La esperanza (VII)

André Malraux

II

Ejercicio
de apocalipsis

.

I

1

García, nariz respingona y pipa en la boca, iba a entrar en lo que había sido una tiendecita y que era uno de los puestos de mando de Toledo.

A la derecha de la puerta estaba pegada una gran foto sacada de un periódico ilustrado: los rehenes llevados al Alcázar por los fascistas y que debían ser protegidos cuando las tropas republicanas asaltaran los subterráneos. «La mujer X…, la joven X…, el niño X»… Como si los combatientes, durante el combate, pudieran recordar esas caras. Entró García. Dejaba el pleno sol lleno de torsos desnudos y de sombreros mexicanos: la oscuridad le pareció completa.

—La batería tira sobre nosotros —gritaban dentro.
—¿Qué batería, la de Negus?
—La nuestra.
—He telefoneado: ¡Tiráis demasiado corto! El oficial ha contestado: «Estoy cansado de tirar contra los míos. Ahora cambio».
—Es un desafío a los principios más sagrados de la civilización —dijo una voz carente de simplicidad, con un acento francés muy marcado.
—Un traidor más —dijo por lo bajo una voz áspera y fatigada, la del capitán, cuyo rostro comenzó a adivinar García. Y a un teniente—: Busque veinte hombres y una ametralladora y vaya corriendo —por último, a un secretario—: Ponga al coronel al corriente.
—He mandado a tres compañeros —dijo el Negus— para que le arreglen las cuentas al de la batería.
—Yo lo había destituido, que quiere usted, y si la F. A. I. no lo hubiera puesto allí…

García no pudo oír el final. Sin embargo había mucho menos alboroto allí que afuera. Algunas explosiones de vez en cuando, subían de tierra y martilleaban la Cabalgata de las Walkirias, que transmitía la radio de la plaza. Sus ojos se habituaban a la penumbra y distinguía ahora al capitán Hernández: se parecía a los reyes de España de los cuadros célebres que se parecían todos a Carlos V joven, las estrellas doradas, sobre su mono, brillaban vagamente en la sombra. A su alrededor ya empezaban a distinguirse nítidamente en la pared las manchas regulares de las que estaba rodeado como los cortos rayos que rodean las estatuas de ciertos santos españoles: suelas y hormas de zapatero. No las habían retirado de la tienda. Al lado del capitán, un responsable anarquista, Sils, de Barcelona.

La mirada de Hernández se encontró por fin con García, la pipa a un lado de la boca.

—¿Comandante García? Me han telefoneado. De Informes Militares.

Le estrechó la mano, lo arrastró hacia la calle.

—¿Qué desea hacer?
—Seguirlo algunas horas, si usted me lo permite. Después veremos…
—Voy a Santa Cruz. Vamos a ensayar la dinamita contra los edificios del gobierno militar.
—Vamos.

El Negus, que los seguía, miraba a García con simpatía: por una vez un enviado de Madrid tenía buena cara. Orejas de pícaro, forzudo, y de aspecto no demasiado burgués: García llevaba una chaqueta de cuero. Al lado del Negus, gesticulaba un hombre puro tendón, cabellos grises ondulados y revueltos, chaqueta de alpaca, pantalones de montar y botas: el capitán Mercery enviado por Magnin al Ministerio de Guerra y puesto a disposición del comandante militar de Toledo.

—Camarada Hernández —gritó una voz de la tiendecita—, el teniente Larreta telefonea que el oficial de la batería se ha largado.
—Que él lo reemplace.

Hernández se alzó de hombros con asco, y saltó de un brinco una máquina de coser tirada en la calle. Una escolta lo seguía.

—¿Quién manda aquí? —preguntó García, apenas irónico.
—¿Quién quiere usted que mande?… Todo el mundo… Nadie. Usted sonríe…
—Sonrío siempre. Es un tic jovial. ¿Quién da las órdenes?
—Los oficiales, los locos, los delegados de las organizadores políticas, y otros que olvido…

Hernández no hablaba con hostilidad, pero sí con una mueca de desaliento que curvaba la barra de su bigote negro sobre sus labios delgados.

—¿Qué relaciones tienen los oficiales de carrera de ustedes con las organizaciones políticas? —preguntó García.

Hernández lo miró sin hacer un gesto y sin hablar, como si nada hubiera sido capaz de explicar hasta qué punto esas relaciones eran catastróficas. A pleno sol, se oía el canto de los gallos.

—¿Por qué? —preguntó García—. ¿Por qué cualquier imbécil se pretende delegado? Al principio, en una revolución todos se hacen pasar por autoridades.
—Eso ante todo. Después, qué quiere usted, la ignorancia absoluta de aquellos que vienen a discutir con nosotros sobre problemas técnicos. Esas milicias serían aplastadas por dos mil soldados que conocieran su oficio. ¡En suma hasta los verdaderos jefes políticos creen en el pueblo como fuerza militar!
—Yo no. Al menos, no enseguida. ¿Y después?

En las calles divididas en dos por la sombra, continuaba la vida, las escopetas entre los tomates. La radio de la plaza dejó de tocar la Cabalgata de las Walkirias; se oyó un canto flamenco: gutural, intenso, en él se mezclaban el canto fúnebre y el grito desesperado de los caravaneros. Y parecía crisparse sobre la ciudad y el olor de los cadáveres, como las manos de los muertos se crispan en la tierra.

—En primer lugar, comandante, para ser socialista o comunista, o miembro de uno de nuestros partidos liberales, se requiere un mínimo de garantías; pero se entra en la C. N. T. como Pedro por su casa. No le estoy enseñando nada nuevo; pero, qué quiere usted, para nosotros es lo más grave de todo: ¡cada vez que detenemos a un falangista, tiene un carnet de la C. N. T! Hay anarquistas de valor, ese camarada que está detrás de nosotros, por ejemplo; ¡pero mientras exista el principio de la puerta abierta, todas las catástrofes entrarán por esa puerta! Usted ha visto lo que acaba de ocurrir con el teniente de la batería.
—Los oficiales de carrera que están con nosotros, ¿por qué razones lo están?
—Están los que piensan que como Franco no ha triunfado enseguida, será vencido. Los que están ligados a tal o cual oficial superior enemigo de Franco, de Queipo, de Mola o de algún otro; los que no se han movido, sea por vacilación, sea por abulia; en suma, estaban con nosotros, y aquí han quedado… Después de que los comités políticos los hayan puesto de vuelta y media, lamentan no haber partido…

García había visto oficiales que pretendían ser republicanos, en la Sierra, aprobar lo que los milicianos hacían de más absurdo, y hablar pestes de ellos cuando ya no estaban y a los de un campo de aviación militar retirar las mesas y las sillas de su comedor cuando llegaban voluntarios extranjeros mal vestidos… Y también a oficiales de carrera rectificar los errores de los milicianos con una paciencia incansable, enseñar, organizar… Y él conocía el destino del oficial republicano nombrado en el mando del 13.º de lanceros, uno de los regimientos rebeldes de Valencia: había ido a presentarse en el cuartel rebelado; había entrado —conociendo plenamente el riesgo qué corría—. La puerta se había cerrado y se había oído una salva.

—¿Ninguno de los oficiales de ustedes se ha entendido con los anarquistas?
—Sí, los peores, muy bien. El único al que los anarquistas, o más bien aquellos que se dicen anarquistas, obedecen en cierta medida es ese capitán francés. No lo toman demasiado en serio, pero lo quieren.

García alzó una pipa interrogadora.

—Me da consejos de tácticas absurdas —dijo Hernández— y consejos prácticos excelentes…

Todas las calles convergían hacia la plaza. Ésta separaba a los sitiadores del Alcázar: no pudiendo pues atravesarla, García y Hernández daban la vuelta alrededor, García haciendo resonar el paso, Hernández arrastrándolo, sobre el pavimento de Carlos V. Encontraban la plaza en el extremo de cada perspectiva de calle cerrada por los colchones, de cada callejuela donde habían hecho una barricada de sacos, demasiado baja.

Los hombres tiraban acostados, mal agrupados, muy vulnerables al tiro de las ametralladoras.

—¿Qué piensa usted de estas barricadas? —preguntó García mirando de soslayo.
—Lo mismo que usted. Pero ya verá.

Hernández se acercó al que parecía dirigir la barricada; buena cara de cochero, bigotes, ¡oh, bigotes!, sombrero mexicano muy lujoso, tatuajes. En el brazo izquierdo, sujeta por un elástico, una calavera de aluminio.

—Habría que levantar cincuenta centímetros la barricada, separar a los tiradores, y ponerlos en ventanas en forma de V.
—¿Do… cu… men… ta… ción? —gruñó el mexicano en un estruendo de fusilazos bastante cercano.
—¿Qué?
—¡Tu documentación, eh, tus papeles!
—Capitán Hernández, comandante de la sección de Zocodover.
—Entonces, no eres de la C. N. T. Entonces, ¿por qué tienes que meterte con mi barricada?

García examinaba el maravilloso sombrero: alrededor de la copa, una corona de rosas artificiales; debajo, una faja que llevaba esta inscripción con tinta: El terror de Pancho Villa.

—¿Qué quiere decir el terror de Pancho Villa? —preguntó.
—Eso se entiende —dijo el otro.
—Por supuesto —respondió García.

Hernández lo miró en silencio. Volvieron a irse. En la radio, el canto magnífico había cesado. En una calle delante de una lechería, sobre una hilera de jarras de leche, un nombre propio estaba escrito en un cartón al lado de cada jarro. Hacer la cola fastidiaba a las mujeres: dejaban los jarros, el lechero los llenaba, y ellas venían a buscarlos —a menos que…

Paró el fuego. El paso de la escolta, por un instante, martilleó el silencio. García escuchó: «Como me escribió una mujer muy cultivada, madame Mercery, oigan, camaradas: ellos se equivocan si creen que limpiarán las manchas de sus derrotas de África con la sangre de los obreros». Después de lo cual, desde una calle resguardada, llegó el ruido de un patín de ruedas.

El fuego empezó de nuevo. Incluso de las calles al resguardo del fuego del Alcázar, siempre divididas por la sombra; del lado oscuro, las personas charlaban delante de las puertas, unas de pie, apoyadas en sus escopetas, otras sentadas. En el ángulo de una callejuela, solo, de espaldas, un hombre con sombrero y chaqueta, a pesar del calor, tiraba.

La callejuela iba hasta la pared, muy alta, de una dependencia del Alcázar. Ni una tronera, una ventana, un enemigo. El hombre, tranquilamente tiraba contra la pared, bala tras bala, rodeado de moscas. Cuando hubo agotado el cargador lo cambió por otro. Oyó tras de sí pasos que se detenían, y se volvió. Tendría unos cuarenta años, un rostro seno.

—Tiro.
—¿A la pared?
—A lo que puedo.

Miró a García con gravedad.

—¿No tiene usted un hijo aquí?

García lo miró sin responder.

El hombre se volvió y tiró de nuevo sobre las enormes piedras.

Continuaron su camino.

—¿Por qué no hemos tomado todavía el Alcázar? —le preguntó García a Hernández dándole un golpecito a la pipa sobre el dorso de la mano izquierda.
—¿Cómo lo tomaríamos?

Caminaban.

—Nunca se ha tomado una fortaleza tirando sobre sus ventanas… Hay un sitio, pero no hay ataque. ¿Entonces?

Miraban las torres.

—Le voy a decir una cosa sorprendente, mi comandante: el Alcázar es un juego. No se siente al enemigo. Se lo sintió al principio; ahora se acabó, qué quiere usted… Entonces, si tomáramos medidas decisivas nos sentiríamos asesinos… ¿Ha estado usted en el frente de Zaragoza?

—Todavía no, pero conozco Huesca.
—Cuando se sobrevuela Zaragoza, se ven los alrededores acribillados por bombas de avión. Los puntos estratégicos, los cuarteles, etcétera, están bombardeados diez veces menos que el vacío. No es ni torpeza ni cobardía: pero la guerra civil se improvisa más rápido que el odio de todos los instantes. Se necesita lo que se necesita, por supuesto, y no me gusta que los alrededores de Zaragoza parezcan un
colador. Sólo que yo soy español, y comprendo…

Un gran ruido de aplausos que se perdía en el sol detuvo al capitán. Pasaron delante de un music-hall astroso; erizado de anuncios. Hernández se alzó de hombros con cansancio, como lo había hecho ya, y continuó un poco más lentamente:

—No sólo los milicianos de Toledo atacan el Alcázar; muchos de aquellos que lo atacan son de Toledo; y los chiquillos que los fascistas han encerrado son hijos de los milicianos de Toledo, qué quiere usted…
—¿Cuántos rehenes hay?
—Imposible saberlo… Toda investigación, aquí, se pierde en la arena… Un número bastante elevado, y muchos son mujeres y niños: al principio han arramblado con todo lo que han podido. Lo que nos paraliza no son los rehenes, es la leyenda de los rehenes… Quizá no son tan numerosos como lo tememos todos…
—¿Es imposible saber a qué atenerse?

Como el capitán, García había visto las fotos de mujeres y de niños expuestos en la Jefatura (éstos, por lo menos, eran rehenes ciertos) y las de los cuartos vacíos con sus juguetes abandonados…

—Hemos intentado cuatro veces…

A través de la polvareda de un pelotón de jinetes campesinos semejantes a una tribu mongólica, llegaban a Santa Cruz. Más allá, estaban las ventanas enemigas del gobierno militar; arriba el Alcázar.

—¿Es aquí donde ustedes quieren ensayar la dinamita?
—Sí.

Atravesaron un desorden de jardines incendiados, de salones frescos y de escaleras, hasta la sala del museo. Las ventanas estaban obstruidas por sacos de arena y fragmentos de estatuas. Los milicianos tiraban en una atmósfera de horno, el torso desnudo con ocelos de luz como las manchas de las panteras: las balas enemigas habían hecho un colador en la parte superior de la pared de ladrillo. Detrás de García, sobre el brazo alargado de un apóstol, cintas de ametralladoras se secaban como ropa blanca. García colgó su chaqueta de cuero del índice tendido.

Mercery, por primera vez, se acercó a él:

—Mi comandante —le dijo rectificando su posición—, quiero hacerle saber que las hermosas estatuas están en lugar seguro.

Esperémoslo, pensó García, una mano del santo en la suya.

Después de los corredores, de las piezas oscuras, subieron a un tejado. Más allá de las tejas lívidas de luz, Castilla cubierta de cosechas flameaba con sus flores chamuscadas hasta el horizonte blanco. García, poseído por toda esa reverberación, a punto de vomitar de deslumbramiento y de calor, descubrió el cementerio; y se sintió humillado como si esas piedras y esos mausoleos muy blancos en la extensión ocre hubiesen hecho irrisorio todo combate. Pasaban balas con un ruido blando de avispas y otras, en el mismo instante, hacían estallar las tejas con un sonido más duro. Hernández, revólver en mano, avanzaba, agachado, seguido por García, Mercery y milicianos que llevaban dinamita, todos quemados, la espalda por el sol, el vientre por las tejas que les devolvían el calor acumulado. Los fascistas tiraban a diez metros. Un miliciano tiró una bomba que explotó sobre un tejado: las tejas saltaron hasta la pared que protegía a los dinamiteros, Hernández y García; una red oblicua de balas se tendía por encima de ellos.

—Mal trabajo —dijo Mercery.

Una ametralladora entró en juego. Una sola granada en esa dinamita…, pensó García. Mercery se puso de pie, el busto entero por encima de la pared. Los fascistas sólo le veían el cuerpo hasta el vientre, y tiraban más y mejor sobre ese busto increíble con chaqueta de alpaca, corbata roja, que lanzaba una carga de dinamita con un ademán de discóbolo, con algodón en las orejas.

Todo saltó, con un estruendo salvaje. Mientras las tejas, desmoronadas desde lo alto, rebotaban entre gritos, Mercery se había agazapado detrás de la pared, al lado de Hernández.

—¡Así! —les dijo a los milicianos que se deslizaban detrás de la pared con su carga.

Su rostro estaba a veinte centímetros del capitán.

—¿Cómo era la guerra del 14? —le preguntó éste.
—Vivir… No vivir… Esperar… Estar allí para algo… Tener miedo…

Mercery sentía, en efecto, que lo invadía el miedo a causa de la inmovilidad. Tomó su revólver, apuntó, con la cabeza descubierta, tiró. De nuevo actuaba; el miedo desapareció. Estalló la tercera carga de dinamita.

La borla del gorro de Hernández estaba justo enfrente de la grieta y el aire la mandó como de un papirotazo del otro lado de su perfil: el gorro cayó. Hernández era calvo; se puso de nuevo el gorro y rejuveneció.

Algunas balas atravesaban la pared o la tronera, delante de la nariz de García, que se decidió por fin a apagar su pipa y a metérsela en el bolsillo. La fachada del edificio fascista estalló como si hubiera estado minado; la sangre pareció brotar de la cabeza de un miliciano que se desplomó a la derecha de García, con la mano que había lanzado la dinamita todavía en el aire. Y en el vacío que había llenado esa nuca de donde brotaba la sangre, a lo lejos, delante del cementerio, sobre una pendiente del Alcázar, en pleno fuego, había un automóvil detenido, intacto en apariencia bajo el violento sol: dos ocupantes delante, tres detrás, inmóviles. A diez metros debajo, una mujer, la cabeza escondida en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la cabeza hacia abajo de la barranca), habría parecido dormir si no se la hubiera sentido, bajo su vestido vacío, más aplanada que ningún ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza de los cadáveres; y esos fantasmas del sol resplandeciente no eran muertos sino por su olor.

—¿Sabe usted si hay especialistas de explosivos en Madrid? —le preguntó Hernández.
—No.

García seguía mirando el cementerio, sacudido por lo que había de turbio y de eterno en esos cipreses y en esas piedras, sintiendo hasta en los latidos de su corazón el incansable olor de carne podrida y viendo el día deslumbrante mezclar los muertos antiguos y los muertos recientes de esa guerra en su mismo resplandor. La última carga estalló en el último pedazo del edificio fascista.

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En la sala del museo, el calor era siempre el mismo, y el alboroto siempre igual. Lanzadores de dinamita milicianos de los subterráneos y milicianos del museo se congratulaban.

García sacó su chaqueta del índice del santo: el forro se enganchaba, el santo se negaba a soltarla. De una escalera, que llevaba a algún sótano, milicianos con el torso desnudo subían cargados de casullas cuyo oro verdoso y cuya seda rosa pálida brillaban vagamente; otro miliciano, con una toca del siglo XVI echada hacia atrás en la cabeza, los inscribía.

—¿Qué objeto tiene lo que acabamos de hacer? —preguntó García.
—La destrucción de esos edificios hace impracticable toda salida de los rebeldes. Eso es todo; qué quiere usted, es lo menos absurdo… Y hasta ahora empleamos bombas con ácido sulfúrico y con gasolina, envueltas en algodón con clorato de potasio y con azúcar… Entonces, a pesar de todo… ¿Los cadetes tratan todavía de salir?

Mercery, que estaba aún a su lado, alzó los brazos.

—¡Están ustedes frente a la mayor impostura de la historia!

García lo miraba, con aire interrogador:

—A su disposición para un informe, mi comandante.

Pero Hernández había posado la mano en el brazo de García, y Mercery, respetuoso de la jerarquía, se apartó. Hernández miraba al comandante con la misma expresión que cuando se había ocupado de las relaciones entre los oficiales y las organizaciones anarquistas —por añadidura, asombrada esta vez—. Se oía un avión.

—¡También usted! ¡Los Informes Militares!…

García esperaba, olfateando, prestando atención con sus ojos saltones de ardilla.

—Los cadetes del Alcázar son una soberbia invención de propaganda; no hay veinte cadetes allí dentro: cuando el levantamiento, todos los alumnos del Colegio Militar estaban de vacaciones. El Alcázar está defendido por guardias civiles, dirigidos por los oficiales de la Escuela de Guerra, Moscardó y los demás…

Una docena de milicianos llegaron corriendo, el Negus con ellos.

—¡Ahí están de nuevo con un lanzallamas!

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A través de corredores y escaleras, Hernández, García, el Negus y los milicianos habían llegado a un sótano de alta bóveda, lleno de humo y detonaciones, abierto frente a ellos por un ancho corredor subterráneo donde el humo se volvía rojo. Los milicianos pasaban corriendo, con baldes llenos de agua en la mano o entre los brazos. El estruendo del combate que se sostenía afuera apenas llegaba y el olor de la gasolina había reemplazado decididamente el olor a perro reventado. Los fascistas estaban en el corredor.

El chorro del lanzallamas, fosforescente en la oscuridad, llegaba por allí y rociaba el cielo raso, la pared de enfrente y el piso con un movimiento bastante lento, como si el fascista que tuviera el lanzallamas hubiera alzado incesantemente una larga columna de gasolina. Limitada por el marco de la puerta, la blanda columna inflamada no podía alcanzar la derecha ni la izquierda del cuarto. A pesar del furor con el cual los milicianos echaban el contenido del agua contra la pared y la gasolina crepitante, Hernández sentía que esperaban el instante en que los fascistas aparecerían en la puerta y, por la forma en que algunos estaban pegados a la pared, los sentía prontos a cejar. Nada tenía que ver la guerra con este combate de los hombres contra un elemento. El riego de gasolina avanzaba, y todos los milicianos dedicados a echar baldes de agua sobre las paredes, el chirrido del vapor y la tos infernal de los hombres ahogados por el acre olor del petróleo y el atroz y sibilante sonido blando del lanzallamas. El chorro de gasolina crepitante avanzaba paso a paso y las llamas azuladas y convulsas multiplicaban el frenesí de los milicianos, haciendo patalear en las paredes racimos de sombras enloquecidas, todo un desencadenamiento de fantasmas estirados alrededor de la locura de los hombres vivos. Y los hombres contaban menos que esas sombras locas, menos que esa niebla sofocante que transformaba todo en siluetas, menos que ese chisporroteo salvaje de llamas y de agua, menos que los pequeños gemidos ladrados por un quemado.

—¡No veo —aullaba a ras de tierra—, no veo! ¡Sacadme de aquí!—Hernández y Mercery lo habían cogido por los hombros y lo arrastraban, pero él continuaba gritando: —¡Sacadme de aquí!

La llama llegaba a la entrada de la sala. El Negus estaba junto a la puerta, pegado a la pared, con el revólver en la mano derecha. En el instante en que el cobre del lanzallamas llegó al ángulo de la pared, lo tomó con la mano izquierda, sus cabellos vaporosos aureolados de azul bajo la luz de la gasolina, y lo dejó enseguida, dejando en él la piel. Caían las balas por todos lados. El fascista dio un salto oblicuo para echar el chorro del lanzallamas sobre el Negus, que tocaba ya su pecho; el Negus tiró. El lanzallamas cayó sobre las losas, mandando al techo todas las sombras: el fascista tambaleó por encima de la luz que venía del lanzallamas en el suelo, su rostro iluminado por debajo —un oficial de bastante edad—, en la fosforescente claridad de la gasolina. Resbaló por fin sobre el Negus, con una lentitud cinematográfica, la cabeza en el chorro del lanzallamas, que retiró de una patada. El Negus dio la vuelta al lanzallamas: todo el cuarto desapareció en una oscuridad completa, mientras aparecía el subterráneo lleno de nubes a través de las cuales huían las sombras.

Un enmarañamiento de milicianos corría por el rectángulo del corredor, donde el chorro azulado de la gasolina se había ahora vuelto hacia fuera, en una gran confusión de gritos y tiros de fusil. De pronto todo se apagó, salvo una lámpara y una linterna eléctrica.

—Han cortado la gasolina cuando han visto que nosotros teníamos el lanzallamas —dijo una voz en la sala. Y la misma voz, un segundo después—: Sé lo que digo, he llamado a los bomberos.
—¡Alto! —gritó Hernández, también desde el corredor—. Tienen una barricada en el extremo.

El Negus volvió del corredor. Los milicianos empezaban a encender las lámparas.

—No es salvaje quien quiere —le dijo a Hernández—. Me escapé por un cuarto de segundo. Antes de que yo tirara, tenía tiempo de dirigir el lanzallamas contra mí. Yo lo miraba. Es rara, la vida… Debe ser difícil quemar a un hombre que te mira…

El corredor de salida estaba negro, salvo, en el extremo, el rectángulo en penumbra de la puerta. El Negus encendió un cigarrillo, y todos los que lo seguían lo hicieron a la vez: el regreso a la vida. Cada hombre apareció por un segundo a la luz del fósforo o del encendedor, después todo volvió a la penumbra. Caminaban hacia la sala del museo de Santa Cruz.

—Hay un avión por encima de las nubes —gritaron algunas voces en la sala.
—Lo que es difícil, evidentemente —continuó el Negus—, es no vacilar. Cuestión de segundos. Hace dos días, el Francés dio la vuelta a un lanzallamas así. Quizá el mismo… Sin quemarse, pero también sin matar al tipo. El Francés dice que él sabía cómo, y que sin duda no es posible utilizar un lanzallamas contra alguien que te mira. Uno no se atreve… A pesar de todo, uno no se atreve…

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2

Todos los días uno de los oficiales de la aviación internacional pasaba por la Dirección de Operaciones y a veces por la policía. Magnin enviaba casi siempre a Scali; su cultura hacía fáciles sus relaciones con el Estado Mayor del Aire, compuesto casi totalmente por oficiales del antiguo ejército. (Sembrano y sus pilotos formaban un grupo particular). Su cordialidad llena de fineza de hombre todavía rechoncho, pero que envejecería obeso, facilitaba las relaciones con todos, policía incluida. Era más o menos de todos los italianos de la escuadrilla, de la cual había sido elegido responsable, y de la mayoría de los otros. Además, hablaba bien español.

Acababa de ser llamado con urgencia por la policía.

Las puertas de la policía estaban custodiadas por ametralladoras. Alrededor de los sillones con conchillas doradas, imperiosos y vacíos, se veían los humildes rostros de infelicidad de todas las guerras. En un pequeño comedor (todo estaba tal cual en el hotel donde ese anexo militar de la policía acababa de instalarse), entre dos guardias, se agitaba Séruzier, el compañero de Leclerc, más volador estupefacto que nunca.

—¡Scali, Scali! ¡Hombre, hombre! ¡Eres tú, camarada!

Scali esperaba que terminase de zumbar.

—¡Creía que me iban a encerrar! ¡Sí, a encerrar!

Como el secretario de la policía acompañaba a Scali, los milicianos que custodiaban a Séruzier se habían apartado un poco, pero este último no se atrevía a sentirse libre.

—¡Putas semejantes, hombre, te das cuenta!…

Hasta sentado, sus ojos muy negros de pierrot girando en su cara sin cejas, parecía una mariposa enloquecida encerrada en un cuarto.

—Un momento —dijo Scali levantando el índice—. Empecemos por el principio.
—Bueno, la puta me recogió en la Gran Vía. No sé qué me dijo, pero me dio a entender que era muy hábil y sabía hacer toda clase de cosas. Entonces le digo: «¿Haces el amor a la italiana?». «Sí», me contesta.

»Subo a la casa, pero cuando quiero subírmele encima, quiere hacer todo como de costumbre. ¡No, le digo, habíamos convenido en hacer el amor a la italiana, y no de otra manera! No quiere entender. Yo le digo que me ha engañado. Cuando comienzo a vestirme, telefonea en español. Llega una golfa gorda, no nos entendemos. La gorda mostraba todo el tiempo a la pequeña, que estaba también en pelotas, y nada mal, y parecía decirme: pues bien, anda. Entonces le explico a la gorda que no se trataba de eso, pero ella me creía de mala fe. ¡No es que a la italiana me importe tanto, puedo asegurarte! ¡De ningún modo! Pero no quiero que se burlen de mí. ¡Esto nunca! ¿Estás de acuerdo, no?

—Pero ¿qué haces aquí? Después de todo, no te han detenido por lubricidad.
—Bueno, la gorda, como vio que yo no cedía, habló por teléfono. Yo me dije… va a llegar una todavía más gorda…

Ahora Séruzier sabía a qué atenerse: Scali tomaba las cosas a broma, el asunto salía bien. Cuando Scali sonreía, parecía reír, y la alegría, achicando sus ojos, acentuaba el carácter mulato de su rostro.

—¿Y sabes quién llega? ¡Seis tipos de la F. A. I. con sus trabucos! ¿Qué vienen a hacer estos tipos? Me pongo a explicarles lo que me pasa: no soy yo quien la había recogido, fue ella. Y cuando se lo dije, aceptó. Por un lado, sabía que están en contra de la prostitución, por lo tanto contra la golfa; por otro, que son virtuosos, ¡entonces deben estar en contra del amor a la italiana, al menos en principio, todos esos vegetarianos! Lo peor era no comprender ni jota de español, porque si no fuera eso, en esos casos, sabes, entre hombres, nos hubiéramos entendido. Pero mientras más me explicaba, ¡peor cara ponían! Hombre, había uno que sacó el revólver. Más le explicaba que no lo había hecho a la italiana, ¡Dios mío!, todo peor. Y las dos golfas que gritaban: ¡italiano, italiano! No se oía más que eso. Terminé por sentirme confuso, te lo aseguro. Tuve la idea de mostrarles a los de la F. A. I. mi carta de la escuadrilla, que está en español. Entonces me trajeron aquí. Te hice telefonear al campo.
—¿De qué lo culpan? —dijo Scali, en español, al secretario.
—De nada muy serio. Está acusado por prostitutas, sabe usted… Espere. Aquí está: organización de espionaje por cuenta de Italia.

Cinco minutos después, Séruzier estaba libre en medio de la risa general.

—Hay algo más serio —dijo el secretario—. Dos aviadores fascistas italianos han caído en nuestro campo al sur de Toledo. Uno está muerto, el otro está allí. La Oficina de Información Militar pide que usted examine los documentos.

Scali, molesto, hojeó con su corto dedo meñique cartas, tarjetas, fotos, recibos, carnets de sociedades, encontrados en la cartera —y los mapas encontrados en la carlinga—. Era la primera vez que Scali entraba en la intimidad de un italiano enemigo, y ese italiano era un muerto.

Una tarjeta lo intrigó.

Era alargada como una tarjeta de aviación doblada; sin duda, la habían pegado a la del piloto. Parecía que hubiera servido de carnet de vuelo. Dos columnas: De… a…, y las fechas. El 15 de julio (por lo tanto, antes del levantamiento de Franco): La Spezia; después Melilla, el 18, el 19, el 20; después Sevilla, Salamanca. Al margen, los objetivos: bombardeo, observación, acompañamiento, protección… En fin, la víspera: de Segovia a… La muerte estaba en blanco.

Pero debajo, escrito con otra estilográfica algunos días después: TOLEDO, y la fecha de dos días después. Una importante misión de aviación era pues inminente sobre Toledo.

De otra habitación llegaba la voz de alguien que gritaba al teléfono:

—¡No ignoro la debilidad de nuestras formaciones señor Presidente! ¡Pero no incorporaré en ningún caso, en ningún caso, me entiende usted bien, no incorporaré a la guardia de asalto a personas que no están garantizadas por una organización política!
—…
—¿Y el día en que debamos reprimir una rebelión fascista con una guardia de asalto en que se hayan infiltrado fuerzas enemigas? Bajo mi responsabilidad, no admito hombres sin garantías. Había bastantes falangistas en la Montaña, ¡no los habrá ahora en la policía!

Desde el primer momento, Scali había reconocido la voz exasperada del jefe de policía.

—Su nieta está prisionera en Cádiz —dijo un secretario. Golpearon una puerta, no oyeron nada más. Después se abrió la puerta del comedor, volvía el secretario.
—Hay también documentos en Informaciones. El comandante García dice que son papeles importantes. En cuanto a los que usted tiene, le pide que separe los documentos del otro muerto de los del observador. Me los entregará todos, yo los llevaré enseguida allí. Usted le rendirá cuentas al coronel Magnin.
—Muchos son impresos o tarjetas, y es imposible saber a quién pertenecen.
—Si le parece —dijo Scali sin entusiasmo.

Sus sentimientos respecto al prisionero eran tan contradictorios como los que había tenido delante de los documentos. Pero no dejaba de sentir curiosidad: dos días antes, un piloto alemán, caído en la Sierra muy cerca del Estado Mayor (donde se encontraban dos ministros en inspección), había sido interrogado. Y, como se asombrara de ver generales, porque creía que los «rojos» no los tenían, el traductor le había nombrado a los presentes. «¡Dios mío! —había gritado literalmente el alemán —, ¡pensar que he sobrevolado cinco veces esta casucha y nunca la he bombardeado!».

—Un segundo —dijo Scali al secretario—, dígale al comandante que, entre lo que yo he visto, hay un documento que puede tener su importancia —pensaba en la lista de vuelos, a causa de la fecha de la partida de Italia, anterior al levantamiento de Franco.

Pasó por la oficina donde el observador estaba custodiado. Sentado en una mesa de tapete verde, acodado en ella, el prisionero daba la espalda a la puerta por donde entró Scali. Éste no vio al principio sino una silueta a la vez civil y militar, chaqueta de cuero y pantalón azul; pero desde que oyó abrir la puerta, el aviador fascista se puso de pie y se volvió hacia ella, y los movimientos de sus piernas y de sus brazos largos y flacos, de esa espalda que permanecía encorvada, eran los de un tísico nervioso.

—¿Está usted herido? —le preguntó Scali en tono neutro.
—No. Contusiones.

Scali puso su revólver y los papeles sobre la mesa, se sentó e hizo señas a los dos guardias para que salieran. Ahora veía al fascista de frente. Su cara era la de un gorrión, ojos pequeños y nariz afilada, tan frecuente en los aviadores, un poco acentuada por los huesos marcados y el pelo cortado a cepillo. No se parecía a House, pero era de la misma familia. ¿Por qué parecía de tal modo sorprendido? Scali se volvió: detrás de él, bajo el retrato de Azaña, un montón de platería de un metro de altura: fuentes, platos, teteras, aguamaniles y bandejas musulmanas, relojes de péndulo, cubiertos, vasos, tomados durante las requisas.

—¿Eso le asombra?

El otro vaciló:

—Eso… ¿Qué? Los…

Mostró con un dedo las riquezas de Simbad.

—¡Oh, no!

Lo que le asombraba era quizá el mismo Scali: ese aire de cómico norteamericano, debido, más que a su cara de labios gruesos pero facciones regulares a pesar de sus anteojos de carey, a sus piernas demasiado cortas para su busto, lo que le hacía caminar como Charlot, a su chaqueta de gamuza, tan poco de «rojo» y a su lápiz en la oreja.

—Un momento —dijo Scali en italiano—. Yo no soy un policía. Soy un aviador voluntario, llamado aquí por cuestiones técnicas. Me han pedido que separara sus papeles de los de su… colega muerto. Eso es todo.
—¡Ah, me da lo mismo!
—A la derecha los que le pertenecen, a la izquierda los demás.

El observador comenzó a formar dos montones de papeles, sin casi mirarlos; miraba los puntos luminosos de que estaban consteladas las piezas de plata por las bombillas eléctricas del techo.

—¿Cayeron ustedes por una avería o combatiendo?
—Estábamos haciendo un reconocimiento. Nos derribó un avión ruso.

Scali se alzó de hombros.

—Lástima que no los haya. No importa. Esperemos que los haya pronto.

El registro de vuelo del piloto no decía por lo demás reconocimiento, sino bombardeo. Scali sintió con violencia la superioridad que da sobre el que miente el conocimiento de su mentira. Sin embargo, no conocía aparatos italianos de bombardeo de dos pasajeros en el frente de España. ¡Que los policías se las arreglen! Pero tomó una nota. Sobre el montón de la derecha, el observador colocó un recibo, algunos billetes españoles, una pequeña foto. Scali se ajustó los anteojos para examinarla (no era miope, sino présbita): era un detalle de un fresco de Piero della Francesca.

—¿Es de usted o de él?
—Usted me ha dicho: a la derecha, lo suyo.
—Bien. Entonces, continúe.

Piero della Francesca. Scali miró el pasaporte: estudiante, Florencia. Sin el fascismo, ese hombre habría sido quizá su alumno. Scali había pensado por un instante que la foto pertenecía al muerto, del cual se sentía confusamente solidario… Él había publicado el análisis más importante de los frescos de Piero…

(La semana anterior, un interrogatorio, conducido por un aviador y no por la policía, había terminado en una discusión de récords).

—¿Usted saltó?
—El avión no funcionaba. Aterrizamos en el campo, eso fue todo.
—¿Capotó?
—Sí.
—¿Y después?

El observador vacilaba en contestar. Scali miró el informe. El piloto había salido primero, el observador —su interlocutor— estaba aún atascado en los desechos del avión. Un campesino se había acercado, el piloto había sacado su revólver. El campesino había continuado acercándose. Cuando estuvo a tres pasos, el piloto había sacado de su bolsillo izquierdo un puñado de pesetas, grandes billetes blancos de mil. El campesino había avanzado aún más mientras el piloto agregaba un puñado de dólares —sin duda preparados por si acaso—, y todo eso en la mano izquierda, porque la mano derecha tenía siempre el revólver. Cuando el campesino estuvo junto al piloto, al tocarlo, había bajado su escopeta y lo había matado.

—Su compañero no tiró el primero, ¿por qué?
—No sé…

Scali pensaba en las dos columnas de hoja de vuelo: ida y vuelta. La vuelta había sido el campesino.

—Bien. Y entonces, ¿qué hizo usted?
—Esperé… Vinieron muchos campesinos, me llevaron a la alcaldía; de allí, aquí. ¿Es que debo ser juzgado?
—¿Para qué?
—¡Sin juicio! —exclamó el observador—. ¡Ustedes fusilan sin juicio!

Era menos un grito de angustia que una comprobación: ese muchacho, desde que había caído, pensaba que a lo mejor lo fusilarían sin juicio. Se había puesto de pie y agarraba con las dos manos el respaldo de su silla, como para impedir que se la arrancaran.

Scali empujó levemente sus anteojos y alzó los hombros con una tristeza sin límites. La idea, tan común entre los fascistas, de que su enemigo es por definición de una raza inferior y digno de desprecio, la aptitud para el desdén de tantos imbéciles no era una de las razones menos importantes por las cuales había abandonado su país.

—Usted no será fusilado —dijo, encontrando súbitamente el tono del profesor que reprende a su alumno.

El observador no le creía. Y que sufriera por ello satisfacía a Scali como una amarga justicia.

—Un momento —dijo y abrió la puerta—: Que me traigan la foto del capitán Vallado, por favor —le pidió al secretario. Éste se la trajo, y Scali se la tendió al observador.

»¿Es usted aviador, verdad, y sabe si el interior de un avión es de ustedes o nuestro, no?

El amigo de Sembrano que había derribado dos Fiat, había sido derribado a su vez por un multiplaza, cerca de una aldea de la Sierra. Tomando de nuevo la aldea al día siguiente, los milicianos habían encontrado a los ocupantes del aparato todavía en su lugar en la carlinga, con los ojos arrancados. El bombardero era el capitán de los guardias de asalto que había puesto el cañón en batería contra el cuartel de la Montaña, sin saber apuntar.

El observador miró los rostros con los ojos arrancados; apretaba los dientes, pero le temblaban las mejillas.

—He visto…, muchos pilotos rojos prisioneros… Nunca han sido torturados…
—Tiene todavía que aprender que ni usted ni yo sabemos gran cosa de la guerra… La hacemos, que no es lo mismo…

La mirada del observador volvía a la foto, fascinado; había en esa mirada algo muy joven que concordaba con las pequeñas orejas despegadas; las caras de la foto no tenían mirada.

—¿Qué prueba… —preguntó— que esta foto que le han enviado no haya sido trucada?
—Bueno, entonces es trucada. Les arrancamos los ojos a los pilotos republicanos para sacar fotos. Contamos para ese trabajo con verdugos chinos, comunistas.

Delante de las fotos llamadas de «crímenes anarquistas», Scali, también, pensó al principio en que serían trucadas: los hombres no creen sin esfuerzo en la abyección de aquellos a favor de los cuales combaten.

El observador había tomado su selección de documentos como si se refugiara en ellos.

—¿Está usted bien seguro —preguntó Scali— que si yo estuviera en su lugar en este momento, los suyos…?

Se detuvo. De las piezas amontonadas de plata salieron, como ratones, uno, dos, tres, cuatro toques, tan argentinos y leves que no parecían venidos de esa mezcolanza trágica sino de los mismos tesoros de Aladino. Esos relojes de péndulo —¿por cuánto tiempo tendrían aún cuerda?— que en medio de esa entrevista, tan lejos de aquellos que fueron sus dueños, sonaban una hora cualquiera, le daban a Scali tal impresión de indiferencia y de eternidad; todo lo que decía; todo lo que podía decir le parecía tan vano que sólo tenía ganas de callarse. Ese hombre y él habían elegido.

Scali miraba distraídamente el mapa del muerto, cuyas líneas iba siguiendo con el lapicero que se había sacado de la oreja; a su lado, el observador había vuelto a la foto de Vallejo. Scali se ajustó sus anteojos, una vez más, miró al observador, miró de nuevo el mapa.

Según la hoja de vuelo, el piloto había partido de Cáceres, al sudeste de Toledo. Ahora bien, el campo de Cáceres, observado todos los días por los aviones republicanos estaba siempre vacío. El mapa era pues un mapa de la Aviación Española, excelente, en el cual cada aeródromo aparecía en forma de un pequeño rectángulo pintado de color violeta. A cuarenta kilómetros de Cáceres, había otro rectángulo, vacío éste, apenas visible: había sido trazado con lápiz, y como el lápiz no ennegrecía el papel barnizado del mapa, sólo quedaba la huella en hueco de la punta. Había otro rectángulo, junto a Salamanca, otros en el sur de Extremadura, en la Sierra… Todos los campos clandestinos de los fascistas. Y aquellos de la región del Tajo, de donde salían los aviones para el frente de Toledo.

Scali sentía su rostro endurecerse. Encontró los ojos del enemigo: cada uno sabía que el otro había comprendido. El fascista no se movía, no decía una palabra. Hundía la cabeza entre los hombros y sus mejillas temblaban como cuando había visto la foto de Vallado.

Scali dobló el mapa.

.

El cielo de la tarde del verano español aplastaba el campo como el avión a medias hundido de Darras aplastaba sus neumáticos desinflados, desgarrados por las balas. Detrás de los olivos, un paisano cantaba una cantinela andaluza.

Magnin, que acababa de volver del Ministerio, había reunido a las tripulaciones en el bar.

—Una tripulación voluntaria para el Alcázar de Toledo.

Hubo un silencio bastante largo, colmado por el zumbido de las moscas. Todos los días, ahora, los aparatos volvían con sus heridos, el depósito en llamas, por la noche, o a pleno sol, arrastrándose en silencio, con los motores sin funcionar —o no volvían—. Les habían llegado a los fascistas los cien aparatos previstos por Vargas; y muchos otros. No les queda a los republicanos un solo avión de caza moderno, y todos los cazas enemigos estaban sobre el Tajo.

—Una tripulación voluntaria para el Alcázar —repetía Magnin.

(Sigue leyendo)

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