La tentación del fracaso [Fragmentos]

Julio Ramón Ribeyro

 

 

 

1950

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5 de diciembre
He releído un poco mi diario. Hay en él diez páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero.

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1951

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12 de febrero de 1951
Estoy decidido a liquidar de una vez por todas este diario. No puedo escribir una página más en él. Ha sido una ocupación inútil. Basura, como todo lo que he escrito fuera de él. No me va a servir a mí ni ha de servir a nadie. Más tarde lo reduciré a cenizas. ¿Por qué estaré tan desalentado? La estúpida oficina tiene la culpa. Está visto que jamás podré apartarme de sus tediosos compartimientos. No veo las horas de recibirme de abogado y fundar en mi bufete un pequeño reino liberal. ¿Podré hacerlo? ¡Quien sabe! La única libertad que existe es la del dinero. Quien más tiene depende menos de los demás y quien tiene todo no depende de nadie.

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1953

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24 de noviembre
Olor a mujer en mi cuarto. En la cama Marie-Jeanne. De ella sólo sé su nombre y nada más. Situación enojosa, pues no hay amor de mi parte. Sin aquel ingrediente, el acto es animal y causa desazón. No veo las horas de que se vaya.

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1954

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29 de enero de 1954
Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que el él quisiéramos depositar muchas cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno. Es una forma de confesión apartada del rito católico, hecha para personas incrédulas. Un coloquio humillante con ese implacable director espiritual que llevan dentro de sí todos los hombres afectos a este tipo de confidencias.
Todo diario íntimo es también un prodigio de hipocresía. Habría que aprender a leer entre líneas, descubrir que hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se analiza el sentimiento pero se silencia la causa. Las páginas se cubren de alusiones, de un simbolismo personal, como si quisiera promoverse un juego de adivinación. Yo mismo cuántas veces me he sorprendido de hallar en mi diario párrafos oscuros, que sólo un poderoso esfuerzo de memoria me ha permitido desentrañar.
Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad. La mayor parte de los diaristas fueron solteros. Los hombres casados, activos, sociables, que desempeñen funciones públicas difícilmente podrán llevar un diario, ocupados como están en vivir por y para los demás.
Todo diario intimo es un síntoma de debilidad de carácter, debilidad en la que nace y a la que a su vez fortifica. El diario se convierte así en el derivativo de una serie de frustraciones, que por el solo hecho de ser registradas parecen adquirir un signo positivo.
En todo diario intimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no solución es precisamente lo que permite la existencia del diario. El resolverlo, trae consigo su liquidación. Un matrimonio logrado, una posición social conseguida, un proyecto que se realiza pueden suspender la ejecución del diario.
Todo diario intimo se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte. (Ahondar esta idea).

1 de abril
La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha sobrevenido al género humano. ¿la suprema felicidad la constituye la muerte? Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener conciencia de nuestra felicidad para que ésta tenga alguna significación. Pero apenas nos percatamos de nuestra felicidad ésta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra.

11 de agosto
Mi primer accidente de trabajo: no pude sacar a tiempo los cubos con desperdicios y el carro de la basura se fue sin recogerlos. La culpa fue del despertador que sonó a las siete y media y no a las seis. Veremos la forma de arreglar esto.
Es curioso que tenga yo que ocuparme de cubos de basura, cuando estoy escribiendo precisamente «Los gallinazos sin plumas». Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud psicológica.

11 de octubre
Me causa sorpresa enterarme por recortes que me envían de Lima que la crítica de casa me considera como el mejor cuentista joven de Perú. Es una gran ventaja indudablemente ausentarse y publicar poco. Desde que estoy en Europa he publicado creo sólo dos cuentos y dos artículos. Ello ha bastado para rodearme de una aureola de escritor de talento que soy el primero en poner en duda. Esta opinión me preocupa pues me crea una suerte de responsabilidad. Más que nunca me parece ahora necesario publicar un pequeño volumen de cuentos que sea al menos testimonio de trabajo, si no prueba de capacidad.

21 de diciembre
Cada vez tengo más dudas acerca del éxito que pueda tener en Lima mi volumen de cuentos. Creo que hay tres o cuatro que están verdaderamente logrados. Los demás me inspiran desconfianza.
Si un mérito tiene mi libro es el de mantener la unidad del conjunto. Esta unidad reside más que en la forma, en la materia trabajada. Todos ellos —mis cuentos— transcurren en Lima, en las clases económicamente débiles, en ambientes deliberadamente sórdidos. Sirvientas, albañiles, pescadores, encomenderos, traficantes, recogedores de basura, lo que yo he visto de más tocante y significativo en nuestro pueblo, he tratado de animarlo, de infundirle vida y movimiento. La visión resulta al final un poco miserable, pero exacta y verosímil.
Mi segunda preocupación ha sido la de la exactitud psicológica. En realidad, los hechos me interesan poco en sí. Me interesa más la presión de los hechos sobre las personas. Podrían definirse mis cuentos —con algunas excepciones— como «la historia psicológica de una decisión humana». En «Mar afuera» la decisión de Dionisio de dejarse asesinar, en «Interior L» la decisión del colchonero de prostituir a su hija, en «La tela de araña» la decisión de maría de rendirse a su protector, en «Mientras arde la vela» la decisión de Mercedes de eliminar a su marido, en «junta de acreedores» la decisión de Don Roberto de suicidarse (?). ¿Cuáles son los móviles, para mí, de una decisión humana? La respuesta está en los cuentos mismos y para cada caso es diferente. La ambición, los celos, la soledad, el temor, la dignidad amenazada, etc., se combinan o actúan aisladamente sobre cada personaje.
Mi última preocupación ha sido vigilar el estilo y mantener cierto nivel de gusto literario. Creo y seguiré creyendo que la duración de una obra reside en gran parte en sus cualidades estrictamente literarias. Por «literarias» entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construcción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la expresión queda. Debemos aferrarnos a ella si aspiramos a cierta supervivencia, sin recaer por ello en el preciosismo.
Una última observación: mi concepción técnica de considerar un cuento como una unidad de tiempo, lugar y acción. Esto tiene por objeto evitar la dispersión del relato y lograr una especie de «condensación dramática». Pero esto es discutible en fin y no me siento muy convencido para defenderlo.

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1955

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2 de febrero
Al fin he podido pasar a máquina todos mis cuentos con vistas a su próxima edición en Lima. Al ver reunidas las cien impecables hojas he tomado conciencia de la magnitud de mi trabajo. Creo que es una buena colección. Constantemente me lo digo para no dejarme invadir por la nostalgia de parís, de C., de mis antiguos amigos y para no sufrir un colapso en este Madrid tan extraño al de otra época, en el cual vivo encerrado, enfermo y pobre.
Ahora, además, me siento desligado de una etapa literaria: la del cuentista. Por el momento no pienso escribir más cuentos, por lo menos no tengo ninguno en mente. Me seduce la idea de la novela, pero ¿cómo escribirla? Creo que Escobar tiene razón cuando dice que no debo hacer sólo la novela de Lima sino la novela de la clase media, del mundo pequeñoburgués. Esto hace tiempo que lo tenía yo pensado y las pocas cuartillas que llevo escritas están encaminadas en ese sentido. El peligro, sin embargo, es que ellas se están desarrollando por las vías de la autobiografía. No puedo eludir, como sí lo consigo en el cuento, mis propias experiencias. De este modo sólo podré escribir un vasto cuadro evocativo donde yo sería el centro y los demás la decoración. No me desagrada pintarme a mí mismo, pero me parece injusto y hasta trivial. Debo abordar problemas más generales, para lo cual necesito rebasar mi propia vida. Esto es lo que no puedo conseguir. Sólo podría tocar un tema colectivo a través de una figura individual si yo me considerara un arquetipo de la clase burguesa. Pero mi experiencia europea me ha desarraigado y me ha dejado en la situación flotante del estudiante becado o pobre, sin una ubicación social precisa. En parís he alternado la época del señorito con la del obrero. Hay una contradicción insalvable que no sé cómo solucionar.

12 de mayo
Mi novela va creciendo con una lentitud vegetal. Al releer las cien páginas que llevo escritas he recogido una impresión pesimista. El conjunto se encuentra demasiado fragmentado. Mi obsesión de reducir los capítulos a escenas —en el sentido teatral— me obliga a efectuar cortes violentos en los momentos menos oportunos. Si una virtud le encuentro es la de haber logrado perfilar con nitidez dos o tres personajes de los muchos que contiene y de haber reelaborado un mundo con cierto sello personal. El calificativo de kayser para designar a los artistas épicos , «los portadores del mundo», me parece haber cobrado ahora para mí un sentido inteligible.

3 de junio
Marañón en su libro sobre Amiel afirma que existen ciertas incompatibilidades entre los diarios íntimos y la vida matrimonial. Hace algún tiempo había yo formulado la misma observación. Marañón cita en su apoyo el caso de Tolstoi, quien redactaba dos diarios : uno que conocía y que copiaba su mujer y el otro, el verdadero, que escondía en sus botas. Esto me invita a reflexionar nuevamente sobre el tema de la intimidad. La incompatibilidad aludida tendría una explicación interesante: el amor correspondido implica la destrucción de la intimidad. En otras palabras: entre los amantes se produce una fusión de intimidades. En estas condiciones sería imposible llevar un diario íntimo, salvo que, extinguido el amor, es decir, separadas las intimidades, el «diarista» recupere la propiedad de su yo y sus secretos. (Una mala noticia me impide todo ejercicio mental: la patrona toca la puerta y dice que me denunciará a la comisaría si no le pago las 2000 pesetas que le debo por el cuarto).

11 de setiembre (1 de la mañana)
He renunciado a proseguir mi novela. Su bello título El amor, el desorden y el sueño es todo lo que perdurará de este inmenso naufragio. Tal vez quede flotando aquí y allá una que otra escena bien construida, que archivaré para aprovecharla en su oportunidad. La única conclusión que he sacado de esta experiencia es que debo mantenerme aún dentro de los límites del relato corto. Una novela es para mí, en las actuales circunstancias, una tarea superior a mis fuerzas. Tiene razón Roland Bathes cuando sostiene que una novela es «una forma de muerte» porque «convierte la vida en destino». En otras palabras, si yo pretendo escribir una novela inspirándome en mis experiencias debo darles a éstas una coherencia, una dirección y un sentido que las vuelvan inteligibles y fijarles un límite que constituya un desenlace. Ambas cosas son en mi caso imposibles, no solamente porque me siento incapaz de encontrarle a mi vida una significación sino porque sería arbitrario señalarle un término.

30 de setiembre
Relectura de las últimas páginas de este diario. Creo haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo por interlocutor.

12 de diciembre
Me sería imposible explicar la impresión que me ha producido mi libro Los gallinazos sin plumas, cuyo primer ejemplar he recibido esta mañana. Lo he leído, lo he releído, lo he hojeado y examinado por todas partes. Mi opinión ha oscilado entre el entusiasmo más ardiente y la decepción más desgarradora. Por momentos he arrojado el libro con amargura, para cogerlo luego y al reconocer una frase o una escena preferidas reconciliarme con él. Ahora mismo, estando ya sereno, no puedo emitir un juicio y creo que tardaré mucho en poder hacerlo. El libro está aún demasiado presente en mí para poder mirarlo como algo diferente. Necesito la acción despersonalizadora del tiempo, la cuota de olvido que me permita leerlo con ojos inocentes.

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1957

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23 de mayo
Algún día analizaré con calma los orígenes de mi incapacidad para la vida social. Me gustaría determinar la época exacta en que comienzo a sentirme incómodo entre mis semejantes, a sufrir su presencia como una agresión, a buscar la soledad y el silencio. Si me remonto a los años de mi infancia, descubro aterrado que mi reserva y mi hermetismo son tan antiguos como mi uso de la razón. Ya en el colegio, a la edad de ocho años, hui de los grupos, los profesores, los condiscípulos, las mujeres. Recuerdo que cuando regresábamos del colegio por la avenida pardo yo no veía las horas de llegar a la avenida Espinar porque allí podría separarme del resto de mis camaradas. Mientras todos hablaban y reían yo miraba hacia adelante buscando la pila aquella donde nos despedíamos. ¡Qué alivio cuando faltaban sólo cien metros! Mi hermano, en cambio, se comunicaba mejor con los demás muchachos. Yo había delegado tácitamente en él mis derechos en la conversación y en su presencia jamás abría la boca.
Recuerdo también otro incidente curioso cuyas consecuencias fueron gravísimas en la formación de mi carácter. Fue cuando regresé a Lima luego de haber pasado unas largas y extraordinarias vacaciones en Tulpo. Yo debía tener doce o trece años. La misma tarde de mi llegada me encuentro con un amigo que me pregunta: «¿Y qué tal te ha ido?». Yo no supe qué responderle. Desde aquel día perdí toda confianza en mis condiciones de narrador oral. Creo que nunca en mi vida conté más una historia.

3 de agosto
Me pregunto si mi carrera de escritor habrá ya terminado. En lo que va de año no he escrito absolutamente nada, si exceptuamos este diario. Los primeros meses del año los perdí proyectando y esbozando una colección de pequeñas piezas representables, aconsejado por Hernando Cortés. En Amberes comencé algunos cuentos, que ahora duermen en ese folder devorador de ideas que lleva por título «Cuentos en preparación». Eso es todo, creo, aparte de cartas, de artículos para los diarios, de breves notas sobre libros. La verdad es que comienzo a preocuparme.
No es tanto la falta de tiempo, de ideas, ni de entusiasmo. Es una crisis de otro orden y donde veo una influencia hasta cierto punto nefasta de Valerý: la concepción de un estilo geométrico, transparente y precioso, la necesidad de decir cosas inteligentes y decirlas de la única manera como pueden ser dichas. En resumen: el sacrificio de la fuerza a la lucidez. Esta concepción del estilo sería útil en un ensayista, en un filósofo, en un redactor de editoriales, pero en un escritor de mi naturaleza que necesita trabajar con situaciones dramáticas, con personas en movimiento, valdría más un estilo simple y activo, exento de sutilezas, un estilo de narrador. Si Valerý no escribió novelas no fue seguramente por falta de argumentos sino por su resistencia a la escritura de todas esas frases banales que constituyen el cuerpo de una narración: «avanzó resueltamente hacia la esquina», «pidió una cerveza y un paquete de cigarrillos», etc. Ésa es la misma resistencia que cada día se acentúa en mí, de modo que cuando debo narrar un hecho con frases banales renuncio a la narración del hecho por escribir una frase redonda que lo resume. La diferencia: el hecho narrado con frases banales es un cuento. La frase redonda es una frase.
En realidad —tengo casi la evidencia— si alguna vez escribo un libro importante, será un libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no sólo con los fragmentos de mi vida, sino con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades literarias. Un libro de memorias —en un grado mucho mayor que la novela—es un verdadero cajón desastre. En él caben las anécdotas, las reflexiones abstractas, el comentario de los hechos, el análisis de los caracteres, etc. es un libro, además, sin problemas de composición.

29 de setiembre
La lectura de Chejov, de sus deliciosos cuentos, ha despertado en mí una vieja veta creadora que creía agotada: la del relato lineal, vivo, vívido sobre todo, rico en diálogo, exento de frases y de análisis. Este fin de semana he sido invadido por un torrente de ideas que me poseen y me fatigan. Temas para los que no veía solución literaria me han parecido más que nunca fácilmente gobernables. He trazado la lista de una docena de relatos simples y he puesto hoy la primera piedra de un volumen que llevará el título modesto de Cuentos para leer en el ómnibus. No me propongo otra cosa. Lo que en estos últimos meses me ha paralizado es mi obsesión por escribir cuentos de antología. Pero en fin, ya tendré tiempo y ocasión de escribir ese tipo de cuentos. Lo que quiero solamente ahora es desembarazarme de esta docena de argumentos y de pequeños personajes que me hostigan. La tónica del conjunto la daría «El profesor suplente», en el que ahora trabajo.
— Comprobación interesante: hasta qué punto la labor creadora implica la autodestrucción del creador. Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal, fatigante, en la cual morimos y renacemos. Luego de escribir una página caigo extenuado en la cama, los ojos ardientes, la náusea del tabaco y la sensación de la consumición física. Y ello es el precio de veinte líneas, ni buenas ni malas, que serán probablemente corregidas o eliminadas, pero en cuya elaboración hemos puesto lo mejor de nosotros mismos.

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1958

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5 de marzo
¿Quién conoce mi faceta de animal nocturno? Cuantas veces en mi cuarto, estando ocupado en alguna lectura, he sentido penetrar por las ventanas, por las rendijas de la puerta, el llamado de la noche. Ponerse el abrigo y comenzar a caminar. Pequeñas luces, cielos opacos o estrellados, gente que sale lavada, peinada en busca de placer. Estaciones en los bares, sin precipitaciones, bebiendo a pausas un trago fino, mirando, pensando, sintiendo operarse la transfiguración… de pronto ya somos otro: una de nuestras cien personalidades muertas o rechazadas nos ocupa. Nuestro cuerpo la portará, la soportará hasta el alba, luego la enterraré en alguna cama de hotel, en alguna última copa que no debió nunca venir. Rostros de mujer, bellas cortesanas, besos pagados, comedia del amor, mis largas, mis incontables noches de bebedor anónimo en Europa, ¿qué cosa me han enseñado?

6 de abril, Sábado de Gloria
Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción durante los cuales se hacen dibujos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen nada que ver con la literatura. Por esta razón, si a las ocho de la mañana nos sentamos a nuestra mesa de trabajo y a las ocho de la noche hemos escrito una página, no puede decirse que hemos tardado doce horas en escribirla. Es necesario deducir de este tiempo las pausas enunciadas.
—Pero todas estas pausas han sido importantes porque ellas forman parte del tiempo de la creación. Creación y escritura son dos actos diferentes, entre los cuales no existe una relación de necesidad sino una relación convencional. La verdadera creación se efectúa al nivel de la inteligencia pura y la escritura no es sino el signo que la transporta al mundo sensible, le da fijeza y curso obligatorio. La escritura es un signo visible y universal de un proceso invisible y personal. Un creador no es forzosamente un escritor. Existen, sin duda, creadores incapaces de expresarse. Un gran creador es aquel que ha encontrado el correlato perceptible de su proceso interior.
—pero este fenómeno no es tan simple. Entre creación y escritura hay interdependencia. En la mayoría de los casos la escritura no es sólo la traducción simbólica de la creación, sino que a su vez opera sobre ella, hasta el punto de convertirla en una consecuencia de la escritura. Las nociones de ritmos, de consonancia, de armonía, de aliteración, reactúan desde el plano del signo y condicionan la marcha de la creación. Cuando este condicionamiento se convierte en predominio caemos en lo que se llama «formalismo». (Revisar)

7 de abril
Escribo porque el placer que me produce el acto de escribir es de una calidad tan especial que no puedo compararlo con ningún otro que pueda ofrecerme la vida. Bien entendido, no se trata de un placer físico, y justamente lo que no sé es en qué plano de nuestra sensibilidad se da este placer. Biológicamente, escribir me daña: fumo demasiado, muchas veces bebo, se me entumecen los dedos, me arden los músculos del cuello, y siento todos los síntomas de la tortura. Pero todo esto va acompañado paralelamente de un gozo tan singular que podría hablarse casi de un caso de masoquismo si es que no fuera más justo invocar el ejemplo de los místicos que se disciplinan. Lejos de mí sin embargo darle al acto de escribir un carácter sacral o religioso. Pero sí sostengo que escribir es una inmolación consciente y razonada que el escritor —el verdadero— hace de su tiempo, de su salud, de sus intereses materiales, de su vida, en suma, para crear un orden de palabras que lo satisfaga. ¿Qué es escribir si no inventar un autor a la medida de nuestro gusto?

11 de noviembre
Para escribir necesito un mínimo de irresponsabilidad que sólo puede dármelo el alcohol hábilmente dosificado. Lúcido soy tan incapaz como borracho. Alcanzar esta embriaguez media es una operación arriesgada. Solamente al corregir actúo con plena conciencia.
—Me complace, por una parte, que desde mi llegada a Lima mis apetitos sexuales hayan caído en un letargo sabio y soportable. Ayer que estuve en un cabaret rodeado de «ombliguistas» me asombré de la frialdad con que las vi evolucionar a mi alrededor sacudiendo sus carnes. Unos años atrás no hubiera podido dormir o hubiera dormido con alguna de ellas. Ahora las mujeres que me incitan a la licencia son escasas. Esto —desde el punto de vista de Marañón— es un síntoma de madurez sexual. Pero a veces añoro mis noches de fiebre cuando, incontenible, salía a la calle para atrapar cualquier fantasma femenino.

Setiembre
Me gustan las personas que tienen dificultad para expresarse porque ellas son las que hacen, en el curso de la conversación, los mejores hallazgos. De los que hablan fácilmente, en cambio, no podemos esperar otra cosa que un discurso razonable, rutinario, previsible. El lento, el vacilante en expresarse se sorprende a sí mismo y sorprende a los demás. Su esfuerzo, cuando es inteligente, da siempre frutos. Puede hablarse en este caso de una «conversación creadora».

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1959

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7 de mayo
Arte del relato: sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas. Si yo digo : «el hombre del bar era un tipo calvo», hago una observación banal. Pero puedo también decir: «Todas las calvicies son desdichadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: ¡en qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!».

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1960

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18, 19 o 20 de enero (?)
A veces pienso que podría hacer temblar al mundo desde esta miserable covacha si, liberándome de todas las ataduras, escribiera brutalmente, como sé que puedo hacerlo. Pero me detiene el pudor, un exquisito amor por las formas y la cobardía de todos los escritores que sienten interponerse, entre ellos y la vida, una biblioteca y veinte años de lecturas. Sin embargo, llegaré quizás algún día a tal grado de comprensión que estallarán mis ligamentos y saldrán disparadas las palabras como piedras.

3 de abril
Mis grandes citas de amor no han sido con las mujeres —si exceptuamos la de la plaza de la Inquisición y la más reciente frente a Notre-dame— sino con un cuarto de hotel, por lo general sombrío, donde no me esperaba otra cosa que una máquina de escribir y una página en blanco. Quienes me han visto pasar, raudo, obsedido, habrán tal vez imaginado un caluroso abrazo al final de tanta prisa. No saben que todo terminaría en una carilla, en una frase, a veces ni siquiera en eso, pues en estas citas también hay frustraciones. Ahora he subido la montaña de Saint-Genevieve, he descendido por la rue Mouffetard, he retomado la Avenue des Gobelins, bajo la fina lluvia primaveral, con la esperanza de escribir tan bellas cosas… Más me valiera, me digo, haberme detenido en algún bistrot del camino para escuchar, modestamente, el rumor de la vida.

11 de mayo
¿Por qué esa maldita costumbre de beber mientras escribo? Ayer, que me levanté temprano, me senté a la máquina con una botella de coñac por delante: a mediodía estaba completamente borracho. Es verdad que culminé el primer capítulo (de Los geniecillos dominicales) en forma brillante: vomitando como ludo. ¡Y por la tarde tener que ir a trabajar! La bebida me es necesaria durante el acto, no sólo porque aumenta mi inventiva gramatical, sino porque suprime la fatiga, o mejor dicho, la va guardando para más tarde. Además no creo que beber sea una rareza entre escritores. Creo que es la ley, por el contrario (Flaubert, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Beckett, etc.).
Otra cosa: ahora, mientras almorzaba en un restaurante del bulevard Saint-Michel, comprobé que me gustan todas las mujeres, todas. Renacimiento primaveral de mis cualidades viriles, pero empobrecimiento de mi capacidad de selección. Vi sobre todo a una que me hizo pensar en la reveladora nota de Stendhal en uno de sus manuscritos: «¿Qué hubieras preferido, tener a X. o escribir La cartuja de Parma?».

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1961

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1961
La interpretación que hace macera de mí y de mi obra es un poco esquemática y refleja, a mi entender, la interpretación que da de su propia persona.
Considerarme como el epígono bastante degradado de cierta casta social —donde se aliaban el dinero y los adornos del espíritu—, injertado en una forma de vida burguesa que no acepto y amenazado por una revolución popular que me sería dolorosa, me parece inteligente, pero poco justa. Él ignora que por mi ascendencia materna soy un plebeyo, con igual título que no importa qué verdadero hijo del pueblo. (Mi bisabuela materna llevaba pollera y se peinaba con trenzas). Ignora también que no extraño en absoluto los privilegios mundanos e intelectuales de mis abuelos rectores y ministros y que más bien gran parte de mi actitud en los últimos años puede definirse como una resistencia y casi hostilidad a «seguir ese camino» (no haberme recibido de abogado, no haber hecho lo que podía hacer para ingresar a la docencia de San Marcos, etc.). no conoce tampoco hasta que punto carezco de una serie de sentidos específicos de la casta a la que me quiere asimilar: el de la propiedad, el del domicilio, el de la patria, el de la profesión, y hasta el de la familia.

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1962

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14 de enero
Terminar un cuento así: “Y la casa del maestro fue convertida en burdel por sus discípulos.”

11 setiembre
Como un cazador a la expectativa de su presa, desde hace semanas, meses, acecho el momento de poder escribir algo. Me levanto pensando en qué momento del día me quedará una hora libre. Me acuesto imaginando que al día siguiente, entre una visita y una comida, se me ofrecerá así, inocente, confiada, la hora que tanto busco. Pero pasan los días, los meses, y entre el metro, el trabajo, el sueño y el amor, se me va la vida. Mi agente literario me acribilla a cartas pidiéndome originales para Alemania. De Lima me piden manuscritos. Y mis cuentos largos y cortos, mi descosida novela Los geniecillos dominicales y las piezas de teatro duermen en sus cartapacios póstumos. A veces cojo uno cuando voy a la Agencia y entre dos cables por traducir, o abajo, cuando salgo a tomar café, lo ojeo ávidamente, buscando el punto muerto que es necesario activar, la palabra tarjada donde sucumbió mi ingenio. Todo es una comedia, claro. Mi cartapacio bajo el brazo es como el estoque que lleva el torero jubilado o el sombrero de hongo de alguien que se arruinó.

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1964

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8 de mayo
Desde hace dos días, desde que terminé mi novela, Los geniecillos dominicales, trato de darme cuenta de si he escrito una porquería o algo bueno. Para las obras ajenas mi juicio es infalible. Para las propias, torpe y brumoso. Aún no la he releído de un tirón, como si fuera un lector X, sino por partes y al azar. Hay mucho que suprimir. Párrafos cursis, fatuos o charlatanes. Incluso capítulos. Sobre todo el comienzo: debo hacer de los cuatro primeros capítulos solamente dos. Hay partes buenas, inmejorables. Pero temo haberme dispersado mucho, haber proyectado la acción en muchas direcciones. Quedan partes oscuras. No sé si la lectura lineal le conferirá la unidad que parece faltar a la lectura salteada. En resumen, no estoy muy entusiasmado. Lejana aún la obra maestra.

Septiembre
Mi novela me parece un ladrillo, algo absolutamente indigesto. Más aún, un acto de agresión contra los lectores. ¡Y no termino nunca de copiarla! Me faltan diez capítulos. Scorza me pidió por carta que la presentara al concurso de Expresso, a fin de mes. Le dije que no tenía tiempo, que si se aplazaba el concurso tal vez. Cada vez corto más párrafos. Debía eliminar capítulos íntegros. Debía en suma eliminarla toda. ¿Dónde está lo esencial de una novela? Como le decía a Wolfgang una vez por carta, una novela es una aglutinación de fragmentos innecesarios que forman un todo necesario. La mía me parece a veces todo lo contrario: una suma de capítulos necesarios que forman un libro innecesario. En fin, terminaré de copiarlo este mes. Y después veremos qué pasa.

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Mi literatura —me refiero a mis últimos cuentos, a mi última novela— se desarrolla en los límites de lo factible, quiero decir, en un terreno insostenible, que ya no vale la pena explorar más. En otras palabras, me encuentro en un impasse y es inútil imitarme o que yo aliente mi imitación. Si es inútil imitarme o que yo aliente mi imitación. Si mi obra es legible y relativamente valiosa es porque me ha costado un esfuerzo infinito conseguir una pulsación emotiva sobre cuerdas gastadas. Soy como un buen actor obligado a desempeñar un mal papel. Un mal actor fracasaría en mi papel. En adelante, por consiguiente, debo emprender una gran aventura, al comienzo quizás penosa o tediosa, pero que me lleve al descubrimiento de mi papel. ¿cual será este papel? Confío en que sea importante, si me desembarazo de tantos escrúpulos.

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Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción.

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1965

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30 de marzo
A veces pienso que la literatura es para mí sólo una coartada de la que me valgo para librarme del proceso de la vida. Lo que yo llamo mis sacrificios (no ser abogado, ni profesor de la universidad, ni político, ni agregado cultural) son tal vez fracasos simulados, imposibilidades. Mi excusa: soy escritor. Mi relativo éxito en este terreno excusa mis torpezas en los otros. Siempre he huido de toda prueba, de toda confrontación, de toda responsabilidad. Menos de la de escribir. Diríase que llevo la vida a mi terreno., allí donde no puede darme ninguna sorpresa. Protegido del mundo, de la gente, solo frente a mi máquina de escribir, sin coerciones ni apremios, sin jueces, ni público, ni ovaciones ni rechiflas, en la arena solitaria de mi página en blanco, procedo a la mise a mort de la vida.

6 de julio
¿Por qué una novela tiene que empezar por la biografía de un personaje, por la descripción de un escenario o por la súbita inmersión en la trama dialogada o narrada de una situación? Podría empezar también por una receta de cocina, por una canción popular, por el editorial de un semanario dedicado a las investigaciones astronáuticas o por las conclusiones de un coloquio de parteras. No perder nunca de vista: en la literatura todo es convencional, en la novela no hay reglas, en la prosa caben todas las formas del lenguaje. Mi error es, inocente, ciegamente, ajustarme a un molde obsoleto, tonto, innecesario, donde toda mi conciencia y mi experiencia se echan a perder.

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1974

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21 de junio
El alcohol produce en nuestros sentidos una vibración que nos permite distorsionar nuestra percepción de la realidad y descifrar sus mensajes. Aquello que debía ser percibido como una totalidad llega a nosotros descompuesto y podemos así tomar nota de sus elementos y establecer entre ellos un nuevo orden de prioridades. Al beber cambiamos sencillamente de lente y recibimos del mundo una imagen que tiene en todo caso la ventaja de ser distinta a la natural. En este sentido la embriaguez es un método de conocimiento. La embriaguez moderada, es decir, aquella que nos aleja de nosotros mismos sin despedirnos, no la borrachera, en la cual se rompe todo contacto entre nuestra conciencia y nuestro comportamiento.

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1975

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11 de mayo
Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable.

2 Respuestas a “La tentación del fracaso [Fragmentos]

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