me limpiaré un poco, dijo. Y volveré con otro coche a por ella. Decidiré cómo excusarme camino de la ciudad; pensó en Temple conviviendo otra vez con personas que lo conocían, que podían conocerlo. Perdí dos veces el conocimiento, dijo. Perdí dos veces el conocimiento. Santo cielo, «Santo cielo, susurró, mientras su cuerpo se retorcía dentro de su ropa arrugada y manchada de sangre en un paroxismo de rabia y de vergüenza.
Con el aire y el movimiento empezó a aclarársele la cabeza, pero a medida que se iba sintiendo mejor físicamente, el futuro se iba haciendo más tenebroso. La ciudad, el mundo, tomaban la apariencia de un negro callejón sin salida; un lugar en el que ya para siempre tendría que andar con el cuerpo encogido, consciente de los susurros que provocaba su paso. Y cuando a media mañana llegó a la casa que andaba buscando, la perspectiva de tener que volver a enfrentarse con Temple era más de lo que podía soportar. De manera que contrató el coche, le explicó al hombre dónde tenía que ir, le pagó y siguió adelante. Poco después, un coche que iba en la misma dirección que él se detuvo y lo recogió.
XI
Temple se despertó enroscada sobre sí misma como un gato, con delgadas franjas de luz de sol, semejantes a las púas de un tenedor de oro, cruzándole la cara, y mientras sentía en sus músculos entumecidos el hormigueo de la sangre que circulaba de nuevo, siguió tumbada, contemplando tranquilamente el techo. Al igual que las paredes, no era más que una sucesión de toscos tablones puestos de cualquier forma, cada tablón separado del siguiente por una estrecha línea negra; en un rincón, una abertura cuadrada encima de una escalera de mano daba a un oscuro desván, también atravesado por finos rayos de sol. Trozos de arreos momificados colgaban de clavos en las paredes, y Temple, todavía sin moverse, trató de coger un puñado de la sustancia sobre la que estaba tumbada. Cuando tuvo la mano llena, alzó la cabeza y vio dentro de su abrigo abierto carne desnuda entre sostén y bragas y entre bragas y medias. En seguida se acordó de la rata y alzándose precipitadamente corrió hacia la puerta y empezó a arañarla sin soltar el puñado de vainas de algodón, el rostro todavía abotargado por el sueño profundo de los diecisiete años.
Supuso que la puerta estaría atrancada y durante algún tiempo no consiguió abrirla, apretando los toscos tablones con dedos entumecidos hasta oír el chirrido de las uñas. Al abrirse la puerta Temple salió a toda prisa y acto seguido volvió a entrar en el cuarto-almacén cerrando la puerta de golpe. El ciego venía trotando loma abajo, golpeando el suelo con el bastón; con la otra mano, que llevaba en la cintura, se sujetaba los pantalones. Cruzó por delante del cuarto-almacén con los tirantes balanceándose a la altura de las caderas, arrastrando los pies sobre la paja desmenuzada del corredor, y se perdió de vista, sin dejar de dar suaves golpes con el bastón mientras avanzaba a lo largo de la hilera de pesebres vacíos.
Temple se acurrucó contra la puerta, ciñéndose el abrigo. Oyó detenerse al ciego en uno de los pesebres del fondo. Abrió la puerta y, al asomarse, vio la casa iluminada por la clara luz de mayo, envuelta en paz dominical, y se acordó de las chicas y de los muchachos que estarían saliendo de las residencias con sus trajes recién estrenados, caminando por calles en sombra hacia el refrescante y reposado repicar de las campanas. Temple alzó un pie, examinó la planta de la media, limpiándola con la mano, y luego hizo lo mismo con la otra.
El bastón del ciego repiqueteó de nuevo. Temple levantó la cabeza de golpe, cerró la puerta, dejando sólo una rendija y esperó a verlo pasar, caminando ahora más despacio, alzándose ya los tirantes. Después de subir la loma entró en la casa. Temple abrió la puerta y salió cautelosamente.
Avanzó rápidamente hacia la casa, sin dejar de mirarla, aunque sus pies, sólo protegidos por las medias, protestaban ante las desigualdades del terreno. Después de subir al porche entró en la cocina y se detuvo, tratando dé percibir algún ruido en el silencio. El fogón estaba apagado. Encima descansaban una cafetera ennegrecida y una sartén sucia; sobre la mesa se apilaban en desorden los platos sin limpiar. No he comido desde…, desde… hace un día por lo menos, pensó Temple, pero ayer tampoco comí. No he comido desde…, y ésa fue la noche del baile y no cené. No he comido desde el almuerzo del viernes, pensó. Y hoy es domingo, acordándose de campanas en airosos chapiteles contra el azul del cielo, y de palomas arrullándose en los campanarios como si hicieran eco a las notas más graves del órgano. Temple regresó junto a la puerta y miró fuera. Luego salió, ciñéndose el abrigo.
Entró en la casa y apretó el paso, corredor adelante. El sol daba ahora en el porche delantero y Temple avanzó levantando la cabeza a cada momento, para no perder de vista la mancha de sol enmarcada por la puerta. No apareció nadie. Al llegar a la puerta a la derecha de la entrada, la abrió, entró de un salto en la habitación, cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. La cama estaba vacía. La colcha de retazos se hallaba encima, hecha un rebuño, y también la cantimplora de color caqui y uno de sus zapatos. El vestido y el sombrero estaban tirados en el suelo.
Temple recogió el vestido y el sombrero y trató de limpiarlos con la mano y con el borde del abrigo. Luego buscó el otro zapato levantando la colcha y agachándose para mirar debajo de la cama. Lo encontró por fin en la chimenea, entre un morillo y una pila de ladrillos medio caída; el zapato estaba de lado, y lleno de cenizas, como si alguien lo hubiera tirado allí o le hubiese pegado una patada. Temple lo vació, lo limpió con el abrigo y lo puso sobre la cama; también cogió la cantimplora y la colgó del clavo en la pared. Llevaba encima las letras U S y un número que apenas podía leerse en estarcido negro. Después se quitó el abrigo y empezó a vestirse.
De piernas largas, brazos delgados y nalgas poco pronunciadas —con una figura infantil, pero sin ser ya niña ni tampoco completamente mujer—, Temple se movió con gran rapidez mientras se alisaba las medias y se retorcía para introducirse en su breve y ajustado vestido. Ahora ya me puedo enfrentar con cualquier cosa, pensó calmosamente, con una especie de embotado asombro; puedo enfrentarme con lo que sea. De la parte superior de una media sacó el reloj con una cinta negra. Las nueve. Se peinó con los dedos los rizos apelmazados, quitándose tres o cuatro vainas de algodón. Cogió el abrigo y el sombrero, se acercó de nuevo a la puerta y escuchó.
Desde la habitación regresó al porche de atrás. En la palangana quedaba un resto dé agua sucia. Después de limpiarla, la llenó y se lavó la cara. De un clavo colgaba una toalla sucia. Se secó con muchas precauciones y luego extrajo la polvera del abrigo; aún seguía usándola cuando se dio cuenta de que la mujer la estaba observando desde la puerta de la cocina.
—Buenos días —dijo Temple.
La mujer tenía al niño contra la cadera. Estaba dormido.
—Hola, guapo —dijo Temple, agachándose—; ¿no irás a dormir todo el día? Temple ya está despierta.
Entraron en la cocina. La mujer le sirvió café en una taza.
—Debe de estar frío —dijo—. A no ser que prefiera usted encender otra vez el fuego. Del horno sacó una bandeja con pan.
—No —dijo Temple, bebiendo a sorbos el café tibio y sintiendo movérsele las entrañas en pequeños coágulos hormigueantes, como perdigones sueltos—. No tengo hambre. Hace dos días que no he comido, pero no tengo hambre. ¿No es curioso? No he comido desde… —contempló la espalda de la mujer con una rígida mueca conciliadora—. No tendrán ustedes un cuarto de baño, ¿verdad?
—¿El qué? —dijo la mujer. Miró a Temple por encima del hombro, mientras la otra seguía contemplándola con aquella mueca servil y conciliatoria. Luego arrancó unas cuantas hojas de un catálogo de ventas contra reembolso que había en un estante y se las dio a Temple—. Tendrá que ir al establo, como hacemos nosotros.
—¿Al establo? —dijo Temple, con el papel en la mano extendida.
—Se han ido todos —dijo la mujer—. No volverán hasta la tarde.
—Claro —dijo Temple—. El establo.
—Sí; el establo —dijo la mujer—. A no ser que su delicadeza se lo impida.
—Claro —dijo Temple.
Miró hacia afuera, más allá del claro invadido por la maleza. En el espacio delimitado por las sombrías masas de los cedros, el huerto brillaba al sol. Temple, después de ponerse el abrigo y el sombrero, se dirigió hacia el establo, empuñando las hojas del catálogo, salpicadas de reproducciones en miniatura de pinzas para la ropa, máquinas para escurrir la colada y detergentes, y entró en el pasillo central. Se detuvo, doblando una y otra vez las hojas; luego siguió adelante, lanzando rápidas miradas llenas de encogimiento a las casillas vacías. Terminó atravesando el establo de lado a lado, ya que estaba abierto por la parte de atrás, y daba a una gran masa de espliego, con abundantes floraciones de color blanco y morado. Temple salió otra vez hasta donde brillaba el sol, entre la maleza. En seguida empezó a correr, levantando los pies casi antes de que tocaran la tierra, mientras las malas hierbas la rozaban amenazantes con sus enormes eflorescencias, húmedas y malolientes. Se detuvo para escurrirse entre los oxidados alambres de una decrépita valla y luego siguió corriendo colina abajo entre los árboles.
Al pie de la colina, una estrecha cicatriz de arena dividía las dos pendientes de un vallecito, retorciéndose en una serie de manchas deslumbradoras allí donde el sol la alcanzaba. Temple se detuvo sobre la arena, escuchando a los pájaros entre las hojas iluminadas, aguzando el oído, mirando alrededor. Fue siguiendo el arroyuelo seco hasta donde un saliente formaba un escondrijo, bajo una maraña de brezos. Prendidas en el renovado verdor de las ramas, colgaban todavía, sin caer a tierra, las hojas secas del año anterior. Temple estuvo allí de pie un rato, doblando una y otra vez las hojas entre los dedos, sumida en una especie de abatimiento. Cuando se alzó más tarde, vio, sobre la resplandeciente masa de hojas a lo largo de la cresta del badén, la silueta acuclillada de un hombre.
Por un instante se detuvo a verse salir corriendo de su propio cuerpo, dejando atrás un zapato. Vio cómo sus piernas se movían rápidamente sobre la arena, entre las manchas de sol, por espacio de varias yardas, para luego girar en redondo, correr hacia atrás, recoger el zapato, volver a girar en redondo y salir otra vez corriendo.
Se hallaba de nuevo frente al porche delantero cuando advirtió, de refilón, la silueta de la casa. El ciego estaba sentado en una silla, con la cara levantada hacia el sol. En el sitio donde empezaban los árboles se detuvo para ponerse el zapato. Atravesó el antiguo césped transformado en maleza, subió al porche de un salto y echó a correr por el pasillo. Cuando salió al porche de atrás vio a un hombre en la puerta del establo, mirando hacia la casa. Cruzó el porche en dos zancadas y entró en la cocina, donde la mujer, sentada a la mesa, fumaba con el niño sobre el regazo.
—¡Me ha estado mirando! —dijo Temple—. ;Me ha estado mirando todo el tiempo!
Se apoyó contra la puerta, la cara vuelta hacia el exterior; luego se acercó a la mujer —el rostro sin color, los ojos como agujeros hechos con la punta del cigarrillo— y puso la mano sobre el fogón apagado.
—¿Quién? —dijo la mujer.
—Sí —dijo Temple—. Estaba entre los matorrales, espiándome todo el tiempo.
Miró hacia la puerta, luego otra vez a la mujer y entonces vio su propia mano sobre el fogón. La alzó con un grito lastimero, y apretándosela contra la boca, se dio la vuelta y echó a correr hacia el porche. La mujer la sujetó por un brazo sin soltar al niño, y Temple se metió de nuevo en la cocina. Goodwin venía hacia la casa. Miró una vez en dirección a ellas y luego siguió andando hasta desaparecer por el pasillo.
Temple empezó a forcejear.
—¡Suélteme! —susurró—, ¡suélteme!
Levantándose y agachándose, aplastó la mano de la mujer contra el marco de la puerta una y otra vez hasta que la dejó libre. Se bajó del porche de un salto y corrió hacia el granero; nada más entrar trepó por la escalera de mano, se metió como pudo en el sobrado y, otra vez en pie, echó a correr hacia el montón medio podrido de heno.
Pero de repente se halló durante un brevísimo intervalo corriendo al revés; vio cómo sus piernas seguían corriendo en el aire, hasta que su espalda chocó con las vainas de algodón —con cierta violencia pero sin hacerse daño— y ella se quedó tumbada, viendo en lo alto una abertura alargada que se iba cerrando con un repiqueteo de tablones sueltos. Un polvo muy fino se filtraba entre los rayos de sol.
Mientras su mano iba tocando las vainas de algodón sobre las que estaba tumbada, se acordó de la rata por segunda vez. Todo su cuerpo se agitó en un complicado movimiento de pataleo que le hizo incorporarse sobre las sueltas vainas de algodón, de manera que extendió los brazos y consiguió guardar el equilibrio, cada mano en uno de los lados del rincón, y su rostro a menos de doce pulgadas de la viga transversal en la que estaba agazapada la rata/Durante un instante se miraron fijamente; luego los ojos del animal se iluminaron de repente como dos bombilla? diminutas y la rata saltó en dirección a la cabeza de Temple en el momento en que se echaba hacia atrás y pisaba algo que se escurrió bajo sus pies.
Temple cayó de cara hacia el rincón opuesto, entre vainas de algodón y unas cuantas mazorcas sueltas, roídas hasta el último grano. Algo hizo un ruido sordo al chocar con la pared y golpeó la mano de Temple al salir despedido. La rata estaba ahora en aquel rincón, también en el suelo. Sus rostros se hallaban otra vez a menos de doce pulgadas de distancia, y los ojos de la rata brillaban y se oscurecían como si funcionaran al unísono con sus pulmones. Luego el animal se irguió, la espalda contra el rincón, las patas delanteras dobladas sobre el pecho, y empezó a chillar lanzando breves gritos lastimeros. Temple retrocedió a gatas, sin dejar de mirarla. Luego se puso en pie y dio un salto en dirección a la puerta, golpeándola con los puños, vigilando a la rata por encima del hombro, el cuerpo pegado a la puerta, arañando los tablones con las uñas…
XII
La mujer siguió en la puerta de la cocina, con el niño en brazos, hasta que Goodwin salió de la casa. La palidez de las aletas de su nariz destacaba sobre el tono uniformemente moreno de la cara, y la mujer dijo:
—¡Santo cielo! ¿También tú estás borracho? Goodwin avanzó por el porche.
—No está aquí —dijo la mujer—. No la encontrarás.
Goodwin pasó rozándola, dejando tras sí un intenso olor a whiskey. La mujer se volvió para mirarlo. El lanzó una rápida ojeada a la cocina y luego se volvió hacia ella, de pie en la puerta, impidiendo el paso.
—No la encontrarás —dijo la mujer—. Se ha ido.
Goodwin se acercó a ella levantando el brazo.
—No me pongas la mano encima —dijo la mujer.
Goodwin le agarró el brazo, lentamente. Tenía los ojos un poco encarnados. Las aletas de su nariz parecían hechas de cera.
—Quítame la mano de encima —dijo la mujer—. ¿Me oyes?
Lentamente Goodwin la separó de la puerta. Ella empezó a maldecirlo.
—¿Crees que podrás? ¿Crees que voy a dejarte? ¿Con ésa o con cualquier otra putilla de tres al cuarto?
Permanecieron un momento inmóviles, frente a frente, como a punto de iniciar un paso de danza, en tenso esfuerzo muscular.
Sin moverse apenas, Goodwin le hizo girar en redondo, situándola contra la mesa, un brazo proyectado hacia atrás para conservar el equilibrio, el cuerpo inclinado y la mano tanteando entre los platos sucios. La mujer lo contempló por encima del cuerpecillo inerte del niño mientras se acercaba de nuevo hacia ella.
—¡Atrás! —le dijo, alzando un poco la mano y mostrando el cuchillo de cortar la carne—. Atrás.
Goodwin siguió avanzando y ella le atacó con el cuchillo.
El la sujetó por la muñeca. La mujer forcejeó. Goodwin le quitó el niño, lo dejó sobre la mesa, le agarró la otra mano que intentaba golpearle en la cara y, sujetándole las dos muñecas con una mano, la abofeteó haciendo un ruido seco y apagado. Luego volvió a abofetearla, primero en una mejilla y luego en la otra, moviéndole la cabeza de lado a lado,
—Eso es lo que hago con todas —dijo él, golpeándola de nuevo—. ¿Te das cuenta?
Al soltarla Goodwin, la mujer retrocedió tropezando con la mesa. Cogió al niño y, medio acurrucada entre la mesa y la pared, vio cómo Lee se daba la vuelta y salía de la cocina.
La mujer se arrodilló en el rincón, con el niño, que no se había movido, siempre en los brazos. Con la palma de la mano se tocó primero una mejilla y luego la otra. Alzándose, dejó al niño en la caja, cogió una cofia que colgaba de una escarpia y se la puso. De otra cogió un abrigo con adornos de algo que había sido en tiempos piel de color blanco, y con el niño en brazos salió de la cocina.
Tommy estaba de pie en el establo, junto a la puerta del cuarto-almacén, mirando hacia la casa. El anciano tomaba el sol en el porche delantero. La mujer bajó los escalones, siguió la senda hasta su unión con el camino y continuó andando sin mirar atrás. Cuando llegó a donde estaba el tronco y el coche inutilizado de Gowan, abandonó el camino y tomó un sendero. Cien yardas más allá se sentó junto al manantial, acomodó al niño en su regazo y le cubrió el rostro con el borde de la falda.
Popeye salió de entre los matorrales, midiendo cada paso que daba con sus zapatos embarrados. Luego se detuvo a mirarla desde el otro lado del manantial. Sacó un cigarrillo de la chaqueta con movimientos muy rápidos y después de sacudirlo y retorcerlo se lo puso entre los labios y encendió una cerilla con el pulgar.
—¡Cielo santo! —exclamó—, Le dije lo que sucedería si se pasaban toda la noche bebiendo. Tendría que haber una ley.
Volvió la vista en dirección a la casa. Luego miró a la mujer, a la parte superior de su cofia.
—Absurda casa —continuó—. No se puede decir otra cosa. Apenas hace cuatro días que me encontré a un sujeto acuclillado ahí, preguntándome si leía libros. Dispuesto a atacarme con un libro o algo parecido. A mandarme al otro barrio con la guía de teléfonos.
Miró de nuevo en dirección a la casa, levantando la cabeza como si le apretara demasiado el cuello de la camisa. Luego la bajó otra vez para mirar la parte superior de la cofia de Ruby.
—Me vuelvo a la ciudad, ¿comprendes? —dijo—. Borrón y cuenta nueva. Ya he tenido bastante de esto.
La mujer no alzó la vista. Arregló el borde de la falda que cubría la cara del niño. Popeye siguió adelante y el sonido de sus pasos melindrosos, casi inaudibles, fue perdiéndose entre la maleza hasta desaparecer. En algún sitio del pantano cantó un pájaro.
Antes de llegar a la casa Popeye dejó la carretera para subir por una pendiente boscosa. Al terminar la ascensión vio a Goodwin detrás de un árbol del huerto, mirando hacia el establo. Popeye se detuvo en la linde del bosque y contempló la espalda de Goodwin. Sacó otro cigarrillo y hurgó en el chaleco con los dedos. Cruzó el huerto andando cautelosamente. Goodwin le oyó y volvió la cabeza. Popeye extrajo una cerilla del chaleco, la prendió y encendió el cigarrillo. Goodwin volvió otra vez la vista hacia el establo y Popeye se detuvo a la altura de su hombro, mirando también en la misma dirección.
—¿Quién está ahí abajo? —preguntó. Goodwin no respondió. Popeye echó el humo por la nariz—. Me voy definitivamente —dijo. Goodwin no respondió, con la mirada fija en el establo—. He dicho que me voy —insistió Popeye.
Goodwin le maldijo sin mover la cabeza. Popeye siguió fumando tranquilamente, mientras el humo formaba espirales delante de los negros botones blandos de sus ojos. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la casa. El anciano estaba sentado al sol. Popeye no entró en la casa, sino que cruzó por delante y siguió avanzando entre los cedros hasta un sitio donde ya no podían verlo. Entonces se dio la vuelta, atravesó el jardín y el campo invadido por la maleza y entró en el granero por la parte de atrás.
Tommy se había acuclillado junto a la puerta del cuarto-almacén y seguía mirando hacia la casa. Popeye lo estuvo mirando un rato mientras fumaba. Luego tiró el cigarrillo y entró sin hacer ruido en una de las casillas para los caballos. Encima del pesebre había un enrejado de madera para el heno, debajo precisamente de una abertura en el suelo del sobrado. Popeye trepó hasta el enrejado y luego —con la ajustada chaqueta distendida en pliegues muy finos a la altura de los hombros y de la parte alta de la espalda— se introdujo silenciosamente por el agujero del techo.
XIII
Tommy estaba de pie en el corredor del establo cuando Temple consiguió por fin abrir la puerta del cuarto-almacén. Pero no lo reconoció hasta hallarse ya medio de espaldas y haber iniciado el salto al interior del cuarto; luego se volvió hacia él, bajó otra vez el escalón y se agarró a su brazo. Pero al ver a Goodwin en la puerta de atrás de la casa, giró de nuevo y se metió en el cuarto-almacén para después asomar la cabeza por detrás de la puerta, mientras salía de su boca una débil sucesión de íes, algo así como burbujas de una botella. Se apoyó contra la puerta, y trató de empujarla, oyendo al mismo tiempo la voz de Tommy.
—… Lee dice que no le dolerá. Todo lo que tiene que hacer es tumbarse…—era un sonido monótono del que no llegaba a tomar conciencia, como tampoco veía los ojos claros de Tommy ni su pelo desgreñado. Temple se apoyaba contra la puerta, gimiendo, tratando de cerrarla. Luego sintió su mano torpe en un muslo—, … dice que no le dolerá. Todo lo que tiene que hacer es…
Temple lo miró, sintiendo en la cadera su mano callosa y desconfiada.
—Sí —dijo—. De acuerdo. No le deje entrar aquí.
—¿Quiere usted decir que no deje pasar a ninguno?
—Eso es. No me dan miedo las ratas. Usted quédese ahí y no le deje entrar.
—De acuerdo. Arreglaré las cosas para que nadie llegue donde está usted. Me quedaré aquí mismo.
—Muy bien. Cierre la puerta. No le deje entrar aquí.
—De acuerdo —Tommy empujó la puerta. Temple estaba apoyada contra ella, mirando hacia la casa. El la apartó para poder cerrar la puerta—. No le dolerá nada, dice Lee. Todo lo que tiene que hacer es tumbarse.
—Muy bien. Lo haré. No le deje entrar aquí.
La puerta se cerró. Luego Temple le oyó colocar el travesaño de madera. Después Tommy zarandeó la puerta.
—Ya está atrancada —dijo—. Ahora nadie puede llegar a donde está. Yo me quedaré aquí mismo.
Tommy se acuclilló sobre la paja desmenuzada, mirando hacia la casa. Al cabo de un rato vio cómo Goodwin volvía a asomarse por la puerta de atrás y miraba en dirección suya; siempre acuclillado, con las manos en las rodillas, los ojos de Tommy brillaron de nuevo y por un instante sus iris dieron la impresión de girar alrededor de las pupilas como ruedas diminutas. Siguió en la misma postura, con el labio superior un poco levantado, hasta que Goodwin volvió a meterse en la casa. Luego suspiró profundamente, contempló la puerta del cuarto-almacén y sus ojos brillaron de nuevo; desconfiados, inquisitivos, codiciosos. Empezó a frotarse las espinillas con las manos, balanceándose suavemente de un lado a otro, Pero su cuerpo se tensó, inmovilizándose, al ver que Goodwin cruzaba rápidamente la esquina de la casa y desaparecía entre los cedros. Siguió acuclillado, con el cuerpo tenso y el labio superior un poco levantado, mostrando sus dientes desiguales.
Sentada sobre las vainas de algodón y las mazorcas roídas, Temple levantó de pronto la cabeza hacia la trampa en lo alto de la escalera de mano. Oyó cómo Popeye cruzaba el sobrado y luego vio aparecer un pie, tanteando cautelosamente en busca del primer peldaño. Mientras descendía la estuvo mirando por encima del hombro.
Temple permaneció completamente inmóvil, con la boca ligeramente abierta. Popeye se detuvo a mirarla. Proyectó varias veces la barbilla hacia adelante, como si le apretara demasiado el cuello de la camisa. Alzó los codos y se los frotó con la palma de la mano, repitiendo el gesto con el borde de la chaqueta; luego salió del campo de visión de Temple, moviéndose sin hacer el menor ruido, con la mano en el bolsillo. Al ver que la puerta no se abría le dio un empujón.
—Abre la puerta —dijo.
No hubo respuesta. Al cabo de un momento Tommy susurró:
—¿Quién es?
—Abre la puerta —dijo Popeye.
La puerta se abrió. Tommy miró a Popeye y parpadeó.
—No sabía que estaba ahí —dijo.
Trató de mirar detrás de Popeye, dentro del cuarto, pero el otro le puso la mano en la cara, empujándolo hacia atrás. Luego se asomó y miró hacia la casa. Después miró a Tommy.
—¿No te dije que no me siguieras?
—No le estaba siguiendo —dijo Tommy—. Estaba vigilándolo a él —añadió, con un movimiento de cabeza en dirección a la casa.
—Sigue haciéndolo, entonces —dijo Popeye.
Tommy volvió la cabeza para mirar hacia la casa y Popeye sacó la mano del bolsillo.
A Temple, sentada sobre las vainas de algodón y las mazorcas, el ruido no le pareció más fuerte que el chasquido de un fósforo: un sonido muy breve, insignificante, que se desplomó sobre la escena, sobre aquel instante, haciéndolo totalmente irrevocable, aislándolo por completo; y ella siguió allí sentada, con las piernas extendidas, las manos vueltas, mansamente caídas sobre el regazo, mirando la espalda de Popeye y las arrugas que le hacía en los hombros la chaqueta demasiado ceñida mientras seguía asomado a la puerta, con la pistola detrás, junto al costado, despidiendo un sutil hilo de humo que descendía pierna abajo.
Popeye se volvió y la miró. Movió un poco la pistola, se la guardó en la chaqueta y avanzó hacia ella. No hacía el menor ruido al moverse; la puerta, sin sujeción, se abrió para golpear después contra la jamba, pero tampoco hizo el menor ruido; era como si el sonido y el silencio se hubieran invertido. Temple podía oír el silencio como un susurro atronador mientras Popeye iba hacia ella atravesándolo, apartándolo, y empezó a decir «Me va a pasar algo». Se lo estaba diciendo al anciano con las flemas amarillentas en lugar de ojos. «¡Algo me está pasando!», le gritó al viejo, sentado al sol en su silla, con las manos cruzadas sobre la empuñadura del bastón. «¡Se lo dije!», gritó, haciendo estallar las palabras como silenciosas burbujas calientes en el silencio cegador que los rodeaba, hasta que el anciano volvió la cabeza y los dos coágulos de flema hacia donde ella, tendida sobre las ásperas tablas bañadas por el sol, se agitaba, sacudiendo brazos y piernas. «¡Se lo dije! ¡Se lo dije desde el primer momento!»
XIV
Mientras estaba sentada junto al manantial, con el niño dormido sobre las rodillas, la mujer se dio cuenta de que había olvidado el biberón, pero siguió allí por espacio de una hora después de que Popeye la dejara. Luego volvió al camino y echó a andar hacia la casa. Cuando había recorrido la mitad de la distancia con el niño en brazos, se cruzó con el coche de Popeye. Como lo oyó venir se salió del camino y se quedó allí viéndolo acercarse colina abajo. Dentro iban Popeye y Temple. Popeye no hizo ningún gesto, aunque Temple miró de lleno a la mujer. Desde debajo del sombrero los ojos de Temple se detuvieron en su rostro sin dar la menor sensación de reconocerla. No volvió la cara ni se avivaron sus ojos; para la mujer a un lado de la carretera fue como una máscara de color opaco que hubiera pasado delante de ella tirada por una cuerda para luego desaparecer. El coche siguió su camino, bamboleándose y dando saltos sobre los surcos. La mujer se dirigió hacia la casa.
El ciego estaba sentado al sol en el porche delantero. Cuando entró en el corredor la mujer había acelerado el paso. No sentía el peso del niño. Encontró a Goodwin en su dormitorio. Se estaba poniendo una corbata deshilachada.
—¿Qué pasa? —dijo la mujer—. ¿Qué es lo que sucede?
—Tengo que ir a casa de Tull y llamar al sheriff —dijo Goodwin.
—El sheriff —dijo ella—. Sí. Claro —se acercó a la cama y depositó al niño cuidadosamente—. A casa de Tull —añadió—. Sí, tienen teléfono.
—Tú tienes que hacer la cena —dijo Goodwin—. No te olvides de Pap.
—Puedes darle un poco de pan. No le importará. Ha quedado algo encima del fogón. No le importará.
—Iré yo —dijo Goodwin—. Tú te quedas aquí.
—A casa de Tull —dijo ella—. De acuerdo.
Había sido en casa de Tull, a dos millas de distancia, donde Gowan encontrara un coche. Los Tull estaban comiendo. Le dijeron que los acompañara.
—Sólo quiero usar el teléfono —dijo ella. El teléfono se hallaba en el comedor, donde almorzaban. La mujer llamó, con ellos sentados a la mesa. No sabía el número —. Póngame con el sheriff —le dijo pausadamente a la telefonista. Luego habló con el sheriff, mientras la familia de Tull, sentada a la mesa, consumía su almuerzo dominical—. Un hombre muerto. Tiene usted que torcer a la derecha una milla más allá de la casa de Mr. Tull… Sí, la casa del Viejo Francés. Sí. Yo soy Mrs. Goodwin…, Goodwin. Sí.
XV
Benbow llegó a casa de su hermana hacia media tarde. Estaba a cuatro millas de Jefferson. El y su hermana habían nacido en Jefferson con siete años de diferencia, en una casa que todavía era suya, aunque Narcissa había querido venderla cuando Benbow se casó con la ex mujer de un hombre llamado Mitchell, trasladándose a Kinston. Benbow no había consentido en vender la casa a pesar de construir un chalet nuevo en Kinston con dinero prestado del que todavía seguía pagando intereses.
Cuando llegó no se veía a nadie. Entró en la casa y se había sentado ya en la sala en penumbra, con las persianas echadas, cuando oyó a su hermana que bajaba las escaleras, todavía ignorante de su llegada. Benbow no hizo el menor ruido. Casi había cruzado por delante de la puerta de la sala y estaba a punto de desaparecer cuando se detuvo y lo miró de frente, sin manifestar sorpresa, con la serena y estúpida fortaleza de las estatuas heroicas; iba vestida de blanco.
—Horace —dijo,
Benbow no se levantó. Siguió sentado, con un aire parecido al de un niño que se sabe culpable.
—¿Cómo te has…? —preguntó Horace—. ¿Ha sido Belle?
—Claro. Me puso un telegrama el sábado. Que la habías dejado y que si venías aquí, te dijera que se había vuelto a su casa de Kentucky y había mandado a buscar a la pequeña Belle.
—Maldita sea —dijo Benbow.
—¿Por qué? —dijo su hermana—. Quieres marcharte de tu casa pero no que ella se vaya.
Benbow se quedó dos días con su hermana. Narcissa nunca había sido muy dada a hablar; llevaba una vida serenamente vegetativa, como una planta de maíz o de trigo que creciera en un invernadero en lugar del campo, y durante aquellos dos días fue de un lado a otro por la casa con un aire tranquilo y vagamente ridículo de trágica desaprobación.
Después de la cena se reunieron en el cuarto de Miss Jenny, donde Narcissa leía el periódico de Memphis antes de acostar a su hijo. Cuando salió de la habitación, Miss Jenny miró a Benbow.
—Vuelve a casa, Horace —dijo.
—A Kinston, no —dijo Benbow—. Tampoco tenía intención de quedarme aquí, de todas maneras. No me marché para venir en busca de Narcissa. No he dejado a una mujer para refugiarme bajo las faldas de otra.
—Si te lo repites muchas veces puede que algún día llegues a creerlo —dijo Miss Jenny—. Y ¿qué harás entonces?
—Tiene usted razón —dijo Benbow—. En ese caso tendría que quedarme en casa.
Cuando su hermana regresó, entró en la habitación como quien tiene un propósito concreto.
—Me ha llegado la hora —dijo Benbow.
Narcissa no había hablado directamente con él en todo el día.
—¿Qué vas a hacer, Horace? —dijo su hermana—. Debes de tener algún asunto en Kinston del que necesites ocuparte.
—Hasta Horace debe de tenerlos —dijo Miss Jenny—. Lo que yo quisiera saber es por qué se marchó. ¿Encontraste un hombre debajo de la cama, Horace?
—No tuve tanta suerte —dijo Benbow—. Era viernes, y de pronto comprendí que no podía ir a la estación y recoger la caja de gambas y…
—Pero te has pasado diez años haciéndolo —dijo su hermana.
—Ya lo sé. Por eso estoy seguro de que nunca me gustará el olor de las gambas.
—¿Fue ésa la razón de que dejaras a Belle? —dijo Miss Jenny, mirándolo fijamente—. Has tardado mucho en aprender que si una mujer no es una buena esposa para un hombre lo más probable es que tampoco lo sea para otro, ¿no es cierto?
—Pero ¡escapar como si fueras un negro! —dijo Narcissa—. ¡Y mezclarte con contrabandistas de whiskey y mujeres de la calle!
—Bueno —dijo Miss Jenny—; a la mujer de la calle también la ha dejado. A no ser que piense pasearse por la ciudad con esa varilla de naranjo en el bolsillo hasta que venga a Jefferson.
—Sí —dijo Benbow.
Volvió a hablarles de los tres: Goodwin y Tomray y él sentados en el porche, bebiendo de la garrafa y hablando, mientras Popeye merodeaba alrededor de la casa y aparecía de cuando en cuando para pedirle a Tommy que encendiera una linterna y fuera con él al granero; como Tommy se negaba a hacerlo, Popeye lo maldecía y el otro, sentado en el suelo y restregando los pies descalzos sobre las tablas con un débil ruido silbante, repetía, riendo entre dientes: «¿Verdad que es todo un caso?»
—Estaba tan claro que llevaba encima una pistola como que tenía ombligo —dijo Benbow—. No quiso beber porque, según explicó, el whiskey le hacía vomitar; tampoco quiso sentarse y hablar con nosotros; no quería hacer nada: tan sólo merodear, fumando un pitillo detrás de otro, como un niño enfermo y malhumorado.
»Goodwin y yo fuimos los que hablamos. El había sido sargento de caballería en las Filipinas y en la Frontera, y también estuvo en Francia con un regimiento de infantería; no me explicó el porqué del cambio; por qué lo trasladaron a infantería y lo degradaron. Puede que matara a alguien o que desertase. Habló de Manila y de las chicas mexicanas, mientras el otro, el medio idiota, reía entre dientes, echaba buenos tragos y me ofrecía la garrafa a cada momento: «Beba un poco más»; luego me di cuenta de que la mujer estaba detrás de la puerta, escuchándonos. No están casados. Lo sé como sé que el hombrecillo vestido de negro llevaba una pistola casi de juguete en el bolsillo de la chaqueta. Pero ella sigue allí haciendo el trabajo de una negra; una mujer que en sus buenos tiempos poseyó diamantes y automóviles y los compró con una moneda más segura que el dinero contante y sonante. Y el ciego, el viejo sentado a la mesa, esperando a que alguien le diera de comer, con la inmovilidad de los ciegos, como si uno les estuviera viendo la parte de atrás de los ojos mientras ellos escuchan una música que los demás no oímos; aquel viejo que Goodwín se llevó de la habitación y probablemente de la tierra, por lo que se me alcanza. No volví a verlo. No llegué a saber quién era ni con quién tenía parentesco. Quizá con nadie. Quizá el viejo francés que construyó la casa hace cien años tampoco quería tenerlo consigo y se limitó a dejarlo allí cuando se murió o se marchó a otro sitio.»
A la mañana siguiente, Benbow consiguió que su hermana le diera la llave de la casa familiar y se fue a la ciudad. La casa estaba en una calle poco importante y llevaba diez años vacía. Horace empezó por sacar los clavos de las tablas que cubrían las ventanas. Los muebles seguían en sus antiguos sitios. Con un mono nuevo, cubos y bayetas fregó los suelos. Al mediodía fue al centro y compró ropa para la cama y unas latas de conservas. Todavía estaba trabajando cuando a las seis llegó su hermana conduciendo su propio coche.
—Ven a casa, Horace —dijo Narcissa—. ¿No te das cuenta de que no sabes hacer estas cosas?
—Lo he descubierto nada más empezar —dijo Benbow—. Hasta esta mañana creía que cualquier persona con un brazo y un cubo de agua era capaz de fregar un suelo.
—Horace —dijo Narcissa.
—Soy el mayor, acuérdate —dijo Benbow—. Voy a quedarme aquí. Tengo alguna ropa de cama.
Fue a cenar al hotel. Cuando regresó, el coche de su hermana estaba otra vez delante de la casa. El chófer negro le había traído un bulto con sábanas y mantas.
—Miss Narcissa dice que use usted éstas —le explicó el negro.
Benbow metió el bulto en un armario e hizo la cama con la ropa que había comprado.
A las doce del día siguiente, mientras almorzaba someramente en la mesa de la cocina, vio, por la ventana, una carreta deteniéndose en la calle. Tres mujeres se apearon de ella y de pie en la acera se arreglaron sin el menor disimulo, alisándose faldas y medias, sacudiéndose la espalda unas a otras, abriendo paquetes y añadiendo otros adornos a su atavío. La carreta, mientras tanto, había seguido su marcha. Las mujeres continuaron a pie y Benbow recordó que era sábado. Se quitó el mono, se vistió y salió de la casa.
La calle desembocaba en otra más ancha que, torciendo a la izquierda, conducía hasta la plaza: un claro entre dos edificios —oscurecido por un lento gentío en continuo movimiento, como un flujo de hormigas— sobre el que se alzaba la cúpula del juzgado, a cuyo alrededor crecía un grupo de robles y acacias cubiertas de algo que parecía nieve deshilachada. Benbow se dirigió hacia la plaza. Le adelantaron más carretas vacías y él adelantó a su vez a más mujeres a pie, negras y blancas, inconfundibles por la evidente incomodidad de la ropa que llevaban puesta y por su manera de andar; todas ellas convencidas de que la gente de la ciudad las tomaba por conciudadanas, aunque en realidad no lograran siquiera engañarse unas a otras.
Las callejas vecinas estaban llenas de carretas atadas, con las parejas de mulas detrás de los carros, hocicando mazorcas medio roídas sobre la compuerta posterior. En la plaza, los automóviles se alineaban en doble fila, mientras sus dueños y los de las carretas, apiñados, con sus monos y su ropa de color caqui, sus chales y sus sombrillas compradas contra reembolso, avanzaban lentamente y entraban y salían de las tiendas, dejando las aceras llenas de peladuras de fruta y cáscaras de cacahuetes. Se movían con lentitud de ovejas, tranquilos, impasibles, acumulándose en los sitios más estrechos, contemplando el paso apresurado de los que vestían camisas y cuellos ciudadanos, con el aire vagamente enigmático de cabezas de ganado o de dioses, situados fuera de un tiempo que habían dejado tras de sí sobre la tierra lenta e imprevisible, reverdecida de maíz y algodón en la tarde dorada.
Horace se movía entre ellos, arrastrado de un lado a otro por la pausada corriente, sin impacientarse. Conocía a algunos de los transeúntes; la mayoría de los comerciantes y hombres de profesiones liberales lo recordaban como niño, como adolescente, como colega en la abogacía; más allá de la cortina blancuzca de las ramas de las acacias podía ver las sucias ventanas del segundo piso —de cristales tan ajenos al agua y al jabón como diez años atrás— donde su padre y él habían ejercido la profesión, y de vez en cuando se detenía para hablar con algún viejo conocido en los meandros donde el flujo era casi inexistente.
Las radios y los fonógrafos, en las puertas de las tiendas, competían ruidosamente por adueñarse del aire soleado. Delante de esas puertas la gente se apiñaba para escuchar la música durante todo el día. Las piezas que les gustaban eran baladas de melodías tan simples como sus letras, en las que se hablaba de desgracias, de recompensas y de arrepentimientos, cantadas por voces metálicas, borrosas, reforzadas por los ruidos atmosféricos o el chirrido de la aguja; voces descarnadas, lúgubres, ásperas y tristes, que atronaban el aire, desde los muebles gramófonos o los altavoces de superficie rugosa, por encima de los rostros extasiados y las manos encallecidas de lentos movimientos, conformadas desde tiempo inmemorial a las imperiosas exigencias de la tierra.
Era un sábado de mayo: mala época para abandonar la tierra. El lunes, sin embargo, estaban allí otra vez, la mayor parte al menos, en grupos delante del juzgado y por la plaza, y, ya que estaban allí, entrando en las tiendas de cuando en cuando con su ropa de color caqui y sus monos y sus camisas sin cuello. Durante todo el día hubo un corro junto a la puerta de la funeraria, y los niños y los muchachos, con o sin libros de texto, aplastaban la nariz contra el cristal y los más audaces y los hombres más jóvenes de la ciudad entraban en grupos de dos o tres a contemplar a un individuo llamado Tommy. Yacía sobre una mesa de madera, descalzo, vestido con un mono, los desteñidos rizos de la nuca apelmazados por la sangre seca y chamuscados por la pólvora, mientras el encargado del atestado trataba de averiguar su apellido. Pero nadie lo sabía, ni siquiera los campesinos que lo habían tratado durante quince años, ni los comerciantes que algún sábado, muy de tarde en tarde, lo habían visto en la ciudad, descalzo, sin sombrero, con su mirar regocijado y vacío y la mejilla inocentemente abultada por un enorme caramelo de menta. La opinión general era que nunca había tenido un apellido.
(Continuará…)