La careta

Julio Ramon Ribeyro

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Prendido de las rejas, Juan observaba el baile de máscaras que se daba en la casa del Marqués de Osin. Era la Fiesta de la Risa, y todos habían acudido con unas caretas cómicas donde la boca enorme formaba una media luna entre las orejas desmesuradas. Juan hubiera querido entrar, pero las tiendas del pueblo se habían cerrado y no tenía dónde comprar una careta, ni era hábil para fabricársela. En vano tocó las puertas de sus conocidos buscando una prestada, porque todos habían ido a la fiesta con ella, y las casas estaban vacías de personas y de caretas. Las danzas, las serpentinas, el tintineo de las copas, lo hacían temblar de emoción y, regularmente, un mozo pasaba por su lado obstruyendo la visión, más elegante que un canciller, con una bandeja enorme donde humeaban manjares.

Por fin se le ocurrió una idea. Fue a su casa y untó su rostro con bermellón. Se puso su dominó y, frente al espejo, ensayó la más grande de sus sonrisas. El efecto era espléndido y quedó sorprendido del aspecto enmascarado que había asumido. Así fue corriendo hasta la casa del marqués y tocó la puerta. Los ujieres, al verlo, se hicieron una reverencia y le dejaron pasar con grandes atenciones.

Juan comenzó a divertirse a su gusto, pues nadie se había percatado de su estratagema. Bailó la polca y el vals vienés, bebió champán como un novio, hasta que los músculos de la cara comenzaron a flaquearle, pues esa risa fingida era insostenible. A veces se retiraba al baño y, a escondidas, retomaba su antiguo semblante, pero cuando alguien entraba tenía que volver a reír y, así la fiesta interminable iba haciéndose torturante. La única solución que se le ofrecía era retirarse y, haciendo un último esfuerzo, se dirigió hacia la puerta, sonriéndole a los porteros. Pero uno de ellos lo detuvo.

—No se puede salir, señor.

—Estoy ya cansado.

—Son órdenes del Marqués. Nadie sale hasta el alba.

Juan regresó al centro de la fiesta y siguió bailando, esperando que amaneciera. Sentía la cara dura, agarrotada, como si fuera de palo. Pero el tiempo fue transcurriendo, y un rosicler hermoso apareció en el cielo. Por un momento, la orquesta silenció sus instrumentos y el Marqués subió a un estrado.

—¡Señores! —dijo—. ¡Ya va a concluir la fiesta! Dentro de un momento daré la señal y todos ustedes han de quitarse la máscara. La risa debe terminar con el primer rayo de sol. La mejor máscara será premiada con un lebrel de mi perrera.

Juan se retiró hasta las escaleras y se cogió el rostro con ambas manos. La risa se le había estratificado y, por más que se palmeó los carrillos y se tiró de los labios, no podía arrancarla.

—¡Señores! —gritó el marqués—. ¡Ya es hora!

Todos comenzaron, entonces, a despojarse de las caretas; y rostros agrios, juguetones, melancólicos y monstruosos aparecieron bajo ellas. Juan quiso escabullirse, pero algunos de los concurrentes lo divisaron.

—¡Allí hay uno que no se ha quitado la careta! —gritaron y, a pesar de que corrió hasta la reja, fue alcanzado por los ujieres. Éstos lo condujeron donde el marqués.

—¡Es usted un insolente! —dijo—. ¿No ve que ya es hora de ponerse serio? —y, dirigiéndose a la concurrencia, exclamó—: ¡A este rebelde quítenle todos la careta!

Juan, forcejeando, logró desprenderse de los ujieres, pero todos los concurrentes lo rodearon y pronto cayó en tierra, siendo aplastado por ellos. Intentó librarse, pero todo fue inútil. Sintió que le palpaban el rostro, que le tiraban de las orejas. «¡Qué pegada está! », murmuraban; hasta que alguien dijo: «¡Yo sé cómo quitársela! ».

Juan comenzó a reírse de veras porque, de pronto, todo le pareció un juego comiquísimo. Hasta que sintió un instrumento cortante que le tajaba la frente y le corría por la sien. Toda precaución fue tardía. Antes de que pudiera oponerse, sintió que le arrancaban la piel de un solo tirón.

—¡Ya está, ya está! —gritaron las voces y lo dejaron abandonado, corriendo en tropel donde el Marqués.

Juan, tumbado sobre un macizo de flores, divisó, a través de la sangre que le regaba los ojos, al marqués, que, tomando su piel entre sus manos, la miraba extrañado y decía:

—Esta es la mejor. ¡Denle el premio a este muchacho!

Luego la arrojó por los aires, cayendo cerca de Juan. Éste alargó la mano para cogerla, pero los perros del marqués se adelantaron y comenzaron a disputársela vorazmente.

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