Cees Nooteboom

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Al escritor le ocurría ahora algo misterioso. Excitación. Ésa era la palabra que mejor podía describir su estado. No le gustaba la combinación del adjetivo sexual con excitación, porque así esa sensación intensificada se localizaba en un punto determinado, mientras que él sentía esa excitación —ya que eso es lo que era— por todas partes, en su interior y de hecho rodeándole. Con toda seguridad tenía que ver con esa mujer, ya que no había empezado hasta después de la carta de Fičev, procedente de Tărnovo. Encontró una opción en «sensual», pero aun así daba que pensar: ¿excitación sensual por una mujer que no existía? «No, si eres un buen escritor», habría dicho el otro escritor, pero a ése intentaba evitarlo, y con éxito. Por otro lado, si su historia hubiera sido sólo una invención, un producto de su fantasía como reflejo de la vida tal y como aparecían en libros a millares para distraer a las personas, ¿también habría sentido esa extraña excitación? Pero esa mujer, quienquiera que fuese, ¿no era un producto de su fantasía?
Lo que quiero, pensó, pero no estaba seguro de si lo había inventado él mismo o si lo había leído en alguna parte, es que lo que escribo sea una metáfora invertida de la realidad. ¿Cómo era esa cita de Goethe? «Alles Bestehende ist ein Gleichnis».
Pero ¿por qué una metáfora invertida? No, eso no se lo había inventado él. Lo escrito como metáfora de lo existente, y lo existente como metáfora de sí mismo, eso le bastaba. Y esa excitación, cuando se hubiera querido dar cuenta, ya sabría lo que era. «Chorradas», oyó decir al otro escritor en algún lugar de su mente. Lo dijo sin darle mucha importancia, como si estuviera en un cómodo sillón y espirara aros de humo hacia el techo, y esta vez el escritor no estaba del todo seguro de que no tuviera razón. Pero se había hecho demasiado tarde para seguir escuchándolo.
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El propio coronel era oriundo de Trakyska Nizina, y como hombre de las llanuras no le gustaban nada las montañas; tenía siempre la sensación de que se encontraban entre él y la panorámica. Sin embargo, no se podía sustraer del todo al encanto de Tărnovo. El Jantra, que le acompañaba bajando estrepitosamente desde el paso del Sipka, había desgastado tanto su afilado sendero en las montañas que parecía como sin las colinas, por donde trazaba sus salvajes curvas, se hubieran convertido en islas. Desde la lejanía reconoció el Cáreveč y el Trapézica, y cuando se hubo acercado a la ciudad vio cómo las casas pegadas con sus tejados rojos bailaban reflejadas en el agua turbulenta del río. Tenía la sensación de que todo era irreal, demasiado bello, algo creado para ser pintado. Realmente algo típico de Fičev el haber nacido aquí.
Durante dos siglos Tărnovo había sido la esplendorosa capital de la Bulgaria medieval, y eso podía verse aún. La idea de grandeza nunca había desaparecido del todo. Incluso Fičev no tendría más remedio que reconocer que su famoso homónimo, el arquitecto, había dejado en su época un grupo de casas e iglesias espléndidas y genuinamente búlgaras.
Pero la primera vez que el coronel y el doctor se volvieron a ver después de tanto tiempo, no hablaron de ello, porque Stefan Fičev había traído consigo a su futura esposa, y ésta arrebató el aliento de una manera tan literal al coronel que éste, ya de por sí poco locuaz, permaneció callado de manera provisional.
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Cuando más tarde reflexionaba a solas sobre cuál había sido su primera sensación al ver a Laura Fičev, la mayoría de las veces no podía ir más allá del concepto de «nostalgia». No era el tipo de hombre que analiza sus sensaciones, y para él la nostalgia tampoco era en realidad una noción claramente definida (y menos aún en relación con personas), pero, a pesar de todo, ésa resultó ser la única palabra que podía describir de algún modo la extraña sensación que le había embargado desde ese primer instante, y que ya nunca le había abandonado, estuviera ella presente o no. Pero tampoco era cierto… Era mucho peor cuando ella estaba presente.
Sintió la nostalgia por primera vez en Alemania, cuando visitaba la academia militar. En aquella época, cuando al atardecer volvía del bar a casa, la llanura que tenía ante sí y en la que había nacido le producía una imagen veraniega, de amplitud, plana y polvorienta. Eso le atenazaba la garganta. Y eso era pues la nostalgia, un sentimiento que le atenaza a uno la garganta.
Laura Fičev no se parecía en nada a las otras mujeres. Era como si para su caso particular se hubiera inventado una especie distinta de seres humanos. Había una ingravidez casi idiota en sus movimientos, como si las leyes de la fuerza de gravedad no contaran para ella. Flotaba o navegaba, un poco por encima del suelo; su avance no tenía que ver necesariamente con el andar, y ésa no era la única ley natural que parecía violar. Su piel parecía atrapar la luz antes que la de las otras personas, de manera que lo primero que se veía de ella era su rostro, sin importar el lugar donde se hallara, ya fuese dentro o fuera, y todos sus movimientos —inclinarse, señalar, un ligero cambio de sitio— parecían ser realizados por un cuerpo sin articulaciones, sin huesos, como si, llegado el caso, pudiera enrollarse al modo de los gatos, una impresión que se reafirmaba más por el hecho de que ninguno de esos movimientos producían jamás sonido alguno. Un poco fantasmal sí que era. Cada vez que el coronel la miraba sentía que su propio cuerpo se volvía más pesado, como si se incrementara la materia en su interior, de manera que sus pasos se hacían más ruidosos y sus gestos más lentos. La figura se le ensanchaba en el espejo, la voz le sonaba fuerte en los oídos por primera vez en su vida, y tenía incluso la angustiosa sensación de que las cosas que cogía —un vaso, una taza, un cigarrillo— se romperían al primer contacto. Por primera vez en la vida desconfiaba de su propio cuerpo o, mejor dicho, por primera vez en la vida se sentía expulsado de su propio cuerpo, se había convertido en un perro grande que tenía en casa y en el que no se podía confiar.
Todo esto ocurrió la primera hora. Era ineluctable, y Liuben Georgiev sabía, sin poder expresarlo con palabras, que su vida había cambiado. No se puede conocer a semejantes personas de forma impune. Y eso fue antes de que se hubiera percatado de los otros horrores: la voz, que siempre estaba rodeada de aire, de manera que todo lo que decía se encontraba en pequeños paquetes de aliento velados y aislados, dando la impresión de que no era verdad lo que decía, o que no era verdad que decía algo, o, pensó más tarde, por la manera como hablaba no te quedaba más remedio que pensar que estaba hablando con alguien que precisamente ahora no estaba presente. El hecho de que los ojos azules sobre sus pronunciados pómulos le traspasaran a uno, o que estuvieran dirigidos a ese personaje invisible y ausente junto a ti, después pareció casi normal. Su cabello era rubio y espeso, casi lo único de todo su aspecto en lo que se podía confiar materialmente, las manos alargadas, muy blancas, casi transparentes. El coronel apenas se atrevía a tocar esas manos.
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«¿Metáfora invertida? ¿Por qué no metáfora pervertida? —la voz del otro escritor tenía algo quejoso, como si hablara a un niño pesado que no comprendía por qué las clases de piano podrían servir para algo—. Todavía no comprendo que puedas estar dispuesto a sumergirte en todo tipo de teorías absurdas, y no lo estés para contar sencillamente un relato normal y corriente. Pero tengo la sensación de que esto ya lo he dicho mil veces. Lee sin más a Trollope, a Fontane o en mi opinión a Walter Scott o a Graham Greene. Dios sabe que no tienes por qué avergonzarte de la tradición de la que también tú procedes. La distancia entre el ahora y el entonces parece muy grande, pero no lo es, y con todos esos golpes de efecto no le haces un favor a nadie. Así pierdes a tus lectores, si es que aún te queda alguno. A los lectores puedes ahuyentarlos con dos cosas: una, con falta de capacidad profesional, y dos, aburriéndolos demasiado con la profesión como profesión. Si el acto de escribir es o debería ser una metáfora normal o una metáfora invertida de la realidad, es algo que no le importa nada a tu lector. Lo único que le interesa es si aquello que lee se convierte en realidad para él en ese momento. O mejor dicho, es realidad. Si no es así, lo tirará a la basura, si es que ya no lo han hecho los críticos por él». «¿Qué te pasa? —quiso añadir—, ¿es que odias escribir?», pero no era ni el momento ni el lugar para comenzar con esa clase de jueguecitos de la verdad, porque los dos escritores iban juntos al entierro de un tercero que los había precedido en las antologías.
Era extraño que fueran caminando juntos, pero parecía que en tales momentos surgía una unidad en los opuestos; en cualquier caso tenían una cosa en común, su aversión a comitivas, desfiles y colectividad. La última vez —recordaron los dos— que habían ido juntos en una comitiva había sido en la gran manifestación por Camboya, y sin saberlo ahora con exactitud el uno del otro, lo cierto es que hubo un momento de esa tarde que les vino claramente a la memoria, el instante en que la comitiva dobló la esquina de la Reguliersbreestraat y la Halvemaansteeg, y el griterío que en las calles más amplias ya había sido tan extraño y elevado, de repente, en la callejuela estrecha, rebotaba a un lado y a otro de las fachadas: «Ni-xon a-se-si-no, Ni-xon a-se-si-no, Ni-xon a-se-si-no». Los dos se habían sentido bastante desgraciados e inmediatamente habían buscado la compañía mutua. Ninguno de los dos había participado nunca en una manifestación, y no les resultaba nada agradable. Las banderas rojas, las pancartas que se desenrollaban, las consignas a coro comandadas por hombres con voces azuzantes, cuyas divisas suscribían, pero no el volumen, que pretendía penetrar en Washington. Para quien estuviera mirando sin participar aquella tarde, los dos tenían también el aspecto de multitud, porque no en vano formaban parte de ella, pero el alma no se convierte con tanta facilidad en parte de la masa. Más tarde, cuando la misma historia, que en ocasiones se parece a una manifestación, también había doblado por su parte una esquina, el escritor había vuelto a pensar alguna que otra vez en aquella manifestación. El régimen al que habían ayudado a llegar al poder con esa manifestación (porque así hay que verlo, de otro modo habría que admitir que semejantes manifestaciones sólo sirven para el propio consuelo y por tanto son absurdas, pudiéndote ahorrar así la marcha) había asesinado ya a más personas que cualquier bombardeo anterior, y al escritor le había parecido necesario recorrer de nuevo, pero ahora solo, el trayecto de esa manifestación en la que participó tanto tiempo atrás, como una meditación, una penitencia, una peregrinación, no sabía qué con exactitud, quizá como expresión de duelo.
En cualquier caso, duelo no era lo que sentía en el entierro de su colega. Los escritores neerlandeses en general pueden hacer poco los unos por los otros, pero enterrarse lo saben hacer de maravilla, y si existía en algún lugar una metáfora invertida de la realidad, ése era un entierro así, lo más semejante que había a una recepción oficial de la feria del libro. El síndrome de todo-el-mundo-está-presente, los raros parientes de los que nunca hubieras pensado que en algún momento hubieran podido tener algo que ver con el fallecido (los escritores no tienen familia), la narración de terribles anécdotas sobre el muerto y el ligero encanto de ir caminando por esa gravilla tan triste, la perspectiva del café imbebible y de los licores subsiguientes, todo eso mezclado con banderas con ráfagas de auténtica tristeza por el otro y por ti mismo, el volver a ver a nudosos ensayistas y a poetas canosos de quienes habías pensado que también hacía tiempo frecuentaban el reino de los muertos, la «empresa» al completo, como decía el otro escritor, producía una fugaz sensación de solidaridad que sólo se podía soportar porque cada uno sabía que una hora después volvería a fragmentarse en revistas, corrillos, tendencias y escritorcillos solitarios en los aposentos invisibles para el mundo, por lo general bastante raros.
Una frase en la necrología del fallecido, que no había sido un gran escritor, pero sí un escritor diligente cuyas novelas probablemente no alcanzarían el final del siglo, le seguía manteniendo ocupado. «Creó sus relatos proyectando su mundo interior en el mundo exterior, sin aspirar directamente a “representar” su propia persona».
¿Cuál es, pensaba el escritor mientras los primeros parientes empezaban a reaparecer de vuelta de la tumba, mi mundo interior en el caso de Fičev y Georgiev? ¿O acaso no tengo ningún mundo interior? El único indicio era que él, en cualquier caso, había inventado a esos personajes. Pero precisamente ésa era la terminología que odiaba. Los había visto. ¿O no?
—¿Crees que es posible —preguntó al otro escritor, que apretaba en la mano un ramo de narcisos blancos como si los tuviera que pulverizar antes de haber llegado a la tumba— repartir entre un par de personajes elegidos de forma totalmente gratuita, de una época que apenas conoces y de un país donde nunca has estado, tanto de ti mismo que al final pueda llegar a aclararte algo de ti? Quiero decir, entonces podría ver la utilidad… —pero habían llegado a la tumba y de la respuesta del otro escritor sólo captó algo así como: «Contar una historia y nada más, y si hay alguna motivación diferente… buscada por estudiantes de literatura…, en lo que a él concernía (y en cierta manera eso sonó cruel en el lugar donde estaban) bien podían caerse muertos… preferible estar en diez mil casas que… un loco académico y medio… la Universidad de Nimega… me trae al fresco…».
Miraron juntos por un momento el agujero de tierra en el que el ataúd pálidamente brillante de su colega dado de baja estaba aguardando la oscuridad eterna que despuntaría cinco minutos después. El otro escritor echó los narcisos sobre la tapa de madera y se dieron la vuelta.
—Tu lector sólo quiere saber cómo termina tu coronel, y le da por el culo tu preciosa interioridad.
Y tras un largo minuto en el que se habían mirado los zapatos manchados de tierra sobre la grava crujiente, añadió irritado:
—Si es que, llegado a ese punto, aún sigue interesado.
No, las conversaciones con el otro escritor no siempre transcurrían de manera fácil.
16
Esa noche, en el hotel, el coronel tenía que reflexionar sobre diversas cosas, pero al ser esas cosas tan enigmáticas, no supo por dónde debía empezar a pensar. Había comprendido que se había enamorado de Laura Fičev o, mejor dicho, de la mujer que a partir de mañana iba a ser la esposa del doctor Stefan Fičev. Ese estado ondulante y ardiente en el que se encontraba, eso era pues el enamoramiento, un estado ridículo para un hombre metido ya en los cuarenta. No lo había padecido nunca hasta entonces, y le había alcanzado como el impacto de una granada: tampoco había encontrado una comparación más interesante. Pero lo que para él era mucho más enigmático, tan enigmático que dudaba de su sano juicio, era que su amor era correspondido, de manera flagrante, ostentosa y fatalmente seria.
El doctor había salido de la habitación en un momento dado, y la persona de Laura Fičev se había acercado a él, Liuben, antes de que éste hubiera formulado cualquier frase acerca de algo totalmente intrascendente, y había dicho con esa voz que no parecía fluir de su rostro, sino de otro rincón de la habitación, algo así como: «Lo sé, sí, lo sé», y después había realizado uno de sus pasos volátiles por la habitación y se había detenido ante la ventana, una figura de repente muy quieta, vestida de seda gris, junto a la cortina marrón oscuro. La luz de fuera le había palidecido aún más el rostro, y bajo ese yelmo de cabello rubio sus ojos habían mirado a otro Liuben, alguien que quizá también fuera él mismo, pero que no se encontraba del todo en su figura, más bien en otro lugar a mitad de camino entre su lado y en su interior, de manera que ahora tampoco estaba ya seguro de que hubiera pronunciado para él esas palabras de hacía un momento. Después se había dirigido de nuevo hacia él en su trayectoria, rápida e imprevisible, y le había tocado la cara, y poco antes de que Fičev entrara había vuelto a marcharse revoloteando con sigilo.
Había creído que se ahogaba, ahora también estaba seguro de que la temía porque estaba loca, y más seguro todavía de que su mano se le había quedado como una gran marca en el rostro, pero aunque no fuera así (casi nunca aparecen manos en los rostros), Stefan Fičev sí que se percató de su turbación, y eso no parecía desagradarle. Un escritor neerlandés había afirmado una vez, casi cien años después de que se hubieran desarrollado estos acontecimientos, que la mujer a la que un hombre elige expresa la postura de éste en el mundo —o algo por el estilo—, y así era, pensó Fičev, exactamente. Él había elegido a Laura por el efecto que produciría en el mundo exterior, y sobre todo porque él vería ese efecto. No es que él mismo se quedara impasible ante ese efecto, sino que el hecho de que ese efecto fuera tan visible constituía la esencia de su sentimiento. Había definido a Laura en su interior como a-búlgara, o quizá como anti-búlgara, y el primero en el que podía comprobar su efecto era su preciado antípoda Liuben Georgiev. El pobre hombre había caído fulminado, no cabía la menor duda, y Laura parecía también peculiarmente afectada. En el fondo esto era mucho más extraño, porque para él era un misterio lo que una mujer podía llegar a ver en un tosco cacho de carne como Liuben, pero eso lo hacía tanto más excitante. El doctor era una de esas personas para quienes los celos son un ingrediente indispensable del amor, y llevaba esta convicción hasta el final. Si los celos no surgían por sí solos, debían provocarse. No podía decir si Laura había notado algo de todo esto y le estaba haciendo el juego, era demasiado pronto para algo así, y además ya había renunciado a interpretar sus reacciones en un sentido u otro. No está bien de la cabeza, pensaba a menudo con cierta satisfacción, y achacaba su peculiar comportamiento al hecho de que durante años había padecido tuberculosis. Oficialmente estaba curada, pero todavía se encontraba o muy cansada o en un estado de exaltación apenas controlable, cuyos motivos no siempre eran claros. Pero era precisamente la alternancia de lo quebradizo y lánguido, y luego otra vez lo flotante y casi idiota, lo que tanto le fascinaba. Si ahora pudiera convencer a Liuben para marcharse con ellos a Italia, todo estaría arreglado. No sólo tendría público, sino que también podría sentir de continuo esa excitación añadida de la que ya empezaba a disfrutar. Y por último ese pedazo de hielo búlgaro debería derretirse por fin en la luz mediterránea y debería admitir lo que le había indicado durante tanto tiempo: que sólo había un país en la Tierra. Y ése no era Bulgaria. Contaba los días que le quedaban para poder salir de una vez por todas de ese establo.
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El coronel Georgiev sentía un odio mortal por todo lo que fuera turco, pero esa noche se fumaría cien cigarrillos turcos hasta tener la sensación de que el fino y afilado tabaco le había tallado toda la boca por dentro. Había intentado dormir, pero ahora Laura Fičev empezaba también a deambular por sus pesadillas como un espíritu sobre el campo de batalla. No había nada que hacer. No dejaba de despertarse bañado en sudor, iba de un lado a otro de la sofocante habitación como un condenado a muerte que sería ejecutado a primera hora de la mañana. Abrió las ventanas. El aire fresco de la montaña y el silencio mortal de Tărnovo inundaron la habitación, pero no servía de nada, la sensación de peligro ya no le abandonaba, en la boda tendría el aspecto de un hombre de cincuenta años que ha pasado la noche en vela y que ha querido limpiar el sabor de ásperos cigarrillos y el miedo a sus propios sueños con demasiadas copas de coñac de mala calidad.
Si por lo menos hubiera habido alguien con quien poder hablar, aunque hubiera sido un escritor neerlandés, pero el único escritor neerlandés que le conocía bastante bien aún no había nacido, y además el coronel no podía hablar, nunca lo había hecho.
El único al que alguna vez había intentado decir algo sobre sí mismo había sido Stefan Fičev, y el solo resultado había sido esa vergonzosa botella de bromo que ahora estaba vacía. Y lo que ahora le mantenía preocupado no podría hablarlo nunca con nadie, mucho menos con Fičev.
Cuando miraba su imagen en el espejo, en contra de su costumbre, mientras se afeitaba, vio sus ojos inyectados de sangre y pensó: tengo el aspecto de un cerdo y soy tan estúpido como un cerdo; y como esa frase le gustó, la repitió unas cuantas veces en voz alta entre las paredes resonantes del cuarto de baño.
Los jirones de la conversación durante la cena se le pasaban por la cabeza agotada; toda la noche se había convertido en un concentrado lugar común de las discusiones anteriores. Fičev le había persuadido de que fuera más búlgaro que nunca, y él había gritado tan fuerte en favor de un levantamiento en la Rumelia oriental que levantó los aplausos de las otras mesas. Cuando por último había evocado también con tono elevado los recuerdos de sus hazañas conjuntas —fue muy fácil, ya que el terrible decorado que se debía representar aparecía cada noche en sus pesadillas—, el propietario les ofreció una botella de espumoso de Krim.
¡Dios mío, él, que nunca decía nada, qué se había creído! Sin embargo, no se le había escapado el efecto producido en Laura. Había estado sentada a la mesa como una trémula caña, y en los silencios entre la conversación cada vez más ruidosa de los dos hombres, ella misma había contado todo tipo de historias. Historias exóticas sobre cosas y lugares que él no conocía, porque si bien había hecho lo posible por seguir sus palabras, no lo había logrado. Clases de ballet con un afamado maestro ruso en París, un sanatorio en Suiza y cómo se vivía allí. No podía imaginárselo. Tampoco cuando hablaba de los otros pacientes y de las altas montañas blancas que los rodeaban. La idea de que había pasado tantos años entre otros enfermos…, ¿serían personas como ella? Su padre había sido embajador o había trabajado en embajadas… Estocolmo… Roma… Quizá la habría podido comprender si no se hubiera obstinado en dejar cada historia a la mitad para volver a empezar con otra, de manera que se disparaban sobre la mesa exaltados fragmentos de su vida incomprensible, detalles cuya envergadura él no podía concebir, pero en los que se habría querido perder si hubiera sido posible. De vez en cuando había tenido la sensación de que debía agarrar con las manos el borde de la mesa para no tenderlas hacia ella o para no ser absorbido por esa multitud turbulenta y desmembrada de recuerdos inacabados.
No dejaba de ver ante sí ese momento en el que ella había acercado tanto su rostro; pero por intensamente que la mirara, el rostro de esa tarde ya no regresaba, no, ahora que había reflexionado bien sobre ello, parecía como si no le hubiera mirado ni una sola vez en toda la noche, al contrario que Fičev, que le había estado mirando fijamente todo el tiempo como un gato contento que ha comido demasiado de su comida favorita.
18
Una historia así sólo podía terminar con la muerte de uno o dos protagonistas, o quizá de los tres. Pero todavía no tenía claro lo que significaba el hacer morir a un personaje ficticio.
—Nada —dijo el otro escritor—, siempre que sea una parte de la cohesión lógica de tu relato. No si lo has de hacer para librarte de alguien o dar un giro a algo, como los malos dramaturgos que sacan a alguien del escenario con un mensaje porque tiene que entrar otro personaje que ha de decir algo y aquél no puede estar presente.
—Pero no lo digo en ese sentido —dijo el escritor—. Lo digo en el sentido…
—… metafórico —completó el otro mofándose—. ¡La divina omnipotencia del creador y demás tonterías!
Cielo santo, con qué frecuencia se ven los escritores neerlandeses entre sí. Esta vez era en el pasillo de su editor. El escritor miró con envidia el grueso paquete de galeradas que el otro escritor llevaba bajo el brazo.
—Tampoco es tan difícil —dijo el otro escritor, y elevó con un gesto teatral pero ágil el grueso paquete de papel impreso hacia su calva cabeza y lo dejó caer con un golpe considerable—. De aquí salen, y si tengo suerte aparecerán en veinte o cuarenta mil paquetes como éste. Bueno, no pongas esa cara de pena. Vamos a tomar algo.
Fueron caminando por el Singel, apartándose para dejar pasar a los coches, y luego otra vez el uno al lado del otro —pasando por la librería Athenaeum, que tenía en el escaparate tres libros diferentes del otro escritor— hacia Arti. El famoso club de artistas se erigía como un bastión de paz decimonónico junto al Rokin.
—Así parecemos gente importante —dijo el otro escritor cuando se sentaron en dos grandes butacones de Berlage—. Tómate una copa de vino. Intentaré volvértelo a explicar por última vez. Mira, tampoco soy uno de esos palurdos que no comprenden de lo que hablas. Lo que pasa es que ya llevas demasiado tiempo hablando de lo mismo, y además es algo de lo que hay que hablar al principio de tu… digamos de tu carrera. Escribir es algo muy raro, y quien reflexiona demasiado sobre ello ya no escribe. Yo siempre hago como si fuera un contador de historias del siglo XX, y eso también es una chorrada, pero he decidido que es una profesión y que yo ejerzo esa profesión sin especulaciones sobrenaturales. El mundo existe, y yo cuento al mundo cosas del mundo. Eso puede hacerse de diferentes maneras, y yo he optado por un método de lo más común, pero bastante inteligente, porque eso es lo que sé hacer. Las personas me leen porque reconocen algo, quizá incluso porque, paradójicamente, reconocen algo que aún no sabían, y con eso me conformo. No experimento con el estilo porque no hay nada que envejezca y se ensucie tanto como el lenguaje, incluso si escribes de manera sencilla, antes de morirte ya se te están cayendo de viejos los trapos. Hay pocos que sobrevivan a esto, y todavía queda por saber por cuánto tiempo. Y por lo demás no filosofo sobre lo que hago, porque considero que la filosofía debe estar en lo que hago. Así soy. Contigo ocurre algo muy diferente. Tún crees que el mundo sólo existe cuando escribes. Tú, que no quieres escribir, porque parto de que alguien que no ha escrito durante un período tan largo de tiempo en realidad no quiere o no se atreve a escribir, crees mucho más en la escritura que yo. Porque si el mundo sólo existe cuando escribes, entonces lo que en realidad estás diciendo es que sólo existes cuando escribes. Y eso significa —dijo retrepándose con satisfacción— que en cada momento debes tomar la decisión de si quieres vivir realmente o no. No dudas de la autenticidad de tus personajes, sino de la autenticidad de ti mismo. Si puedes inventar a alguien, también alguien te ha podido inventar a ti.
El escritor no respondió. Siempre había aborrecido que «se practicara psicología con él», como lo llamaba, y lo definía como una necesidad de invisibilidad. Nadie tenía el derecho de observarle, y de hecho no podía imaginar que nadie lo hiciera y por tanto emitiera un juicio sobre él. Ya era bastante complicado sin que los demás se entremetieran, y sólo empeoraba si se aproximaban a sus pensamientos, no siendo además sus propios pensamientos.
—Simular la verdad para ser algo —dijo el otro escritor no sin pedantería, en el tono de alguien que cita—. ¿Sabes de quién es eso?
—De Pessoa —dijo con esfuerzo el escritor, como si tuviera que admitir un error.
—Mira, tal vez pueda parecerte muy aburrido lo que voy a decirte ahora —continuó el otro escritor mientras se restregaba cómodamente en el enorme y redondo respaldo—, pero no te enfades. Pessoa sacrificó su vida en el matadero de la literatura. Es un tópico histérico, pero de eso se trata: lee su correspondencia. Y si ahora quisiera ser muy estúpido, diría: eso ya debería saberlo él. Un gran poeta, pero si quieres decirlo de forma plebeya, un caso patológico. Siempre me pregunto si la literatura se lo merece. También puedes convertirlo en algo muy noble y decir que tenía tanto miedo que no existía, que se repartía fumando y bebiendo entre cuatro poetas para existir en cada caso cuando él, paradoja, paradoja, ya no existiera realmente. Y funciona, fíjate. Con su vida material creó una obra inmaterial que todavía hoy existe. Lo único de lo que pudo disfrutar materialmente, mientras escribía y se mataba a fuerza de alcohol, fue de la perspectiva. Su suprema creación fue su vida, pero antes debía acabar con ella.
—Tonterías —dijo el escritor. Le gustaba Pessoa y odiaba las conversaciones teóricas—. Si hubiera llevado la misma vida y hubiera escrito malas poesías, ahora no estaríamos hablando de él. Además, siempre queda el placer de la creación.
—Sin embargo, no puedes negar que creó su vida como una ficción y a sí mismo como a un personaje de novela que sólo podrías leer cuando la novela estuviera terminada.
—Tal vez, pero la diferencia con un personaje de novela es que él sí que tenía que vivir primero.
—Bueno, estupendo. Tú mismo acabas de expresar claramente la diferencia. ¡Bravo! Tu preocupación eterna y estéril es si los personajes de las novelas existen o no. Pessoa no era ningún personaje de novela. Tuvo que vivir cada segundo de su vida de forma material, y podría haberlo hecho de otra manera, sin beber, casándose, sin escribir, quemando sus poemas, de mil maneras. Tenía capacidad de elección. Y ésa es la diferencia con los personajes de novela, porque ellos no tienen esa capacidad. Otra persona, el escritor, la tiene. Y, naturalmente, por eso los personajes de novela existen y no existen al mismo tiempo. Cuando te dije aquella vez: «Podría darte una respuesta filosófica», me refería a eso. Si digo que un personaje novelesco no existe, quiero decir que no existe materialmente. «La forma sin materia existe en potencia, no en acto». Aristóteles. Y esa existencia potencial es la que acontece también en los libros.
Ahora parecía como si la conversación le resultara dificultosa también al otro escritor, porque se dibujó un asomo de gotas de sudor sobre su ya resplandeciente frente de pedante.
—Mira —dijo—, justamente ése es el límite de la existencia de un personaje de novela. Pessoa eligió, puede decirse, más o menos su propia muerte; en cualquier caso eligió, digamos desde un determinado momento, su propia vida. Tú, por nombrar a alguien, puedes morir aún mil muertes. Pero Madame Bovary pudo y puede morir sólo una muerte, siempre la misma. Si tu héroe muere en la página 206, morirá siempre en la página 206, y siempre de la misma manera, exactamente igual que si coge una rosa en la página 20; cuando yo o mi hijo volvamos a leer la historia dentro de veinte años, siempre la cogerá en la página 20. ¿Existía el joven Werther? Sí, cuando alguien lo leía. Existe cada vez que lees a Goethe, cada vez que piensas en él o manejas su nombre como una idea. Pero está conformado por palabras que nunca se harán carne. No está hecho de materia, como tampoco lo están Don Quijote o Lolita. Y no tendría que decírtelo, porque eso sólo te va a dejar peor que antes, pero si quieres saber más al respecto (mi conocimiento en ese terreno se ha convertido gracias a Dios en polvo), ve a la biblioteca del Instituto Teológico, en el Herengracht 514, pregunta por Tomás de Aquino, y haz que te bajen con una escala de cuerda a los pozos del acto y la potencia. Con eso les harás un gran favor a tus lectorcitos —y como si ésa hubiera sido su última palabra cerró los ojos y empezó a cantar con una entonación sumamente católica el Tantum ergo del gran padre de la Iglesia. Pero no duró mucho tiempo. Entró el editor de ambos y se ofreció a traer algo de beber, y algo después llegó con una ginebra para el escritor y un vino tinto para el otro escritor, quien dejó descansar la mirada reflexionando sobre el gran Breitner, colocado oblicuamente frente a él—. Ese Breitner —dijo de manera aprobatoria, y como si el resto de la frase fuera una consecuencia lógica continuó—: Ahora me pondré en ridículo. Otra vez Pessoa —y citó, como lo hacen las personas que al mismo tiempo que citan quieren dar cuenta de su opinión negativa sobre la cita, con una inflexión ligeramente patética, como un humorista satírico—: ¿Y si no fuéramos en este mundo nada más que plumas y tinta con las que alguien escribe realmente lo que garabateamos aquí? Fabuloso, oye, pero es una tontería, y de verdad que me cabrea mucho. ¿Por qué tendría que ser otro? Siempre esa fascinación con el no existir de verdad, el no ser tú mismo quien escribe, el ser un doble de, el ser escrito por, el no tener que haber existido. Tomemos ahora a Borges. En su caso, bien es cierto, todo eso es mucho menos sentimental que en Pessoa, y lo escribe con una apariencia de lucidez escalofriante, como si fuera muy racional. Fantástico, oye, fabulosos cuentos que superan con creces el horizonte de la mayoría de los escritores, pero sin embargo también son tonterías. Yo nunca lo escribiría en un artículo, porque el mundo entero se me echaría encima —se bebió la copa de un trago y dirigió una falsa mirada implorante al editor—. ¿Otra más?
El editor se levantó y sin decir nada recorrió la larga distancia hacia el bar.
—Le llevará algún tiempo —dijo el otro escritor calculando la pequeña cola de personas esperando tras la cual el editor debía colocarse—, porque quería decirte algo fastidioso, y él no tiene por qué estar presente —se apretó el dedo (su dedo de escribir, pensó el escritor) en medio de la frente, como si quisiera fijar allí un signo secreto, y dijo—: Lo que quiero decir es esto: para esa clase de ejercicios de suprema intelectualidad hay que tener calibre, y tú no lo tienes. Yo tampoco, pero lo sé. Pero tú no sabes ni eso, y ahí está tu error. Allí abajo, con Pessoa, se sufre, y allí arriba, con Borges, hace frío. Mucho, mucho frío.
—Nunca he dicho que quisiera morar en esas esferas —dijo el escritor, al que de repente ese verbo le pareció también muy extraño—. Sólo me cuestiono algunas cosas. Me pregunto qué es exactamente lo que hace alguien cuando escribe una historia, y eso es lo mínimo que te puedes preguntar. Y además…
Pero el otro escritor ya estaba en otra cosa y dijo:
—¡Esa presunción demencial de los escritores! Todo escritor se cree distinto e incluso mejor que los demás porque los observa y vuelve a crear a otros a imagen y semejanza de ellos y de sí mismo, como si de alguna manera hubieran absorbido la esencia de lo que son las personas y ahora pudieran repartirla. Si olvidas por un momento la piadosa charla de la clase media cultural, sabrás que al grueso de la humanidad le interesa tanto la escritura o el oficio de escritor como la construcción de puentes o la arqueología prehistórica.
—Si eso es así —dijo el editor, que acababa de regresar con la bandeja y ponía las copas sobre la mesa—, entonces nos enfrentamos a tiempos sombríos.
19
«La gran masa piensa muy poco porque no tiene tiempo para hacerlo y tampoco tiene práctica en pensar». Eso leía el coronel de Schopenhauer sin preguntarse si tal vez se refería a él mismo. En su opinión, alguien que leía a Schopenhauer no formaba parte de la gran masa, y así se podía dar la vuelta a todo. Sobre Dios, por nombrar a alguien, Liuben Georgiev nunca había reflexionado realmente. Pero ahora que, llevado por todas esas cosas extrañas que le acontecían, había tenido la sensación —ese discreto inicio del pensar— de que en alguna parte, en algún lugar, alguna instancia invisible dudaba de su existencia, la de Liuben, empezaba él a su vez a dudar de la existencia de Dios, en el sentido de que empezaba a preguntarse si quizá existía un Dios que fuera algo distinto a ese sólido bloque de nada que se necesitaba para prestar el juramento de oficial o para capitanear a los soldados. Esa Cosa invisible que de un modo igualmente invisible tenía que ver con el Estado, ahora que tenían uno, y por tanto también con el ejército, parecía que ahora también se interesaba por él. Es evidente que no es nada agradable dudar de uno mismo. Sobre todo no es agradable cuando anteriormente no se ha hecho nunca. Pero al recurrir a esa instancia invisible, Liuben Georgiev no solucionó ninguno de sus problemas; al contrario, aumentaron tanto sus pesadillas como su confusión durante el día. Se despertaba cuatro o cinco veces cada noche y ya no sabía si había soñado con Laura, Fičev o la guerra, o con todo al mismo tiempo y mezclado, y por eso parecía como si las pesadillas continuaran durante el día. La imagen de Laura era, por tanto, la misma por la noche y por el día, o mejor dicho, Laura Fičev también era durante el día alguien que apenas era, que casi no pesaba, como si la materia de la que estaba compuesta fuera más ligera que la de cualquier otra persona. El sonido de su voz casi se disolvía mientras estaba diciendo algo. Tenía que esforzarse para seguirla. Pero lo peor seguía siendo esa mirada. Parecía como si no tuviera fuerza suficiente para mantenerla y por eso dirigía los ojos a los lugares vacíos junto a alguien, para no tener que cerrarlos en seguida.
Había aguantado la boda con dificultad. Ante el espectáculo de la corona sobre su rostro infinitamente pálido y ausente se había emocionado mucho por temor a que se desplomara de repente o quizá desapareciera del todo. Entre el canto resonante y el incienso había tenido la sensación de que ya no quedaba nada del Georgiev que él conocía, como si se hubiera desgastado muy deprisa. Ya no se reconocía, ni cuando hacía un intento de reflexionar sobre sí mismo, ni cuando se miraba en el espejo y veía a un idiota con uniforme que le miraba infeliz y señalaba con un dedo su frente como si quisiera hacerse un agujero con un hierro candente.
No sabía si los acompañaría a Roma, tal y como Fičev había propuesto. Pero amontonar sobre toda aquella angustia y extrañeza algo aún más extraño le pareció el mayor error que podía cometer. Si se iba, tendría que arreglar antes en Sofía la licencia y el reemplazo, y para ello necesitaría como mínimo una semana.
No podía creerse que Fičev no hubiera notado nada de lo que él mismo llamaba su «idiotez», y en realidad tampoco le importaba demasiado, porque con Fičev nunca se sabía lo que pensaba, y además el doctor hablaba de su amada con el mismo cinismo que hablaba de todos los demás temas sobre los que había hablado siempre con el coronel, con la excepción de Italia.
—Me atrae porque está enferma —había dicho—, enferma y loca al mismo tiempo. ¿Puedes creértelo? No, no puedes creértelo, ¿verdad?, Liuben, caballero de la vieja escuela. Por eso ahora he reducido a la mitad mis derechos y he duplicado mis deberes, siguiendo a tu Schopenhauer, del que en mi opinión tú has leído tanto como yo, es decir, nada. Me parece que las mujeres le han dado muy fuerte, ¡ja, ja, ja! Por lo demás, tiene razón, lo único es que, mira, en mi caso es diferente.
El coronel pensó, pero no lo dijo, que cuando Schopenhauer hablaba de las mujeres no podría referirse nunca a Laura Fičev. Ella quedaba al margen de todas las categorías. ¿Al margen de todas las categorías? ¡Como si no fuera una mujer! Le costaba trabajo formularse a sí mismo lo que quería decir con eso. «No hay ninguna mujer que merezca la pena». ¡Tal cosa nunca podría referirse a ella! Quizá hubiera sido antes algo diferente, un ser de otro orden, algo distinto a todos los demás hombres y mujeres que había conocido. Antes de que llegara a los ángeles siguiendo este circuito imperioso, el doctor pasó resquebrajando por el dificultoso curso de sus pensamientos y dijo, de manera grosera, como ya tenía acostumbrado a Liuben:
—Cuando me voy a la cama con ella siempre pienso que se va a quedar allí.
Todo eso sucedía durante un paseo. Las nubes de color gris ceniza, el sendero arcilloso, las flores exaltadas, el río enérgico, las olas espumeantes, las montañas en la lejanía. El coronel se detuvo.
Dios mío, pensó Fičev, ahí viene de nuevo esa manaza.
Pero la mano describió medio arco por el aire, se quedó pendida vacilando un momento, como un planeta que ha perdido su luna, y se adormiló en la nada.
—¿Te parece demasiado? —dijo Fičev contento—. Pues ésa es precisamente la razón por la que me he casado con ella. Desde la primera vez que la vi lo supe. Está loca, pensé, pero una locura así no la encuentras en toda Bulgaria. Casi siempre habla de tonterías que por lo demás casi nunca entiendo, y cuando estoy en la cama con ella la mitad del tiempo no sé si se da cuenta de que estoy ahí. Justo lo que necesito.
Las grandes manos se cerraron en puños, pero el coronel no dijo nada. Siguieron caminando por el sendero a lo largo del río. La luz hacía daño a los ojos.
—¿Por qué quieres que os acompañe a Roma?
Fičev se rió con su habitual risa maliciosa.
—Sabía que me lo preguntarías.
—La mayoría de las veces no se lleva a un tercero a un viaje de novios.
—¡Liuben, tú no eres un tercero! ¡Los dos juntos hemos mirado cara a cara a la muerte!
Y siguió un abrazo eslavo que a quien lo recibió le pareció más un beso de Judas que cualquier otra cosa. Eso ya no era un beso, era la lucha de dos grandes fieras por el privilegio de sus dos peludas mejillas, y al realizarlo Fičev, iba a su vez emparejado con un frío despectivo.
—Te explicaré algo de mi carácter —dijo el doctor—, porque a ti hay que explicártelo todo. Si he comido bien en algún sitio, aunque no sabría dónde podría encontrarse ese sitio en este país de perros y campesinos, quiero que mis amigos también vayan a comer allí. Tengo un carácter insistente, ya lo sabes —parecía como si Fičev empezara a ponerse incluso un poco sentimental—. Dios, Liuben, ¿cuántos amigos tiene una persona? Como sé que no me crees, como sé que todo te parecen estupideces, quiero meterte en tu gorda cabeza búlgara, aunque sólo sea por una vez en tu vida, lo que es el arte, la civilización, la luz. Comeremos en terrazas, visitaremos San Pedro, pasearemos siguiendo el curso del Tíber como ahora seguimos el curso del Jantra, veremos en un solo palacio más tesoros artísticos que en el resto de nuestras vidas, iremos a la ópera, beberemos…
Ahora era él, lo vio él mismo, quien dirigía su mano en dirección al otro. Un tipo de mano de otra clase.
—Y además —dijo, como para volver a ridiculizar en seguida el entusiasmo poco habitual que esta vez había tomado casi aires de amistad—, te necesito para que hagas compañía a Laura cuando yo vaya tras las mujeres auténticas, mujeres italianas.
(Sigue leyendo..)
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