La gente del abismo (IV)

Jack London









12. El día de la Coronación

Y tú, a quien murallas de mar separan
de las tierras por el mar no confinadas,
¿acaso podrás soportar siempre,
oh, Inglaterra de Milton?
Tú, que fuiste su República,
¿acaso te postrarás ante sus rodillas?
¡Esas corroídas realezas,
esas mentiras infestadas de gusanos,
mantienen tu cabeza agitada por las tormentas,
y a la fuerza solar de tus ojos
disfrutar del aire libre y de la extensión
de los cielos interceptados!
SWINBURNE

Vivat Rex Eduardus! Hoy han coronado a un rey, y por todos lados reina el regocijo y la pompa ridícula, y yo estoy asombrado y entristecido. Jamás había visto nada comparable a esa puesta en escena, salvo los circos yanquis y los ballets del Alhambra; tampoco había visto nunca nada tan desolador y tan trágico.

Para disfrutar del desfile de la Coronación debía haber ido directamente de América al Hotel Cecil, y del Hotel Cecil a un asiento de cinco guineas entre la gente acomodada. Mi equivocación fue llegar entre los harapientos del East End. No había muchos de aquella zona. El East End en pleno había decidido quedarse en el East End y emborracharse. Los socialistas, demócratas y republicanos se habían ido al campo a respirar un poco de aire fresco, indiferentes al hecho de que cuarenta millones de personas aceptasen aquel día a un gobernante coronado y ungido. Seis mil quinientos prelados, sacerdotes, estadistas, príncipes y guerreros presenciaron la ceremonia de la coronación y la unción, mientras el resto vimos el desfile.

Yo lo presencié desde Trafalgar Square, «el lugar más espléndido de Europa», y el corazón mismo del Imperio. Éramos miles de personas, todas controladas y supervisadas por un soberbio despliegue de fuerzas armadas. El desfile avanzaba entre una doble hilera de soldados. La base de la columna de Nelson estaba rodeada de un triple cerco de casacas azules. Al este, en la entrada de la plaza, estaba apostada la Real Artillería de Marina. En el triángulo de Pall Mall y Cockspur, la estatua de Jorge III estaba flanqueada por los lanceros, a un lado, y los húsares al otro. Al oeste se veían las casacas rojas de los Reales Marines, y desde el Union Club hasta la embocadura de Whitehall se desplegaba la masa resplandeciente y curva del primer cuerpo de la Guardia Real: hombres gigantescos montados sobre caballos gigantescos de batalla, con corazas de acero, cascos de acero, gualdrapas de acero y una enorme espada de acero siempre al servicio de los poderosos. Además, entre la multitud había desplegadas largas hileras de agentes de la policía metropolitana, mientras que detrás estaba la reserva: hombres altos y bien alimentados, provistos de armas y buenos músculos para manejarlas en caso de necesidad.

Y lo mismo que sucedía en Trafalgar Square ocurría en todo el recorrido del desfile: fuerza, fuerza avasalladora; miles de hombres, de hombres espléndidos, lo mejor del pueblo, cuya única función en la vida es obedecer a ciegas y matar y destruir y aplastar vidas a ciegas. Y para que estén bien alimentados, bien vestidos y bien armados, y puedan disponer de barcos que los lleven a los confines de la tierra, el East End de Londres, y todos los «East End» de Inglaterra, se fatiga y se pudre y se muere.

Un proverbio chino dice que si un hombre se entrega a la pereza, otro muere de hambre. Y Montesquieu dijo: «El hecho de que muchos hombres estén ocupados confeccionando ropa para un solo individuo es la causa de que haya tantos hombres sin ropa». De forma que una cosa explica la otra: no podemos entender al famélico y esmirriado infeliz del East End (que vive con su familia en un tugurio de una sola habitación, y aun así alquila partes de ese espacio para albergar a otros desdichados famélicos y esmirriados) hasta que contemplamos a los apuestos miembros de la Guardia Real del West End, y comprendemos que los unos deben alimentar, vestir y acicalar a los otros.

Y mientras en la Abadía de Westminster el pueblo recibía a su rey, yo, encajado entre la Guardia Real y la policía de Trafalgar Square, me puse a cavilar sobre la primera vez que el pueblo de Israel coronó a un rey. Ya conocen ustedes la historia. Los ancianos acudieron al profeta Samuel y le dijeron: «Danos un rey para que nos juzgue, como tienen las demás naciones».


Y el Señor dijo a Samuel: «Oye, pues, su voz; mas ahora muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos».
Y Samuel hizo saber todas las palabras del Señor al pueblo que le había pedido un rey.
Dijo, pues: «Así hará el rey que reinará sobre vosotros: tomará a vuestros hijos, y los pondrá en sus carros y para que sean sus hombres de a caballo y corran delante de su carro.
»Y los nombrará jefes de miles y jefes de cincuentenas; y los pondrá asimismo a arar sus campos y segar sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros.
»Tomará también a vuestras hijas para que sean tejedoras, cocineras y panaderas.
»Y también tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos.
»Y tomará una décima parte de vuestro grano y vuestras viñas y los dará a sus oficiales y a sus sirvientes.
»Y tomará a vuestros siervos y vuestras siervas, y a vuestros mejores jóvenes, y a vuestros asnos, y los pondrá a trabajar para él.
»Diezmará también vuestros rebaños, y seréis sus siervos.
»Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis elegido, mas Jehová no os responderá en aquel día».


Todo esto sucedió en aquellos tiempos remotos, y el pueblo clamó a Samuel diciéndole: «Reza por tus siervos a Dios tu Señor, reza por nuestras vidas; porque a todos nuestros pecados hemos añadido la maldad de haber pedido un rey». Y después de Saúl y de David vino Salomón, que «respondió al pueblo en tono hosco, diciendo: “Mi padre os unció un yugo pesado, pero yo añadiré peso a vuestro yugo; mi padre os castigó con látigos, pero yo os azotaré con escorpiones”».

Y en estos tiempos, quinientos pares hereditarios poseen la quinta parte de Inglaterra; y entre ellos y los funcionarios y servidores del rey y quienes forman parte del poder establecido gastan anualmente en lujos innecesarios 1850 millones de dólares, lo que supone el treinta y dos por ciento de la riqueza total producida por todos los esforzados trabajadores del país.

En la abadía, ataviado con maravillosos ropajes dorados, entre fanfarrias de trompetas y tañidos de instrumentos musicales, rodeado de una multitud de dignatarios, lores y gobernantes, el rey era investido con los emblemas de su realeza. Las espuelas se las colocó en los talones el Lord Gran Chambelán, mientras que la Espada del Estado, con su vaina púrpura, le fue ofrecida por el arzobispo de Canterbury, con las siguientes palabras:


Recibid esta espada real que se os trae del altar de Dios y que os entregan los obispos y siervos de Dios, pese a ser indignos.


Y tras serle ceñida al nuevo monarca, escuchó la exhortación del arzobispo:


Con esta espada haced justicia, detened la iniquidad, proteged la Santa Iglesia de Dios, ayudad y defended a viudas y huérfanos, restituid todo aquello que ya decayó, conservad todo aquello que ha sido restituido, reformad lo que anda errado y confirmad lo que bien funciona.


Pero ¡atención! Hay clamores en Whitehall, la multitud se inquieta, la doble hilera de soldados se pone firme, y aparecen en escena los barqueros reales, con sus fantásticas vestimentas medievales de color rojo, como la vanguardia de un desfile circense. Le sigue una carroza real, llena de damas y caballeros de palacio, con lacayos empolvados y cocheros suntuosamente ataviados. Más carruajes, lores y chambelanes, vizcondes, camareras mayores de la reina…, lacayos todos. Luego los guerreros, una escolta digna de un rey, generales, bronceados y curtidos, llegados a Londres desde todos los rincones de la tierra; oficiales voluntarios, de la milicia y de tropas regulares; Spens y Plumer, Broadwood y Cooper, que liberaron Ookiep; Mathias de Dargai; Dixon de Vlakfontein; el general Gaselee y el almirante Seymour de China; Kitchener de Jartum; lord Roberts de la India y otros del mundo entero: ¡los combatientes de Inglaterra, maestros de la destrucción e ingenieros de la muerte! Una raza de hombres que nada tiene que ver con la de las tiendas y los bajos fondos, una raza de hombres completamente distinta.

Y ahí vienen, con toda su pompa y la seguridad de su poder, y no dejaban de llegar, esos hombres de acero, esos señores de la guerra y dominadores del mundo. Mezclados, pares y comunes, príncipes y maharajás, caballerizos del rey y alabarderos reales. A continuación, los coloniales, hombres ágiles y fuertes; y después todas las estirpes del mundo: soldados procedentes de Canadá, Australia y Nueva Zelanda; de las Bermudas, Borneo, Fiji y la Costa de Oro; de Rodesia, la Colonia del Cabo, Natal, Sierra Leona y Gambia, Nigeria y Uganda; de Ceilán, Chipre, Hong-Kong y Jamaica, y también de Weihaiwei; de Lagos, Malta, Santa Lucía, Singapur, las Colonias del Estrecho y Trinidad. Y después los hombres sometidos del Indo, morenos jinetes y espadachines, feroces y bárbaros, vestidos de colores carmesíes y escarlatas, sijs, rajputs, birmanos, provincia a provincia y casta a casta.

Y por último, la Guardia Montada: una visión de hermosos caballos color crema, una panoplia dorada, un huracán de vítores y un batir de manos: «¡El rey! ¡El rey! ¡Dios salve al rey!». Todos se habían vuelto locos. El contagio me cautivó…, también yo quería gritar: «¡El rey! ¡El rey! ¡Dios salve al rey!». A mi alrededor, hombres andrajosos con lágrimas en los ojos lanzaban sus sombreros al aire, gritando extasiados: «¡Dios le bendiga! ¡Dios le bendiga! ¡Dios le bendiga!». Mira, ahí llega, en esa magnífica carroza dorada, con la enorme corona centelleando sobre su cabeza y con la dama de blanco también coronada a su lado.

Me detuve a pensar, aturdido, e intenté convencerme a mí mismo de que todo aquello era real y auténtico, y no una visión de cuento de hadas. No lo conseguí, y fue mejor así. Sin duda, prefería creer que toda aquella pompa, vanidad, espectáculo e incalificable estupidez procedía de un cuento de hadas antes que aceptar que se trataba del comportamiento de una gente cuerda y sensata que ha aprendido a dominar la materia y ha resuelto los secretos de las estrellas.

Príncipes y principitos, duques, duquesas, y toda clase de personajes con títulos nobiliarios desfilaron ante nosotros; además de guerreros y lacayos, y pueblos sometidos, hasta que por fin terminó el desfile. Abandoné la plaza arrastrado por la multitud en dirección a un dédalo de callejuelas donde las tabernas bullían de embriaguez; hombres, mujeres y criaturas mezclados en un colosal libertinaje. Y por todos lados se oía la canción favorita de la Coronación:


Oh, el Día de la Coronación, el Día de la Coronación.
Nos correremos una juerga y gritaremos: ¡hip, hip, hurra!
Porque festejaremos, beberemos whisky, vino y jerez,
Y festejaremos el día de la Coronación.


Llovía a mares. Por la calle avanzaban los soldados de las tropas auxiliares, africanos negros y asiáticos amarillos, con sus turbantes y sus fez, y culis indios con ametralladoras y baterías de artillería sobre sus cabezas, y los pies desnudos de todos ellos producían un sonido rítmico al arrastrarse en el asfalto embarrado. Las tabernas se vaciaban como por arte de magia y los leales de piel oscura eran vitoreados por sus hermanos británicos, que enseguida volvían a sus parrandas.

—¿Qué te ha parecido el desfile, colega? —le pregunté a un viejo que estaba sentado en un banco de Green Park.
—¿Qué me ha parecido?, pues una buena ocasión pa’ echar una cabezadita, eso me ha parecido; aprovechando que no había polizontes, me he acostao ahí con cincuenta tíos más. Pero no he podido dormir, del hambre que tengo y de pensar que he trabajao toda mi vida y que no tengo ahora dónde caerme muerto; y encima oía la música y los aplausos y los cañonazos, que casi me he vuelto anarquista, y me han dao ganas de reventarle la cabeza al Lord Chambelán.

No entendí muy bien por qué justamente al Lord Chambelán, ni tampoco lo entendía él, pero era así como se sentía, me dijo en tono concluyente, y no hubo nada más que hablar.

Al caer la noche, la ciudad se convirtió en un festival de luces. Estallidos de colores por todas partes, verde, ámbar y rubí, así como las iniciales «E. R.» en letras enormes de cristal tallado iluminadas por lámparas de gas. Las multitudes en las calles sumaban ya cientos de miles, y aunque la policía actuaba con contundencia, abundaban los altercados, las borracheras y los escándalos. Los trabajadores fatigados parecían haber enloquecido con el jolgorio y la excitación, y hombres y mujeres, jóvenes y viejos se dispersaban y bailaban por las calles, con los brazos entrelazados, formando largas hileras y cantando I may be crazy, but I love you, Dolly Gray y The Honeysuckle and the Bee, esta última entonada con tanto acento que resultaba ininteligible.

Me senté en un banco del Embankment del Támesis y contemplé las aguas iluminadas. Se acercaba la medianoche y frente a mí pasaba el público menos jaranero, que volvía a sus casas evitando las calles más ruidosas. En el banco de al lado, había dos andrajosos, un hombre y una mujer, dando cabezadas y dormitando. La mujer tenía las manos juntas sobre el pecho, y con el cuerpo entero efectuaba el siguiente movimiento: ora se inclinaba hacia delante hasta que parecía que fuese a perder el equilibrio y a caerse al suelo; ora se inclinaba hacia el lado izquierdo hasta apoyar la cabeza en el hombro de su compañero; ora más y más hacia la derecha, hasta que el tirón de los músculos la despertaba y se incorporaba de golpe. Luego de nuevo una inclinación hacia delante y volvía a repetir el ciclo entero hasta que el tirón de músculos volvía a despertarla.

De vez en cuando, muchachos y adolescentes se detenían detrás de su banco y les proferían repentinos y terribles gritos. Ellos se despertaban bruscamente por el susto, y los transeúntes se partían de risa al ver la angustia y el sobrecogimiento en sus rostros.

Y lo más sorprendente era la crueldad general que reinaba por todas partes. Eso era el pan de cada día: a la gente sin hogar de los bancos de la calle, a esa pobre gente afligida, se los molestaba sin temor a las consecuencias. Debieron de pasar cincuenta mil personas junto al banco en el tiempo que estuve yo sentado en él, y ni una sola de ellas, en un acto tan señalado como la coronación del rey, se sintió mínimamente conmovida como para acercarse a la mujer y decirle: «Ten, medio chelín; ve a buscarte una cama». Al contrario: las mujeres, sobre todo las jóvenes, se mofaban de las cabezadas que daba aquella pobre infeliz, provocando la risa de sus compañeras.

Para usar un término británico, aquello era cruel; aunque el equivalente en América, feroz, resultaba más apropiado. Confieso que empezaba a indignarme aquella multitud feliz que pasaba alrededor y a producirme cierta satisfacción las estadísticas que demostraban que uno de cada cuatro adultos londinenses estaba destinado a morir en instituciones de caridad, ya fuera en el asilo de pobres, en el hospital o en el manicomio.

Hablé con el hombre. Tenía cincuenta y cuatro años y había sido estibador en otros tiempos. Ahora sólo encontraba trabajo muy de cuando en cuando, si había mucha demanda, pues en épocas de poco movimiento preferían a hombres más jóvenes y fuertes. Llevaba una semana viviendo en los bancos del Embankment; pero la cosa pintaba mejor de cara a la semana siguiente, porque tenía perspectivas de trabajar unos cuantos días y de conseguir una cama en un albergue de pobres. Había vivido toda su vida en Londres, salvo cinco años de servicio en la India, donde fue destinado en 1878.

Por supuesto que quería comer algo, y la chica también. Los días como aquél eran especialmente duros para la gente como ellos, aunque la policía estaba tan ocupada que los pobres podían dormir más. Desperté a la chica, o mujer, mejor dicho, porque tenía «veintiocho años, señor»; y nos dirigimos a una cafetería.

—Cuánto trabajo, poner todas esas luces —dijo el hombre cuando vio un edificio magníficamente iluminado. Aquélla era la idea clave de su vida. Llevaba toda la vida trabajando y sólo podía describir el universo objetivo, además de su propia alma, en términos de trabajo—. Las coronaciones son buenas —continuó—. Dan trabajo a la gente.
—Pero tú tienes el estómago vacío —le dije.
—Sí —me contestó—. Lo he intentao, pero no había ná pa’ mí. Tengo el inconveniente de la edad. ¿De qué trabajas tú? De marinero, ¿no? Te lo he visto por tus ropas.
—Yo sé qué eres —me dijo la chica—. Italiano.
—¡Qué va a ser italiano! —gritó el hombre acaloradamente—. Es yanqui, eso es lo que es, lo sé yo.
—Válgame Dios, ¡mirad eso! —exclamó ella, cuando desembocamos en el Strand, abarrotado por la multitud estruendosa y tambaleante de la Coronación. Los hombres vociferaban y las chicas cantaban con voces agudas y roncas:


Oh, el Día de la Coronación, el Día de la Coronación,
nos correremos una juerga y gritaremos: ¡hip, hip, hurra!,
porque festejaremos, beberemos whisky, vino y jerez,
y festejaremos el Día de la Coronación.


—Estoy realmente sucia, de el tiempo que he estao por ahí —dijo la mujer mientras se sentaba en un café, limpiándose las legañas y la mugre de la comisura de sus ojos—. Y menudas cosas he visto hoy, y me han gustao, aunque me he sentido muy sola. Y las duquesas y las damas con esos vestidos blancos despampanantes. Estaban preciosas, preciosas.
»Soy irlandesa —me dijo, en respuesta a mi pregunta—. Me llamo Eyethorne.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Eyethorne, señor. Eyethorne.
—¿Cómo se escribe?
—H-a-y-t-h-o-r-n-e, Eyethorne.
—Ah —le dije—, eres irlandesa cockney.
—Sí, señor, nacida en Londres.

Había vivido feliz en su casa hasta que su padre murió en un accidente y la dejó sola en el mundo. Uno de sus hermanos estaba en el ejército y el otro, ocupado en mantener a una esposa y ocho hijos con veinte chelines a la semana y trabajo esporádico, no podía ayudarla. Solamente había salido de Londres una vez en la vida para ir a un lugar de Essex, a doce millas de la ciudad, donde se había pasado tres semanas recogiendo fruta.

—Y volví más morena que una gitana. No se lo creerá usté, pero así fue.

El último sitio donde había trabajado era un café, de las siete de la mañana a las once de la noche, y por aquella jornada le habían pagado cinco chelines por semana, más la comida. Luego enfermó, y desde que había salido del hospital no había conseguido encontrar otro empleo. Estaba bastante desanimada y se había pasado las dos últimas noches en la calle.

Entre los dos se zamparon una buena cantidad de comida, y no empezaron a dar muestras de haberse saciado hasta que dupliqué y tripliqué lo que habían pedido al principio.

En un momento dado, ella alargó el brazo, palpó el tejido de mi abrigo y mi camisa y comentó que los yanquis llevaban muy buena ropa. ¡Mis harapos, buena ropa! Aquello hizo sonrojarme; sin embargo, cuando examiné mi ropa con mayor atención y observé luego la que llevaban ellos, empecé a sentirme bien vestido y respetable.

—¿Qué pensáis hacer? —les pregunté—. Cada día que pasa sois más mayores, ya sabéis.
—Al asilo de pobres —me dijo él.
—Yo no tengo ni puñetera idea —dijo ella—. Soy un caso perdido, lo sé, pero me moriré en la calle. Yo al asilo no voy, gracias. Ni hablar. —Y se sorbió la nariz en silencio.
—Después de pasaros la noche entera en la calle —les pregunté—, ¿qué hacéis por la mañana para conseguir algo de comida?
—Intentar conseguir un penique, si no tienes uno guardao —me explicó el hombre—. Luego ir a un café y pedir una taza de té.
—Pero no veo que eso sea comer —objeté.

La pareja sonrió con astucia.

—Te bebes el té mu’ despacio —continuó el hombre—, pa’ que te dure lo más posible. Y si te fijas bien, hay gente que deja un poco de comida al marcharse.
—Te quedas pasmao de cuánta comida se deja la gente —intervino la mujer.
—Lo importante —dijo el hombre en tono solemne, mientras yo asimilaba el truco— es conseguir el penique.

Al marcharnos, la señorita Haythorne recogió un par de mendrugos de las mesas vecinas y se los metió entre los harapos.

—No se pué permitir que se echen a perder —dijo, y el estibador asintió con la cabeza y se guardó también un par de mendrugos.

A las tres de la madrugada recorrí el Embankment. Era noche de gala para la gente sin techo, porque la policía estaba ocupada en otros lugares; no había banco que no estuviera lleno de gente dormida. Había tantas mujeres como hombres, y la gran mayoría, tanto unos como otros, eran gente mayor. De vez en cuando se veía a algún muchacho. En uno de los bancos vi a una familia: el hombre sentado con la espalda recta y un bebé dormido en sus brazos; la mujer dormía con la cabeza apoyada en el hombro de él y en su regazo la cabecita de un niño dormido. El hombre tenía los ojos muy abiertos. Contemplaba las aguas del río y pensaba, lo que no es una buena idea para un padre de familia sin hogar. No resultaba agradable especular sobre lo que estaría pensando, pero una cosa sí que sé, y lo sabe todo Londres: que los casos de desocupados que matan a sus mujeres y criaturas son bastante frecuentes.

No se puede caminar por el Embankment, a altas horas de la madrugada, desde el Parlamento hasta el puente de Waterloo, pasando por el Obelisco de Cleopatra, sin recordar los sufrimientos, veintisiete siglos atrás, recitados por el autor del Libro de Job:


Los malvados desplazan linderos, roban rebaños y pastores.
Se llevan el burro del huérfano, toman en prenda el buey de la viuda.
Apartan del camino a los pobres, los indigentes del país se esconden.
Como onagros de la estepa, salen a su faena, buscan presas desde el alba, por la tarde, pan para sus crías.
Siegan en el campo del inicuo, rebuscan en la viña del malvado.
Andan desnudos, sin ropa, hambrientos, cargan gavillas.
Job 24, 2-10


¡Hace veintisiete siglos! Y todo continúa siendo cierto y pertinente hoy en día, en el centro mismo de esta civilización cristiana, de la que Eduardo VII es rey.


13. Dan Cullen, estibador

A la vida le cuesta caminar majestuosamente
Por los patios pestilentes y los callejones infestados de
fiebres.
THOMAS ASHE

Ayer visité una habitación en una de las «viviendas municipales» de las inmediaciones de Leman Street. Si me daba por imaginar un futuro lóbrego en el que yo tenía que vivir en una de aquellas habitaciones hasta el fin de mis días, me venía abajo de inmediato, pues me daban ganas de tirarme al Támesis y abreviar así mi arrendamiento.

Aquello no era una habitación. Ni siquiera la cortesía con el lenguaje permite llamarla así; sería como llamar mansión a una choza. Era una guarida, un agujero. Sus dimensiones eran dos metros por dos y medio, y el techo era tan bajo que no ofrecía el volumen de aire que requiere un soldado británico en un barracón. Un camastro, cubierto con paños andrajosos, ocupaba prácticamente la mitad del cuarto. Una mesa destartalada, una silla y un par de cajas dejaban apenas el espacio justo para moverse. Con cinco dólares, uno podría haberse comprado todo lo que había allí. El suelo estaba desnudo, mientras que las paredes estaban literalmente cubiertas de manchas de sangre. Cada mancha representaba la muerte violenta de un chinche, de los que el edificio estaba infestado, una plaga con la que nadie podía lidiar.

El hombre que había ocupado aquel agujero, un tal Dan Cullen, estibador, se estaba muriendo en el hospital. Sin embargo, había dejado la suficiente impronta en aquel miserable cubículo como para hacerme una idea de qué clase de hombre era. En las paredes había retratos baratos de Garibaldi, Engels, Dan Burns y otros líderes obreros, mientras que sobre la mesa había una de las novelas de Walter Besant. Conocía bien a Shakespeare, según me habían dicho, y había leído libros de historia, sociología y economía. Era autodidacta.

Sobre la mesa, en medio de un tremendo desorden, había una hoja de papel en el que alguien había garabateado: «Señor Cullen, por favor, devuélvame la jarra grande blanca y el sacacorchos que le presté», objetos que le había proporcionado una vecina durante la fase inicial de su enfermedad y que después le había reclamado ante su muerte inminente. Una jarra grande blanca y un sacacorchos eran objetos demasiado valiosos para una criatura del Abismo como para permitir a otra morir en paz. Era preciso atormentar hasta el fin el alma de Dan Cullen con aquella sordidez de la que él, en vano, se esforzó por escapar.

La historia de Dan Cullen es breve, pero en ella hay mucho que leer entre líneas. Había nacido, de condición muy humilde, en una ciudad y en una tierra donde las diferencias de casta estaban firmemente trazadas. Todos los días de su vida trabajaba duramente con las manos; y como había abierto libros, y se dejó cautivar por las llamas del espíritu, y sabía «escribir cartas como los abogados», sus compañeros lo eligieron para que trabajara para ellos con su cerebro. Se convirtió en líder de los descargadores de fruta, había representado a los estibadores en el Consejo de Sindicatos de Londres y había escrito incisivos artículos en la prensa obrera.

No se arredraba ante otros hombres, por mucho que éstos fueran sus amos económicos y su sustento dependiera de ellos; decía libremente lo que pensaba, y luchaba por hacer justicia. Lo declararon culpable por haber desempeñado un papel destacado en la «Gran Huelga del Puerto». Y aquél había sido el fin de Dan Cullen. Desde entonces fue un hombre estigmatizado, y, todos los días, durante los diez años siguientes, «pagó las consecuencias» por ello.

Los estibadores trabajan a jornal. La cantidad de trabajo fluctúa, y el estibador trabaja, o no, según la cantidad de producto que haya que transportar. Dan Cullen fue discriminado. Aunque no le negaron el trabajo de forma explícita (lo cual habría causado problemas, pero habría sido más piadoso), el capataz sólo lo llamaba para trabajar dos o tres días por semana. A eso se le llama «escarmiento» o «instrucción». En otras palabras, significaba que le hacían pasar hambre. No hay una expresión más correcta para decirlo. Diez años en esa tesitura le habían roto el corazón, y los hombres con el corazón roto no sobreviven.

Cullen cayó enfermo en aquella guarida horrible, que se había vuelto aún más horrible debido a su invalidez. No tenía familia ni parientes, era un viejo solitario, amargado y pesimista, obligado a luchar contra los parásitos todo el tiempo y a ver cómo Garibaldi, Engels y Dan Burns lo contemplaban desde las paredes manchadas de sangre. La gente de aquellos barracones municipales nunca lo visitaba (no había trabado amistad con ninguno de sus vecinos) y dejaban que se pudriera allí.

Sin embargo, desde el extremo más alejado del East End venían a verlo un zapatero y su hijo, los únicos amigos que tenía. Ellos le limpiaban el cuarto, le traían sábanas limpias de su casa y le retiraban las suyas, ennegrecidas por la suciedad. Y también le trajeron a una de las enfermeras del Servicio de Caridad de la Reina de Aldgate.

La enfermera le lavaba la cara, le sacudía el camastro y charlaba un rato con él. Y tuvieron conversaciones interesantes, hasta el día en que Cullen se enteró de su apellido. Oh, sí, se apellidaba Blank, confesó ella inocentemente, y era hermana de sir George Blank. Sir George Blank, ¿eh?, bramó el viejo Dan Cullen en su lecho de muerte; sir George Blank, abogado de los muelles de Cardiff, principal responsable de la derrota del Sindicato de Estibadores de Cardiff, ¿y encima lo nombraban caballero? ¿Y ella era su hermana? En aquel momento, Dan Cullen se incorporó en su miserable camastro y la maldijo a ella y a toda su estirpe. Y la enfermera no volvió más, muy impresionada por la ingratitud de los pobres.

A Dan Cullen se le hincharon los pies a causa de la hidropesía. Se pasaba el día sentado al borde de la cama (para que no se le acumulara el agua en el cuerpo), sin una triste estera en el suelo, con una manta fina sobre las piernas y un abrigo viejo echado sobre los hombros. Un misionero le trajo unas pantuflas de papel, de cuatro peniques (yo las vi), y procedió a ofrecer a Dios cincuenta oraciones o algo así por el bien del alma de Dan Cullen. Pero Dan Cullen era de esos hombres que quieren que dejen su alma en paz. No queríaque cualquier hijo de vecino se pusiera a mangonear en ella a cambio de unas pantuflas de cuatro peniques. Así que le pidió al misionero que tuviera la amabilidad de abrir la ventana para poder arrojar las pantuflas por ella. Y el misionero se marchó y no volvió, también impresionado por la ingratitud de los pobres.

El zapatero, que era un viejo héroe también él, aunque sus hazañas jamás fuesen a constar en los anales y en las canciones, visitó confidencialmente la oficina central de la gran empresa frutera para la que Dan Cullen había trabajado a destajo durante treinta años. Su sistema consistía en emplear exclusivamente a jornaleros. El zapatero les contó la situación desesperada en la que se hallaba Cullen, viejo, hundido, muriéndose, sin dinero ni nadie que lo ayudara. Les recordó que había trabajado para ellos durante treinta años y les rogó que hicieran algo por él.

—Ah, ya —dijo el encargado, acordándose de Dan Cullen sin necesidad de consultar sus libros—, pero es que mire usted, tenemos por norma no ayudar nunca a los temporeros, así que no podemos hacer nada.

Y no hicieron nada, ni siquiera firmar una carta para que Dan Cullen fuese ingresado en un hospital. Y no es precisamente fácil que te admitan en un hospital de Londres. En Hampstead, en el caso de que pasase el filtro de los médicos, tardarían cuatro meses en admitirlo, tanta es la gente que hay en lista de espera. Finalmente, el zapatero consiguió que lo ingresaran en el asilo de Whitechapel, adonde iba a visitarlo a menudo. Allí descubrió que Dan Cullen había sucumbido a la sensación de que, al no haber esperanza alguna para él, estaban intentando quitárselo de en medio. Hay que reconocer que era completamente lógico que un viejo acabado como él llegara a dicha conclusión, sobre todo después del «escarmiento» y la «instrucción» recibidos durante diez años. Cuando, para combatir la enfermedad de Bright, le hicieron sudar para eliminar la grasa de los riñones, Dan Cullen afirmó que la sudoración estaba precipitando su muerte; como la enfermedad de Bright consume los riñones, no habría grasa que eliminar, de forma que el pretexto del médico era un descarado engaño. Al oír aquello, el médico montó en cólera y se pasó nueve días sin visitarlo.

Luego le inclinaron tanto la cama que le quedaron lo pies y las piernas en alto. De inmediato la hidropesía se extendió por todo el cuerpo y Dan Cullen sostuvo que le estaban haciendo aquello para que el agua de las piernas se extendiera por todo el cuerpo y así matarlo antes. Solicitó el alta, aunque le advirtieron que se moriría en las escaleras, y, más muerto que vivo, se arrastró hasta el taller del zapatero. En el momento de escribir estas líneas, Cullen se está muriendo en el Temperance Hospital, donde su devoto amigo, el zapatero, tuvo que remover cielo y tierra para conseguir que lo admitieran.

¡Pobre Dan Cullen! Un Jude el Oscuroque ansiaba ampliar su conocimiento; que trabajó de día con el cuerpo y estudió en sus noches en vela; que persiguió sus sueños y luchó con valentía por la Causa; un patriota, un amante de la libertad humana y un luchador osado; y, al final, no lo bastante gigante como para imponerse a las condiciones que lo frustraban y ahogaban, un cínico y un pesimista que dio sus últimos estertores en un lecho para pobres de un albergue de la caridad. «Porque la muerte de un hombre que pudo haber sido sabio y no lo fue, es algo que yo llamo una tragedia».


14. El lúpulo y sus recolectores

Mal va la tierra, presa de acelerada debacle,
cuando se acumula la riqueza y languidecen los
hombres:
los lores y príncipes pueden florecer o marchitarse,
un hálito puede crearlos, así de fácil es;
en cambio, un campesinado aguerrido, orgullo del
país,
una vez destruido ya nada puede suplirlo.
GOLDSMITH

Tan lejos ha llegado el divorcio entre el trabajador y la tierra que los distritos agrícolas de todo el mundo civilizado dependen ya de las ciudades para la recolección de la cosecha. Sucede entonces que, cuando la tierra está rebosante de frutos maduros, los hombres y mujeres de las calles, los mismos que fueron expulsados de la tierra, son reclamados otra vez por ella. Pero en Inglaterra no regresan como hijos pródigos, sino en calidad de marginados, vagabundos y parias, a quienes sus parientes del campo desprecian e insultan, y han de dormir en cárceles y albergues temporales, o bien bajo los setos, y vivir Dios sabe cómo.

Se calcula que solamente en Kent hacen falta ochenta mil de estos vagabundos para la recolección el lúpulo. Y allí van, obedeciendo a una llamada, la llamada de auxilio de sus estómagos y del espíritu de aventura que todavía prevalece en ellos. Los suburbios, guetos y arrabales los vomitan, y aun así esos suburbios, guetos y arrabales se quedan igual de abarrotados. Pese a todo, los recolectores invaden el campo como si fueran un ejército de muertos vivientes, y el campo no los quiere. Son intrusos. Cuando arrastran sus cuerpos deformes y contrahechos por carreteras y caminos vecinales, parecen abyectos engendros del Averno. Su misma presencia, el hecho en sí de su existencia, es un insulto al sol diáfano y luminoso y a las cosas verdes que crecen. Los árboles limpios y firmes se avergüenzan de ellos y de su deformidad marchita, y es que su podredumbre es una ofensa repugnante a la dulzura y la pureza de la naturaleza.

¿Acaso exagero? Pues depende. Para alguien que ve y piensa la vida en términos de acciones y cupones, ciertamente estoy exagerando. Pero para quienes ven y piensan la vida en términos de hombres y mujeres auténticos, no puede haber exageración posible. Todas esas hordas de desdicha brutal y de absurda miseria quedan compensadas por la existencia de un fabricante millonario de cerveza que reside en un palacio del West End, se sacia con los placeres sensuales de los dorados teatros de Londres, se codea con pequeños nobles y principitos y es nombrado caballero por el rey. Y obtiene sus espuelas… ¡Válgame Dios! En los viejos tiempos, estaban reservadas a enormes bestias rubias que montaban en los carros de guerra y obtenían sus espuelas abriendo en canal a un hombre de la coronilla al espinazo. Y al fin y al cabo, es mucho mejor matar a un hombre fuerte rajándolo con un tajo de acero sibilante que convertirlo en una bestia, tanto a él como a sus descendientes, por medio de la astuta y artera manipulación de la industria y la política.

Pero volvamos al lúpulo. Aquí el divorcio de la tierra es tan obvio como en cualquier otra especialidad agrícola de Inglaterra. Mientras que la fabricación de cerveza no deja de crecer, el cultivo del lúpulo no deja de descender. En 1835 había 71 327 acres de lúpulo. Hoy en día quedan 48 024, 3103 menos que el año pasado.

Y si ya había pocos acres ese año, un mal verano y unas tormentas terribles redujeron aún más la producción. Este infortunio se reparte entre los propietarios y los recolectores del lúpulo. Los propietarios se ven obligados a vivir con menos lujo y los recolectores con menos comida, algo que ni siquiera en los buenos tiempos consiguen en cantidad suficiente. Durante varias semanas han ido apareciendo en la prensa londinense titulares como el siguiente:

LOS VAGABUNDOS ABUNDAN, PERO EL LÚPULO ESCASEA Y AÚN NO ESTÁ A PUNTO.


Seguidos de numerosos párrafos como éste:


De las regiones de los campos de lúpulo llegan noticias preocupantes. Las rachas de sol de los dos últimos días han hecho aparecer en Kent muchos centenares de recolectores de lúpulo, que deberán esperar a que los campos estén listos. En Dover, el número de vagabundos del asilo para pobres triplica el del año pasado por las mismas fechas, y en otras poblaciones, el enorme aumento del número de temporeros se explica por lo tarde que ha empezado la temporada.


Para colmo de su desgracia, cuando por fin empezó la recolección, lúpulos y recolectores por igual fueron barridos por un terrible vendaval de lluvia y granizo. Los lúpulos fueron arrancados de los tallos y aplastados contra el suelo, mientras que los recolectores, intentando resguardarse del punzante granizo, a punto estuvieron de ahogarse en sus chozas y campamentos, que se hallaban en terreno bajo. Tras la tormenta, su estado era lamentable y su miseria, más acusada que nunca; porque si la cosecha ya había sido mala de por sí, su destrucción había acabado con toda esperanza de ganar unos cuantos peniques, y a miles de ellos no les quedó otro remedio que «poner pies en polvorosa» y volver a Londres.

—No somos barrenderos —dijeron, mientras abandonaban aquel suelo alfombrado de lúpulos que les llegaban a los tobillos.

Los que se quedaron se quejaban amargamente, entre los tallos desnudos, del chelín que se pagaba por siete fanegas; una tarifa que los cultivadores pagaban en una buena temporada, cuando los lúpulos estaban en perfecto estado, pero también en una temporada mala, porque no tenían dinero para más. Poco después de la tormenta, pasé por Teston y por East y por West Farleigh, escuché los rezongos de los recolectores y vi los lúpulos pudriéndose en el suelo. En los invernaderos de Barham Court, el granizo había roto treinta mil paneles de vidrio y había hecho pedazos y machacado melocotones, ciruelas, peras, manzanas, ruibarbos, coles, remolachas azucareras…, todo.

Aquello era lamentable para los propietarios, ciertamente. Pero en el peor de los casos, a ninguno de ellos le faltaría alimento ni bebida, ni una sola comida. Y sin embargo, era a ellos a quienes la prensa dedicaba columnas enteras de conmiseración y cuyas pérdidas pecuniarias detallaba con minuciosidad. «El señor Herbert Leney calcula que ha perdido ocho mil libras. El señor Fremlin, reputado cervecero, que tiene arrendadas todas las tierras de esta parroquia, ha perdido diez mil libras»; por su parte, «el señor Leney, cervecero de Wateringbury, y hermano del señor Herbert Leney, también ha sufrido importantes pérdidas». Los recolectores, en cambio, no contaban. Y, sin embargo, me atrevo a afirmar que las diversas comidas que había perdido el malnutrido William Buggles y la malnutrida señora Buggles, y las malnutridas criaturas de ambos, eran una tragedia mayor que las diez mil libras que había perdido el señor Fremlin. Y, además, la tragedia del malnutrido William Buggles podía multiplicarse por millares, mientras que la del señor Fremlin ni siquiera podía multiplicarse por cinco.

Para saber cómo les iba a William Buggles y a los suyos, me vestí con mis ropas de marinero y salí en busca de trabajo. Me acompañaba Bert, un joven zapatero del East End que había sucumbido al deseo de aventura y quería hacer el viaje conmigo. Siguiendo mi consejo, se había puesto sus «peores trapos», y cuando salimos de Maidstone por la carretera de Londres, lo vi bastante preocupado de que fuéramos demasiado mal vestidos para conseguir trabajo.

Y era comprensible. Cuando nos detuvimos en una taberna, el propietario nos miró con recelo y su actitud no cambió hasta que le mostramos el color de nuestros billetes. Los nativos que nos encontrábamos por el camino tampoco nos miraban con agrado, y los «domingueros» que salían de Londres en sus veloces carruajes nos abucheaban, se burlaban de nosotros y nos insultaban. Pero antes de abandonar el distrito de Maidstone, mi amigo descubrió que íbamos bien vestidos, incluso mejor, que el recolector medio de lúpulo. De hecho, vimos algunos harapos andantes increíbles.

—La marea está baja —les dijo en voz alta una mujer de aspecto agitanado a sus compañeras, mientras nosotros nos acercábamos a una larga hilera de recipientes, en los que las recolectoras desgranaban el lúpulo.
—¿Lo captas? —me susurró Bert—. Está hablando de ti.

Yo lo capté. Y debo confesar que la alusión era apropiada. Cuando baja la marea, los barcos se quedan en la playa y no salen a la mar, y el marinero, cuando la marea está baja, tampoco se embarca. Mi atuendo de marinero y mi presencia en el campo de lúpulo proclamaban a los cuatro vientos que yo era marinero sin barco, un hombre varado, algo muy parecido a una embarcación en bajamar.

—¿Puede darnos usté trabajo, jefe? —le preguntó Bert al capataz, un anciano de cara amable que parecía muy atareado.

El hombre pronunció un «no» con rotundidad. Pero Bert no dio su brazo a torcer y lo siguió, y yo lo seguí a mi vez, prácticamente por todo el campo. Tal vez fue esa insistencia que evidenciaba nuestras ansias por trabajar, o tal vez fue nuestra mala suerte y nuestro aspecto desgraciado, eso ni Bert ni yo lo supimos; sin embargo, al final, su corazón se ablandó y nos dio el único sitio que había libre en todo el campo, una caja que habían abandonado otros dos hombres porque, según me contó alguien, no conseguían ganar lo bastante para comer.

—Y a portarse bien, ¿entendido? —nos advirtió el capataz cuando nos dejó trabajando en medio de las mujeres.

Era sábado por la tarde y sabíamos que pronto llegaría la hora de irse; de modo que nos aplicamos concienzudamente en nuestra tarea, deseosos de saber si al menos podríamos ganarnos un mendrugo. Era un trabajo sencillo; de hecho, era un trabajo para mujeres, no para hombres. Nos sentamos en el borde de la caja, entre los tallos de los lúpulos, mientras un hombre con una pértiga nos iba acercando las enormes y olorosas ramas. Al cabo de una hora, éramos todo lo expertos que podíamos ser. En cuanto nuestros dedos se acostumbraron de manera mecánica a diferenciar entre los lúpulos y las hojas, y a arrancar media docena de conos al mismo tiempo, ya no hubo nada más que aprender.

Trabajamos con agilidad, y tan deprisa como las mujeres, aunque sus cajas se llenaban más rápidamente que las nuestras debido a la concurrencia de criaturas, cada una de las cuales recolectaba a dos manos casi tan rápido como nosotros.

—No vaciéis demasiao las ramas, va contra las normas —nos informó una de las mujeres; y nosotros aceptamos el consejo, agradecidos.

A medida que avanzaba la tarde nos dimos cuenta de que no se podía ganar para vivir con aquello, siendo hombres. Las mujeres podían recolectar tanto como los hombres, y las criaturas casi tanto como las mujeres; así que a un hombre le resultaba imposible competir con una mujer y media docena de niños. La mujer y la media docena de niños contaban como una sola unidad, y eran ellas quienes con su capacidad combinada determinaban lo que se pagaba a una unidad.

—Me muero de hambre, compañero —le dije a Bert. No habíamos comido al mediodía.
—Carajo, yo me comería hasta los lúpulos —me respondió.

Y ambos lamentamos el hecho de no haber engendrado una numerosa prole que nos ayudara en aquel momento de necesidad. Y de aquel modo hablamos y pasamos el rato para regocijo de nuestros vecinos. Nos ganamos la simpatía del que manejaba la pértiga, un joven pueblerino de la zona, que de vez en cuando nos echaba unos cuantos lúpulos ya arrancados a nuestra caja, puesto que formaba parte de su tarea recoger los racimos que caían al suelo durante el proceso de vaciar las ramas.

Con él hablamos sobre cuánto podíamos «arañar», y nos informó de que, aunque nos pagaban un chelín por cada doce fanegas, sólo podíamos «arañar», o cobrar por adelantado, un chelín por cada siete fanegas. Es decir, que se te retenía el dinero correspondiente a cinco de cada doce fanegas, un sistema que empleaban los cultivadores y con el que se pretendía retener a los recolectores en su trabajo, tanto si la cosecha era buena como si era mala, y especialmente si era mala.

Después de todo, era agradable estar allí sentados bajo el sol radiante, mientras el polen dorado nos caía de las manos, el olor penetrante y aromático del lúpulo nos embriagaba los sentidos con el vago recuerdo de las estrepitosas ciudades de las que procedía toda aquella gente. ¡Pobre gente de las calles! ¡Pobre gente del arroyo! Hasta ellos anhelan la tierra y sienten una cierta nostalgia por el campo del que han sido expulsados, de la libertad de la vida al aire libre, y del viento y la lluvia y el sol no contaminado por las lacras de la ciudad. Como el mar llama al marinero, también a ellos los llama la tierra; y en lo más profundo de sus cuerpos corrompidos y subdesarrollados, sienten como una extraña conmoción por el recuerdo de sus antepasados campesinos que vivieron antes de que las ciudades existieran. E incomprensiblemente, se sienten contentos por el olor que desprende la tierra, y los paisajes y los sonidos que su sangre no ha olvidado pese a que ellos ya no los recuerden.

—Se acabaron los lúpulos, colega —se quejó Bert.

Eran las cinco de la tarde y los encargados de las pértigas se habían retirado para que los demás pudieran recogerlo todo, puesto que el domingo no se trabajaba. Durante una hora nos obligaron a esperar, sin hacer nada, hasta que llegaran los tasadores, sintiendo el hormigueo de la escarcha en los pies, que aparecía inmediatamente después de que se pusiera el sol. En la caja de al lado, dos mujeres y media docena de criaturas habían recogido nueve fanegas; es decir, que las cinco fanegas que los tasadores encontraron en nuestra caja demostraba que nosotros lo habíamos hecho igual de bien, porque las edades de la media docena de chiquillos oscilaban entre los nueve y los catorce años.

¡Cinco fanegas! Nos salía la cosa a ocho peniques y medio, o bien diecisiete centavos, para dos hombres que habían trabajado tres horas y media. ¡Ocho centavos y medio por cabeza, una tarifa de dos centavos y tres séptimas partes de centavo por hora! Sin embargo, sólo se nos permitía «arañar» cinco peniques de la cantidad total, pero como el encargado de las cuentas no tenía cambio, nos dio seis peniques. Nuestras súplicas resultaron en vano. Las penurias que le contamos no lo conmovieron lo más mínimo. De hecho, proclamó en voz bien alta que nos había dado un penique más del que nos correspondía y se marchó de allí.

Suponiendo que fuéramos lo que representábamos ser, es decir, gente pobre y sin un penique, nuestra situación sería la siguiente: se acercaba la noche, no habíamos cenado, ni siquiera habíamos comido al mediodía. Y teníamos seis peniques entre los dos. Yo me habría comido el triple de lo que aquella cantidad podía comprar, y Bert lo mismo. Una cosa había quedado clara. Si saciábamos nuestros estómagos en un 16 2/3 por ciento de justicia, podíamos gastarnos los seis peniques y nuestros estómagos seguirían bramando por culpa de un 83 1/3 de injusticia. Como nos quedaríamos otra vez sin blanca, podríamos dormir bajo un seto, lo cual no estaba tan mal, aunque el frío consumiría una buena parte de lo que habíamos comido. Pero el día siguiente era domingo, así que no podríamos trabajar, aunque los bobos de nuestros estómagos no se cerrarían por esa razón. Ahí, pues, estaba el problema: cómo conseguir tres comidas el domingo y dos el lunes (porque hasta última hora de la tarde del lunes no podríamos «arañar» otro adelanto). Sabíamos que los albergues temporales estaban repletos, sabíamos también que, si mendigábamos a los granjeros o a los aldeanos, lo más probable sería que nos metieran catorce días en el calabozo. ¿Qué podíamos hacer? Nos miramos el uno al otro, desesperados…

Nada de todo esto. Dimos gracias a Dios por no ser como otros hombres, sobre todo como los recolectores de lúpulo, y cogimos el camino que llevaba a Maidstone, con las medias coronas y florines que habíamos traído de Londres tintineando en nuestros bolsillos.

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Una respuesta a “La gente del abismo (IV)

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