Escupiré sobre vuestra tumba (III)

Boris Vian








VI

Cuando hubo transcurrido una hora me percaté, a pesar de todo, de que los demás iban a encontrar el asunto un tanto extraño, y logré quitarme de encima a aquellas dos chicas. Yo ya no sabía demasiado bien en qué lugar de la habitación nos hallábamos. La cabeza me daba vueltas un poco y me dolía la espalda. Tenía desgarrada la piel de las caderas, donde las uñas de Jean Asquith me habían arañado sin miramientos. Me arrastré hasta la pared, y, ya orientado, encontré en seguida el interruptor. Judy se removía durante ese tiempo. Encendí y la vi sentada en el suelo frotándose los ojos. Jean Asquith estaba tumbada boca abajo sobre la esterilla de caucho, con la cabeza sobre los brazos, con aire de estar durmiendo. Señor ¡qué muslos los de esa chica! Me puse rápidamente la camisa y el pantalón. Judy se arreglaba frente al lavabo. Y entonces, agarré una toalla de baño y la metí en el agua. Levanté la cabeza de Jean Asquith para despertarla —tenía los enormes ojos abiertos—y, palabra de honor, estaba riéndose. La sujeté por la mitad del cuerpo, y la senté en el borde de la bañera.

—Una buena ducha le haría bien.
—Estoy demasiado cansada —contestó—. Creo que he debido beber un poco.
—Yo también lo creo —dijo Judy.
—¡Oh! ¡No tanto! —le aseguré por mi parte—. Le haría falta, más que nada, echar una cabezadita.

Entonces se levantó y se enganchó a mi cuello; también sabía besar. La aparté con suavidad y la metí en la bañera.

—Cierra los ojos y levanta la cabeza…

Giré las llaves del mezclador y recibió el chorro de la ducha. Bajo el agua tibia, su cuerpo recuperaba su tensión y se veían las puntas de sus senos oscurecerse y abultarse lentamente.

—¡Ah, qué bueno!

Judy se subía las medias.

—Vamos deprisa. Si bajamos pronto quizás encontremos todavía algo de beber.

Agarré un albornoz. Jean cerró el grifo y la rodeé con la tela esponjosa. Pareció gustarle.

—¿Dónde estamos? —dijo—. ¿En casa de Dexter?
—En casa de otros amigos. Nos estábamos aburriendo en casa de Dexter.
—Hizo bien en traerme con Ud. —contestó—. Este lugar es más habitable.

Ya estaba bien seca. La ofrecí su vestido de dos piezas.

—Póngase otra vez esto. Arréglese la cara y sígame.

Dirigí mis pasos hacia la puerta. La abrí ante Judy que bajó las escaleras en tromba. Me disponía a seguirla.

—Espéreme, Lee…

Jean se giró ante mí para que le abrochase el sostén. Le mordí la nuca con suavidad, y se echó hacia atrás.

—¿Dormirá de nuevo conmigo?
—Con mucho gusto —dije yo—. Cuando quiera.
—¿Ahora mismo?…
—Su hermana se va a preguntar que está Ud. Haciendo.
—¿Lou esta aquí?
—¡Desde luego!…
—¡Oh!… Muy bien —dijo Jean—. Así podré tenerla vigilada.
—Creo que su vigilancia no puede serle de ninguna utilidad —aseguré.
—¿Qué tal encuentra Ud. a Lou?
—Con gusto dormiría también con ella —contesté.

Volvió a reír.

—Yo la encuentro fenomenal. Quisiera ser como ella. Si la viera Ud. Desnuda…
—No pido otra cosa —dije.
—¡Caramba! ¡Es Ud. un perfecto sinvergüenza!
—¡Espero que me perdonará! No he tenido tiempo de aprender buenas maneras.
—A mí me gustan bastante sus maneras —contestó echándome una mirada con aire zalamero.

Le pasé el brazo por el talle y la llevé hacia la puerta.

—Es hora de que bajemos.
—También me gusta mucho su voz.
—Venga.
—¿Quiere casarse conmigo?
—Deje de decir tonterías.

Empecé a bajar las escaleras.

—No digo tonterías. Ahora debe Ud. casarse conmigo.
—Yo no puedo casarme con Ud.
—¿Por qué?
—Creo que prefiero a su hermana.

Se rio de nuevo.

—Lee, ¡le adoro!
—Muy agradecido —dije.

Estaban todos en el living-room, organizando un buen sarao. Empujé la puerta y dejé pasar a Jean. Nuestra llegada fue saludada con un concierto de gruñidos. Habían abierto latas de pollo en conserva y comían como cerdos. Bill, Dick y Nicholas estaban en mangas de camisa y cubiertos de salsa. Lou tenía una enorme mancha de mayonesa sobre su vestido, de arriba abajo. En cuanto a Judy y Jicky, se atiborraban con la mayor inconsciencia. Tomé nota de que cinco botellas se encontraban ya en vías de desaparición.

La radio espetaba en sordina un concierto de bailables.

Al ver el pollo, Jean Asquith lanzó un grito de guerra y asió a manos llenas un gran pedazo al que pegó un mordisco sin más preámbulos. Me instalé a mi vez y me serví un plato.

Decididamente, aquello prometía.


VII

A las tres de la mañana, Dexter telefoneó. Jean parecía empeñada en coger una segunda curda más hermosa todavía que la primera, y yo me había aprovechado de ello para dejar a Nicholas que la cuidase. No me separaba de su hermana ni un momento y le hacía beber tanto como podía; pero no se dejaba hacer tan fácilmente y tenía que utilizar una elevada dosis de astucia en el asunto. Dexter nos prevenía de que los padres Asquith empezaban a extrañarse de no ver a sus hijas. Le pregunté cómo había dado con nuestro lugar de reunión, y se limitó a reír desde el otro lado de la línea. Le expliqué por qué nos habíamos marchado.

—Está bien, Lee —dijo—. Ya sé que en mi casa no había nada que hacer esta noche. Demasiada gente seria.
—Ven a reunirte con nosotros —protesté.
—¿Ya no queda nada de beber?
—No —dije—. No se trata de eso, cambiarías de idea.

Como siempre, el tipo era demasiado y, como siempre, tenía un tono de voz perfectamente inocente.

—No me puedo largar —dijo—. Si no fuese por eso, iría. ¿Qué les digo a los padres?
—Diles que les devolveremos a sus hijas a domicilio.
—No sé si les gustará mucho eso, Lee, sabes que…
—Ya tienen edad para arreglárselas sólitas. Arreglaré el asunto, mi viejo Dexter, cuento contigo.
OK, Lee. Lo haré. Adiós.
—Hasta la vista.

Colgó. Hice otro tanto y volví a mis ocupaciones. Jicky y Bill empezaban algunos pequeños ejercicios nada propios de jovencitas de buena familia, y sentí curiosidad por observar las reacciones de Lou. Empezaba a meterse en la bebida un poco a pesar de todo. Aquello no pareció chocarla, ni siquiera cuando Bill se puso a quitarle la ropa a Jicky.

—¿Qué le pongo?
Whisky.
—Dese usted prisa en beberse eso, y nos iremos a bailar.

La cogí de las manos y traté de llevármela al otro cuarto.

—¿Qué vamos a hacer ahí?
—Aquí hacen demasiado ruido.

Me siguió sin decir nada. Se sentó en un diván junto a mí, sin protestar, pero cuando empecé a meterla mano, recibí un par de hostias de esas que cuentan en la vida de un hombre. Me sentí en un estado de cólera terrible, pero logré permanecer sonriente.

—Quietas las zarpas —dijo Lou.
—Juega Ud. fuerte —dije yo.
—No he empezado a jugar yo.
—Esa no es una razón. ¿Suponía que esto iba a ser una reunión de escuela dominical? ¿O para jugar al bingo?
—No tengo ganas de ser el premio gordo.
—Pues lo quiera o no, es el premio gordo.
—¿Está Ud. pensando en la pasta de mi padre?
—No —contesté—. En esto.

La tumbé sobre el diván y le arranqué la parte delantera del vestido. Se debatía como un diablo. Sus senos se escaparon de la seda clara.

—¡Suélteme, es Ud. un bestia!
—No —contesté—. Soy un hombre.
—Me da Ud. asco —contestó ella intentando desasirse—. ¿Qué ha estado haciendo durante una hora, allí arriba con Jean?
—Pero si no hice nada —contesté—. Sabe muy bien que Judy estaba con nosotros.
—Empiezo a saber lo que es su banda, Lee Anderson, y qué clase de tipos andan con Ud.
—Lou, yo le juro que no he tocado a su hermana más que para quitarle la borrachera.
—Está mintiendo. No ha visto la cara que tenía cuando bajó.
—¡Palabra que parece que está Ud. Celosa!

Se me quedó mirando con estupor.

—Pero… ¿quién es Ud.?… ¿Por quién me toma?
—¿Cree que si hubiera… puesto mis manos sobre su hermana aún me quedarían ganas de ocuparme de Ud.?
—¡Ella no está mejor que yo!

La seguía sujetando sobre el diván. Había dejado de debatirse. Su pecho se movía agitadamente. Me agaché sobre ella y besé sus senos, largamente, uno tras otro, acariciando los pezones con mi lengua. Después me levanté de nuevo.

—No, Lou —dije—. No está mejor que tú.

La solté y me eché hacia atrás rápidamente, temiendo una reacción violenta. Y ella se puso a llorar.


VIII

Después he vuelto al trabajo de todos los días. Había dejado el cebo puesto en el anzuelo, y debía esperar y dejar que las cosas se hicieran por sí mismas. En realidad, sabía que volvería a verla de nuevo. No creía que Jean pudiese olvidarme después de haberla visto poner los ojos de aquella manera, y Lou pues bien, contaba un poco con su edad y con lo que le había dicho y hecho en casa de Jicky.

La semana siguiente recibí todo un cargamento de nuevos libros que me anunciaron el declinar del otoño y la vecindad del invierno; me las seguía arreglando bastante bien y ahorrando algo de dinero. Ya tenía un paquetón bastante hermoso. Una miseria, pero me bastaba. Tuve que hacer algunos gastos. Para renovar mi vestuario y arreglar el coche. Había sustituido cierto número de veces, al guitarrista de la única orquesta potable de la ciudad, que tocaba en el Stork Club. Pienso que aquel Stork Club no debía estar relacionado con el otro, el de Nueva York, pero los tipejos con gafas lo visitaban con agrado en compañía de las hijas de los agentes de seguros, o los vendedores de maquinaria agrícola de la comarca. Así sacaba algo más de pasta y por añadidura vendía libros a la gente con la que conectaba allí. Los amigotes de la banda también asomaban las patas por allí algunas veces. Yo continuaba viéndoles con asiduidad, y seguía yéndome a la cama con Judy y con Jicky. No encontraba la manera de desembarazarme de Jicky. Pero felizmente tenía a esas dos chicas, porque estaba en una forma física sensacional. Aparte de todo esto, practicaba el atletismo y se me estaban poniendo músculos de boxeador.

Y una tarde, una semana después de la fiesta de Dexter, recibí una carta de Tom. Me pedía que fuese lo más rápido posible. Aproveché el sábado y me largué a la ciudad. Sabía que Tom me escribía por algo y pensaba que no debía tratarse de ningún pastel de cumpleaños.

En las elecciones aquellos tipos habían boicoteado los votos por orden del senador, el crápula más grande que puede uno encontrar en el país: Balbo. Desde que los Negros votaban, multiplicaba las provocaciones. Había hecho tantas y tan bien que, dos días antes de votar, sus hombres dispersaban las reuniones de negros dejando un par de ellos sobre el pavimento.

Mi hermano, en su calidad de profesor del colegio negro, había protestado públicamente y enviado una carta, por lo que le molieron a golpes al día siguiente. Me escribía para que fuese a recogerlo para cambiar de aires.

Me estaba esperando en la casa, solo, en el cuarto en sombras; sentado en una silla. La ancha espalda completamente encorvada y la cabeza entre lás manos me hicieron daño; sentí la sangre de la cólera, mi sangre negra, atropellarse en mis venas y zumbarme en las orejas. Se levantó y me cogió por los hombros. Tenía la boca tumefacta y hablaba con dificultad. Como hice ademán de darle un golpe en la espalda para intentar consolarle detuve mi gesto.

—Me han dado latigazos —dijo.
—¿Quién ha sido?
—Los hombres de Balbo y el hijo de Moran.
—¡Otra vez ese!…

Mis puños se cerraban a pesar mío. Una cólera seca iba invadiéndome poco a poco.

—¿Quieres que le liquidemos, Tom?
—No, Lee. No podemos. Tu vida habría terminado. Aún tienes una oportunidad, tú no tienes señales.
—Pero tú vales más que yo, Tom.
—Mira mis manos, Lee. Mira mis uñas. Mira mi cabello y mis labios. Yo soy Negro, Lee. Nunca podré escapar a ello. ¡Tú!…

Se paró y se puso a mirarme. Aquel tipo me quería de verdad.

—Tú, Lee, tienes que salir adelante. Dios te ayudará para salir adelante. Él te ayudará, Lee.
—A Dios le trae sin cuidado —dije.

Sonrió. Conocía mi falta de fe.

—Lee, abandonaste esta ciudad demasiado joven, y has llegado a dejar tu religión en el olvido, pero Dios sabrá perdonarte cuando llegue el momento. Es a los hombres a los que se debe evitar. Pero tú deberás ir a su encuentro, con las manos y con el corazón abierto.
—¿Dónde vas a ir, Tom? ¿Quieres dinero?
—Tengo dinero, Lee. Quise irme de casa contigo. Quiero…

Se quedó parado. Las palabras salían con dificultad de su deformada boca.

—Quiero quemar la casa, Lee. Nuestro padre la construyó. A él le debemos todo lo que somos. Casi era un blanco, por el color de su piel, Lee. Pero recuerda que jamás llegó a ocurrírsele renegar de su raza. Nuestro hermano está muerto y nadie debe poder llegar a poseer la casa que nuestro padre construyó con sus dos manos de negro.

No tuve nada que decir. Ayudé a Tom a hacer sus paquetes y los apilamos en el Nash. La casa, bastante aislada, se hallaba situada en los límites de la ciudad. Dejé a Tom terminar y salí afuera para comprobar la carga de los bultos.

Volvió unos minutos más tarde.

—Vamos —dijo, marchémonos, puesto que aún no ha llegado el tiempo en que la justicia reine en esta tierra para los hombres negros.

Una luminosidad rojiza parpadeaba en la cocina, y se agrandó de repente. Hubo la explosión sorda de un bidón de gasolina que estalla y el fulgor alcanzó la ventana de la habitación de al lado. Y en seguida, una carga llamarada hizo crepitar el muro de tablones y el viento atizó el incendio. Los destellos lo rodeaban todo y el rostro de Tom, bajo la luminosidad rojiza, brillaba de sudor. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Luego, me puso la mano sobre el hombro y nos dimos la vuelta para partir.

Pienso que Tom habría podido vender la casa; con dinero, era posible crear algunos problemas a los Moran, quizás llegar a tumbar a alguno de los tres, pero no quise participar en su idea. Yo también lo hacía según la mía. Aún le quedaban demasiados prejuicios sobre la bondad y la divinidad en la cabeza. Era demasiado honesto, y eso acabaría perdiéndole. Creía que haciendo el bien, se recogía también el bien, pero, cuando eso sucede, no es más que un acontecimiento fortuito. Solo cuenta una cosa, lograr vengarse y vengarse de la manera más completa que pueda existir. Yo pensaba en ese momento en el chico, que era todavía más blanco que yo, sí eso era posible. Cuando al padre de Anne Moran supo que cortejaba a su hija y que iban juntos, aquello no se hizo esperar. Pero el chico nunca salió de la ciudad; yo volvía justamente de haber vivido fuera de ella más de diez años, y el contacto con gentes que no conocían mi origen había logrado desembarazarme de esa humildad abyecta que nos han ido dando poco a poco, como un reflejo, esa humildad odiosa, que hacía proferir palabras de piedad a los labios destrozados de Tom, ese terror que empujaba a nuestros hermanos a esconderse al llegar a sus oídos el sonido que hace el hombre blanco al andar; pero yo sabía que, arrebatándole su piel, nosotros lo teníamos cogido, ya que es parlanchín y se traiciona ante los que cree sus semejantes. Con Bill, con Dick, con Judy, yo ya había logrado ganar una serie de puntos sobre ellos. Pero decirles a estos que un Negro acababa de cogerles sin que se hubiesen percatado, no me proporcionaba ventajas suficientes. Con Lou y Jean Asquith, obtendría al fin mi revancha sobre Moran y sobre todos ellos. Dos por uno, y no lograrían acabar conmigo como habían acabado con mi hermano.

Todo dormitaba vagamente en el interior del coche. Aceleré. Debía conducirle hasta el empalme directo de Murchison Junction, donde cogería el rápido del Norte. Había decidido irse a Nueva York. Tom era un buen tipo. Un buen tipo demasiado sentimental. Demasiado humilde.


IX

Llegué nuevamente a la ciudad al día siguiente por la mañana y comencé mi trabajo sin haber dormido. No tenía sueño. Seguía esperando. Llegó a las once en forma de llamada de teléfono. Jean Asquith me invitaba, en compañía de Dex y otros amigos suyos a pasar el fin de semana en su casa. Acepté, naturalmente, aunque sin precipitarme.

—Procuraré hacer lo posible…
—Trate de venir —contestó ella al otro lado.
—No puedo creer que esté tan escasa de caballeros —dije en plan de chunga—. O si no, es que vive en un verdadero agujero.
—Los hombres que hay aquí no saben ocuparse de una chica que ha bebido de más.

Me quedé seco y se dio cuenta pues escuché una ligera risa.

—Venga. Realmente tengo ganas de volver a verle, Lee Anderson. Y también Lou estará contenta…
—Dele un beso de mi parte —dije— y dígale que se lo devuelva.

Volví al curro con más energía. Había recobrado los ánimos. Por la noche fui a ver a la banda al drugstore y me llevé a Judy y a Jicky en el Nash. No es que un coche sea demasiado cómodo, pero se descubren ángulos inéditos. Otra noche que dormí bien.

Para completar mi vestuario, fui a comprar, al día siguiente, una especie de neceser de baño y una maleta; un par de pijamas nuevos, y algunas otras cositas sin mayor importancia para aquella gente; sabía más o menos que era lo imprescindible para no ser tomado por un vagabundo.

La tarde del jueves de esa misma semana, estaba terminando de poner al día la caja y rellenar las liquidaciones cuando, hacia las cinco y media, vi el coche de Dexter detenerse delante de la puerta. Fui a abrirle, pues ya había cerrado la tienda, y entró.

—Saludos, Lee —me dijo—. ¿El negocio marcha?
—No está mal. ¿Y esos estudios?
—¡Oh!… Vamos tirando. No tengo suficiente afición al béisbol y al hockey para ser un buen estudiante, ¿sabe?
—¿Qué te trae por aquí?
—Pasaba para recogerle para cenar juntos en alguna parte, y luego llevarle a catar una de mis pequeñas distracciones favoritas.
—De acuerdo, Dex. Concédeme cinco minutos.
—Le espero en el coche.

Metí las facturas y la pasta en la caja, bajé el cierre metálico y luego salí por la puerta trasera, cogiendo mi chaqueta. Hacía un tiempo asqueroso, pesado, demasiado caluroso para la estación, ya muy avanzada. El aire era húmedo y pringoso y las cosas se quedaban pegadas a los dedos.
—¿Llevo la guitarra? —pregunté a Dex.
—No vale la pena. Esta noche, me encargo yo de las distracciones.
—Pues vamos.
Me instalé adelante, junto a él. Su Packard era otra cosa que mi Nash, pero el chico no sabía conducir. Para hacer fallar el motor de un Clipper II en un reprise, hay que echarle ciencia al asunto.
—¿Dónde me llevas, Dex?
—Primero iremos a cenar al Stork, y luego, le llevaré adonde vamos.
—El sábado vas a casa de los Asquith, creo.
—Sí, pasaré a buscarle, si quiere.

Era la manera de no llegar en el Nash. Un chaval como Dexter, valía su peso.

—Gracias. Acepto.
—¿Suele Ud. jugar al golf, Lee?
—Lo he probado una sola vez en mi vida.
—¿Tienes ropa de jugar y palos?
—Ni por asomo. ¿Me tomas por un Kaiser?
—Los Asquith tienen campo de golf. Le aconsejaría que dijese que su médico le tiene prohibido jugar.
—Te imaginas como caerá… —gruñí yo.
—¿Y el bridge?
—¡Oh! Pues más o menos.
—¿Más o menos bien?
—Más o menos.
—Entonces, le sugiero también que diga que una partida de bridge podría serle fatal.
—No es para tanto —insistí— puedo jugar…
—¿Puede perder quinientos dólares sin darle importancia?
—Podría sentirme molesto.
—Entonces siga mi consejo.
—Estás rebosante de amabilidad esta tarde, Dex —dije—. Si me has invitado para hacerme entender que soy demasiado hortera para esas gentes, dilo de una vez y hasta la vista.
—Mejor haría en darme las gracias, Lee. Estoy dándole los medios necesarios para mantener la cara frente a esas gentes, como dice Ud.
—Me pregunto qué puede interesarte eso.
—Me interesa.

Se calló un instante y frenó en seco para no saltarse un semáforo en rojo. El Packard se hundió suavemente en los muelles de suspensión, hacia delante, y recuperó su posición.

—No acierto a ver el porqué.
—Yo lo que quisiera saber es dónde quiere llegar con esas chicas.
—Todas las chicas hermosas merecen que uno se ocupe de ellas.
—Tiene a mano varias docenas igualmente hermosas y mucho más fáciles.
—No creo que la primera parte de la frase sea enteramente cierta —dije—, ni la segunda tampoco.

Me miró como si tuviese alguna idea detrás de aquello. Me gustaba más cuando dedicaba su atención al camino.

—No acabo de entenderle, Lee.
—Francamente —dije— esas dos chicas me gustan.
—Ya sé que le gusta eso —dijo Dex.

Verdaderamente aquello no era lo que tenía guardado para mí.

—No creo que sea más difícil meterse en la cama con ellas que con Jicky o Judy —aseguré yo.
—No es solo eso lo que Ud. busca, Lee.
—Solo eso.
—Entonces, vaya con cuidado. No sé lo que le ha hecho Ud. a Jean pero en cinco minutos de teléfono, se las ha arreglado para pronunciar su nombre cuatro veces.
—Estoy contento de haberle causado tanta impresión.
—Esas chicas no son con las que puede uno acostarse sin casarse con ellas en cierta medida. Al menos, yo pienso que son así. Ya sabe que yo las conozco hace diez años.
—En tal caso, he debido tener suerte —aseguré—. Porque no tengo intención de casarme con las dos juntas, y ciertamente espero acostarme con ambas.

Dexter no contestó y siguió observándome. ¿Le habría contado Judy nuestra sesión en casa de Jicky o sería que no sabía nada en absoluto? Creo que era un tipo capaz de adivinar las tres cuartas partes de las cosas sin que nadie le contase lo restante.

—Baje —me dijo.

Me fijé entonces que el coche estaba parado delante del Stork Club y me apeé.

Pasé delante de Dexter por la entrada y él dejó propina a la morena del recibidor. Un criado de librea, que yo conocía, nos condujo a la mesa reservada para nosotros. En el antro aquel intentaban tener aires de gran clase y aquello daba resultados cómicos. Le apreté la pezuña a Clakie, el director de orquesta, al pasar por delante. Era la hora del cocktail y la orquesta tocaba música de baile. Conocía también a la mayoría de los clientes que se encontraban a la vista. Pero estaba acostumbrado a verles en el estrado, y siempre produce un efecto extraño hallarse de repente del lado enemigo, junto al público.

Nos sentamos, y Dex pidió unos martinis triples.

—Lee —me dijo— no quiero volver a hablarle de ello, pero tenga cuidado con esas chicas.
—Siempre tengo cuidado —contesté yo—. No sé cómo lo entiendes tú, pero en general me doy cuenta de lo que hago.

No me respondió, y dos minutos más tarde hablábamos de otra cosa. Cuando abandonaba su extraño aire de reserva, podía llegar a contar cosas interesantes.


X

Estábamos, los dos, bastante trompas al salir, y yo me senté al volante a pesar de las protestas de Dexter.

—No tengo interés en que me estropees la cara antes del sábado. Siempre miras a otra parte cuando conduces y siempre me hace el efecto de que me la voy a dar.
—Pero Ud. no conoce el camino, Lee…
—¡Bueno y qué! —dije—. Me lo explicas.
—Es una parte de la ciudad donde Ud. no va jamás y es complicado.
—¡Oh! Me estás menospreciando Dex. ¿Qué calle?
—Bien, pues el 300 de Stephen’s Street.
—¿Se va por allí? —pregunté apuntando vagamente con el dedo en dirección al barrio oeste…
—Sí. ¿La conoce?
—Yo lo conozco todo —aseguré—. Cuidado cuando arranquemos.

El Packard, era suave como el terciopelo. A Dex no le gustaba y prefería el Cadillac de sus padres; pero comparado con mi Nash, era una verdadera seda.

—¿Vamos a Stephen’s Street?
—Justo al lado —dijo Dex.

A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba en el estómago, mantenía el tipo como un roble. Cualquiera hubiese dicho que no había bebido nada.

Nos estábamos metiendo de lleno en el barrio pobre de la ciudad. Stephen’s Street empezaba más o menos bien, pero a partir del número 200, se convertía en zona de habitaciones baratas, y después en barracas de un solo piso, cada vez más asquerosas. A la altura del número 300, la cosa aún se tenía de pie. Había algún que otro coche viejo aparcado delante de las casas, casi de la era del Ford T. Detuve al automóvil de Dex frente al sitio señalado.

—Venga, Lee —dijo—. Tenemos que caminar un trozo.

Cerró las puertas y nos pusimos en camino. Dio la vuelta por una calle transversal e hizo unos cientos de metros. Había algunos árboles, vallas derrumbadas. Dex se detuvo frente a un edificio de dos plantas con techo de tablas. Como por un milagro, la cerca alrededor del cúmulo de desperdicios que constituían el jardín se hallaba en buen estado, más o menos. Entró sin avisar. Era ya casi de noche y por los rincones se agitaban sombras extrañas.

—Venga, Lee —dijo—. Es aquí.
—Te sigo.

Había un rosal delante de la casa, uno solo, pero su aroma bastaba para cubrir los malos olores de las basuras que se acumulaban por todas partes. Dex saltó los dos escalones de la entrada que se hallaba al costado de la casa. Una gruesa negra acudió a abrir en respuesta a su timbrazo. Sin decir nada, nos volvió la espalda y Dexter la siguió. Cerré la puerta tras de mí.

Al llegar al primer piso se apartó para dejarnos pasar. En el interior de un pequeño cuarto había un diván, una botella y dos vasos, y dos niñas de once o doce años, una baja pelirroja, redondita y cubierta de manchas de color rojizo, y una negrita joven, la mayor de las dos por lo que parecía.

Estaban sentadas modosamente sobre el diván, vestidas con una camisita y una falda demasiado corta.

—Estos señores os traen unos dólares —dijo la negra—. Portaros muy bien con ellos.

Cerró la puerta y nos dejó. Yo miraba a Dexter.

—Desnúdese, Lee —dijo—. Hace mucho calor en este lugar.

Se giró hacia la pelirroja.

—Acércate para ayudarme, Jo.
—Yo me llamo Polly —contestó la niña—. ¿Me va Ud. a dar algunos dólares?
—Claro que sí —dijo Dex.

Sacó del bolsillo un taco de diez billetes y se lo dio a la niña.

—Ven aquí, ayúdame a quitarme los pantalones.

Yo no me había movido todavía. Estaba observando como se levantaba la pelirroja. Debía de tener poco más de doce años.

Tenía un trasero demasiado redondo bajo la falda demasiado corta.

Sabía que Dex estaba observándome.

—Yo me quedo con la pelirroja —me dijo.
—Sabes que estamos arriesgando el irnos al talego por este asunto.
—¿Es el color de su piel lo que le molesta? —me dijo en tono brutal, de repente.

Esto era lo que me tenía reservado. Seguía mirándome, con su mecha de pelo sobre el ojo. Esperaba. Creo que no se me llegó a cambiar el color de la cara. Las dos niñas ya no se movían, un poco asustadas…

—Ven, Polly —dijo entonces Dex—. ¿Quieres beber una copita?
—Prefiero que no. Puedo ayudarle sin beber.

En menos de un minuto, se desvistió y tomó a la niña sobre sus rodillas después de quitarle la falda. Se le ensombreció la cara y comenzó a resoplar.

—¿No irá Ud. a hacerme daño? —dijo ella.
—Déjate hacer —contestó Dex—. Si no lo haces, no habrá dólares.

Le metió las manos entre las piernas y ella empezó a lloriquear.

—¡Cállate! O haré venir a Anna para que te zurre…

Volvió la cabeza hacia mí. No me había movido.

—¿Es el color de la piel lo que le desagrada? ¿Quiere Ud. la mía?
—Así está bien —contesté.

Miré a la otra niña. Se estaba rascando la cabeza completamente indiferente a todo aquello. Ya estaba formada.

—Ven —le dije.
—Puede empezar, Lee —dijo Dex— están limpias. ¿Te callarás de una vez?

Polly dejó de lloriquear y tomó aliento.

—Es demasiado gorda… —dijo—. ¡Me hace daño!…
—Te quieres callar —dijo Dex—. Te daré cinco dólares más.

Jadeaba como un perro. Entonces la agarró por los muslos y comenzó a agitarse en la silla.

Las lágrimas de Polly caían sin hacer ruido. La negrita me miraba.

—Desvístete —le dije— y ponte sobre aquel diván.

Me quité la chaqueta y solté el cinturón. Dejó escapar un gritito cuando entré en ella. Estaba hirviendo como el mismo infierno.

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