La gente del abismo (III)

Jack London









9. El cuartel

Los antiguos espartanos utilizaban un método más
sabio; salían a cazar a sus ilotas, y los alanceaban y los
ensartaban, cuando éstos se volvían demasiado
numerosos. Con nuestros mejorados métodos de caza,
inventadas ya las armas de fuego y los ejércitos
regulares, ¡cuánto más fácil resultaría semejante
cacería! Tal vez en las zonas más pobladas del país
bastarían tres días anuales para disparar a todos los
indigentes que se hubieran acumulado durante el año.
CARLYLE

En primer lugar, tengo que pedir perdón a mi cuerpo por la vileza del lugar al que lo he arrastrado, y a mi estómago por la vileza de lo que le he metido dentro. He estado en el cuartel, y he dormido en el cuartel, y he comido en el cuartel; también me he escapado del cuartel.

Tras mis dos intentos infructuosos de entrar en el albergue temporal de Whitechapel, la tercera vez salí para allí temprano y me incorporé a la penosa cola antes de las tres de la tarde. No «dejaban entrar» hasta las seis, pero al llegar yo era el número veinte y se rumoreaba que solamente admitirían a veintidós. A las cuatro de la tarde había ya treinta y cuatro personas haciendo cola; los diez últimos aguantaban con la esperanza de que se produjera un milagro. Llegaron muchos más, veían la cola y se marchaban, conscientes de la amarga realidad de que el cuartel estaba ya «completo».

Al principio no había demasiada conversación entre quienes esperábamos allí, hasta que el hombre que yo tenía delante y el que tenía detrás descubrieron que habían estado enfermos de viruela en el mismo hospital, aunque el hecho de que hubiese mil seiscientos pacientes había impedido que se conocieran, pero subsanaron aquella circunstancia discutiendo y comparando los aspectos más atroces de su enfermedad con absoluta naturalidad y sangre fría. Me enteré de que la tasa de mortalidad era de uno por cada seis, de que uno de ellos había pasado tres meses en el hospital y el otro tres meses y medio, y de que los dos habían estado «completamente infestaos». Al oír aquello se me pusieron los pelos de punta, y les pregunté cuánto hacía que habían salido. Uno llevaba fuera dos semanas y el otro tres. Tenían la cara muy picada (aunque cada uno le aseguró al otro que no era su caso), y encima me enseñaron la «simiente» de la viruela aún evidente en sus manos y bajo sus uñas. Es más, para mostrármela, uno de ellos incluso se arrancó una pústula que voló por los aires. Yo me encogí en mis ropas con la ardiente y silenciosa esperanza de que no me hubiera caído encima.

En ambos casos, descubrí que la viruela era la causa de que estuvieran «viviendo al raso», es decir, en la calle. Los dos tenían un empleo cuando los asaltó la enfermedad, y los dos habían salido del hospital «sin blanca» y con la lúgubre perspectiva de buscar trabajo. Por el momento no lo habían encontrado, y habían ido al cuartel para «descansar» después de tres días y tres noches de vagar por las calles.

Al parecer no sólo se castiga al viejo por su infortunio involuntario, sino también al que se ve afectado por una enfermedad o un accidente. Al cabo de un rato hablé con otro hombre —el «Pelirrojo», lo llamaban— que estaba al frente de la cola, la prueba fehaciente de que llevaba esperando desde la una. Hacía un año, mientras trabajaba para un pescadero, intentó cargar con un cajón enorme de pescado que le pesaba demasiado. Resultado: «algo se rompió», y tanto él como el cajón acabaron rodando por el suelo.

En el primer hospital adonde lo llevaron de inmediato, le dijeron que era una hernia, le redujeron la inflamación y le dieron vaselina para que se hiciera friegas; lo tuvieron cuatro horas allí y lo mandaron a casa. Pero no llevaba dos o tres horas en la calle cuando cayó de nuevo al suelo. Esta vez se fue a otro hospital y lo curaron. Pero la cuestión es que su patrono no hizo nada, nada en absoluto, por aquel hombre que se había lesionado trabajando para él. Incluso cuando salió se negó a darle «un trabajo más llevadero de vez en cuando». Ahora el Pelirrojo era un hombre acabado. Su única esperanza de ganarse la vida era con el trabajo pesado. Pero ya no era capaz de hacerlo. O sea, que lo único que podía esperar en cuanto a comida y cobijo era el cuartel, la sopa boba y la mendicidad para el resto de sus días. Las cosas habían ocurrido de ese modo. Se había llevado a la espalda una carga de pescado demasiado grande y eso había dado al traste con cualquier esperanza que pudiera tener de ser feliz en la vida.

Varios hombres en la cola habían estado en Estados Unidos, y ahora se lamentaban de no haberse quedado allí, y se maldecían por la locura que era haber vuelto. Inglaterra se había convertido para ellos en una prisión, una prisión de la que no había esperanza de escapar. Jamás conseguirían marcharse. No podían reunir el dinero del pasaje ni conseguir tampoco un trabajo en el barco. El país estaba atestado de pobres diablos con un propósito semejante.

Yo seguía interpretando el papel del «marinero que ha perdido su ropa y su dinero», y mis compañeros de cola me transmitían sus condolencias y me daban consejos. En definitiva, su consejo era más o menos el siguiente: no te acerques a un cuartel ni por asomo. Allí no había nada bueno para mí. Lo que tenía que hacer era irme a la costa e intentar por todos los medios largarme en un barco. Trabajar siempre que fuera posible y reunir algunas libras con las que sobornar a un sobrecargo o subordinado que me diera la oportunidad de trabajar a cambio del pasaje. Envidiaban mi juventud y mi fuerza, que tarde o temprano me permitirían salir del país. Dos cosas que ellos ya no poseían. La edad y las penurias de Inglaterra los habían hundido; para ellos la partida había terminado.

Había uno, sin embargo, que aún era joven, y del que no me cupo duda de que al final conseguiría escapar. Cuando era un muchacho estuvo en Estados Unidos, y durante los catorce años que vivió allí no pasó más de doce horas sin trabajar. Ahorró, prosperó y regresó a su patria. Y ahora estaba haciendo cola para entrar en el cuartel.

Los últimos dos años, me contó, los había pasado trabajando de cocinero, de siete de la mañana a diez y media de la noche, y los sábados hasta las doce y media: noventa y cinco horas semanales, por las que cobraba veinte chelines, o sea, cinco dólares.

—Pero el trabajo y el horario me estaban matando —me contó—, así que tuve que dejarlo. Tenía un poco de dinero ahorrado, pero me lo gasté en vivir mientras buscaba otro trabajo.

Era su primera noche en el cuartel, y sólo había ido allí para descansar. En cuanto saliera tenía intención de partir para Bristol, un trayecto a pie de ciento diez millas, donde confiaba en que acabaría embarcando en un barco con destino a Estados Unidos.

Pero no todos los hombres de la cola eran de este calibre. Algunos eran pobres bestias desdichadas, miserables y con problemas para expresarse, aunque, pese a todo, muy humanas en muchos sentidos. Me acuerdo de un carretero que, de regreso a su casa después de su jornada de trabajo, detuvo su carro delante de nosotros para que su joven aprendiz, que había salido a su encuentro, pudiera subirse a él. Pero el carro era grande y el joven aprendiz pequeño, de modo que, pese a sus reiterados intentos, no conseguía subirse. Entonces uno de los hombres de aspecto más degenerado abandonó la fila para ayudarlo. La virtud y el placer de aquella acción consistían en que era un acto de afecto no acordado. El carretero era pobre y el hombre lo sabía; y el hombre estaba en la cola del cuartel y el carretero lo sabía; pese a todo, el hombre había realizado aquella pequeña acción y el carretero le había dado las gracias, igual que se las habríamos dado ustedes y yo.

Otro hermoso episodio fue el protagonizado por el «Lúpulo» y su «vieja». Él debía de llevar media hora en la cola cuando la «vieja» (su concubina) se le acercó. Iba bien vestida para ser la clase de mujer que era, con una toca desgastada por la intemperie sobre su cabello canoso y un fardo en los brazos nenvuelto con tela de estopa. Mientras ella le hablaba, él le cogió el único mechón de pelo blanco que tenía suelto, lo retorció entre los dedos y se lo volvió a colocar detrás de la oreja. De todo ello pueden sacarse varias conclusiones: estaba claro que la mujer le gustaba lo suficiente como para pretender que estuviera limpia y aseada. Estaba orgulloso de ella, allí plantada en la cola del cuartel, y deseaba que estuviera guapa ante los ojos de los otros desdichados que hacíamos cola. Pero lo más importante, y lo que prevalecía sobre todo lo demás, era el profundo afecto que él le tenía, pues un hombre no suele preocuparse por el aspecto de una mujer que no le inspira ningún sentimiento ni está orgulloso de ella.

Me sorprendí a mí mismo preguntándome por qué aquel hombre y aquella mujer, que por su conversación supe que eran trabajadores ejemplares, tenían que buscar cobijo en un albergue para pobres. Él tenía su orgullo. Se sentía orgulloso de su mujer y de sí mismo. Cuando le pregunté cuánto creía que podía ganar yo, que era novato, recolectando lúpulo, me miró de arriba abajo y dijo que eso dependía. Muchos fracasaban porque eran lentos. Para triunfar, había que usar la cabeza y ser rápido con los dedos, sobre todo ser muy rápido con los dedos. A él y a su vieja se les daba muy bien, por ejemplo, y entre los dos podían llenar una cubeta entera sin hacer ninguna pausa. Aunque, claro, ellos ya llevaban años recolectando.

—Yo tenía un colega que lo hizo el año pasado —intervino un hombre—. Era la primera vez, pero volvió con dos libras con diez en el bolsillo, y solamente estuvo fuera un mes.
—¿Lo ves? —dijo el Lúpulo, con voz cargada de admiración—. Era rápido. Tenía un talento innato, el tipo.

¡Dos libras con diez —doce dólares y medio— por un mes de trabajo cuando uno tiene un talento innato! Y encima durmiendo al raso sin mantas y viviendo Dios sabe cómo. Fue uno de esos momentos en que agradecí no «tener un talento innato» para nada, ni siquiera para recolectar lúpulo.

Sobre cómo debía equiparme para recolectar, el Lúpulo me dio buenos consejos, que habrían de tener en cuenta también ustedes, gente delicada y sin curtir, si alguna vez se ven apurados en Londres:

—Si no tienes ni cazos ni cosas pa’ cocinar, más podrás comer pan con queso. ¡Pues con eso no basta, carajo! Necesitas té, o verduras, y un poco de carne de vez en cuando, si quieres hacer esa clase de trabajo. No se pué hacer sin comida caliente. Te doy un consejo, muchacho. Ve por la mañana a buscar en los cubos de basura. Allí encontrarás muchos cazos pa’ cocinar. Cazos de los güenos, algunos estupendos. Mi vieja y yo sacamos los nuestros de allí. —Señaló el fardo que la mujer llevaba en los brazos, mientras ella asentía con orgullo y me dedicaba una sonrisa afable, consciente de su éxito y prosperidad—. Este abrigo sirve también de manta —continuó, ofreciéndome el faldón del abrigo para que yo pudiera palpar lo grueso que era—. Y quién sabe, lo mismo puedo encontrar una manta de verdá pronto.

La anciana asintió de nuevo con la cabeza y sonrió, esta vez absolutamente segura de que el hombre encontraría una manta pronto.

Pa’ mí, recolectar lúpulo es como unas vacaciones —concluyó él, entusiasmado—. Una buena manera de reunir dos o tres libras y prepararme pa’l invierno. Lo único que no me gusta —y ahí estaba la pega del asunto— es tener que patearme los campos de allí.

Estaba claro que la edad estaba comenzando a hacer mella en aquella emprendedora pareja, y aunque disfrutaban de trabajar rápidamente con los dedos, «patearse los campos», o sea, caminar, empezaba a resultarles más cansado de la cuenta. Contemplé sus cabellos canosos, y me los imaginé a diez años vista, y me pregunté cómo les iría entonces.

Otro hombre y su mujer, ambos en la cincuentena, se incorporaron a la cola. A la mujer, por ser mujer, la admitieron en el cuartel; él, por el contrario, había llegado tarde, de modo que lo separaron de su esposa y éste se vio obligado a merodear por las calles durante toda la noche.

La calle donde estábamos apenas medía seis metros de lado a lado. Las aceras eran de un metro de ancho. Era una calle residencial. Al menos había cierta clase de trabajadores que vivían con sus familias en las casas de enfrente. Y todos los días, de una a seis de la tarde, nuestra andrajosa cola de aspirantes al cuartel era lo único que se veía desde sus puertas y ventanas. Un trabajador estaba sentado en el umbral de la puerta de su casa, enfrente de nosotros, descansando y tomando el fresco después de la dura jornada. Su mujer se acercó a charlar con él. La entrada de la casa era demasiado pequeña para dos, de modo que ella se quedó de pie. Sus criaturas retozaban delante de ellos. Y allí estaba la cola del cuartel, a cinco metros escasos de ellos, por lo que no había intimidad para el obrero ni intimidad para los indigentes. Los niños del vecindario jugaban a nuestros pies. Nuestra presencia no les resultaba nada extraña. No éramos unos intrusos sino algo tan natural y corriente como las tapias de ladrillo y los bordillos de piedra que los rodeaban. Habían nacido viendo aquella cola del cuartel, y no habían dejado de verla ni un solo día de su corta vida.

A las seis, por fin, la cola avanzó e iban admitiéndonos en grupos de tres. El superintendente anotó con celeridad vertiginosa nombre, edad, ocupación, lugar de nacimiento, causa de indigencia y paradero de la noche anterior. Nada más darme la vuelta, un hombre me puso en la mano algo que me pareció un ladrillo, y me gritó al oído:

—¿Llevas navaja, cerillas o tabaco?
—No, señor. —Le mentí, igual que mentían todos los hombres que entraban.

Mientras bajaba por las escaleras que conducían al sótano miré el ladrillo que llevaba en la mano y me di cuenta de que, si forzaba el lenguaje hasta el límite, se lo podía llamar «pan». Su peso y su dureza dejaban claro que era un pan ácimo.

En el sótano había muy poca luz, y antes de que yo pudiera ver algo, un hombre me puso un cazo pequeño en la otra mano. Luego entré en otra sala aún más oscura llena de banquetas, mesas y hombres. El hedor era brutal, y la penumbra y el murmullo de voces que surgía de las tinieblas hacían que aquello pareciese una antesala de las regiones infernales.

La mayoría de aquellos hombres padecía de pies cansados, y antes de la cena se quitaban los zapatos y los harapos inmundos con los que se los envolvían. Eso venía a sumarse a la pestilencia generalizada, que terminó por quitarme el apetito.
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De hecho, reparé en que había cometido un error. Había comido copiosamente cinco horas antes, y para rendir los honores al manjar que ahora tenía ante mí debería haber ayunado un par de días. En el cazo había gachas, tres cuartos de pinta, hechas de una mezcla de maíz criollo y agua caliente. Los hombres untaban el pan en unos montones de sal que había desperdigados por las mesas sucias. Yo intenté hacer lo mismo, pero el pan se me quedó trabado en la boca y me acordé entonces de las palabras del carpintero: «No se pué comer bien con menos de media pinta de agua».

Me fui a un rincón oscuro, adonde había observado que se dirigían otros hombres, y encontré el agua. Luego volví y ataqué las gachas. Su textura era granulosa, carecían de condimento y tenían un sabor asqueroso y amargo. Aquella amargura, que persistía en la boca mucho rato después de haberlas engullido, me resultó especialmente repulsiva. Intenté comportarme como un hombre, pero me vencieron las náuseas y no conseguí tragarme más de media docena de cucharadas de gachas y de pan. El hombre que estaba a mi lado se comió su ración y luego la mía, rebañó los cazos y miró hambriento a su alrededor en busca de más comida.

—Me he topado con un señorito que me ha invitado a un buen almuerzo—le expliqué.
—Y yo llevo sin probar bocao desde ayer por la mañana —replicó.
—¿Qué pasa con el tabaco? —le pregunté—. ¿El tipo se enfadará conmigo si enciendo uno?
—Qué va —me contestó—. No tengas miedo. Éste es el cuartel con más manga ancha. Tendrías que ver algunos otros. Te registran hasta debajo de la piel.

Una vez rebañados los cazos, empezaron a entablarse conversaciones.

—El superintendente de aquí siempre está escribiendo sobre nosotros en el periódico —dijo el tipo que tenía al otro lado.
—¿Y qué dice?
—Uy, dice que somos unos perdidos, una pandilla de sinvergüenzas y granujas que no quiere trabajar. Cuenta todos los viejos trucos que llevo oyendo veinte años y que nunca he visto hacer a nadie de aquí. Lo último que le leí contaba que un tío salía del cuartel con un mendrugo de pan en el bolsillo. Y cuando veía que se acercaba por la calle un caballero, tiraba el mendrugo a la alcantarilla y le pedía prestao su bastón para sacarlo de allí. Y entonces el caballero le daba medio chelín.

El viejo cuento recibió una salva de aplausos, y de alguna parte de las sombras más profundas surgió otra voz perorando con furia:

—Dicen que en el campo hay comida a punta pala, pues me gustaría verlo. Acabo de llegar de Dover y no he visto comida ni en pintura. Ni un vaso de agua te dan, ya no digamos comida.
—Hay tipos que no salen nunca de Kent —dijo una segunda voz—, y bien gordos que están.
—Yo he pasao por Kent —continuó la primera voz, más furiosa todavía—, y que me aspen si he visto comida. Y todos los que dicen que allí consiguen toda la comida que quieren, luego aquí son capaces de comerse mi puñetera ración de gachas además de la suya.
—En Londres hay tipos —dijo un hombre que estaba sentado a la mesa delante de mí— que consiguen el pan que quieren y no se les pasa nunca por la cabeza irse al campo. Se pasan el año entero en Londres. Y tampoco se ponen a buscar sitio pa’ dormir hasta las nueve o las diez de la noche.

Un coro general confirmó lo que decía.

—Pues bien listos que deben de ser, esos tipos —dijo una voz llena de admiración.
—Claro que sí —dijo otro—. Pero la gente como tú y yo no podemos hacer esas cosas. Hay que haber nacido para eso. Esos tipos llevan abriendo puertas de taxis y vendiendo periódicos desde que nacieron, y antes ya lo hacían sus padres. Es cuestión de entrenamiento, os lo digo, y la gente como tú y yo se moriría de hambre si lo intentara.

De nuevo un coro de voces confirmó lo que decía, igual que hay «tipos que viven los doce meses del año en el cuartel y no prueban un bocao de comida que no sean las gachas y un trozo de pan».

—Una vez me gané media corona en el cuartel de Stratford —dijo una voz. Al instante se hizo el silencio y todos escuchamos aquel relato maravilloso—. Éramos tres picando piedra. Era invierno y hacía un frío salvaje. Los otros dos dijeron que no seguían ni en broma, y no siguieron; pero yo continué picando la piedra, pa’ entrar en calor, ya sabéis. Y entonces vinieron los guardias y a los otros dos los mandaron catorce días a la trena, y cuando los guardias vieron lo que yo había estao haciendo, me dieron medio chelín cada uno, y eran cinco, y me dejaron ir.

Descubrí que a casi ninguno de aquellos hombres le gustaba el cuartel, mejor dicho, a ninguno, y que sólo acudían allí cuando no tenían más remedio. Después del «descanso» podían pasarse dos o tres días, y noches, merodeando por las calles, pero al final no les quedaba otra que volver al albergue a descansar. Por supuesto, las continuas penurias no tardaban en causar estragos en su organismo, y ellos eran conscientes, aunque fuera vagamente. Pero hasta tal punto era habitual, que no le daban la menor importancia.

Aquí al vagabundeo lo llaman «vivir al raso», que es el equivalente al «vivir en la carretera» de Estados Unidos. Todo el mundo está de acuerdo en que encontrar cobijo para dormir, o poder echar una cabezada, es lo más duro que tienen que afrontar, más aún que el de encontrar comida. La culpa la tienen sobre todo las inclemencias del tiempo y las rígidas leyes, pese a que estos hombres lo achaquen a la inmigración extranjera, particularmente a los judíos polacos y rusos, quienes les quitan los empleos a fuerza de cobrar menos y de aceptar trabajar a destajo.

A las siete en punto nos llamaron para bañarnos y acostarnos. Nos desvestimos, envolvimos la ropa en los abrigos, los atamos con los cinturones y los colocamos en un estante atiborrado y también en el suelo, un buen sitio para que se propaguen los parásitos. Entonces entramos en el cuarto de baño de dos en dos. Había un par de bañeras corrientes, y una cosa supe con certeza: los dos hombres que me habían precedido se habían bañado en aquella agua, nosotros nos bañamos en la misma agua y tampoco la cambiaron para los dos que vinieron detrás. Esto lo sé a ciencia cierta; pero me atrevería a asegurar también que los veinticuatro hombres que estábamos allí nos bañamos en la misma agua.

Me limité a fingir que chapoteaba un poco en aquel líquido sospechoso y después me apresuré a secarme con una toalla humedecida por los cuerpos de otros hombres. No me tranquilizó observar la espalda de un pobre infeliz toda ella sanguinolenta a causa de los ataques de los parásitos y de rascarse furiosamente.

Me dieron una camisa, y no pude evitar preguntarme cuántos hombres la habrían llevado antes que yo; y con un par de mantas bajo el brazo me dirigí al dormitorio. Era una habitación larga y estrecha, atravesada por dos barras bajas de hierro. No eran hamacas lo que había extendido entre aquellas barras, sino trozos de lona de aproximadamente metro noventa de largo y menos de sesenta centímetros de ancho. Aquello eran las camas, separadas quince centímetros la una de la otra y a veinte del suelo. La principal dificultad era que la cabeza quedaba un poco más alta que los pies, lo que provocaba que el cuerpo se escurriese constantemente hacia abajo. Y como estaban sujetas a las mismas barras, cada vez que un hombre se movía, aunque fuese sólo un poco, los demás también se balanceaban, con lo cual cada vez que yo empezaba a dormirme, alguien intentaba recuperar la posición de la que se había escurrido y volvía a despertarme.

Pasaron muchas horas antes de que pudiese conciliar el sueño. Sólo eran las siete de la tarde, y las voces de los niños que jugaban en la calle a grito pelado no cesaron hasta la medianoche. El olor era espantoso y nauseabundo, y mi imaginación se desató y empecé a sentir tal hormigueo en la piel que a punto estuve de perder los nervios. Los gruñidos, gemidos y ronquidos parecían emitidos por un monstruo marino, y en varias ocasiones alguien, presa de una pesadilla, nos despertaba a todos. Al amanecer me despertó el peso en el pecho de una rata, o algo parecido. En la rápida transición que va del sueño a la vigilia, antes de recobrar el conocimiento por completo, solté un grito que habría despertado a los muertos. En cualquier caso, desperté a los vivos, y éstos me maldijeron duramente por mi falta de consideración.

Pero, por fin, llegó la mañana, y a las seis nos sirvieron un desayuno de pan y gachas al que renuncié; luego nos asignaron nuestras correspondientes tareas. A algunos los pusieron a limpiar y fregar, a otros a deshebrar estopa y a ocho más nos llevaron a la enfermería de Whitechapel, al otro lado de la calle, donde nos pusieron a trabajar como basureros. Aquél era el modo en que nosotros pagábamos las gachas y la lona, y yo, personalmente, sé que lo pagué con creces.

Pese a que las tareas que nos asignaron eran repugnantes, se consideraban las mejores, y los otros hombres se sentían afortunados de haber sido elegidos para ejecutarlas.

—No lo toques, colega, la enfermera dice que es mortal —me advirtió mi compañero mientras vaciaba el contenido de un cubo en el saco que yo sostenía.

Aquello venía del pabellón de infecciosos, y yo le dije que no tenía intención alguna de tocarlo ni de dejar que me tocara. Pese a ello, tuve que bajar cinco pisos de escaleras cargando con aquel saco, y con otros, y vaciarlos en un contenedor donde el material contaminado era rociado rápidamente con un poderoso desinfectante.

Quizá haya una sabia compasión en todo esto. Los hombres que ocupaban el cuartel, el rancho y la calle constituían una carga. No ayudaban y tampoco servían de nada a nadie, ni siquiera a sí mismos. Atestaban el mundo con su presencia y era mejor quitarlos de en medio. Extenuados por las penurias, la mala alimentación y la falta de comida, siempre eran los primeros en sucumbir a las enfermedades, y también los primeros en morir.

También ellos sentían que las fuerzas de la sociedad querían privarlos de su existencia. Estábamos rociando el desinfectante junto al depósito cuando llegó el furgón de los muertos en el que fueron introducidos cinco cadáveres. La conversación derivó hacia la «poción blanca» y el «black jack» y descubrí que todos estaban de acuerdo en que la persona pobre, fuese hombre o mujer, que daba demasiados problemas en la enfermería, o que estaba en las últimas, podía ser «liquidada». Es decir, que a los incurables y alborotadores se les daba una dosis de «black jack» o «poción blanca» y se los mandaba al otro barrio. Daba igual si esto era cierto o no. La cuestión era que ellos así lo creían y hasta habían acuñado los términos para expresar aquella creencia: «black jack», «poción blanca», «liquidar».

A las ocho bajamos a un piso situado debajo de la enfermería, donde nos trajeron té y las sobras del hospital. Estaban amontonadas en una bandeja enorme de manera indescriptible: mendrugos de pan, trozos de grasa y carne de cerdo, la piel quemada del codillo asado, huesos, en definitiva, todas las sobras que habían desechado los dedos y las bocas de una gente aquejada de todo tipo de enfermedades. Y en aquel revoltijo los hombres hundieron las manos, hurgando, manoseando, revolviendo, examinando, rechazando y rebuscando. No fue un bonito espectáculo. Ni los cerdos lo habrían hecho peor. Pero aquellos infelices tenían hambre, así que se comieron aquella porquería con voracidad y, cuando ya no pudieron más, envolvieron las sobras en sus pañuelos y se las guardaron debajo de sus camisas.

—Otra vez que estuve aquí, me encontré ahí menos que un montón de costillas de cerdo —me dijo el Pelirrojo. Y «ahí» se refería a la cubeta donde arrojaban los desechos contaminados y los rociaban con un potente desinfectante—. Y eran de primera, tenían carne de sobras, así que las cogí, salí a la calle y me puse a buscar a alguien a quien dárselas. No vi ni un alma, y eso que me puse a correr como un chalao, con el tío persiguiéndome porque pensaba que me estaba «dando el piro» [escapándome]. Pero antes de que me agarrara, encontré a una vieja y se las metí en el delantal.

¡Oh, caridad, oh, filantropía, descended al cuartel y aprended una lección del Pelirrojo! En el mismísimo fondo del Abismo llevó a cabo un acto tan puramente altruista como ninguno que se haya realizado fuera de él. Fue muy amable de su parte, y si la anciana se contagiaba de algo por culpa de aquellas costillas «de primera», tampoco pasaba gran cosa; bueno, algo sí pasaba. No obstante, me parece a mí que lo más notable de este episodio es que el pobre Pelirrojo se pusiera «como loco» al ver tanta comida desperdiciada.

La normativa del albergue temporal dice que el que entra debe quedarse dos noches y un día; pero yo ya había visto bastante para lo que necesitaba; había pagado mis gachas y mi lona y me estaba preparando para salir de allí a toda prisa.

—Venga, larguémonos —le dije a uno de mis compañeros, señalando la puerta abierta por la que había entrado el furgón de los muertos.
—¿Y que me caigan catorce días?
—No; escapémonos.
—Bah, yo vengo aquí a descansar —dijo él en tono complaciente—. Y no me ira mal dormir otra nochecita.

Todos los demás pensaban lo mismo, así que me vi obligado a largarme solo.

—No podrás volver a dormir aquí nunca más —me advirtieron.
—Ni puñeteras ganas —les dije, con un entusiasmo que ellos no pudieron comprender; y me escabullí por la puerta y salí corriendo calle abajo.

Corrí hasta llegar a mi habitación, me cambié de ropa y en menos de una hora después de mi huida ya estaba en unos baños turcos, sudando todos los gérmenes y cualquier otra cosa que hubiera podido penetrarme en la epidermis, y deseando poder soportar ciento cincuenta grados de temperatura en vez de cien.


10. Llevar la bandera

No deseo sacrificar al trabajador en nombre de los
resultados. No deseo sacrificar al trabajador en
nombre de mi conveniencia y orgullo, ni tampoco de
los de una clase más amplia de gente como yo. Es
preferible que haya peor algodón y mejores hombres.
El tejedor no debería verse desposeído de su
superioridad con respecto a su trabajo.
EMERSON

«Llevar la bandera» significa pasarse la noche entera vagando por las calles. Así pues, enarbolando ese metafórico estandarte, salí a ver qué me encontraba por ahí. Hay hombres y mujeres que se pasan la noche recorriendo las calles de toda aquella gran ciudad, pero yo elegí el West End; establecí mi base de operaciones en Leicester Square y exploré el terreno que se extiende desde el Embankment del Támesis hasta Hyde Park.

A la salida de los teatros llovía a cántaros, y la distinguida multitud que abandonaba los locales de ocio se las veía y deseaba para encontrar coches de alquiler. La mayoría estaban ocupados. Presencié entonces los intentos desesperados, por parte de un grupo de hombres y muchachos harapientos, de procurarse cobijo a fuerza de conseguir coches para las damas y los caballeros. Utilizo la palabra «desesperados» con conocimiento de causa, porque aquellos infelices sin hogar estaban dispuestos a calarse hasta los huesos a cambio de una cama; y la mayoría, por lo que vi, se quedó calada hasta los huesos y se quedó sin cama. Pasar una noche de tormenta con la ropa mojada, desnutrido y sin haber probado la carne durante una semana o un mes, es una de las mayores penurias que puede soportar un hombre. Bien vestido y bien alimentado, yo he pasado un día entero con el termómetro del alma a sesenta bajo cero, pero, aunque sufrí, no fue nada comparado con vagar por las calles durante una noche entera, mal vestido, mal comido y calado hasta los huesos.

Cuando la gente de los teatros se fue a sus casas, las calles quedaron silenciosas y desoladas. Sólo se veía a los omnipresentes policías iluminando los portales y callejones con sus oscuras linternas, y a un ejército de hombres, mujeres y muchachos resguardándose del viento y de la lluvia al socaire de los edificios. Piccadilly, en cambio, no estaba tan desierto. Sus aceras estaban animadas por la presencia de mujeres bien vestidas y sin compañía, y había más vida y movimiento allí que en ninguna otra parte debido al propio hecho de buscar acompañante. A las tres de la madrugada, sin embargo, ya no quedaba ninguna de aquellas mujeres, y la desolación era absoluta.

A la una y media cesó la lluvia torrencial y sólo cayeron chubascos ocasionales. La gente sin hogar abandonó el resguardo de los edificios y echó a andar encorvada, hacia arriba y hacia abajo y en todas direcciones, a fin de estimular la circulación sanguínea y entrar en calor.

Unas horas antes en la noche, me había fijado en una mujer mayor, de entre cincuenta y sesenta años, un verdadero despojo humano, que estaba de pie en Piccadilly, cerca de Leicester Square. No parecía tener el sentido común ni la energía necesarios para resguardarse de la lluvia ni tampoco para echarse a andar, pues estaba allí plantada, estúpidamente, siempre que podía, pensando en los viejos tiempos, me imagino, cuando era joven y tenía la sangre caliente. Pero la ocasión de estar allí parada no se le presentaba muy a menudo. Cada policía con el que se encontraba le daba un empujón y la obligaba a circular, y hacían falta un promedio de seis empujones para desplazarla tambaleándose de la ronda de un agente a la del siguiente. A las tres de la madrugada había conseguido llegar hasta Saint James Street, y cuando los relojes dieron las cuatro, la vi profundamente dormida, apoyada en la verja de hierro de Green Park. Estaba cayendo un fuerte aguacero y debía de estar calada hasta los huesos.

A la una, me dije a mí mismo, a ver, imagínate que eres un joven sin un penique, en Londres, y que mañana tienes que buscar trabajo. Es necesario, por tanto, que esta noche duermas algo, a fin de tener fuerzas para trabajar en el caso de que consigas el empleo.

De modo que me senté en los escalones de piedra de un edificio. A los cinco minutos, un policía estaba ya observándome. Como yo tenía los ojos muy abiertos, el policía se limitó a gruñir y a pasar de largo. Diez minutos después, cuando me había adormecido con la cabeza sobre las rodillas, el mismo policía se acercó y me increpó:

—¡Eh, tú, largo de ahí!

Y me largué. E igual que aquella mujer mayor, continué yendo de un sitio a otro, porque cada vez que me quedaba dormido, aparecía un policía que me obligaba a circular. Al poco rato, cuando había renunciado ya al descanso e iba caminando junto a un joven londinense (que había estado en las colonias y ahora deseaba regresar a ellas), descubrí un pasaje abierto que se adentraba por debajo de un edificio y desaparecía en las sombras. La entrada estaba cerrada con una verja de hierro de poca altura.

—Venga —le dije yo—. Saltemos esa verja y vámonos a dormir.
—¡¿Qué?! —exclamó, apartándose de mí—. ¿Y que nos metan tres meses en la trena? ¡Que me aspen si lo hago!

Más tarde pasé por delante de Hyde Park en compañía de un muchacho de catorce o quince años, un muchacho a quien daba pena ver, demacrado y de ojos hundidos y aspecto enfermizo.

—Saltemos la verja —le propuse—, y escondámonos entre los matorrales para dormir. Ahí los bobbies no nos encontrarán.
—¡Ni hablar! —repuso—. Los guardias del parque nos meterían seis meses en la trena.

¡Ay, cómo han cambiado los tiempos! Cuando yo era jovencito, leía historias de muchachos sin hogar que dormían en los portales. Es ya una tradición, un lugar común que seguramente perdurará un siglo en la literatura, pero, en la realidad, eso ya no ocurre. Están los portales por un lado y los muchachos por el otro, pero no se produce ya la feliz conjunción entre ambos.

Los portales están vacíos y los muchachos se mantienen despiertos y llevan la bandera.

—Yo estaba debajo de los arcos —rezongó otro muchacho. Se refería a los arcos de la ribera que sostienen los puentes sobre el Támesis—. Yo estaba debajo de los arcos, cuando más llovía, y entonces llegó un bobby y me sacó de allí. Pero yo volví y él también volvió. «Eh —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?» Y yo me marché, pero antes le dije: «¿Qué crees, que quiero llevarme el puñetero puente o qué?».

Entre quienes vagan por las calles, Green Park tiene fama de abrir sus puertas antes que los demás parques, así que a las cuatro y cuarto de la mañana, yo y otros muchos entramos en Green Park. Volvía a llover, pero estaban todos tan agotados por la caminata nocturna que se dormían al instante sobre los bancos. Muchos se tumbaron cuan largos eran sobre la hierba empapada, y bajo aquella lluvia que no cesaba, conciliaron el sueño de los exhaustos.

Y ahora quiero criticar a los poderes fácticos. Ellos tienen el poder, de manera que pueden decretar lo que les venga en gana, así que únicamente insistiré en la ridiculez de sus decretos. A los sin techo los obligan a pasarse toda la noche andando, yendo de un lado a otro. Los echan de los portales y de los pasajes y les prohíben entrar en los parques. Evidentemente, la intención de todo esto es impedirles que puedan dormir. Pues muy bien, los poderes fácticos tienen el poder de impedir que duerman, o que hagan cualquier otra cosa, pero entonces ¿por qué diablos abren los parques a las cinco de la madrugada y dejan entrar a los sin techo para que duerman en ellos? Si su intención es impedirles dormir, ¿por qué no los dejan dormir desde primeras horas de la noche?

A este respecto, debo decir que aquel mismo día yo mismo estuve en Green Park a la una de la tarde y vi decenas de indigentes durmiendo en la hierba. Era domingo por la tarde, el sol resplandecía de un modo intermitente y numerosos de los distinguidos habitantes del West End habían salido a tomar el aire con sus esposas y sus hijos. Para ellos, el espectáculo que ofrecía aquella legión de vagabundos horribles, desaseados y dormidos no era precisamente agradable; sin duda, aquellos vagabundos habrían preferido dormir durante la noche.

Así pues, querida gente delicada, si alguna vez visitan ustedes Londres y ven a esos hombres durmiendo en los bancos y en la hierba, por favor, no piensen que son individuos perezosos que prefieren dormir a trabajar. Sepan que los poderes fácticos los han obligado a pasarse la noche deambulando, y que de día no tienen otro sitio donde dormir.


11. La espita

Y creo que esta reivindicación de un cuerpo sano
conlleva, para todos, otras reivindicaciones necesarias.
Porque ¿quién sabe cuándo se sembraron inicialmente
las semillas de la enfermedad, que incluso los ricos
padecen? Quizá de la lujuria de un antepasado,
aunque, más bien, sospecho que como resultado de su
pobreza.
WILLIAM MORRIS

Después de llevar la bandera durante toda la noche, no dormí en Green Park cuando llegó la mañana. Sin duda, estaba calado hasta los huesos y llevaba veinticuatro horas sin dormir. Pese a ello, como seguía viviendo las aventuras de un joven sin blanca en busca de empleo, ahora debía, en primer lugar, conseguir algo de desayuno y, en segundo, encontrar trabajo.

Durante la noche había oído hablar de un lugar situado en la orilla de Surrey, donde todos los domingos por la mañana el Ejército de Salvación daba de desayunar a los desastrados. (Y por cierto, los hombres que llevan la bandera están desastrados por la mañana, y, salvo que llueva, tampoco puede decirse que se hayan lavado). Aquello, pensé yo, era lo principal: desayunar por la mañana, después me quedaría el día entero para buscar trabajo.

Fue una caminata cansina. Arrastré mis piernas fatigadas por Saint James Street, continué por Pall Mall, seguí por Trafalgar Square y llegué hasta el Strand. Crucé el puente de Waterloo hasta Surrey, corté por Blackfriars Road y llegué a los barracones del Ejército de Salvación antes de las siete. Aquello era la «espita», que era como se denominaba en argot el lugar donde se podía comer gratis.

Al llegar, me encontré con una variopinta multitud de indigentes que había pasado la noche bajo la lluvia. ¡Qué congoja tan inmensa! ¡Y en qué cantidad! Viejos y jóvenes, hombres de todo tipo, y también muchachos, muchachos de todo tipo. Algunos dormitaban de pie; otros yacían tumbados en los escalones de piedra en incómodas posturas; todos dormían profundamente, y a través de los rotos y desgarrones de sus harapos podía verse su piel enrojecida. Y más arriba y abajo de la calle, y también en la acera de enfrente, en toda la manzana, en cada portal, había dos o tres ocupantes, todos ellos dormidos, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Es preciso recordar que no era una mala época para Inglaterra. Las cosas iban más o menos como de costumbre, y los tiempos no eran ni más fáciles ni más difíciles.

Y entonces llegó el policía.

—¡Fuera de ahí, malditos cerdos! ¡Ea! ¡Ea! ¡Fuera ahora mismo! —Y como si fuesen cerdos los echó de los portales y los dispersó a los cuatro vientos de Surrey. Pero cuando vio la multitud dormida en los escalones, se quedó perplejo—. ¡Increíble! —exclamó—. ¡Increíble! ¡Y encima en domingo por la mañana! ¡Bonito espectáculo! ¡Ea! ¡Ea! ¡Largo de ahí, malditos zánganos!

Y desde luego era un espectáculo indecente. Yo también estaba escandalizado. Y no me habría gustado que la mirada de mi hija se hubiese ensuciado con semejante escena, ni que se hubiese acercado a menos de media milla de distancia; pero allí estábamos nosotros, y ahí están ustedes, y lo único que puede decirse es «pero».

El policía se marchó y volvimos a apiñarnos como moscas en torno a un tarro de miel. Porque ¿acaso no nos aguardaba algo maravilloso? ¡Un desayuno! No nos habríamos apiñado con mayor afán y desesperación si hubieran repartido billetes de un millón de dólares. Algunos se habían vuelto a dormir cuando pasó otra vez el policía y tuvimos nuevamente que dispersarnos, para regresar en cuanto volvió a reinar la calma.

A las siete y media se abrió una puertecilla y un soldado del Ejército de Salvación asomó la cabeza.

—No os va a servir de taparme la puerta asín —dijo—. Los que tengan el vale pueden entrar ya y los que no deberán esperar hasta las nueve.

¡Ay, el desayuno! ¡Hasta las nueve! ¡Hora y media más! Los que tenían vale fueron objeto de una gran envidia. A ellos se les permitió entrar, lavarse, sentarse y descansar hasta el desayuno, mientras nosotros aguardábamos el mismo desayuno en la calle. Los vales se habían repartido la noche anterior por las calles y el Embankment, y poseer uno no era cuestión de mérito, sino de suerte.

A las ocho y media dejaron entrar a más hombres con vale y a las nueve se abrieron las puertas para los demás. Nos las apañamos para entrar como pudimos y, de pronto, nos encontramos en un patio, como sardinas enlatadas. En más de una ocasión, siendo yo un trotamundos yanqui en Yanquilandia, tuve que trabajar para ganarme el desayuno, pero ninguno me había costado tanto trabajo como el de aquel día. Estuve más de dos horas esperando fuera, y aguardé otra más en aquel patio atestado. No había comido en toda la noche, me sentía débil y exhausto y, además, el olor de la ropa sucia y los cuerpos sin lavar, que emanaba como una exhalación intensificada por el calor animal y la proximidad, me estaba revolviendo el estómago. Estábamos tan apiñados que algunos aprovecharon la ocasión para dormirse de pie.

Debo precisar que yo no sé nada del Ejército de Salvación, y cualquier crítica que pueda hacer aquí se referirá únicamente a la sección del Ejército de Salvación que opera en Blackfriars Road, cerca del Surrey Theatre. En primer lugar, lo de obligar a unos hombres que no han dormido en toda la noche a pasar varias horas de pie es tan cruel como innecesario. Estábamos débiles, hambrientos y agotados por la falta de sueño y la noche de penurias, y sin embargo aguantamos de pie, y aguantamos, y seguimos aguantando, y sin que hubiera razón alguna para ello.

Había muchos marineros entre aquella gente. Tuve la impresión de que uno de cada cuatro estaba buscando un barco en el que embarcarse, y al menos una docena de ellos eran marineros americanos. Ante el hecho de que estuvieran «varados», todos ellos me contaron la misma historia, y basándome en mis conocimientos de los asuntos del mar, la historia me pareció sin duda cierta. Los barcos ingleses enrolan a sus marineros para toda la travesía, es decir, ida y vuelta, y a veces ésta dura incluso tres años, y esos marineros no pueden renunciar ni cobrar su paga hasta que regresan al puerto de origen, que está en Inglaterra. Cobran poco, comen mal y los tratan peor. Muy a menudo sus capitanes los fuerzan a desertar en el Nuevo Mundo o en las colonias, dejando tras de sí una cuantiosa suma en pagas, lo que supone un claro beneficio para el capitán o para los armadores o para ambos. Sea únicamente por esta razón o no, la cuestión es que muchos de ellos desertan. Entonces, para el trayecto de vuelta, el barco contrata a los marineros que pueda encontrar. Los contratan con pagas algo más elevadas que las que podrían obtener en otras partes del mundo, con la condición de que quedarán despedidos en cuanto lleguen a Inglaterra. La razón es obvia; sería un pésimo negocio contratarlos por más tiempo, porque en Inglaterra las pagas de los marineros son bajas y las costas están siempre llenas de marineros en busca de trabajo. Así pues, esto explica que hubiese marineros americanos en los cuarteles del Ejército de Salvación. Habían venido a Inglaterra huyendo de lugares inhóspitos y habían acabado en el lugar más inhóspito de todos.

Había un montón de americanos entre la multitud, y los que no eran marineros eran «vagabundos por afición», hombres «cuya novia es el viento que merodea por el mundo». Eran animosos y afrontaban la vida con el coraje que los caracteriza, que nunca parecía abandonarlos, pese a que no dejaban de insultar a Inglaterra con escabrosas metáforas, que resultaban bastante refrescantes después de un mes de oír las monótonas y poco imaginativas palabrotas en cockney. El cockney tiene una palabrota, solamente una, la más indecente de todo el idioma, y la usa cada vez que surge la ocasión. Qué distintas son las coloridas y variopintas palabrotas del Oeste, más próximas a la blasfemia que a la indecencia. Después de todo, ya que los hombres tienen que maldecir, creo que prefiero la blasfemia a la indecencia; la primera posee una audacia, intrepidez y descaro que resulta muy superior a la simple obscenidad.

Había un vagabundo por afición cuya compañía me resultaba particularmente grata. Me fijé en él por primera vez en la calle, cuando dormía en un portal, con la cabeza apoyada sobre las rodillas, con un sombrero que no suele verse a este lado del Atlántico. Cuando el policía lo echó, él se levantó despacio y deliberadamente lo miró, bostezó y se desperezó; lo miró de nuevo como si le dijera que no sabía si se iba a marchar o no, y, por fin, se alejó paseando tranquilamente por la acera. Al principio su sombrero me había inspirado confianza, pero su actitud hizo que me la inspirara su dueño.

Entre la multitud del patio me encontré junto a él y nos pusimos a charlar. Había viajado por España, Italia, Suiza y Francia, y había emprendido la proeza, prácticamente imposible, de recorrer trescientas millas a bordo de un tren francés sin que lo pillaran. Me preguntó por qué zona vivía yo, cómo me las apañaba para «sestear» —que es como llaman dormir—, y si conocía ya el territorio. Él le estaba cogiendo el tranquillo, aunque el campo era «hostil» y las ciudades «penosas». Tremendo, ¿no? No se podía «estirar la mano» (pedir limosna) en ningún lugar sin que te «trincaran». Pero él no tenía intención de rendirse. Pronto iba a llegar el espectáculo de Buffalo Bill, y a ningún hombre que pudiera manejar a ocho caballos le iba a faltar trabajo. La gente de aquí no tenía ni idea de manejar más que un par de caballos como mucho. ¿Por qué no me quedaba también yo a esperar a Buffalo Bill? Estaba seguro de que habría algo para mí.

A fin de cuentas, la sangre tira. Éramos compatriotas y forasteros en una tierra extraña. Yo ya me había acostumbrado a aquel sombrero viejo y raído y él se preocupaba tanto por mi bienestar como si fuéramos hermanos de sangre. Intercambiamos toda clase de información útil acerca de Inglaterra y las costumbres de sus gentes, los métodos para obtener comida y techo y muchas cosas más, y nos despedimos lamentando verdaderamente el tener que separarnos.

Un hecho particularmente llamativo de aquella multitud era su corta estatura. Yo, que soy de estatura media, era más alto que nueve de cada diez de ellos. Los nativos eran todos bajos, igual que los marineros extranjeros. Sólo había cinco o seis hombres que pudieran considerarse realmente altos, y eran escandinavos y americanos. El más alto, sin embargo, era una excepción. Era inglés, pero no de Londres.

—¿Candidato al regimiento de la Guardia Real? —le comenté.
—Lo has clavao, colega —me contestó—. Ya he servido con ellos y si todo sigue así, podré volver pronto.

Pasamos una hora en silencio en aquel patio abarrotado. Luego los hombres empezaron a impacientarse. Hubo empujones y codazos y una ligera algarabía de voces. Nada hostil ni violento, sin embargo; sólo la inquietud de unos hombres fatigados y hambrientos. En aquel momento apareció el ayudante. No me cayó bien. No tenía una mirada limpia. No tenía nada de humilde galileo y sí mucho del centurión que dijo: «Porque soy hombre de autoridad y ante mí responden los soldados; y cuando a un hombre le digo ve, él va; y cuando a otro le digo ven, él viene; y a mi sirviente le digo haz esto, y lo hace».

Pues bien, se nos quedó mirando como el centurión, y los que estaban más cerca de él se amilanaron. Entonces levantó la voz:

—¡Basta ya!, ¡basta ya!, u os hago dar media vuelta y os echo de aquí sin desayunar.

No tengo palabras para describir el tono insufrible que empleó para decir aquellas palabras, el tono de superioridad y el brutal afán de dominio. Se regodeaba en su autoridad y en el hecho de poder decirle a medio centenar de indigentes: «Que comáis o paséis hambre sólo depende de mi decisión».

¡Negarnos el desayuno después de permanecer horas de pie! Era una amenaza espantosa, y el silencio patético y abyecto que se hizo al instante fue la evidencia de aquel espanto. También era una amenaza cobarde, un golpe bajo, por debajo de la cintura. Y nosotros no podíamos devolvérselo porque nos moríamos de hambre. Y es que así funciona el mundo: cuando un hombre alimenta a otro, se convierte también en su amo. Pero el centurión —perdón, el ayudante— no se quedó satisfecho. En medio de un silencio sepulcral volvió a levantar la voz y a repetir su amenaza, intensificándola incluso, mirándonos con expresión feroz.

Por fin se nos permitió entrar en la sala del banquete, donde nos encontramos a los que tenían vales, ya aseados, pero aún sin haber comido. En total, debíamos de estar allí sentados unos setecientos, pero no para comer carne o pan, sino para oír discursos, himnos y rezos. Por ello estoy convencido de que Tántalo sufre de diversas formas a este lado de las regiones infernales. El ayudante dijo la oración, pero no le presté atención, horrorizado como estaba ante la enorme miseria que me rodeaba. Pero lo que dijo era algo así: «Os hartaréis de comer en el Paraíso. Da igual cuánta hambre paséis y cuánto sufráis aquí, os hartaréis de comer en el Paraíso si obedecéis las normas». Y etcétera, etcétera. Una buena dosis de propaganda, que yo acepté, aunque carente de sentido, por dos razones: en primer lugar, los hombres que la recibían eran materialistas y estaban faltos de imaginación, desconocían la existencia del Más Allá, y además estaban demasiado acostumbrados al infierno en esta tierra como para que los asustara otro venidero. Y, en segundo lugar, fatigados y exhaustos por una noche sin dormir, cansados de la larga espera de pie y desfallecidos por culpa del hambre, lo que anhelaban era comida, no salvación. Los «ladrones de almas» (como llamaban estos hombres a los propagandistas religiosos) deberían estudiar los fundamentos fisiológicos de la psicología, si quieren que sus esfuerzos resulten más eficaces.

A su debido tiempo, a eso de las once, llegó el desayuno, pero no en platos, sino en paquetitos de papel. No me sacié, y estoy seguro de que ninguno se sació tampoco, ni siquiera recibió la mitad de lo que quería o necesitaba. Le di parte de mi ración de pan al vagabundo por afición que estaba esperando la llegada de Buffalo Bill, quien, después de comérselo, seguía teniendo la misma hambre que antes. El desayuno consistía en lo siguiente: dos rebanadas de pan, un trocito de pan con pasas y que allí llamaban «pastel», una fina loncha de queso y un tazón de «aguachirle». Había muchos hombres que llevaban esperando aquello desde las cinco de la madrugada, mientras que el resto habíamos esperado al menos cuatro horas. Además, nos habían hacinado como cerdos, enlatado como sardinas y tratado como perros; nos habían sermoneado, nos habían cantado y habían rezado por nosotros. Y la cosa no terminó ahí.

En cuanto terminamos el desayuno (que se acabó en un santiamén), las cabezas fatigadas se inclinaron hacia delante y, en cinco minutos, la mitad de nosotros estábamos profundamente dormidos. No había ningún indicio de que fueran a echarnos, y sí muchos de que se estaba preparando un mitin. Observé un pequeño reloj que colgaba de la pared. Marcaba las doce menos veinticinco. Caramba, el tiempo vuela, pensé, y yo tengo que buscar trabajo.

—Me quiero ir —le dije a un par de hombres que estaban despiertos a mi lado.
—Hay que quedarse al servicio —me contestaron.
—¿Vosotros queréis quedaros? —les pregunté.

Dijeron que no con la cabeza.

—Pues vamos a decirles que queremos marcharnos —añadí—. Vamos.

Pero aquellos infelices estaban aterrados. Así que los abandoné a su suerte y me acerqué al miembro del Ejército de Salvación que estaba más cerca.

—Me quiero ir —le dije—. He venido a desayunar para poder tener fuerzas y salir a buscar trabajo. No creí que tardaríamos tanto en desayunar. Creo que tengo la oportunidad de encontrar algo en Stepney, y cuanto antes vaya para allí, más posibilidades tendré de conseguirlo.

Era un buen tipo, aunque mi petición lo desconcertó.

—Caray —dijo—. Va a empezar el servicio religioso, por lo que será mejor que te quedes.
—Pero eso me hará perder la oportunidad de encontrar trabajo —insistí—. Y ahora mismo el trabajo es lo más importante para mí.

Como era sólo un soldado raso, me mandó a hablar con el ayudante, a quien le repetí mis razones para querer irme y le solicité con cortesía que me dejara marchar.

—Pero eso no puede ser —me dijo, indignándose ante semejante ingratitud—. ¡A quién se le ocurre! —protestó—. ¡A quién se le ocurre!
—¿Me está diciendo que no puedo marcharme? —le pregunté—. ¿Que me va a retener aquí en contra de mi voluntad?
—Sí —refunfuñó.

No sé qué habría sucedido, porque yo también me estaba indignando; pero como los «congregantes» se habían percatado de la situación, el hombre me llevó a un rincón de la sala y luego a otra. Allí me preguntó de nuevo cuáles eran los motivos para querer marcharme.

—Quiero irme —le dije— porque quiero buscar trabajo en Stepney, y cada hora que pasa tengo menos posibilidades de encontrarlo. Ya son las doce menos veinticinco. Cuando vine aquí no creí que tardarían tanto en darnos de desayunar.
—Conque tienes negocios, ¿eh? —se burló él—. Eres un hombre de negocios, ¿eh? ¿Entonces pa’ qué has venido aquí?
—He pasado la noche al raso y necesitaba desayunar para coger fuerzas y encontrar trabajo. Por eso he venido.
—Muy bonito —continuó en el mismo tono de sorna—. Los hombres con cosas que hacer no tienen que venir aquí. Esta mañana le has quitao el desayuno a un pobre, eso es lo que has hecho.

Eso era mentira, porque todo hijo de madre había podido entrar.

Y ahora pregunto: después de haberle explicado abiertamente que estaba hambriento y no tenía hogar, y que deseaba encontrar trabajo, ¿era aquélla una conducta cristiana, o ni siquiera decente, que él llamara «negocios» a mi búsqueda de empleo, me llamara a mí «hombre de negocios» y sacara la conclusión de que un hombre de negocios y adinerado no necesitaba un desayuno benéfico, y que por haberlo aceptado yo se lo había robado a un vagabundo hambriento que no se dedicaba a los negocios?

Mantuve la compostura, pero volví a explicárselo, demostrándole de forma clara y concisa lo injusto que estaba siendo conmigo y cómo había tergiversado los hechos. Como yo no daba muestras de que fuera a dar mi brazo a torcer (y estoy seguro de que empezaba a echar fuego por los ojos), me condujo a la parte trasera del edificio, donde había una tienda de campaña en un patio abierto. Con el mismo tono de sorna informó a un par de soldados que estaban allí, de pie, y les dijo que les traía a «un tipo que tiene cosas que hacer y quiere irse antes del servicio».

Los soldados se quedaron completamente perplejos, por supuesto, y me miraron asombrados mientras él entraba en la tienda y salía acompañado del comandante. Sin abandonar el tono de sorna, y haciendo hincapié especialmente en la idea de los «negocios», le explicó mi caso al oficial al mando. El comandante era otro tipo de hombre. Me cayó bien en cuanto lo vi, y le expuse mis razones, como había hecho antes.

—¿No sabía usted que tenía que quedarse a los servicios? —me preguntó.
—En absoluto —le contesté—. De haberlo sabido habría renunciado al desayuno. No tienen ustedes letreros que lo indiquen, ni tampoco se me informó al entrar.

Él vaciló un momento.

—Puede irse —me dijo.

Eran las doce cuando salí a la calle, y no tenía muy claro si había estado en el ejército o en la cárcel. Ya había perdido medio día y Stepney quedaba muy lejos. Además, era domingo, y ¿por qué iba un hombre hambriento a buscar trabajo en domingo? Y al mismo tiempo tenía la sensación de que haberme pateado las calles de noche y conseguido mi desayuno ya era un duro trabajo, así que me desprendí de mi papel de joven hambriento en busca de empleo, paré un autobús y me subí.

Después de afeitarme y bañarme, me metí completamente desnudo entre sábanas blancas y limpias y me dormí. Eran las seis de la tarde cuando cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, los relojes estaban dando las nueve de la mañana siguiente. Había dormido quince horas seguidas. Y mientras yacía allí adormilado, mi mente regresó a los setecientos desafortunados a quienes yo había dejado a la espera del servicio religioso. Para ellos no había habido baño ni posibilidad de afeitarse ni de desvestirse ni sábanas limpias ni tampoco habían dormido quince horas seguidas. Después del servicio, les aguardaban nuevamente las calles desoladas, la dificultad de encontrar un mendrugo de pan antes de que oscureciera, la larga noche sin pegar ojo en las calles y la dificultad de cómo conseguir otro mendrugo de pan al amanecer.

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Una respuesta a “La gente del abismo (III)

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