La estanquera de Vallecas (II)

José Luis Alonso de Santos

CUADRO II

(Una mesa camilla en el centro del estanco. Alrededor, los cuatro jugando al tute. Atardece. El policía está atado en un rincón, a lo suyo y con cara de pocos amigos).

ABUELA.— ¡Las cuarenta!

TOCHO.— ¡La madre que la…!, otra que nos ganan.

ÁNGELES.— Es que la abuela juega muy bien. En el barrio nadie quiere jugar con ella de dinero.

LEANDRO.— Ya, ya. No hace falta que lo jures. Ya veo por qué no quería jugar con judías. ¿Llevas algo, Tocho?

ABUELA.— En el tute no se habla. ¡Echa, leñe!

LEANDRO.— ¡Va!, y no me grite que no soy sordo.

(Echa Leandro y se lleva la baza la vieja).

ABUELA.— Arrastro que pinta en bastos. Otro. Y ahora un oro y otro. Pa mí las diez de últimas.

TOCHO.— Las diez de últimas, las diez primeras y todo lo de en medio. Mis cuarenta pavos y no juego más. ¡Esto es un robo!

LEANDRO.— La suerte que tiene…

TOCHO.— Nos ha dejado sin un duro la tahúra esta…

ABUELA.— (Recogiendo las cartas y el dinero). Que no sabéis tenerlas.

LEANDRO.— Porque el tute no es lo nuestro, ¿verdad, Tocho?

TOCHO.— Claro que no, no es lo nuestro, no. Se empeñó usted porque es una lista y claro.

LEANDRO.— ¿A que no jugamos a las siete y media?, ¿eh?

TOCHO.— Eso, ¿a que no juega a las siete y media?

ÁNGELES.— A eso gana más.

TOCHO.— Tú calla, no seas gafe, coño.

ABUELA.—El que se tiene que callar eres tú, que ella está en su casa. Tengo la banca. Cartas. Antes de nada, ¿os queda dinero?

TOCHO.— (Quitándose el reloj). El peluco, que es de oro. Me lo juego.

ABUELA.— ¿A ver? (Lo coge).

ÁNGELES.— ¿Preparo cafés, abuela?

ABUELA.— Sí, de oro del que cagó el moro. (Se lo devuelve).

TOCHO.— Pues me lo ha traído un colega de Canarias, que es de confianza.

ABUELA.— Pues te la ha dado con queso.

ÁNGELES.— Que si preparo cafés, abuela.

ABUELA.— Sí, cargaíto. Tráete también la botella de anís de la alacena.

TOCHO.— Esta tía es que es la hostia. Bueno, ¿cuánto me da por él? Aunque no sea de oro, algo valdrá, digo yo.

ABUELA.— Ni los buenos días. ¿Qué horas marca, las de hoy o las de ayer? Tiene las cinco y son por lo menos las siete…

TOCHO.— Es que está un poco atrasado.

ABUELA.— Claro. Eso será. Guárdalo. Guárdalo con cuidado, no se te vaya a perder.

ÁNGELES.—¿Al señor policía también le traigo?

TOCHO.— ¡No, señor!, que está arrestado. Nada de lujos, que es peligroso. ¿A que sí, Leandro?

LEANDRO.— Venga, hombre. Que tome café y fume, si quiere. ¿Quiere café? (El policía asiente con la cabeza). Tráele también.

(Sube la chica por la escalera y Tocho se levanta de la silla para ir detrás).

TOCHO.— Voy a ayudarla, ya que no quiere jugar…

ABUELA.— Quieto, Barrabás, que te conozco. Ayudarla a caer. Quieto ahí.

TOCHO.— ¡Bueno!, es que la ha cogido conmigo…

ABUELA.— (Al policía). ¿Qué? ¿Quiere echar unas manos?

TOCHO.— ¡Sí, hombre, lo que faltaba! ¿Y qué más? Guardemos las distancias y sin confianzas, que es prisionero de guerra. ¿A que no puede jugar, Leandro?

LEANDRO.— Está mejor atado. No juega y ya está.

MEGÁFONO.— ¡Eh, vosotros! ¡Un momento! ¡Escuchad atentamente un momento! Está aquí el excelentísimo señor gobernador, y va a hablaros, así que prestad mucha atención.

(El policía se pone de pie para escuchar, y el Tocho está sorprendidísimo de que tan augusta persona se digne dirigirse a él. Grave, conciliador y un tanto paternal, se escucha la voz del mandamás).

VOZ DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR GOBERNADOR.— Señores, hagan el favor. Les ruego un momento de atención: les doy mi palabra de gobernador de que si salen ahora mismo y se entregan inmediatamente, se considerará como atenuante en su caso y yo influiré lo más posible en su favor. Lo más que les puede pasar si se entregan ahora, pacíficamente, es unos años de cárcel. Nada más. Nadie les va a tocar, se lo prometo, ni les va a pasar nada si se entregan por las buenas. Pero si persisten en su actitud les voy a advertir, y muy seriamente, que lo que están haciendo es muy grave. Si tenemos que entrar a por ustedes va a ser peor. Así que van a hacer ustedes caso, por su bien, y van, lo primero, a soltar a los tres pobres inocentes que tienen retenidos. Mucho más grave que el que hayan intentado robar es la retención de inocentes, que está penado con la máxima pena. Sabemos quiénes son y que aún no han hecho nada grave. La cosa todavía tiene remedio. Si se entregan ahora, todos tan contentos. ¿Entendido? No compliquen más las cosas, que bastante complicadas están ya. No tiene la más mínima posibilidad de escapar. No hagan más tonterías y entréguense. Tienen cinco minutos. Nada más. Ya lo oyen: cinco minutos. Es el último plazo, así que ustedes verán.

(Se desconecta el megáfono. El policía trata de convencerles también, hablando, como puede, con la mordaza puesta).

POLICÍA.— Tiene razón el señor gobernador. Lo mejor es entregarse cuanto antes. No tienen posibilidad de escapar.

TOCHO.— ¿Qué hacemos, Leandro?

LEANDRO.— No salir. A ver si se creen que nos chupamos el dedo. Si nos cogen nos hostian, con gobernador y sin gobernador.

POLICÍA.— El señor gobernador ha dado su palabra. Se pueden fiar.

TOCHO.— ¡Usted cállese! Nadie le ha pedido su opinión. (A Leandro). Que no, tío, que no. Que te digo, que qué hacemos con la abuela, que no quiere jugar de fiado. Se quiere retirar, la tía. Nos deja sin chapa y no nos quiere dar la revancha.

ABUELA.— La pistola. Os juego la pistola.

TOCHO.— La pistola no se juega, que es herramienta de trabajo. Ya está. Un momento.n(Se acerca al policía y le quita la cartera y el reloj). ¿Me deja estas tres mil pelas?: muchas gracias. Se las devuelvo el sábado cuando cobre. Y el reloj. ¿Este vale, abuela?

ABUELA.— No juego dinero robado. Se acabó la partida.

TOCHO.— Bueno, yo con esto estoy en paz. Me he recuperado. (Se guarda el dinero y el reloj. Aparece Ángeles).

ÁNGELES.— Los cafés y el anís.

TOCHO.— Yo con mucho azúcar, muñeca.

ABUELA.— ¡Que se te está cayendo todo fuera! Pero adónde miras, alma de Dios; me parece a mí que estás tú arreglada. Pues ya se te puede ir quitando eso de la cabeza, que tú no sales con ese golfo mientras yo viva. ¡Faltaría más!

TOCHO.— O menos. Más quisiera usted que entrara en el negocio. Hace falta un hombre en casa, eso se ve, y un servidor está hecho con material de primera, señora, así que sin faltar.

ABUELA.— Pues si que… Era lo que me faltaba a mí.

(Leandro ha traído al policía hasta la mesa, le sienta en una silla y le quita la mordaza para que tome el café).

LEANDRO.— Tenga usted, tómese un cafecito, le sentará bien. (Le da el café y se lo bebe. Todos le miran). ¿Qué? ¿Ya está mejor?

POLICÍA.— No. Me encuentro muy mal. Tengo que ir al hospital. Me han roto el codo al tirarme, casi seguro, y la cabeza me duele muchísimo. Vamos, que no estoy mejor, sino muchísimo peor.

LEANDRO.— Venga, hombre, no será para tanto. Gajes del oficio.

ABUELA.— Oiga, disimule usted, señor policía, que ha sido sin querer las tres veces.

POLICÍA.— ¿No tendrá unas aspirinas por ahí?

ABUELA.— ¡Quite ya!, veneno puro. Luego le hago unas hierbas si acaso. ¿Quiere una copita? Es del dulce, para que se entone un poco…

POLICÍA.— No, gracias. Estoy de servicio. ¡Ay, Dios!, me duele toda esta parte de aquí, me llega hasta el ojo.

LEANDRO.— No es nada, no se preocupe.

ABUELA.— Es del golpe, que está un poco hinchado.

ÁNGELES.— ¿Quiere más café?

POLICÍA.— No, gracias.

LEANDRO.— ¿Está mejor? Bueno. Ahora va usted a hacemos un pequeño servicio. (Se levanta). Diga a sus colegas de fuera que está bien y que no hagan nada. Si atacan la casa más de uno no come el turrón estas Navidades, usted el primero, así que no se pasen de listos.

POLICÍA.— Muy bien. Salgo y se lo digo, y no se preocupen que…

TOCHO.— ¡Dónde vas! Este se cree que nos chupamos el dedo. Se lo dices desde aquí, altito, para que te oigan. ¡Venga! Y cuidado, ¿eh?, no nos pasemos de listo, ya has oído al Leandro.

(Acercan al policía a la puerta y grita a los de fuera).

POLICÍA.— ¡Señor Gobernador!, aquí el subinspector Maldonado, a sus órdenes. Estoy bien. Las mujeres también están bien. Es mejor que no intenten entrar, estos están armados. Son dos, tienen dos pistolas, con la mía, y una navaja…

ABUELA.— ¡Oiga!, menos explicaciones, que se está pasando.

TOCHO.— Dígales que necesitamos unas cuantas cosas, que nos las traigan los de la Cruz Roja.

POLICÍA.— ¡Qué a ver si podían traer unas cuantas cosas que hacen falta!

TOCHO.— Los de la Cruz Roja.

POLICÍA.— ¡Los de la Cruz Roja!

TOCHO.— Vamos a ver…, «unas novelas»…

POLICÍA.— ¡Unas novelas!

TOCHO.—… abuela, ¿hay camas para todos?

ABUELA.— Anda, y vete a hacer puñetas.

TOCHO.—… «unos kilos de filetes».

POLICÍA.— ¡Unos kilos de filetes!

TOCHO.— «Unas linternas»…, por si cortan la luz.

POLICÍA.— ¡Unas linternas!

TOCHO.— «Una caja de cervezas».

POLICÍA.— ¡Una caja de cervezas!

ABUELA.— ¿Pero es que os vais a quedar a vivir aquí o qué?

TOCHO.— ¡Cállese, leche! (De nuevo al policía). Y tres…, cuatro mil pesetas.

POLICÍA.— ¡Y cuatro mil pesetas! ¡También unas aspirinas, ya de paso, por favor!

TOCHO.— ¡Ah!, y un regalo para Leandro, que es su cumpleaños.

LEANDRO.— Venga, ya está bien Tocho, cállate ya. Ya está bien. (Al policía). Dígales usté que no intenten entrar o dejamos viuda a su mujer. Dígaselo, que hablamos en serio.

POLICÍA.— ¡Dicen que no intenten entrar!

TOCHO.— (Apuntando). «O dejamos viuda a su mujer».

POLICÍA.— ¡O dejan viuda a su mujer!

TOCHO.— A su mujer, gilipollas, a su mujer, a la suya.

POLICÍA.— Yo estoy soltero.

MEGÁFONO.— De acuerdo. Tranquilos. No haremos nada por ahora. No nos acercaremos a la casa, y por la cuenta que les tiene procuren que les pase nada a los rehenes. Más tarde o más temprano tendrán que salir. No tenemos prisa. Cuando más tarde salgan, peor para ustedes.

(La nueva tregua concedida baja la tensión del termómetro. El subinspector Maldonado aprovecha el momento y trata de llevarse el gato al agua, paternal, humano y conciliador).

POLICÍA.— La verdad es que deberían ustedes entregarse. ¿Qué remedio les queda? Es mucho mejor resolver todo esto de buena manera. Ya tienen bastante con lo que han hecho hasta aquí: atraco a mano armada, premeditación y alevosía, secuestro y retención de rehenes, ataque con lesiones a la autoridad…

LEANDRO.— ¿A qué autoridad hemos hecho lesiones, vamos a ver?

POLICÍA.— A mí. A la autoridad…, yo… Y retenerme aquí a la fuerza con amenazas.

TOCHO.— La que le ha atizado ha sido la abuela, así que ya sabe usted, abuela…

ABUELA.— Yo no quiero saber nada.

POLICÍA.— Ustedes, ustedes dos, ustedes son los responsables de todo lo que pase aquí. Luego el allanamiento de morada, intimidación constante, desprecio de sexo, que esa es otra, ¡ah!, y sobre todo, el no haber hecho caso al excelentísimo señor gobernador. Eso es lo peor.  (Se va haciendo dueño de la situación. Llega hasta la mesa, se sirve otro café y se lo toma). ¿Pero saben ustedes lo grave que es retener a un miembro del Cuerpo Superior de Policía, así, a punta de pistola? Y la ignorancia no exime de la pena en ningún caso.

LEANDRO.— Usted es un médico. Nosotros pedimos un médico, usted tiene bata de médico…, para nosotros, un médico.

TOCHO.— Di que sí, Leandro.

POLICÍA.— Hombre no, no digan que yo… (Trata de quitarse la bata).

TOCHO.— ¡Quieto ahí con la bata puesta! Así si nos da anginas o cualquier cosa, pues ya está.

POLICÍA.— Bueno, bueno. Basta de chiquilladas. Hay muchos agravantes, pero yo estoy dispuesto a ayudarles en lo que sea y a hablar en su favor. No son ustedes profesionales, eso se ve…

TOCHO.— (Picado). ¡Usted es un bocazas! Usted es un bocazas, se lo digo yo. Venga, a tapar. Que en boca cerrada se dicen menos chorradas. (Le pone la mordaza y lo lleva a un rincón).

LEANDRO.— La cosa está jodida. No sé qué hacer.

TOCHO.— De momento un saco de cemento. Nos tomamos un copazo de anís a la salud de la abuela y nos ponemos bien, ¿no?

(Sirve chinchón Ángeles en las copas y se meten un lingotazo entre pecho y espalda, de esos que dan buen consejo al que lo ha de menester).

TOCHO.— ¡A su salud, jugona!

ABUELA.— ¿Queréis un pito?, ¿rubio o moreno?

TOCHO.—Saque el Winston de las grandes ocasiones. ¿Otra copa, abuela?

ABUELA.— Si no se os sube a la cabeza…

(Echa ahora el Tocho del blanco líquido en las pringosas copas hasta rebosar y la cosa empieza a tener color).

TOCHO.— ¿Oyes, Leandro?, dice que se nos va a subir a la cabeza.

LEANDRO.— Mira cómo empina. De un trago. Una alhaja de quince quilates.

TOCHO.— Como la nieta.

ABUELA.— (A Ángeles). Tú un chupito solo, niña, que luego no duermes. Saca las pastas para que pase mejor.

TOCHO.— Esto parece mismamente un guateque. Hay que celebrar el cumpleaños del Leandro, ¿a que sí? ¿No tiene música aquí, abuela?

ÁNGELES.— Sí que tenemos. ¿Puedo bajar los discos, abuela?, ¿me deja?

ABUELA.— ¡Bájalos si quieres!, pero no los rompas. Son más viejos que yo, así que no sé para qué…

(Desaparece por la escalera la Ángeles, mientras los demás siguen dándole al anís. Entran animados por el ventanuco de encima de la puerta los últimos rayos de sol de la tarde).

TOCHO.— Algo habrá con marcha. ¡Animo, Leandro, hombre! No te vas a dejar comer el coco por el gobernador, ¿no? ¿Tú lo conoces?

LEANDRO.— ¿Yo? Ni sé como se llama.

TOCHO.— ¿Y usted, abuela?

ABUELA.— A mí ni me va ni me viene.

TOCHO.— Ni a mí. Pues ya está.

ÁNGELES.— (Vuelve con las pastas, el tocata y los discos de la voz de su amo). Aquí está. Es un poco antiguo, pero se oye muy bien.

TOCHO.— «Un poco antiguo». ¿Has visto, Leandro? Si hasta tiene manivela. ¿Qué, abuela, se lo regaló a usted su madre cuando hizo la Primera Comunión?

ABUELA.— No, rico, me lo regaló el cura, que era tu padre.

TOCHO.— ¿Que el cura era mí padre?, ¿que el cura era mi padre, eh?…, ¿se cree que soy tonto?, ¿usted se cree que yo me chupo el dedo…?, pues mí madre está en el cementerio, bajo tierra, ¿me oye?, y si se mete con ella, por muy vieja que sea, le voy a partir la bocaza esa que tiene, ¿me oye?

LEANDRO.— No te pongas así, hombre. No lo ha dicho con mala intención, ¿vas a pegarle a una anciana? (Poniéndose delante).

TOCHO.—¡Joder, con la ancianita!

ABUELA.— Tu madre sería una santa, pero tú eres un desgraciado, hijo. No hay más que verte.

TOCHO.— ¿Lo ves? ¿Ves como se está ganando un par de hostias? (Va hacia ella y le sujetan Ángeles y Leandro). Se está rifando una y lleva todas las papeletas.

LEANDRO.— Venga, Tocho, ya está bien, ¿te vas a manchar las manos por una tontería?, no seas así…

ÁNGELES.— Abuela, a ver si deja de meterse con el chico, que no le ha hecho nada.

ABUELA.— ¿No se ha metido él con mi madre?, pues estamos, en paz.

TOCHO.— Tiene que quedar encima la tía… ¡Me voy a cagar en…!

LEANDRO.— Bueno, bueno, se acabó…

ÁNGELES.— Haya paz, abuela…

LEANDRO.— (A Ángeles). Pon un disco de esos, venga. ¡Otra copa, vamos! Se acabó la pelea.

(Beben y las aguas vuelven a sus cauces lentamente, Empieza a sonar el pasodoble «Suspiros de España» y la musiquilla, ramplona y caliente, debe haber visto la bandera pintada en la puerta y se pone emotiva y en su salsa).

ÁNGELES.— (En un pronto). ¿Quieres bailar conmigo, Tocho?

TOCHO.— No, que estoy enfadao. Además, no sé bailar eso. Es de cuando se hacía la guerra con lanzas.

ÁNGELES.— No seas rencoroso, que yo no he hecho nada. Yo te enseño.

TOCHO.— Bueno, pero que no se vuelva a meter con mi madre esa.

ABUELA.— Ni tú con la mía.

(Empiezan los dos chavales a mover el esqueleto, paso va, paso viene).

LEANDRO.— ¿Se le pasó el mosqueo, abuela?, ¿qué?, ¿se echa un baile conmigo?

ABUELA.— Anda, guasón, voy a bailar yo a mis años…

LEANDRO.— Es mi cumpleaños.

ÁNGELES.— Baile, abuela, que yo sé que le gusta.

LEANDRO.— (Ceremonial y pelotillero). ¿Me concede el honor de este baile?

ÁNGELES.— ¡Que está deseando!

LEANDRO.— Ande, solo uno.

ABUELA.— Es que sois de lo que no hay. Bueno, pa que no digáis. Solo unas vueltas. Anda, que también ponerse a bailar con todo lo que hay ahí fuera…

TOCHO.— ¡Hale ahí!

ÁNGELES.— La abuela es la que mejor baila del barrio.

(Se marcan ahora las dos parejas un pasadoble de aquí te espero y aquello parece ya, de verdad, la fiesta de un cumpleaños).

LEANDRO.— Baila bien, sí señor.

ABUELA.— Hacía la tira que no bailaba, desde el santo de un vecino de aquí, ¿verdad, Ángeles? ¡Tú, no te arrimes a la niña!

TOCHO.— Y usted no se arrime al Leandro, que la veo.

ABUELA.— Habrase visto el pocachicha este, la mala leche que tiene.

LEANDRO.— Otra vuelta, abuela, así, muy bien… (Canturrea ahora Leandro la letra de la canción). «… eran, eran suspiroos, suspiiroos de España…».

ABUELA.— Es bonita esta pieza, ¿a que sí?, emociona…

LEANDRO.— Sí, abuela, sí, es bonita de verdad. Muy bonita. Si yo estoy en Alemania currando y la oigo, es que me cago por la pata abajo… «… unaa copla sescuuchooooo».

ABUELA.— Mi difunto, el pobre, lloraba siempre que la poníamos. Era muy serio, pero tenía un corazón que no le cabía en el pecho.

ÁNGELES.— Es que es muy bonito ser español, ¿a que sí?

TOCHO.— Según se mire.

LEANDRO.— España no hay más que una, sí, señor.

TOCHO.— Es que si llega a haber dos se van todos pa la otra. Huele a humo. ¡Que huele a quemado! ¡Huele a quemado!

(Paran todos de bailar y las narices guían a los ojos hasta un rincón detrás del mostrador).

ABUELA.— ¡Fuego! ¡Fuego, sale fuego! ¡Ay, Dios mío, fuego!

ÁNGELES.— ¡Ay, Dios, que está ardiendo todo!

LEANDRO.— Una manta, ¡agua!, ¡maldita sea, moverse!

(Es más el ruido que las nueces, y en un momento a pisotones van acabando con el naciente fuego. Leandro se ha quitado la chaqueta y a chaquetazos acaba con el foco principal).

TOCHO.— Ha sido ese hijo puta, seguro. Lo mato por cabrón.

(Se fijan ahora todos los ojos en el policía, que tiene cara de héroe de película cuando le sale mal la cosa,)

ABUELA.— (Al policía). Se podía haber metido las manos donde yo me sé. ¡Vaya una forma de ayudar!, si me quema el estanco me deja en la calle.

TOCHO.— (Le registra y le encuentra una caja de cerillas). Había sacado las cerillas y casi nos chamusca.

LEANDRO.— Menos mal que nos hemos dado cuenta rápido. Si se prende el tabaco la liamos. ¡Ay! ¡Pero si me he quemado!

ABUELA.— ¿A ver? Te has quemado, sí…

TOCHO.— ¿Te has quemado la mano, Leandro…? (Al policía). ¿Has visto? ¡Por tu culpa!, ahora te vas a tragar todas las cerillas que quedan en la caja, una por una.

(Le quita la mordaza y muy violento va a meterle las cerillas en la boca, contestándole el policía en el mismo lenguaje agresivo).

POLICÍA.— ¡Anda, si te atreves, hazlo, anda! ¡Muy valiente, porque estoy atado! ¡Suéltame a ver si tienes tantos cojones!

TOCHO.— ¡Te vas a tragar todas las cerillas, por mi madre!

POLICÍA.— ¡Ya te cogeré yo a ti en la comisaría, a ver si allí tienes tantos huevos!

TOCHO.— ¡A mí!, ¡a mí!

POLICÍA.— ¡Sí, a ti, chulo de mierda! ¡A ver si allí eres tan valiente!

TOCHO.— ¿A que te parto la cara? ¿A que te la parto atado y todo?

POLICÍA.— ¡No sabes lo que estás haciendo! ¡Ya te enterarás, ya! ¡Te voy a matar!

TOCHO.— ¡A mí tú, madero! ¡Tú a mí me la meneas! ¿Oyes tú? ¡Me la meneas! ¡Ya ver si te voy todavía a…!

(Se mete el Leandro, separándolos, volviendo a colocar la mordaza al policía y alejando a Tocho).

LEANDRO.— Estáte quieto, déjalo.

TOCHO.— ¿Que lo deje?, ¿no ves que es un cabronazo?

LEANDRO.— La culpa es nuestra. Atalo mejor, para que no pueda moverse, y déjalo. Es su oficio.

TOCHO.— Su oficio, su oficio…, le voy a dar una que…

ABUELA.— A ver, tú, a ver esa mano. Bájate la pomada, Ángeles, y un vaso de agua, que este hombre se marea.

LEANDRO.— Déjelo, si no es nada. Nos ha aguado la fiesta.

ABUELA.— Se te ha quemado un poco la chaqueta. Luego te lo coso, a ver qué se puede hacer. Oye, ¿te mareas?, estás un poco blanco…

LEANDRO.— No, si no es nada.

ABUELA.— Tiene que doler, tienes una buena quemadura. Siéntate aquí y estate quieto, ¡leches!

ÁNGELES.— (Bajando). La pomada, abuela, y el agua.

LEANDRO.— Que no es nada, déjelo.

ABUELA.— Pareces un disco rallado. Trae la mano.(Le da pomada sobre la quemadura con mucha dulzura). ¿Qué?, ¿duele ahora?

LEANDRO.— Mano de santa.

ABUELA.— Y ahora te hago unas hierbas, por si se infecta y te da fiebre, aunque no creo, por la pinta que tiene…

TOCHO.— No te quejarás, ¿eh, Leandro? Como una madre.

ÁNGELES.— La abuela es la que mejor cura del barrio. ¿Le traigo fomentos, abuela?

ABUELA.— No, no hace falta. Esta pomada me la enseñó a hacer a mí mi abuela, que en paz descanse.

TOCHO.— Ya ha llovido, ya.

ABUELA.— Se te van a levantar unas buenas ampollas. En unos días no vas a poder tocar el piano.

MEGÁFONO.— ¿Pasa algo ahí dentro?

(La voz fría y metálica les vuelve a la realidad. Tocho contesta desde la puerta, gritando hacia fuera).

TOCHO.— ¡La saliva por la garganta!

MEGÁFONO.— ¿Qué es ese humo? ¿Qué pasa?

TOCHO.— Aquí, vuestro compañero, el Jerónimo, que se ha puesto a hacer señales, pero se le ha visto el plumero.

LEANDRO.— ¡No pasa nada!

MEGÁFONO.— ¡Maldonado! ¿Está usted bien?

(Quita Leandro la mordaza al policía y le indica que conteste).

POLICÍA.— ¡Sí, sí…! Estoy bien. No pasa nada. Tranquilos. Todo va bien.

MEGÁFONO.— ¿Necesitas algo? ¿Las mujeres están bien?

LEANDRO.— ¡Diga que está bien!

POLICÍA.— ¡No, no… Todo bien!

MEGÁFONO.— De acuerdo. Cambio y corto.

(Calla el megáfono, vuelven a poner mordaza al policía, y quedan luego todos por un momento mirando a las musarañas. Va desapareciendo la última luz de la tarde y el momento se pone tristón. La abuela enciende la bombilla amarillenta de 60 W, que da una tonalidad irreal a las filas de ducados, y empieza a recoger lentamente los restos de la fiesta).

ABUELA.— ¿Qué?, ¿cómo va eso?, ¿escuece todavía?

ÁNGELES.— ¿A que ya está mejor?

LEANDRO.— Mucho mejor. Ya no me duele nada. Mano de santa, abuela, mano de santa.

(Ha puesto Tocho de nuevo el pasodoble, y como si supiera lo que está pasando suena ahora más apagado, más triste, más ramplón, más vacío. Y las cuatro siluetas se van recortando sobre los estantes de madera roída del viejo estanco de Vallecas).

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