La cocina del infierno: «Comando Meón» (VI) Tercera Parte

Fernando Morote

INPE





La cancha de frontón no era en realidad tal. Levantada sobre una esquina de lo que en sus tiempos era sólo un pampón y donde ahora florecía un vergel adornado de crisantemos y cucardas, la sólida estructura de ladrillos rojos fue construida por un vecino retirado de las Fuerzas Armadas, quien todas las mañanas —orgullosamente enfundado en su dragonera profesional— presumía de su complexión olímpica disparando a la diana con arco y flechas.

Lo que había sido una taberna descapotada para los ingobernables, era ahora una sala de conferencias para el Comando Meón.

—Muy bien, muchachos —aplaudió el Doctor—. Vamos con el principio de rotación.
—Deberíamos empezar por la rendición de cuentas —exigió el Champero—. Acuérdate que el Narizón es el tesorero. Eso no me cuadra mucho.
—Champero maricón —respondió el Narizón.

El Doctor continuó como si estuviera hablándole a las piedras:

—Es importante que cada uno sepa cómo hacer la tarea del otro.

El único que parecía prestar algo de atención era el Conde.

—¿Qué sentido tiene eso? —preguntó— Cada quien tiene su parte de responsabilidad asumida.
—¿Qué tal si te enfermas? —planteó el Doctor.
—O te mueres…—acotó el Narizón.
—Alguien tiene que hacer tu trabajo —añadió el Doctor—. Es buena idea que los demás sepamos cómo hacerlo. ¿No te parece?

El Conde dudó.

—Mmmm…—dijo.
—El equipo funcionará bien de todos modos —afirmó el Doctor—. Sin importar quién hace qué. Además nadie se sentirá dueño de nada. Los puestos son rotativos.
—Eres brillante, Doctor —dijo el Champero—. Por eso te amo.
—Resumiendo —dijo el Narizón—. ¿Qué tenemos?
—Una reunión con los peces gordos del Instituto Nacional Penitenciario —informó el Doctor.

El Narizón recordó inmediatamente las siglas:

—El INPE. Ahí trabajaba una hembrita que me comía antes de irme a Nueva York.
—¿Quién crees que me consiguió el contacto? —desafió el Doctor.
—No me digas que tú también…
—No preguntes, Narizón —aconsejó el Champero—. Las mujeres son una mierda.

El día de la cita fue una fecha gloriosa. No porque hubieran alcanzado una meta espectacular para el proyecto sino porque los cuatro vistieron terno durante la entrevista. Por encima de ello, la ubérrima verbosidad del Doctor produjo los mismos milagros de antaño, cuando gracias a su argucia poética elevaba la condición humana de sus víctimas a niveles superlativos con el fin de sonsacarles el dinero para comprar las ligas de pasta básica que necesitaba.

Los jóvenes ejecutivos del gobierno jamás encontraron argumentos para refutar o rechazar el espíritu que sustentaba las acciones del Comando Meón.

—¿No les parece que el nombre es algo vulgar? —fue lo único que se atrevieron a rebatir.
—¿Qué otra denominación utilizarían ustedes para atraer eficazmente al público?

Esa respuesta los convenció de estampar sus firmas en el convenio. Por intermedio de él otorgaban al Comando Meón facultades para ingresar a los establecimientos penales de Lima (en el futuro quizás del país) y llevar el mensaje a los internos de que, si se lo proponen, es posible dejar de orinar como animales en la calle.

(Sigue leyendo)

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