Escupiré sobre vuestra tumba (IV)

Boris Vian









XI

Llegó el sábado por la tarde, y no había vuelto a ver a Dexter… Decidí coger el Nash e ir hasta su casa. Si venía todavía, lo dejaría aparcado en su garaje…Si no, me iría desde allí directamente.

Cuando lo dejé aquella noche estaba enfermo como un cerdo. Debía encontrarse mucho más borracho de lo que yo había pensado y se puso a gastar bromas. La pequeña Polly conservaría siempre ya su señal en el seno izquierdo, ya que a aquel animal no se le había ocurrido otra cosa que morderla como un rabioso. Imaginaba que sus dólares la calmarían, pero la negra Anna volvió sin hacerse esperar y amenazó con no volver a recibirle nunca más. Seguro que no era la primera vez que iba por allí. No quería dejar marchar a Polly, cuyo color de pelirroja debía agradarle. Anna le puso una especie de apósito y le dio un somnífero, pero tuvo que dejarla en manos de Dex que le lamía todas las heridas haciendo ruidos con la garganta.

Yo sospechaba lo que debía sentir él, puesto que, por mi parte, no podía decidirme a sacarla de aquella niña negra, a pesar de que procuraba ir con cuidado para no causarle ninguna herida, y no se quejó ni una sola vez. Unicamente, permanecía con los ojos cerrados.

A causa de aquello, me preguntaba si Dex se encontraría con aplomo suficiente hoy para ir a pasar el fin de semana a casa de los Asquith. Yo me había despertado la mañana del día anterior en un curioso estado. Y Ricardo podía decirlo: a las nueve de la mañana me tuvo que servir un triple zombie; no conozco nada como eso para volver a poner a un tipo en forma. En el fondo, casi no bebía antes de venir a Buckton y me daba cuenta de que hacía mal. A condición de tomar la cantidad suficiente, no hay a quien no le haya aclarado las ideas. Esa mañana iba bien, y llegué a casa de Dex muy en forma.

Ya estaba esperándome, contrariamente a lo que yo suponía, recién afeitado, enfundado en un traje de gabardina beige, y camisa de dos colores, gris y rosa.

—¿Ha almorzado ya, Lee? Detesto tener que pararme en la carretera, así que suelo tomar mis precauciones.

Aquel Dexter era claro, simple y conciso como un chaval. Un chaval más viejo que la edad que tenía, a pesar de todo. Sus ojos.

—Comería un poco de jamón y mermelada —contesté.

El mozo del comedor me sirvió copiosamente. Me horroriza tener que soportar a un tipo metiendo sus narices en la comida que como, pero parecía muy normal para Dexter.

Tras aquello, nos marchamos. Pasé mi equipaje del Nash al Packard, y Dexter se sentó a la derecha.

—Conduzca Ud., Lee. Vale más así.

Me miró por encima. Fue su única alusión a la sesión del día anterior por la tarde. Durante el resto del camino, estuvo de un humor radiante y me relató toda una serie de historias sobre los padres Asquith, dos buenos cerdos que habían debutado en la vida con un confortable capital, lo cual es correcto, pero también con la costumbre de explotar a las gentes cuyo único delito era poseer una piel de distinto color. Tenían plantaciones de caña cerca de la isla de Jamaica o de Haití, y Dex pretendía que, en su casa, podía beberse un ron formidable.

—Deja bien atrás los zombies de Ricardo, ¿sabe Lee?
—¡Entonces ya estoy allí! —afirmé yo.

Y le pegué un buen viaje al pedal del acelerador.

Hicimos las cien millas en poco más de una hora y Dex me dirigió cuando llegamos a Prixville. Era un pueblucho mucho menos importante que Buckton, pero las casas daban la impresión de ser más lujosas y los jardines más espaciosos. Hay lugares en los que todo quisque parece estar forrado.

La verja de entrada de los Asquith estaba abierta y ascendí en la misma marcha la rampa del garaje, sin que el motor se quejara. Aparqué el Clipper detrás de otros dos coches.

—Ya han llegado algunos clientes —dije.
—No —comentó Dexter—. Son los automóviles de la casa. Creo que somos los únicos. Aparte de nosotros, hay algunos de por aquí. Se van invitando todos a todos por lista, porque cuando se quedan solos en casa se aburren demasiado. Hay que decir que no se quedan a menudo.
—Ya veo —dije—. Gente que merece que le compadezcamos, en suma.

Se rio y bajó. Cogimos cada uno nuestra maleta y nos dimos de narices con la misma Jean Asquith. Llevaba en la mano una raqueta de tenis. Tenía puestos unos shorts blancos y acababa de enfundarse, tras el partido, un pull azul que resaltaba sus formas terriblemente.

—¡Oh! Estáis aquí —dijo.

Parecía encantada de vernos.

—Vengan a tomar alguna cosa.

Miré a Dex, él me miró a mí, y ambos movimos la cabeza en señal de aprobación, conjuntamente.

—¿Dónde está Lou? —preguntó Dex.
—Ha subido ya —contestó Jean—. Debe de estar cambiándose.
—¡Oh! —dije escamado—. La gente se viste para jugar al bridge, en este sitio.

Jean se rio a carcajadas.

—Quise decir cambiándose de shorts. Venga, vayan a ponerse algo más cómodo que eso que llevan y vuelvan. Serán conducidos a sus habitaciones.
—Imagino que también Ud. va a cambiarse de short —dije en broma—. Hace lo menos una hora que lleva puesto ese.

Recibí un buen raquetazo en los dedos.

—¡Yo no transpiro para nada! —afirmó Jean—. Ya se me pasó la edad.
—Y perdió Ud. el partido, sin duda.
—¡Sí!…

Se rio aún más. Sabía que se reía muy bien.

—En tal caso, puedo arriesgarme a proponerle que juguemos un set —dijo Dex—. Naturalmente, no dentro de un rato. Mañana por la mañana.
—Por supuesto —dijo Jean.

No sé si me equivoco, pero creo que hubiera preferido que hubiese sido yo.

—Bueno —dije—. Si hay dos pistas, yo haré lo mismo con Lou, y ambos perdedores jugarán el uno contra el otro. Arrégleselas para perder, Jean, y quizás tengamos una oportunidad de jugar juntos.
OK —dijo Jean.
—Entonces —concluyó Dex—, ya que todo el mundo hace trampas, voy a ser el batido.

Nos echamos a reír los tres al tiempo. No es que tuviera mucha gracia, pero la cosa estaba algo tensa, y era necesario arreglarla. Dex y yo, seguimos a Jean hacia la casa, y nos dejó en manos de una doncella negra, sumamente delgada, con una pequeña cofia blanca almidonada.


XII

Me cambié en mi habitación y me reuní de nuevo con Dex y los demás abajo. Había otros dos chicos y dos chicas, un número redondo, y Jean jugaba al bridge con una de las chicas y los dos chicos. Lou estaba allí. Dejé que Dex hiciera compañía a la otra chica y encendí la radio para poner música de baile. Encontré a Stan Kenton y lo dejé. Era mejor que nada. Lou olía a un nuevo perfume que me gustaba más que el del otro día, pero quise hacerla rabiar.

—¿Ha cambiado de perfume, Lou?
—Sí. ¿Este no es de su gusto?
—Sí, está bien. Pero Ud. sabe que esto no se hace.
—¿Qué?
—No se debe cambiar de perfume. Una verdadera elegante permanece fiel a su perfume.
—¿Dónde ha aprendido eso?
—Todo el mundo lo sabe. Es una vieja regla francesa.
—No estamos en Francia.
—En tal caso ¿por qué usa perfume francés?
—Son mejores.
—Ciertamente, pero si se respeta una regla, es necesario respetar todas las demás.
—Pero, dígame, Lee Anderson, ¿dónde ha pescado todo eso?
—Son las virtudes de la instrucción —contesté irónicamente.
—¿De qué colegio sale Ud.?
—De ninguno que Ud. Conozca.
—¿Cuál?
—Estudié en Inglaterra y en Irlanda antes de volver a los
Estados.
—¿Y cómo es que se dedica a hacer lo que hace? Podría ganar más dinero.
—Gano lo suficiente para hacer lo que quiero hacer —dije.
—¿Tiene familia?
—Tenía dos hermanos.
—¿Y?
—El más joven ha muerto. En un accidente.
—¿Y el otro?
—Vive todavía. Está en Nueva York.
—Me gustaría conocerlo —dijo.

Parecía haber perdido la brusquedad de que hacía gala en casa de Dexter y de Jicky, y también, haber olvidado lo que le había hecho entonces.

—Prefiero que no le llegue a conocer —dije.

Y lo pensaba. Pero me equivocaba pensando que había olvidado.

—Sus amigos son divertidos —dijo pasando a otro tema sin solución de continuidad.

Seguíamos bailando. Casi no había interrupción entre los diversos discos, y aquello me salvó de tener que contestarle.

—¿Qué le hizo a Jean, la última vez? —dijo—. Ya no es como antes.
—No le hice nada. Tan solo la ayudé a soltar la borrachera. Existe una técnica muy conocida.
—No sé si está bromeando. Con Ud. es difícil saberlo.
—¡Pero si soy transparente como un cristal!… —aseguré.
—Me hubiera gustado estar allí —concluyó ella.
—También yo siento que no haya estado. Ahora estaría más tranquila.

Mi frase me hizo sentir calor detrás de las orejas. Me acordaba del cuerpo de Jean en aquel momento. Tomarlas a las dos, y suprimirlas al mismo tiempo, después de habérselo dicho a las dos. No parecía posible…

—Creo que no piensa lo que dice.
—No sé qué habría de decir para que pensase que lo pienso realmente.

Protestó vigorosamente, me trató de pedante, y me acusó de hablar igual que un psiquiatra austríaco. Un poco demasiado duro.

—Quiero decir —aclaré— ¿en qué momentos le parece que digo la verdad?
—Prefiero cuando no dice nada.
—¿Y cuando no hago nada también?

La apreté más fuerte. Evidentemente se acordaba de lo que yo aludía, y bajó los ojos.

Pero no estaba dispuesto a soltarla así como así. Además, dijo:

—Depende de lo que haga…
—¿No aprueba todo lo que hago?
—Eso no tiene interés alguno si se lo hace a todo el mundo.

Me daba cuenta de que estaba lográndolo poco a poco. Estaba casi madura del todo. Otro esfuerzo. Quería comprobar si el asunto estaba arreglado.

—Habla Ud. en metáforas —dije—. ¿De qué está hablando?

Esta vez bajó no solamente los ojos, sino la cabeza. Era realmente mucho más baja que yo. Llevaba un gran clavel blanco en los cabellos. Pero contestó:

—Sabe muy bien de que estoy hablando. De lo que me hizo el otro día, en el diván.
—¿Y?
—¿Les hace lo mismo a todas las mujeres con las que se tropieza?

Reí muy fuerte y me pellizcó el brazo.

—No se ría de mí, no soy ninguna idiota.
—Desde luego que no.
—Conteste a mi pregunta.
—No, no suelo hacer lo mismo con todas las mujeres a las que uno tenga ganas de hacérselo.
—No bromee. Ya vi cómo se comportaban sus amigos…
—Aquellos no eran amigos, sino camaradas.
—No juegue con las palabras. ¿Se lo hace también a sus camaradas?
—¿Cree que se pueden tener ganas de hacerlo con chicas como esas?
—Lo que yo creo… murmuró. Es que hay momentos en que se pueden hacer muchas cosas con mucha gente.

Creí que era mi obligación sacar partido de aquella frase, y la apreté un poco más. Al mismo tiempo me esforzaba en acariciarle los senos. Había atacado demasiado pronto. Se separó de mí con dulzura, pero con firmeza.

—El otro día, sabe, había bebido —dijo.
—No lo creo —contesté.
—¡Oh!… ¿Supone acaso que me hubiese dejado hacer si no hubiese bebido?
—Por supuesto.

Bajó suavemente la cabeza y la volvió a levantar para decirme:

—¡No pensará que habría bailado con cualquiera!
—Yo soy cualquiera.
—Sabe de sobra que no.

Pocas veces había sostenido una conversación tan agotadora. Aquella chica se escurría entre los dedos como una anguila. Tanto parecía querer ir a fondo, como volvía a rehusar el menor contacto. Continué a pesar de todo.

—¿Y qué tengo que me hace ser diferente?
—No lo sé bien. Está físicamente bien, pero es otra cosa. Su voz, por ejemplo.
—¿Cómo?
—No es una voz corriente.

Volví a reírme con ganas.

—No —insistió—. Es una voz más grave… y más… No sé como decirlo… más equilibrada.
—Es la costumbre de tocar la guitarra y cantar.
—No —dijo—. Yo no he oído ni a guitarristas ni a cantantes cantar como Ud. Pero he escuchado voces que me recuerdan a la suya, sí… así… en Haití. Voces de Negros.
—Es un gran cumplido el que me hace —dije—. Son los mejores músicos que pueden encontrarse.
—¡No diga tonterías!
—Toda la música americana ha salido de ellos —aseguré.
—No lo creo. Todas las grandes orquestas de baile son de
blancos.
—Por supuesto, los blancos suelen estar mucho mejor situados para explotar los descubrimientos de los Negros.
—No creo que tenga razón. Todos los grandes compositores son blancos.
—Duke Ellington, por ejemplo.
—No. Gershwin, Kern, todos esos.
—Todos esos son Europeos emigrados —aseguré—. Y esos son los mayores explotadores. Dudo que se pueda encontrar en Gershwin un pasaje original, que no haya sido copiado, plagiado o reproducido. Le reto a que encuentre alguno en la Rapsodia azul.
—Es Ud. bastante extraño —dijo—. Detesto a los Negros.

Era demasiado hermoso. Pensé en Tom, y estuve muy cerca de darle las gracias al Señor. Pero tenía demasiadas ganas de aquella chica para ser accesible en aquel momento a la cólera. Y no necesitaba al Señor para hacer un buen trabajo.

—Es Ud. como todos los demás —dije—. Le gusta presumir de las cosas que todo el mundo, salvo Ud., ha descubierto.
—No sé que quiere decir.
—Debiera viajar —aseguré—. Sabe Ud. no son únicamente los Americanos de raza Blanca los que inventaron el cine, ni el automóvil, ni las medias de nylon, ni las carreras de caballos, ni la música de jazz.
—Hablemos de otra cosa —dijo Lou.
—Lee Ud. demasiados libros, eso es lo que le pasa.

Seguían con su bridge en la mesa vecina, y en verdad, no llegaría a ninguna parte con aquella chica si no lograba hacerla beber. Era necesario perseverar.

—Dex me ha hablado del ron que tienen Uds. en esta casa —proseguí—. ¿Es algún mito o es accesible a los simples mortales?
—Puede tomarlo, desde luego —dijo—. Debería habérseme ocurrido pensar que estaría Ud. Sediento.

La solté y se largó hacia una especie de bar que había en el salón.

—¿Mezclado? —dijo—. ¿Ron blanco y ron moreno?
—Estoy por la mezcla. Si puede añada un poco de jugo de naranja. Me estoy muriendo de sed.
—Eso es fácil —aseguró.

Los de la mesa de bridge, en el otro extremo de la sala, comenzaron a llamarnos a voces.

—¡Oh! ¡Lou!… ¡prepara para todo el mundo!…
—Bien —dijo— pero habréis de venir a buscarlo.

Me gustaba verla inclinarse hacia adelante. Llevaba un jersey ceñido con un escote completamente redondo que le dejaba al descubierto el nacimiento de los senos, y, esta vez, su pelo lo llevaba completamente echado hacia un lado, igual que el día que la había visto, pero hacia la izquierda. Estaba muchísimo menos maquillada, y daban verdaderas ganas de echarle un bocado.

—Es Ud. realmente bonita —le dije.

Se incorporó de nuevo con una botella de ron en la mano.

—No empiece…
—No empiezo. Continúo.
—Entonces, no continúe. Va demasiado deprisa. Se pierde todo el placer.
—No hay que dejar que las cosas duren demasiado.
—Sí. Las cosas agradables deberían durar todo el tiempo.
—¿Conoce usted algo agradable?
—Sí. Conversar con Ud., por ejemplo.
—El placer es únicamente suyo. Eso es un egoísmo.
—Es Ud. un grosero. ¡Diga que mi conversación le fastidia!…
—No puedo mirarla sin pensar que está hecha para otra cosa mejor que hablar, y me resulta difícil hablar sin mirarla. Pero prefiero seguir hablando con Ud. Así no tengo que jugar al bridge.
—¿No le gusta el bridge?

Había llenado un vaso y me lo ofreció. Lo tomé y lo vacié hasta la mitad.

—Está bueno.

Señalé el vaso.

—Y me gusta que lo haya preparado Ud.

Se puso de color rosa.

—Es tan agradable cuando se porta Ud. Así…
—Le aseguro que puedo ser agradable de muchas maneras distintas.
—Es un presumido. Está bien hecho y se figura que todas las mujeres tienen ganas de eso.
—¿De qué?
—Las cosas físicas.
—Las que no tienen ganas —afirmé— es porque no las han probado.
—No es verdad.
—¿Ud. las ha probado?

No contestó y se retorció los dedos, y luego se decidió.

—Lo que me hizo Ud., la última vez…
—¿Sí?
—No era agradable. Era… ¡Era terrible!
—¿Pero no… desagradable?
—No… —contestó en un susurro.

No quise insistir más y terminé mi vaso. Había recuperado el terreno perdido. Maldita sea, qué difícil era aquella chica; hay truchas que le dan a uno la misma impresión.

Jean se había levantado y venía a coger vasos.

—¿No se aburre con Lou?
—¡Eres demasiado amable!… —comentó su hermana.
—Lou es encantadora —dije yo—. La quiero mucho. ¿Puedo atreverme a pedirle a Ud. su mano?
—¡Nunca en la vida!… —dijo Jean—. Yo tengo prioridad.
—Entonces, ¿qué soy yo? —dijo Lou—. ¿Un resto para cuando hagan liquidación?
—Aún eres joven —contestó Jean—. Te queda tiempo todavía. Yo…

Me eché a reír, ya que Jean no aparentaba más de dos años más que Lou.

—Haga el favor de no reírse como un idiota —dijo Lou—. ¿No está ya bastante estropeada?

Decididamente aquellas dos chicas me gustaban de verdad. Y ellas parecían entenderse bien, además.

—Si Ud. no empeora con la edad —dije a Lou—, estaría encantado de casarme con las dos.
—Es Ud. horrible —dijo Jean—. Vuelvo a mi bridge. Dentro de un rato bailará conmigo.
—¡Ah! ¡Vaya! —dijo Lou—. Esta vez, soy yo la que tiene prioridad. Vete a jugar con tus sucias cartas.

Nos pusimos a bailar de nuevo, pero el programa varió y le propuse dar una vuelta por fuera para desentumecerse las piernas.

—No sé si me interesa quedarme a solas con Ud. —dijo ella.
—No se arriesga demasiado. No tiene más que llamar.
—Eso es —protestó—. ¡Para quedar como una idiota!…
—Bueno —dije—. Entonces me gustaría beber alguna cosa, si no le molesta.

Me dirigí al bar y me preparé un pequeño ingenio remontante. Lou permanecía donde la había dejado.

—¿Quiere un poco?

Dijo que no con la cabeza, al tiempo que cerraba sus ojos amarillentos. Cesando de prestarle atención, atravesé la sala y vine a mirar el juego de Jean.

—Vengo a traerle suerte —dije.
—¡Llega en el momento preciso!

Se giró ligeramente hacia mí ofreciéndome una sonrisa radiante.

—Pierdo ciento treinta dólares. ¿Cree que tiene gracia?
—Todo depende del porcentaje exacto de su fortuna que eso represente — aseguré.
—¿Y si dejásemos el juego? —propuso entonces ella.

Los otros tres, que no parecían tener más ganas de jugar que de hacer cualquier otra cosa, se levantaron al unísono. En cuanto al denominado Dexter, hacía ya un buen rato que se había llevado a la cuarta chica al jardín.

—¿No hay más que eso? —dijo Jean señalando la radio con aire despectivo—. Voy a buscar algo mejor.

Comenzó a manipular el dial y sintonizó efectivamente algo bailable. Uno de los otros dos tipos invitó a Lou. Los otros dos se pusieron a bailar juntos, y yo me llevé a Jean a beber alguna cosa antes de empezar. Yo ya sabía lo que le hacía falta.


XIII

Prácticamente no había vuelto a dirigirle la palabra a Lou desde nuestra larga conversación cuando Dex y yo subimos a acostarnos. Nuestras habitaciones estaban en el primer piso lo mismo que las de las chicas. Los padres ocupaban el otro ala. Los demás se habían ido a sus respectivas casas. Dije que los padres ocupaban el otro ala del edificio, pero, en aquel momento, acababan de salir nuevamente para Nueva York, para Haití, o alguna cosa parecida. Estaban, en riguroso orden, mi habitación, la de Dexter, la de Jean y después la de Lou. Estaba mal colocado para las incursiones.

Me desvestí, tomé una buena ducha y me friccioné enérgicamente con el estropajo del baño. Oí a Dexter armar un poco de revuelo por su habitación. Salió de ella, volvió a entrar cinco minutos más tarde, y pude escuchar el ruido de un vaso al llenarse. Había realizado una pequeña expedición de aprovisionamiento y pensé que no era una mala idea. Llamé ligeramente a la puerta de comunicación de su cuarto con el baño que nos separaba. Acudió enseguida.

—¡Oh! Dex —dije a través de la puerta de comunicación—. ¿He estado soñando o efectivamente he oído ruido de botellas?
—Le paso una —dijo Dex—. He subido dos de abajo.

Era ron. No existe nada mejor para dormir, o para permanecer despierto, según la hora. Tenía previsto permanecer despierto, pero oí que Dex se acostaba poco tiempo después. La había cogido de otra manera que yo.

Esperé una media hora y salí de la habitación sin hacer ruido. Llevaba slip y chaqueta de pijama. No puedo aguantar sobre mi piel los pantalones del pijama. Es un sistema imposible.

El pasillo estaba a oscuras, pero yo sabía adónde iba. Avancé sin tomar ninguna precaución, puesto que las alfombras eran suficientes para ahogar el ruido de una partida de béisbol, y toqué ligeramente a la puerta de la habitación de Lou.

La oí acercarse; la sentí acercarse, mejor dicho, y girar la llave en la cerradura. Me introduje silenciosamente en su cuarto y volví a cerrar la puerta lacada.

Lou llevaba un delicioso déshabillé blanco que debía de haberle robado a alguna chica de Vargas. Visiblemente, su vestimenta incluía un sujetador de encaje y unas braguitas a juego.

—Vengo a ver si sigues estando enfadada conmigo —dije.
—¡Váyase de aquí! —protestó.
—¿Por qué me has abierto entonces? ¿Quién creías que era?
—¿Qué sé yo? Susie, quizás…
—Susie está acostada. Los demás criados también. Lo sabes perfectamente.
—¿A dónde quiere Ud. Llegar?
—A esto.

La agarré al vuelo y la besé de forma consecuente. No tengo la menor idea de lo que hacía mi mano izquierda en aquel momento. Pero Lou luchaba por zafarse y recibí en la oreja uno de los más hermosos puñetazos que hube de encajar hasta aquel día. Entonces la solté.

—¡Salvaje! —me dijo.

Sus cabellos estaban normalmente peinados, lacios con raya al medio, y eran tentación seleccionada. Pero permanecí en calma. El ron me ayudó.

—Haces demasiado ruido —contesté—. Jean te va a oír.
—Hay un cuarto de baño entre nuestras habitaciones.
—Perfecto.

Entonces reincidí, abrí su déshabillé. Logré arrancarle las braguitas antes de que pudiera pegarme de nuevo. La así por las muñecas y le mantuve las manos detrás de la espalda. Se alojaban cómodamente dentro de mi palma derecha. Ella luchaba sin hacer ruido, pero con rabia e intentaba golpearme con las rodillas, pero deslicé la mano izquierda detrás de sus riñones y la mantuve estrechamente sujeta contra mí. Intentó morderme a través del pijama. Pero no encontraba forma de librarme de mi condenado slip. La solté bruscamente y la empujé hacia la cama.

—Después de todo —dije— te las has arreglado sola hasta ahora. Sería estúpido fatigarme por tan poca cosa.

Estaba a punto de echarse a llorar, pero sus ojos relampagueaban de cólera. Ni siquiera intentaba volver a ponerse la ropa, y yo me puse a frotarme los ojos. Tenía una madeja de pelo, suelto, negro y espeso, que brillaba como el astrakán.

Giré sobre mis talones y me dirigí hacia la puerta.

Resultaba difícil tratarla aún más groseramente, y eso que tengo disposiciones innatas. No contestó, pero pude ver como se le crispaban los puños y se mordía los labios. Me dio la espalda, bruscamente, y permanecí unos segundos admirándola por ese lado. Verdaderamente, era una lástima. Salí inmerso en un extraño estado de ánimo.

Entreabrí, sin precaución alguna, la siguiente puerta, la del cuarto de Jean. No había cerrado con llave. Me dirigí tranquilamente hacia el cuarto de baño y di vuelta al pomo niquelado.

Después, me quité la chaqueta del pijama y el slip. La habitación estaba iluminada por una luz tenue y la tapicería anaranjada suavizaba aún más el ambiente. Jean, totalmente desnuda, se arreglaba las uñas tumbada bocabajo en la cama baja. Giró la cabeza al verme entrar y me siguió con los ojos mientras cerraba con llave las puertas.

—Tiene la cara muy dura —dijo.
—Sí —contesté—. Y tú, porque me estabas esperando.

Rio y se dio vuelta sobre la cama. Me senté a su lado y comencé a acariciarle las caderas. Era impúdica como un niño de diez años. Se sentó y empezó a tocar mi bíceps.

—Está fuerte.
—Soy tan débil como un corderito recién nacido —aseguré yo.

Se frotó contra mi cuerpo y me besó, pero la vi retroceder y limpiarse los labios.

—Viene de la habitación de Lou. Huele a su perfume.

No había pensado en esa maldita costumbre. La voz de Jean temblaba y procuraba evitar el mirarme. La así por los hombros.

—No eres razonable.
—Huele a su perfume.
—¿Lo ves?… Tenía motivos para ir a pedirle disculpas —dije—. Tropecé con ella hace un rato.

Pensé que Lou se encontraba aún levantada, casi desnuda, en el centro de su cuarto, y me excité todavía más. Jean se dio cuenta de ello y enrojeció.

—¿Te molesta? —pregunté.
—No —murmuró—. ¿Puedo tocarle?

Me tumbé sobre la cama junto a ella y la hice tumbarse junto a mí. Sus manos recorrían tímidamente mi cuerpo.

—¡Qué fuerte! —dijo en voz baja.

Estábamos ahora de costado uno frente a otro. La empujé suavemente, la giré en sentido inverso y me acerqué a ella. Se abrió ligeramente de piernas para facilitarme el paso.

—Va a hacerme daño.
—Seguro que no —dije.

No hacía más que pasear mis dedos por sus senos, subiendo desde la parte inferior hasta los pezones, y la sentía vibrar contra mí. Sus nalgas redondas y cálidas se alojaban estrechamente en lo alto de mis muslos la oía respirar rápidamente.

—¿Quieres que apague? —murmuré.
—No —dijo Jean—. Prefiero así.

Saqué mi mano izquierda de debajo de su cuerpo y aparté sus cabellos de la oreja derecha. Muchos ignoran lo que se puede lograr de una mujer besándola y mordisqueándola una oreja, es un truco definitivo. Jean se contorsionó como una anguila.

—No me haga eso.

Me paré inmediatamente, pero me tomó por la muñeca y me estrujó con fuerza extraordinaria.

—Siga, siga.

Volví a empezar, alargándolo, y la sentí ponerse rígida de repente, distenderse después y dejar caer la cabeza. Mi mano se deslizó a lo largo de su vientre y me di cuenta de que había sentido algo. Me puse a recorrerle el cuello rozándole con besos rápidos. Podía ver su piel estirarse a medida que iba progresando hacia su garganta. Y entonces, muy suavemente, tomé mi pene y entré dentro de ella con tanta facilidad que no sé si llegó a darse cuenta antes de que empezase a moverme. Es cuestión de preparación. Pero se libró de mí con un ligero golpe de cadera.

—¿Te molesto? —dije.
—Acarícieme más. Siga acariciándome toda la noche.

La poseí de nuevo, brutalmente esta vez. Pero me retiré antes de dejarla satisfecha.

—Me va a volver loca… —murmuró.

Y se retorció sobre el vientre escondiendo la cabeza entre los brazos. Comencé a besarle los lomos y las nalgas, y luego me arrodillé sobre ella.

—Aparta las piernas —dije.

No dijo nada y apartó suavemente las piernas. Pasé la mano entre sus muslos y traté de guiarme de nuevo pero me equivoqué de camino. Se puso tensa y yo insistí.

—No quiero —dijo.
—Ponte de rodillas —dije.
—No quiero.

Entonces arqueó las caderas y sus rodillas subieron. Seguía con la cabeza escondida entre los brazos y, lentamente, iba cumpliendo mi propósito. Ella no decía nada, pero sentía su vientre ir y venir de arriba abajo y su respiración precipitarse. Sin salirme de ella, me dejé caer de lado, llevándola sujeta y, mientras, trataba de ver su rostro; las lágrimas caían de sus ojos cerrados, pero me pidió que siguiese dentro.

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