Jean Améry, el hombre que levantó la mano contra sí mismo

Pedro A. Curto
Jean_Améry_par_Félix_De_Boeck_1951

 

  Cuando un otoño de 1978 el filósofo y escritor Jean Améry viajaba a Salzburgo, alquilaba una habitación del hotel Österreichischer/ Costa Austriaca, e ingería una buena dosis de barbitúricos para no fallar en lo que él llamaba  dar el salto, estaba poniendo en práctica algo sobre lo que había teorizado. «Soy perfectamente consciente de que en parte ya hablo en la otra lengua, la lengua del suicidario», dejó dicho en “Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria.”
 El austriaco que naciese como Hans Meyer volvía al que fuese su hogar, su patria, para hallar esa muerte voluntaria. Era la misma nación de la que saliese hacía muchos años, con la anexión de su país a Alemania y el dominio del nazismo, en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, para unirse a la resistencia en Bélgica. Su militancia en la resistencia no solo era una oposición a los nazis, sino la búsqueda de una identidad, pues a pesar de ser judío, no se identificaba plenamente con esa comunidad, teniendo con ella una relación contradictoria. Por eso se liberó de su nombre y adoptó uno francés, Jean Améry. Fue la ciudadanía francesa la que reivindicó para sí, a pesar de lo cual siguió escribiendo, dolorosamente, en alemán, porque era su lengua materna a la vez que la de sus verdugos. Quizás la identidad que logró hallar fue la de víctima, en los campos de concentración, en ese Auschwitz del que Primo Levi le proclamase filósofo. No es extraño que en su tumba en Viena la lápida tenga su nombre francés y su número de prisionero. Pero al contrario que el escritor italiano, que habla de su propia experiencia en la conocida trilogía de Auschwitz, Améry guardó silencio al principio, para en los años sesenta interrumpir con unos planteamientos rupturistas. 

La experiencia, que le hacía percibirse como torturado («dejar de sentir el mundo como su propio hogar») le llevó a decir que la responsabilidad no se podía limitar a la justicia impartida contra los jerifaltes nazis en el juicio de Nüremberg. Él creía que había una dejación de responsabilidad en el pueblo alemán, los que no alzaron la voz, ni protestaron, aun salvando a sus hermanos, los náufragos que se opusieron al fascismo. No cree sentirse liberado como víctima, ni acepta la culpa y el perdón, porque son conceptos teológicos ajenos a él, sino que cree necesario adentrarse en el porqué de que en una nación culta y avanzada, como Alemania, fuese posible la Shoah. La quiebra del humanismo, supuestamente inherente a unas sociedades democráticas, lo señala como uno de los fracasos de la civilización occidental, que cuando menos la pone en cuestión, del modelo a seguir. Más aún, responsabiliza a las generaciones germanas posteriores, de no haber realizado una auténtica exculpación por lo sucedido. Si Améry hubiese vivido más, se habría encontrado con casos como las guerras balcánicas y otros, que en las propias fronteras europeas, siguen poniendo en cuestión el humanismo proclamado de la civilización occidental. 
 Esta condición de víctima, de persona sobreviviente en medio de la catástrofe, quizás le llevase a profundizar en las zonas sombrías de la vida y en especial, de la no-vida.    «Quiero decir: por un lado la fría indiferencia que muestra la sociedad respecto al ser humano, y por otro la cálida preocupación cuando se dispone a abandonar voluntariamente la sociedad de los vivos. ¿Acaso les pertenece? He debatido y rechazado ya en diversos lugares las exigencias que la sociedad pone al que está dispuesto a darse la muerte», proclama en su citado ensayo sobre el suicidio. Escrito después del estudio Sobre el envejecer, y en cierta medida continuación de éste, sus planteamientos son originales y provocadores. Para empezar manifiesta sus dudas sobre la palabra suicidio y lo llama muerte voluntaria, o actuar contra uno mismo. Pone en cuestión la ciencia de la suiciodología, la cual tiende a considerar al suicidado como un ser débil e incluso al acto como un fracaso de la vida. Se distancia de la psiquiatría y la sociología, de los estudios estadísticos, como el canónico de Durkhein, pues los considera meramente casuales, que no van al fondo del acto suicidario, pues existe un complejo origen en las causas que llevan a dar el salto. Para él hay una premisa fundamental:  la soberanía del propio cuerpo y la decisión de vivir o no hacerlo. Lo cual no quiere decir que la soberanía de la propia vida parta de una actitud nihilista, no niega la relación del suicidio con la sociedad, pues el suicidante se da muerte junto al otro a quien interpela con su mensaje. Así establece unos principios claros: «Por muy lejos que se mire, no veo en ningún lugar –con la excepción cuantitativamente pequeña de las escuelas filosóficas (Epicuro, Séneca, Diderot)- en que la muerte voluntaria sea reconocida como lo que es: Una muerte libre y una cuestión altamente individual, que no se lleva a cabo nunca al margen del contexto social, pero en la que el ser humano está sólo consigo mismo y ante la cual la sociedad debe callar».
 En el centenario de Jean Améry, cuando el suicidio es una de las primeras causas de muerte  no natural (término que a él no le gustaba), cuando la suicidiología es una ciencia establecida, los planteamiento de este filósofo siguen siendo controvertidos y a contracorriente. Y quizás tampoco se ha hallado la razón por la cual una nación culta y libre, el avanzado mundo occidental, en el fondo, no se ha liberado de la barbarie. Como él dijese: 

«Lloremos en silencio, con la cabeza gacha  y con circunspección a quien nos ha dejado en libertad». 

 
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