LAS RATAS [Fragmento]

Miguel Delibes

 

 

1

Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en concejo. Los tres chopos desmochados de la ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera.

La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:

—El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas —dijo.

La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían dejarlos entre la maleza del arroyo, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y la corregüela.

El tío Ratero rebulló dentro, en las pajas, y la perra, al oírle, ladró dos veces y, entonces, el bando de cuervos se alzó perezosamente del suelo en un vuelo reposado y profundo, acompasado por una algarabía de graznidos siniestros. Únicamente un grajo permaneció inmóvil sobre los pardos terrones y el niño, al divisarlo, corrió hacia él, zigzagueando por los surcos pesados de humedad, esquivando el acoso de la perra que ladraba a su lado. Al levantar la ballesta para liberar el cadáver del pájaro, el Nini observó la espiga de avena intacta y, entonces, la desbarató entre sus pequeños, nerviosos dedos, y los granos se desparramaron sobre la tierra.

Dijo, elevando la voz sobre los graznidos de los cuervos que aleteaban pesadamente muy altos, por encima de su cabeza:

—No llegó a probarla, Fa; no ha comido ni siquiera un grano.

La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando. A la vuelta del cerro se hallaban las ruinas de las tres cuevas que Justito, el Alcalde, volara con dinamita dos años atrás. Justo Fadrique, el Alcalde, aspiraba a que todos en el pueblo vivieran en casas, como señores.

Al tío Ratero le atosigaba:

—Te doy una casa por veinte duros y tú que nones. ¿Qué es lo que quieres, entonces?

El Ratero mostraba sus dientes podridos en una sonrisa ambigua, entre estúpida y socarrona:

—Nada —decía.

Justito, el Alcalde, se irritaba y, en esos casos, la roncha morada de la frente se reducía a ojos vistas, como una cosa viva:

—¿Es que no te da la gana entenderme? Quiero acabar con las cuevas. Se lo he prometido así al señor Gobernador.

El Ratero encogía una y otra vez sus hombros fornidos, mas luego, en la taberna, Malvino le decía:

—Ándate al quite con el Justito. El tipo ese es de cuidado, ya ves. Peor que las ratas.

El Ratero derrumbado sobre la mesa le enfocaba implacable sus rudos ojos huidizos:

—Las ratas son buenas —decía.

Malvino fue Balbino en tiempos, pero sus convecinos le decían Malvino porque con dos copas en el cuerpo se ponía imposible. Su taberna era angosta, sórdida, con el suelo de cemento y media docena de mesas de tablas, con bancos corridos a los costados. Al regresar del arroyo, el Ratero se recogía allí y se merendaba un par de ratas fritas rociadas de vinagre, con dos vasos de clarete y media hogaza. El resto del morral se lo quedaba el Malvino, a dos pesetas la rata. El tabernero solía sentarse junto a él mientras comía:

—Cuando los hombres no están contentos con lo que tienen arman un trepe, ¿eh, Ratero?

—Eso.

—Y si están contentos con lo que tienen nunca falta un tunante que se empeña en darles más y arma el trepe por ellos. Total, que siempre hay función, ¿eh, Ratero?

—Eso.

—Mira tú que andas a gusto en tu cueva y no te metes con nadie. Bueno, pues el Justito dale con que te vayas a esa casa cuando más de seis y más de siete se matarían por ella.

—Eso.

La señora Clo, la del Estanco, afirmaba que el Malvino era el Ángel Malo del tío Ratero, pero el Malvino replicaba que se limitaba a ser su conciencia.

El tío Ratero, desde la boca de la cueva, vio ascender al Nini por la falda del teso, con el cuervo en una mano y el cepo en la otra. La perra se adelantó al descubrir al hombre y brincó una y otra vez sobre él, tratando de lamerle la tosca mano de dedos todos iguales, como tajados a guillotina. Mas el hombre, cada vez, le oprimía distraídamente el hocico y el animal gruñía entre furioso y retozón.

Dijo el niño mostrándole el grajo:

—El Pruden me lo encargó; los cuervos no le dejan parar los sembrados.

El Pruden siempre madrugaba y anticipándose a la última semana de lluvias hizo la sementera. El Pruden, en puridad, era Acisclo por bautismo, pero se quedó con Pruden, o Prudencio, por lo juicioso y previsor. En mayo araba los barbechos y, de este modo, llegado noviembre, ya tenía dada vuelta a la tierra. Al concluir el verano, poco antes de que la hoja amarilleara, desmochaba los tres chopos escuálidos de la ribera y guardaba la hoja empacada para alimentar las cabras durante el invierno. Al Nini, el chiquillo, le traía de cabeza: « Nini, rapaz, ¿viene agua o no viene agua?» . « Nini, rapaz, ¿traerá piedra esa nube o no traerá piedra?» . « Nini, rapaz, la noche anda muy queda y el cielo raso, ¿no amagará la helada negra?» .

Dos tardes atrás, el Pruden se acercó al niño como de casualidad:

—Nini, hijo —le dijo en tono plañidero—, los cuervos no me dejan quietos los sembrados; escarban la tierra y se llevan la simiente. ¿Cómo me las arreglaré para ahuyentarlos?

El Nini recordó al abuelo Román, que para espantar los pájaros de los sembrados colgaba boca abajo un cuervo muerto. Las aves huían del lúgubre espectáculo; del inmóvil, atrabiliario luto de la tierra por florecer.

—Déjalo de mi mano —le dijo el niño.

Ahora, el Nini, mientras devoraba las sopas de pan a la puerta de la cueva, contempló el grajo despeluzado, las plumas rígidas, aceradas, reposando sobre un tomillo. La perra, agazapada junto a él, le observaba fijamente y si el niño rehuía su atención, el animal le golpeaba insistentemente el antebrazo con la pezuña delantera. Tras la perra, bajo el teso, se abría el mundo; un mundo que la Columba, la mujer del Justito, juzgaba inhóspito tal vez porque lo ignoraba. Un mundo de surcos pardos, simétricos, alucinantes. Los surcos del otoño, desguarnecidos, formaban un mar de cieno tan solo quebrado por la escueta línea del arroyo, del otro lado del cual se alzaba el pueblo. El pueblo era también pardo, como una excrecencia de la propia tierra, y de no ser por los huecos de luz y las sombras que tendía el sol naciente, casi las únicas en la desolada perspectiva, hubiera pasado inadvertido.

A cosa de un kilómetro, paralela al riachuelo, blanqueaba la carretera provincial, hollada tan solo por las caballerías, el Fordson de don Antero, el Poderoso, y el coche de línea que enlazaba la ciudad con los pueblecitos de la cuenca. Una cadena de tesos mondos como calaveras coronados por media docena de almendros raquíticos cerraba el horizonte por este lado. Bajo el sol, el yeso cristalizado de las laderas rebrillaba intermitentemente con unos guiños versicolores, como pretendiendo transmitir un mensaje indescifrable a los habitantes de los bajos.

El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida. Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres. Únicamente encima de la cueva, en el páramo, el monte de encina del común prestaba un seguro refugio a los pájaros y las alimañas.

El niño, con el grajo en la mano, corrió cárcava abajo seguido de la perra. En el último tramo de la pendiente, el Nini levantó los brazos como si planeara sobre el camino. Aún no calentaba el sol y las chimeneas alentaban lánguidamente un humo blanquecino y el áspero aroma de la paja quemada se cernía sobre el pueblo como un incienso pegajoso. El niño y la perra franquearon el rústico puentecillo de tablas y entraron en la. Era. Junto al Pajero se alzaba el palomar del Justito, y el niño, al cruzar frente a él, palmeó fuerte dos veces y el bando de palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida. La perra ladró inútil, jubilosamente, mas la irrupción del Moro, el perro del Rabino Grande, el pastor, la distrajo de inmediato. El bando de palomas describió un amplio semicírculo por detrás del campanario y tomó al palomar.

El Pruden asomó por la trasera abotonándose los pantalones.

—Toma —dijo el Nini alargándole el pájaro.

El Pruden sonrió evasivamente.

—¿Así que le atrapaste? —dijo. Tomó el grajo de la punta de un ala, como con recelo, y agregó—: Anda, pasa.

Contra la tapia del corral se apoyaban el arado herrumbroso y los aperos, y el tosco carromato, y sobre la cuadra se abría la gatera del pajar. El Pruden entró en la cuadra y la mula negra pateó el suelo, con impaciencia. Depositó el pájaro en el suelo, y mientras eliminaba los pajotes de los pesebres le dijo al Nini, sin volverse:

—Vaya un pico. Así es que donde caen estos tunantes hacen más daño que un nublado. ¡La madre que los echó!

Una vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al suelo con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, tomó la criba y cernió el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente repartió la paja entre los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:

—Cuélgalo patas arriba; si no, en lugar de ahuyentarlos hará de cimbel.

El Pruden se sacudió una mano con otra y agarró de nuevo el pájaro por la punta de un ala y penetró en la casa por la puerta de la cocina. El niño y la perra entraron tras él. La Sabina se revolvió furiosa al ver el cuervo.

—¿Dónde vas con esa basura? —dijo.

El Pruden no alteró su voz templada y paciente.

—Tú calla la boca —dijo.

Y depositó el pájaro sobre la mesa. Después se arrimó al hogar y dio la vuelta a las mondas de patata que cocían a fuego lento. Al cabo las apartó, se sentó con el balde entre las piernas y espolvoreó el salvado de hoja sobre las mondas y comenzó a envolverlo pacientemente.

El niño agarró la puerta para marcharse y el Pruden, entonces, se incorporó y dijo:

—Aguarda.

Le siguió por el pasillo de rojas baldosas hurgándose en los bolsillos del pantalón y una vez en la calle le alargó una moneda de peseta. El Nini le miraba fijamente, con precoz gravedad, y el Pruden se desconcertó, levantó los ojos al cielo, un cielo blanquecino, tímidamente azul, y dijo:

—No lloverá más, ¿verdad, rapaz?

—Ha arrasado. El tiempo se pone de helada —respondió el niño.

Al regresar a la cocina, el Pruden analizó el grajo con concentrada atención y después continuó envolviendo en silencio el pienso de las gallinas. Al cabo de un rato levantó la cabeza y dijo:

—Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios.

La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a Jesús entre los doctores, pero si andaba de mal temple, callaba, y callar, en ella, era una forma de acusación.

 

2

El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir el lodazal. Restregaba la moneda que portaba en la mano contra los muros de adobe y al llegar a la primera esquina examinó el brillo nacido en el borde con pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes de divisar los establos del Poderoso oyó la voz caliente de Rabino Chico charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Poderoso y tenía fama de comprender el lenguaje de los animales.

El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello, don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un Congreso Internacional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la capital cada vez que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces, cada vez que un forastero mostraba interés por su particularidad, el Viejo Rabino se soltaba la pretina y se la enseñaba.

Con estas relaciones, el Viejo Rabino, al decir del Undécimo Mandamiento, se torció y dejó de frecuentar la iglesia. Don Zósimo, el Curón, que por entonces andaba de párroco en el pueblo, le decía: « Rabino, ¿por qué no vienes a misa?» . El Viejo Rabino se encampanaba y respondía: « No hay Dios. Mi abuelo era un mono. Don Eustasio lo dice» . Y cuando estalló la guerra, cinco muchachos de Torrecillórigo, capitaneados por el Baltasar, el del Quirico, se presentaron con los mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el del Quirico, lo empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: « Ahora voy a enseñarte yo dónde deben pastar las cabras» . El Viejo Rabino parpadeaba y solo dijo: « ¿Qué quieres?» . Y el Baltasar, el del Quirico, dijo: « Que te vengas con nosotros» . El Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba a los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente:

« Aguarda un momento» . Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y calzaba las alpargatas de goma y dijo: « Hasta luego» . Después le dijo a Baltasar: « Cuando quieras» .

Al día siguiente, el Antoliano encontró el cadáver en las Revueltas y cuando se presentó con él en la casa, al Rabino Chico, que apenas era un muchacho, aunque con dos vértebras coxígeas de más, se le cerró la boca y no había manera de hacerle comer. Don Ursinos, el médico de Torrecillórigo, dijo que el mal era nervioso y que le pasaría. Y cuando le pasó, el Rabino Chico se llegó donde don Zósimo, el Curón, y le dijo: « ¿No es la cruz la señal del cristiano, señor cura?» . « Así es» —respondió el Curón—. Y agregó el Rabino Chico: « ¿Y no dijo Cristo: Amaos los unos a los otros?» . « Así es» —respondió el Curón—. El Rabino Chico cabeceó levemente. Dijo: « Entonces, ¿por qué ese hombre de la cruz ha matado a mi padre?» . La desbordada humanidad de don Zósimo, el Curón, parecía reducirse ante el problema. Se ajustó automáticamente el bonete antes de hablar: « Escucha —dijo al fin—, mi primo Paco Merino era párroco de Roldana, en el otro lado, hasta anteayer. ¿Y sabes cómo ha dejado de serlo?». « No» —dijo el Rabino Chico—. « Pues atiende —añadió el Curón—: le amarraron a un poste, le cortaron la parte con un gillete y se la echaron a los gatos delante de él. ¿Qué te parece?» . El Rabino Chico cabeceaba, pero dijo: « Los otros no son cristianos, señor Cura» . Don Zósimo entrelazó los dedos y dijo pacientemente: « Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños» . Y el Rabino Chico dijo por todo comentario:

« ¡Ah!» .

Desde entonces empezó a rehuir a las gentes y a salir a los cuetos con el ganado hasta que don Antero, el Poderoso, le contrató de vaquero. Por contra, el Rabino gustaba de charlar con las vacas y, según decían, poseía el don de interpretar sus mugidos. Fuera como fuese, él había demostrado ante los más escépticos lugareños que la vaca a quien se le habla tiernamente mientras se la ordeña daba media herrada más de leche que la que era ordeñada en silencio. En otra ocasión descubrió que la vaca que reposaba sobre una colchoneta rendía también más que si reposaba sobre la paja desnuda y ahora andaba en pintar de verde los muros del establo porque presumía que de este modo aumentaría también el rendimiento.

El Nini divisó al Rabino Chico vuelto de espaldas y voceó:

—Buenos días, Rabino Chico.

El Rabino Chico se movía pesadamente como un hombre grueso y maduro y nunca miraba de frente. Una vez el Nini le preguntó por qué hablaba con las vacas y no con los hombres y el Rabino Chico respondió: « Los hombres solo dicen mentiras». Ahora, el Rabino Chico se volvió al niño y le dijo:

—Nini, ¿es cierto que el Justito os quiere largar de la cueva?

—Eso dicen.

—¿Quién lo dice?

El niño se encogió de hombros. Dijo:

—¿Terminaste de pintar el establo?

—Ayer tarde.

—¿Y qué?

—Da tiempo al tiempo.

El Nini dobló el recodo de la iglesia. Los relejes eran allí más profundos y el agua estancada, pese al frío, expandía una fetidez nauseabunda. En las tapias de la señora Clo, frente a la iglesia, un cartelón de letras de brea decía en caracteres muy gruesos: « Vivan los quintos del 56» . La señora Clo barría briosamente los dos peldaños de cemento que daban acceso al estanco. De pronto levantó la cabeza y vio al niño restregando la moneda contra las piedras del templo.

—¿Dónde vas tan de mañana, Nini?

El niño dio media vuelta y se quedó con las piernas abiertas mirando para la mujer. El cieno había dejado sobre una de sus pantorrillas una sucia huella como un calcetín oscuro. La señora Clo se apoyó en el palo de la escoba, sonrió con toda su ancha cara y dijo:

—El tiempo está de cambio, Nini. ¿Cuándo matamos el chon?

El niño la miró reflexivamente. Dijo:

—Aún es temprano.

—Mira que tu abuela no lo pensaba tanto.

El Nini movió decididamente la cabeza:

—Deje, señora Clo, antes de San Dámaso no es bueno hacerlo. Ya avisaré.

Reanudó su camino y como viera a la perra merodeando la casa de José Luis, el alguacil, la silbó tenuemente. La Fa acudió a su llamada y se situó dócilmente tras él, mas en la esquina se lanzó sobre el bando de gorriones que picoteaban entre el estiércol. Los pájaros levantaron el vuelo y desde los bajos aleros piaban ahora desaforadamente y la perra les miraba levantando la cabeza y moviendo nerviosamente el rabo cercenado.

La sierra del Antoliano va se sentía y el Nini se asomó a la puerta, abierta incluso en los días más crudos del invierno, y desde allí lo vio, oblicuo sobre el banco, su mano poderosa afirmada en el mango de la sierra. El taller era un tabulo mezquino, lleno de virutas y aserrín, y con cuatro listones crudos colocados verticales en un rincón. En la pared, junto a la ventana, un reclamo de perdiz daba vueltas incesantemente sobre sí mismo picoteando los barrotes de la jaula. Hubo un tiempo en que el Antoliano se ganaba la vida fabricando celemines y medias fanegas, pero desde que el Servicio empezó a medir el cereal por kilos, el Antoliano andaba de parado, arrimando el hombro a lo que saliera. Visto de perfil, el rostro del Antoliano mostraba una exuberante irregularidad en la nariz, como si el apéndice hubiera tratado de formarse sobre la ternilla y, luego a medio hacer, hubiera desistido de jugarle esa mala pasada. En todo caso, la nariz del Antoliano parecía la de un boxeador y para él, que se ufanaba de fuerte y arriscado, era aquello una humillación. A menudo, sin que nadie se lo pidiera, se justificaba: « ¿Sabes quién tuvo la culpa de que mi nariz sea como un buñuelo? Estas condenadas manos» . Las manos del Antoliano, nevadas ahora de aserrín, eran enormes, como dos palas y, según él, paseando una noche cerrada con ellas en los bolsillos tropezó y se dio de bruces con el brocal del pozo del Justito antes de tener tiempo de sacarlas.

—Hola —le dijo el niño desde la puerta.

La perra penetró en el tabuco y se agachó en el rincón, junto a los listones recién cepillados.

—¡Chita! —dijo el niño.

El Antoliano soltó una breve risa sin levantar los ojos del tablón que aserraba.

—Déjala —lijo—. Eso no hace daño.

El Nini se recostó en el umbral. Un dulce sol de otoño caía sobre la calleja y alcanzaba media puerta de la Sierra. Dijo el niño, entrecerrando perezosamente te los ojos al sol:

—¿Qué haces?

—Mira. Un ataúd.

El Nini volvió la cara sorprendido:

—¿Hay un difunto? —dijo.

El Antoliano denegó sin cesar en su trabajo.

—No es de aquí —dijo—. De Torrecillórigo es. El Ildefonso.

—¿El Ildefonso?

—Ya estaba viejo. Cincuenta y siete años.

El Antoliano dejó la sierra sobre el banco y se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. El cabello enmarañado blanqueaba de aserrín y todo él emanaba un suave y reconfortante aroma a madera virgen.

Dijo:

—En la capital llevan cada día más caro por esto. Y tú ves lo que son: cuatro tablas.

Su mirada se ensombreció al añadir:

—Claro que nadie necesita más.

Se sentó a la puerta, en el poyo de piedra, junto al niño, y lio pausadamente un cigarrillo:

—Adolfo me trajo ayer la simiente. La bodega ya está lista —dijo, pasando cuidadosamente la punta de la lengua por el filete engomado.

—Ahora has de preparar una cama caliente —dijo el niño.

—¿Caliente?

—Primero una capa de estiércol; luego otra de tierra bien cernida.

El Antoliano prendió el cigarrillo con un chisquero de mecha y agregó con los labios apretados:

—¿Estiércol de vaca o de caballo?

—De caballo si la cama ha de ser caliente; después tendrás que regar:

—Bueno.

El Antoliano dio una larga chupada al cigarrillo, pensativo. Dijo, expeliendo el humo deleitosamente:

—Digo que si el champiñón ese se diera bien en la bodega, he de poner más en las cuevas de arriba.

—¿En la de los abuelos?

—Y en la del Mudo y en la de la Gitana. En las tres. El chiquillo desaprobó con la mirada:

—No debes hacerlo —dijo—. Esas cuevas se caen cualquier día.

El Antoliano hizo una mueca despectiva:

—Hay que arriesgarse —dijo.

El gallo blanco se encaramó inopinadamente sobre las bardas del corral, rayano a la Sierra, ahuecó sus plumas al sol, estiró el pescuezo y emitió un ronco quiquiriquí. La Fa comenzó a brincar en el barro de la calle ladrándole furiosamente y entonces el gallo inclinó la cabeza y empezó a bufarla como un ganso. Dijo el Nini:

—Ese gallo se tira. Un día te da un disgusto.

El Antoliano se incorporó, arrojó la colilla al barro y la hundió de un pisotón.

Dijo:

—Mira, alguien tiene que guardar la casa.

Ya iba a entrar en el taller cuando pareció recordar algo y volvió a salir.

—¿Dices que la capa de tierra sobre la capa de porquería?

—Sí. Y bien cernida —respondió el niño.

El Antoliano ladeó un poco la cabeza y antes de entrar en el taller hizo un amistoso ademán con su mano gigantesca. El Nini silbó a la perra y se perdió calle abajo, camino del río.

 

3

La señora Clo, la del Estanco, atribuía al Nini la ciencia infusa, pero doña Resu, o como en el pueblo le decían, el Undécimo Mandamiento, afirmaba que la sabiduría del Nini no podía provenir más que del diablo, puesto que si el hijo de primos es tonto, mayor razón habría para que lo fuera el hijo de hermanos. La señora Clo aducía que el hijo de primos es lelo o espabilado, según, ya esto terciaba el Antoliano afirmando: « Pero, doña Resu, ¿qué es un tonto más que un listo que se pasa?» . Y decía doña Resu escandalizada: « Ya estás tú con tus teorías» . Y decía el Antoliano: « ¿Es que acaso está mal dicho?» . Y decía doña Resu: « No sé si está mal o bien, pero así te crece a ti el pelo» .

Fuera como fuese, el saber lo que sabía se lo debía el Nini únicamente a su espíritu observador. Sin ir más lejos, si los niños y los mozos se arrimaban al tío Rufo, el Centenario, solo por el capricho de verle temblar la mano y luego reír, el Nini lo hacía empujado por la curiosidad. El tío Rufo, el Centenario, sabía mucho de todas las cosas. Hablaba siempre por refranes y conocía al dedillo el santo de cada día. Y si bien no recordaba con exactitud los años que contaba, podía, en cambio, hablar lúcidamente de la peste de 1858, de la visita de S. M. la Reina Isabel y aun del arte de Cúchares y El Tato, aunque jamás hubiera presenciado una corrida de toros.

El Nini, sentado junto a él en el poyo de la puerta, no reparaba en sus movimientos nerviosos. A veces ni siquiera decía sí o no, pero al Centenario le estimulaban sus ojos expectantes, su inquisitiva atención y, en su caso, el aplomo maduro de sus preguntas y respuestas.

Generalmente, el viejo se arrancaba por el Santoral, el tiempo o el campo, o los tres en uno:

—En llegando San Andrés, invierno es —decía.

O si no:

—Por San Clemente alza la tierra y tapa la simiente.

O si no:

—Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana.

Una vez roto el silencio, el Centenario tenía cuerda para rato. De este modo aprendió el Nini a relacionar el tiempo con el calendario, el campo con el Santoral y a predecir los días de sol, la llegada de las golondrinas y las heladas tardías. Así aprendió el niño a acechar a los erizos y a los lagartos, y a distinguir un rabilargo de un azulejo y una zurita de una torcaz.

Y otro tanto le aconteció al niño, en tiempos, con sus abuelos. El Nini, el chiquillo, en contra de lo que suele ser usual, tuvo tres abuelos por partida doble: dos abuelos y una abuela. Los tres vivieron juntos en la cueva vecina y, a veces, de muy niño, el Nini inquiría del tío Ratero cuál de ellos era el abuelo verdad. «Todos lo son» , decía el tío Ratero entreabriendo tímidamente su sonrisa entre estúpida y socarrona. El tío Ratero rara vez pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que le dejaba extenuado, más que por el desgaste físico, por la concentración mental que aquello le exigía.

El Nini acompañaba al abuelo Abundio, el Podador, a Torrecillórigo, donde don Virgilio, el Amo, reunía cincuenta hectáreas de viñedo y una hermosa casa con emparrado y un almacén inhóspito, con el tejado de uralita agujereado, que era dónde pernoctaban ellos, los perros de los pastores y los extremeños que, por entonces, andaban levantando el monte. La primera noche, el abuelo Abundio no se acostaba; solía pasarla reparando el tejado con chapas y lajas, para evitar el frío y la humedad.

Al Nini le placía Torrecillórigo por cambiar de ambiente, aunque le asustaran los extremeños con las historias que referían junto a la lumbre, mientras guisaban la frugal cena y los perros de los pastores dormitaban, enroscados, a sus pies. También le asustaban jurando por las mañanas, cuando el abuelo, antes de amanecer, hacía chirriar la bomba del pozo y chapoteaba para lavarse. Los extremeños le amenazaban con partirle el alma, pero llegado el caso nunca se decidían, tal vez porque fuera hacía frío.

Ya en el campo, el Nini veía negrear los sarmientos entre los terrones y cada vez le producían la impresión de algo vivo y doliente. El abuelo Abundio cortaba, empero, sin compasión y según saltaban las ramas inútiles y por encima de su hombro le aleccionaba:

—Podar no es cortar sarmientos, ¿oyes?

—Sí, abuelo.

—Cada cepa tiene su poda, ¿oyes?

—Sí, abuelo.

—Un majuelo de verdejo de treinta años llevar dos varas de empalmes, dos nuevas, dos o tres calzadas y dos o tres pulgares, ¿oyes?

—Sí, abuelo.

—Con el jerez o el tinto no lo harías así. Con el jerez o el tinto dejarías dos varas pulgares, dos yemas y un sacavinos, ¿oyes?

—Sí, abuelo.

Al concluir cada cepa el viejo enterraba cuidadosamente las ramas cortadas al pie del sarmiento para que le sirviera de abono. El niño se complacía en la obra de su abuelo e imaginaba que su obsesión por la higiene le venía del oficio; de tanto aligerar las parras de todo lo sucio, inútil o superfluo.

A pesar de ser hermanos, el abuelo Román era la antítesis del abuelo Abundio. Jamás se arrimaba al agua sino en enero, y esto porque, según decía el tío Rufo, el Centenario, « la liebre, en enero, cerca del agua» . Se dejaba crecer las barbas y cada año, allá para mayo, se las rapaba, generalmente el 21, la víspera de Santa Rita. La última vez que se las cortó, a instancias de su hermano, fue en invierno y el hombre no pudo ni contarlo. El abuelo Román le decía al abuelo Abundio cada vez que le sorprendía lavándose en la herrada: « Aparta, Abundio, hueles a ranas» . Si pensaba, o hacía que pensaba, el abuelo Román introducía un dedo bajo la churretosa boinilla y se rascaba áspera, insistentemente, el cráneo. Así, una vez, cuando el Nini cumplió cuatro años, el abuelo Román le dijo:

—Mañana te vienes conmigo al campo.

Y salieron, bajo un sol de membrillo, y ya en los barbechos el abuelo Román se trocó en una especie de animal acechante. Andaba doblado en ángulo recto, aspirando sonoramente el viento por las narices, con una cachaba en cada mano, y hasta sus barbas parecían dotadas de una sensibilidad táctil. De cuando en cuando se detenía y observaba furtivamente en derredor, sin mover apenas la cabeza. Sus ojos, en esos casos, parecían cobrar vida independiente. En ocasiones, el abuelo Román ladeaba la cabeza para escuchar o se echaba al suelo y examinaba atentamente las piedras, los terrones y las pajas de los rastrojos. En una de sus inspecciones recogió una oscura bolita de sobre una lasca y sonrió golosamente como si fuera una perla y el niño se sobresaltó:

—¿Qué es, abuelo?

—¿No lo ves? La freza, Nini. No andará lejos, está todavía reciente.

—¿Qué es la freza, abuelo?

—¡Ji, ji, ji, la cagada! Pero ¿así andas?

De súbito, el abuelo Román se inmovilizó, con un dedo bajo la boina, los ojos fijos como dos botones, y dijo sin mover los labios:

—Ve, ahí está.

Lentamente se fue incorporando, clavó en el suelo una de las cachabas y colocó la gorra sobre el mango. Después, como sin querer la cosa, fue describiendo un pequeño semicírculo mientras, a media voz, daba instrucciones al niño:

—No te muevas, hijo, se marcharía. ¿Ves esa lasca blanca a dos metros de la cacha? Ve, ahí está aculada la zorra de ella. No te muevas, ¿oyes? ¿No ves qué ojos tiene la indina? Quieto, hijo, quieto.

El Nini no acertaba a ver la liebre, mas conforme el abuelo se aproximaba enarbolando la otra cachaba, la divisó. Los ojos amarillos del animal, clavados en la boina del abuelo, fosforecían entre los terrones. Poco a poco iban definiéndose para el niño los difusos contornos del animal: el hocico, las azuladas orejas pegadas al lomo, el trasero respaldado en la insignificante prominencia. La liebre, como las casas del pueblo, en prodigioso mimetismo, formaba un solo cuerpo con la tierra.

El abuelo se aproximaba a ella de costadillo, sin mirarla apenas, y cuando se halló a tres metros le lanzó violentamente la cayada describiendo molinetes en el aire. La liebre recibió el golpe sobre el lomo, sin moverse, y súbitamente se abrió como una flor y durante unos segundos se estremeció convulsivamente en el surco. El abuelo Román saltó sobre ella y la agarró por las orejas. Sus pupilas relampagueaban.

—Es como un perro de grande, Nini. ¿Qué te parece?

—Bien —dijo el niño.

—Fue todo limpio, ¿no?

—Sí.

Mas al chiquillo no le agradó la faena del abuelo. Por principio le repugnaba la muerte en todas sus formas. Con el tiempo apenas se modificó su actitud; es decir, solo concebía muertas a las ratas que eran su sustento y a los cuervos y las urracas porque su fúnebre plumaje le recordaba el entierro del abuelo Román y la abuela Iluminada, los dos ataúdes juntos sobre el carro de la Simeona. Por la misma razón odiaba el niño a Matías Celemín, el Furtivo. El abuelo, al menos, se enfrentaba con las liebres a cuerpo limpio, en tanto el Furtivo las achicharraba en la cama, volándoles el cráneo de una perdigonada, sin darles opción.

A pesar de todo, el Furtivo no perdía la esperanza.

—Nini, bergante, dime dónde anda el tejo. Un duro te doy si aciertas.

Los ojos del Furtivo eran grises y pugnaces como los de un águila. Su piel, quemada por el sol y los vientos de la meseta, se fruncía en mil pliegues cuando reía, que era cada vez que se dirigía al niño, y su boca mostraba, en esos casos, unos atemorizadores dientes carniceros.

Junto al abuelo Román, el Nini aprendió a conocer las liebres; aprendió que la liebre levanta larga o se amona entre los terrones; que en los días de lluvia rehuye las cepas y los pimpollos; que si sopla norte, se acuesta al sur del monte o del majuelo y, si sur, al norte; que en las soleadas mañanas de noviembre busca la amorosa abrigada de las laderas. Aprendió a distinguir la liebre de los bajos —parda como la tierra de la cuenca—, de la del monte —roja como la tierra de  monte—. Aprendió que la liebre ve lo mismo de día que de noche e, incluso cuando duerme; aprendió a distinguir el sabor de la liebre cazada a escopeta, del de la cazada a golpes y del de la cazada a galgo, un si es no es incisivo y ácido a causa de la carrera. Aprendió, en fin, a descubrirlas en la cama con la misma rotundidad que si se tratara de un cuervo, y a definir, en el espeso silencio de la noche, su llamada áspera y gutural.

Pero también aprendió el niño, junto al abuelo Román, a intuir la vida en torno. En el pueblo, las gentes maldecían de la soledad y ante los nublados, la sequía o la helada negra, blasfemaban y decían: « No se puede vivir en este desierto» . El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván.

Pero una vez —para Santa Escolástica haría dos años—, el abuelo Román se rapó las barbas y enfermó. A la abuela Iluminada, que le velaba cada noche en la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida. La abuela Iluminada hacía cada año la matanza para los pudientes de los alrededores y ella se vanagloriaba de que ningún cerdo gruñía más de tres veces después de asestarle el golpe de gracia y de que nunca, en su larga vida, hizo mierda al sajar la membrana del animal.

Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo Román había muerto también y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río. El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo. Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en conserva. A la señora Clo, la del Estanco, al comentar la serena pasividad del cadáver, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la espantaba.

Cuando el Nini y el tío Ratero regresaron del camposanto, el abuelo Abundio se había largado ya, nadie sabía dónde, con sus navajas y sus tijeras de podador.

 

4

El tío Ratero se reclinó, aplastó una oreja contra el suelo y auscultó insistentemente las entrañas de la tierra. Al cabo se incorporó, apuntó con el pincho de hierro la hura junto al cauce y dijo:

—Aquí la hay.

La perra agitó el muñón y olfateó con avidez la boca de la hura. Finalmente se alebró, la pequeña cabeza ladeada, y quedó inmóvil, al acecho.

—Ojo, chita —dijo el Ratero y de un solo golpe hundió el pincho de hierro a un metro de la ribera.

La rata cruzó rauda junto al hocico del animal, escabulléndose, con un rumor de hojarasca, entre los carrizos resecos de la orilla.

El Nini voceó:

—¡Hala con ella!

La Fa se arrancó como una centella tras la rata. El hombre y el niño corrían por el ribazo, estimulando con sus gritos al animal. Se originó una persecución accidentada entre los despojos de los carrizos y la corregüela. La perra, en su frenesí, quebraba los frágiles tallos de las espadañas, y las mazorcas se desplomaban sobre el riachuelo y la corriente las agitaba mansamente en un movimiento de vaivén. La perra, de pronto, se detuvo. El tío Ratero y el Nini conocían su situación exacta por las esbeltas espadañas erectas, allí donde concluía la oquedad abierta entre la maleza.

—Tráela, Fa —dijo el Nini.

Las espadañas se agitaron un momento, se oyó un sordo rumor de lucha y, al cabo, un breve gruñido, y el tío Ratero dijo:

—Ya la tiene.

La perra regresó junto a ellos, con la rata atravesada en la boca, moviendo el rabo cercenado jubilosamente. El tío Ratero le quitó a la perra la rata de la boca.

—Es un buen macho —dijo.

Los dientes de la rata asomaban bajo el hocico en una demostración de agresividad inútil.

Desde San Zacarías el hombre y el niño bajaban al cauce cada mañana. Esto fue así desde que el Nini tuvo uso de razón. Había que aprovechar la otoñada y el invierno. En estas estaciones, el arroyo perdía la fronda, y las mimbreras y las terreras; la menta y la corregüela formaban unos resecos despojos entre los cuales la perra rastreaba bien. Tan solo los carrizos, con airosos plumeros, y las espadañas con sus prietas mazorcas fijaban en el río una muestra de permanencia y continuidad. Las ralas junqueras de las orillas amarilleaban en los extremos, como algo decadente, abocado también a sucumbir. Sin embargo, año tras año, al llegar la primavera, el cauce reverdecía, las junqueras se estiraban de nuevo, los carrizos se revestían de hojas lanceoladas y las mazorcas de las espadañas reventaban inundando los campos con las blancas pelusas de los vilanos.

La pegajosa fragancia de la hierbabuena loca y la florecilla apretada de las berreras, taponando las sendas, imposibilitaban a la perra todo intento de persecución. Había llegado el momento de la veda y el tío Ratero, respetando el celo de las ratas, se recogía en su cueva hasta el próximo otoño.

El tío Ratero no pretendía exterminar a las ratas. En ocasiones, si la perra hacía una muestra y él observaba a la entrada de la hura cuatro yerbajos resecos, la disuadía:

—Está anidando, vamos.

La perra se retiraba sin oponer resistencia. Entre ella, el Nini y el tío Ratero existía una tácita comprensión. Los tres sabían que destruyendo las camadas no conseguirían otra cosa que quedarse sin pan. Las ratas se reproducían cada seis semanas y de cada parto echaban cinco o seis crías. En definitiva, una camada suponía, por lo bajo, cuarenta reales que no eran cosa de desdeñar. Análoga actitud pasiva adoptaba la Fa si la cueva se abría bajo el nivel del agua, a sabiendas de que su participación era inútil. En esos casos, el tío Ratero había de valerse por sí mismo. Colocaba la mano derecha en el cieno del fondo adaptando la concavidad de la palma a las dimensiones de la hura; luego pinchaba con la izquierda y el brusco chapoteo de la rata al huir le advertía su presencia. A poco sentía en la piel un cosquilleo viscoso y entonces cerraba de golpe su mano poderosa e izaba triunfante a la superficie la presa asida por el morro. Le bastaba un violento tirón del rabo para quebrarle el espinazo.

Por San Sabas le mordió una rata al tío Ratero. Para entonces hacía casi cuatro semanas que en el pueblo había concluido la sementera. El señor Rufo, el Centenario, solía decir:

« Después de Todos los Santos, siembra trigo y coge cardos» y los campesinos ponían un cuidado supersticioso en no rebasar esa fecha. Y este año, como si obedecieran una consigna, flameaba en cada parcela, clavado en una estaca, boca abajo, el cadáver de un cuervo. Los grajos merodearon dos días desconcertados por las inmediaciones y finalmente levantaron el vuelo en dirección norte Virgilín Morante, el de la señora Clo, se reía en la taberna:

—Los de Torrecillórigo nos lo van a agradecer —decía.

Pero se fueron los cuervos y, a cambio, la lluvia empezó a demorar. Y decía el Rosalino, el Encargado de don Antero, el Poderoso:

—Si no llueve para Santa Leocadia habrá que resembrar.

Y el Pruden, a quien las adversidades afinaban la suspicacia, le contestó que el mal era para los pobres, puesto que utilizando la máquina, como hacían ellos, bien poco costaba hacerlo. El señor Rosalino, que alcanzaba con la cabeza y sin empinarse las primeras ramas de los chopos de la ribera soltó una carcajada:

—A voleo no siembran ya más que los mendigos y los tontos —dijo.

Por la tarde, el Pruden se había presentado en la cueva desolado:

—Nini, no llueve, ¿qué demonios haríamos para llover?

—Esperar —dijo el niño gravemente. Y el Pruden bajó los ojos porque la serena mirada del Nini le confundía.

Por San Sabas, cuando la rata le mordió un dedo al tío Ratero, flotaba en el cielo quedo de otoño un sol rojo y turgente como un globo. De la parte del pueblo una tibia calina se fundía con el humo rastrero de la paja quemada en los hogares. El alcotán palomero se cernía sobre el campanario agitando frenéticamente las alas, pero sin avanzar ni retroceder.

El niño oteó el cielo en la línea de los cerros y dijo:

—Lo mismo llueve mañana.

—Lo mismo —dijo el Ratero, y se sentó pesadamente en el ribazo.

El tío Ratero abrió la alforja y sacó medio pan con tocino dentro. Lo partió y ofreció la mitad al niño. Luego fue dividiendo el tocino y llevándose los pedazos a la boca pinchados en la punta de la navaja.

—¿Duele eso? —dijo el niño.

El Ratero se miró el dedo encallecido con los tres puntazos sanguinolentos:

—No duele ya —dijo.

Detrás de la telera que abonaba las tierras de Justito, el Alcalde, sonó el cascabeleo del rebaño del Rabino Grande, el Pastor. El Moro, el perro, se había anticipado y les miraba comer moviendo resignadamente la cola. Al cabo de un rato se aproximó a la perra y la Fa le gruñó mostrándole los colmillos.

El Rabino Grande traía el poncho de piel de oveja sobre un hombro y dijo después de mirar al sol:

—¿Es qué no queda ya en el cielo una gota de agua?

Lio un cigarrillo sin aguardar respuesta, lo prendió, dio dos profundas chupadas y se quedó mirando para el chisquero de yesca con resentimiento:

—¿Pues no salen ahora con que hay que pagar por esto? —dijo.

El tío Ratero ni le miró. Agregó el Rabino Grande:

—Antes lo tiro al río, ya ves tú.

Fumaba de pie, apoyado en la cayada, inmóvil, la vista en el infinito, como una estatua. Las esquilas de las ovejas sonaban en derredor. Dijo el Ratero súbitamente:

—¿Viste a ese?

Señalaba con el dedo pulgar en dirección a Torrecillórigo.

—Aún no salió este año —dijo el Pastor sin alterar la postura.

—Malvino le vio —dijo el Ratero.

—No es cierto eso.

—Malvino le vio —insistió el Ratero.

En la taberna, Malvino le había advertido la víspera: « Ojo con ese, Ratero; viene a quitarte el pan. Antes de que él naciera ya andabas tú en el oficio» .

El Rabino Grande, el Pastor, lanzó la colilla al río.

Dijo, después de mucho pensarlo:

—Ponme un par de ratas, tú, anda. A siete reales, ¿verdad?

—A ocho —dijo el Nini.

—Bien, pero dame aquel macho.

El tío Ratero se incorporó, se estiró perezosamente y oteó a lo largo del cauce, protegiéndose del sol con la mano.

Dijo el Pastor enojado:

—Te digo que no salió, Ratero. ¿No basta con mi palabra?

—Malvino le vio —insistió entre dientes el Ratero.

El Rabino Grande palpó golosamente los lomos de las ratas antes de guardarlas. Dijo al marchar:

—Que pinte bien.

Al caer el sol, el hombre y el niño regresaron al pueblo. La calina se adensaba sobre las casas, y los sembrados y los barbechos endurecidos crujían bajo los pies. La perra, aspeada, caminaba tras ellos cansinamente. Las palomas del Justito ya se habían recogido, y apenas cuatro rapaces animaban con sus juegos las yertas calles del pueblo.

En la taberna, por contra, había cierta animación. Una desnuda bombilla derramaba su luz amarillenta sobre las mesas. Frutos, el Jurado, jugaba en la del fondo su interminable partida de dominó con Virgilín Morante, el marido de la señora Clo, que canturreaba maquinalmente y subrayaba los finales de estrofa golpeando el tablero con las fichas.

Dijo el Pruden apenas les vio:

—Malvino, pon un vaso para el Ratero.

Era un hecho anómalo, pues el Pruden tenía fama de mezquino. Pero el Pruden esta noche parecía soliviantado. Tomó al Nini nerviosamente por el pescuezo y le explicó confusamente algo sobre un plan de regadío de que hablaba el diario y que alcanzaría hasta el pueblo. Dijo impulsivamente al niño, según se sentaba en el banco del fondo:

—Date cuenta, Nini, si llueve como si no. Cuando el Pruden quiera agua no tiene más que levantar la compuerta y ya está. ¿Te das cuenta? Dejaremos de vivir aperreados mirando al cielo todo el día de Dios.

Se hizo una larga pausa. Tan solo se sentían los golpes de la fichas de dominó y, enlazándolos, el reiterado estribillo de Virgilín Morante. Al cabo, dijo el Centenario con su voz chillona desde la esquina opuesta:

—Si los planes hicieran cundir los trigos, a estas horas no quedaría sitio en las paneras.

Se abrió otra pausa. El Pruden miraba fijamente al Nini, pero el Nini no despegó los labios. Dijo con soma un hombre con los hombros encogidos, en la mesa inmediata:

—Pon dos vasos. Antes de que llegue el agua vamos a terminar con el vino.

Fuera era va oscuro y una luna glauca y enfermiza asomó tras el Cerro Colorado y fue elevándose lánguidamente sobre un cielo alto, extrañamente mineralizado.

 

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Una respuesta a “LAS RATAS [Fragmento]

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