Boris Vian

XIV
Volví a la habitación a las cinco de la mañana. Jean no se movió cuando la solté, estaba realmente rendida. Mis rodillas estaban un poco vacilantes, pero me las arreglé para salir de la cama a las diez. Creo que el ron de Dex me ayudó bastante. Me metí bajo el agua fría de la ducha y le pedí que me diese unos golpes. Me pegó como un loco, y eso me devolvió el aplomo. Pensaba en qué estado debía encontrarse Jean. Dex le había pegado demasiado al ron; le apestaba el aliento a dos metros. Le aconsejé beber tres litros de leche e irse a dar un paseo por el golf. Pensaba encontrarse con Jean en el tenis, pero aún no se había levantado. Bajé a desayunar. Lou estaba sentada, completamente sola, a la mesa; llevaba una faldita plisada, una blusa de seda clara y chaqueta de ante. Verdaderamente me apetecía esa chica. Pero, esa mañana, me encontraba más bien pacífico. Le di los buenos días.
—Buenos días.
Su tono era frío. No, más bien triste.
—¿Estás enfadada conmigo? Mis disculpas por lo de anoche.
—Supongo que no pudo evitarlo —dijo—. Ud. es así.
—No. He llegado a ser así.
—Sus historias no me interesan.
—No tienes edad suficiente para que mis historias te interesen…
—Haré que lamente lo que acaba de decir, Lee.
—Me gustaría ver cómo.
—No sigamos hablando del asunto. ¿Quiere jugar un single?
—Con mucho gusto —dije—. Necesito relajación.
No pudo evitar una sonrisa, y, tan pronto terminó el desayuno, la seguí a la pista. Aquella chica no era capaz de permanecer enfadada mucho tiempo.
Estuvimos jugando al tenis hasta casi mediodía. Yo ya no sentía las piernas y empezaba a verlo todo gris, cuando llegó Jean por un lado y Dex por el otro. Se encontraban en un estado tan lamentable como yo.
—¡Hola! —dije a Jean—. Tiene aire de estar en forma.
—No se ha visto Ud. —contestó.
—Es por culpa de Lou —afirmé.
—¿También es culpa mía, si Dex está como para recogerlo con pala? —protestó Lou—. Han bebido todos demasiado ron y nada más. ¡Oh! Dex hueles a ron a cinco metros.
—Lee me dijo a dos metros —protestó enérgicamente Dex.
—¿Dije eso?
—Lou —dijo Dex— ven a jugar conmigo.
—No es justo —dijo Lou—. Tenía que ser Jean.
—¡Imposible! —dijo Jean—. Lee, lléveme a dar una vuelta antes de almorzar.
—¿Pero a qué hora se almuerza en esta casa? —protestó Dex.
—No hay hora —dijo Jean.
Pasó su brazo bajo el mío y me arrastró hacia el garaje.
—¿Cogemos el coche de Dex? —dije—. Es el que está primero, resultará más cómodo.
No contestó. Me apretaba muy fuerte el brazo y se mantenía lo más cerca posible de mí. Me esforcé en seguir hablando de cosas sin importancia y seguía sin contestar. Soltó mi brazo para subir al coche, pero, tan pronto como me hube instalado, se colgó de mí, nuevamente, apretándose tanto como era posible sin impedirme conducir. Salí marcha atrás, y bajé por la alameda. La verja estaba abierta y giré a la derecha. No sabía donde iba.
—Cuando sepan que nos vamos a casar.
—De cualquier manera… —murmuró.
La observé por el retrovisor. Tenía los ojos cerrados.
—Pero hombre —insistí— ya has dormido demasiado, y eso atonta.
Se incorporó como una loca y me cogió la cabeza con ambas manos para besarme. Frené prudentemente ya que aquello disminuía considerablemente la visibilidad.
—Béseme, Lee…
—Espere al menos a que hayamos salido de la ciudad.
—La gente me trae sin cuidado. Pueden enterarse todos.
—¿Y su reputación?
—No siempre se preocupa Ud. por ella. Béseme.
Besar, está bien para cinco minutos, pero no podía hacer eso todo el tiempo. Acostarme con ella y darle vueltas por todos los lados, de acuerdo. Pero besar no. Me liberé de su acoso.
—Sé buena.
—Béseme, Lee. Por favor.
Aceleré de nuevo y torcí por la primera calle a la derecha, y después a la izquierda; intentaba sacudirla lo suficiente para que soltara y se agarrase a alguna otra cosa; pero no había nada que hacer en aquel Packard. Aquello no se movía. Se aprovechó de las circunstancias para volver a colocarme los brazos alrededor del cuello.
—Puedo asegurarte que se van a contar cosas raras de ti en esta región.
—Lo que quisiera es que se contaran muchas más. La gente se llevará un disgusto, tan descomunal cuando…
—¿Cuándo? ¿Cuándo qué?
—Cuando sepan que nos vamos a casar.
¡Dios mío, como se había embalado aquella chica! Las hay que les hace el efecto de la valeriana a un gato, o el de un sapo muerto a un fox terrier. Querrían quedarse agarrados toda la vida.
—¿Nos vamos a casar?
Inclinó la cabeza y me besó la mano derecha.
—Seguro.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Nunca en domingo.
—¿Por qué?
—No. Es absurdo. Sus padres no estarían de acuerdo.
—Me da lo mismo.
—No tengo dinero.
—El suficiente para dos.
—Apenas el suficiente para mí.
—Mis padres me lo darán.
—No lo creo. Tus padres no me conocen. Ni tú tampoco, tú tampoco me conoces, por cierto.
Enrojeció y escondió la cabeza en mi hombro.
—Sí, sí que le conozco —murmuró—. Podría describirle de memoria; y todo entero.
Quise saber hasta donde podría llegar la cosa y dije.
—Muchas mujeres podrían describirme de esa misma forma.
No reaccionó.
—Me es igual. Ahora ya no seguirán haciéndolo.
—Pero si no sabes nada de mí.
Comenzó a tararear la canción de Duke que lleva ese título.
—Tampoco sabes más ahora —aseguré.
—Entonces, cuénteme algo —dijo dejando de cantar.
—Después de todo —dije— no veo cómo podría impedirte que te cases conmigo más que yéndome. Y no siento deseos de irme.
No añadí, «antes de haber conseguido a Lou», pero eso quería decir. Jean lo tomó por dinero contante. Tenía aquella chica en la mano. Era preciso acelerar la maniobra con Lou. Jean colocó la cabeza sobre mis rodillas y colocó su cuerpo sobre el resto del asiento.
—Cuénteme algo de Ud. Lee, por favor.
—Bien —dije.
Le hice saber que había nacido en algún lugar de California, que mi padre era de origen sueco y que por eso tenía el pelo rubio. Había tenido una infancia difícil ya que mis padres eran muy pobres, y, hacia los nueve años de edad, justamente en mitad de la depresión, tocaba la guitarra para ganarme la vida, y entonces tuve la suerte de dar con un tipo que se interesó por mí cuando tenía catorce años, y me había llevado a Europa con él, a Gran Bretaña y a Irlanda, donde permanecí unos diez años.
Era todo mentira. Efectivamente había estado diez años en Europa, pero no en aquellas condiciones concretas, y, todo lo que había aprendido, no lo debía más que a mí mismo y a la biblioteca del tipo en cuya casa trabajaba de criado. Tampoco le conté nada de la forma en que me trataba aquel tipo sabiendo que yo era Negro, ni de las cosas que me hacía cuando sus queridos amiguitos no venían a verle, ni de como había dejado su servicio tras haberle obligado a firmarme un cheque para pagarme el viaje de regreso, mediante ciertas atenciones especiales.
Le inventé una serie de historietas sobre mi hermano Tom, y sobre el chico, y sobre como había encontrado la muerte en un accidente, según creemos causado por negros, esos tipos son retorcidos, una raza de siervos, y la sola idea de acercarse a un hombre de color le ponía enferma. Así que yo regresé para encontrarme la casa de mis padres vendida, y a mi hermano Tom en Nueva York, y el chico bajo seis pies de tierra, así que había buscado trabajo y le debía mi empleo de librero actual a un amigo de Tom; eso era verdad.
Me escuchaba como si fuera un predicador y seguí; pensaba que sus padres no aceptarían nuestro matrimonio, y ella aún no había cumplido veinte años. Justamente acababa de cumplirlos y podía pasarse sin sus padres. Pero yo ganaba poco dinero. Prefería que ganara dinero por mí mismo u honradamente, y así seguramente sus padres llegarían a apreciarme y me encontrarían un trabajo más interesante en Haití o en una de esas plantaciones. Yo intentaba, todo aquel tiempo, orientarme, y acabé por dar con la carretera por la que había llegado con Dex. Me incorporaría, de momento, a mi trabajo, y ella iría a verme esa semana; nos las arreglaríamos para largarnos al Sur y pasar algunos días donde nadie nos molestase, y volveríamos casados, y habríamos ganado la partida.
Le pregunté si se lo diría a Lou; contestó que sí; pero no lo que habíamos hecho juntos, y, al hablar de ello nuevamente se volvió a excitar. Afortunadamente, ya habíamos llegado.
XV
Pasamos la tarde de cualquier manera. Hacía peor día que la víspera. Verdadero otoño: y me cuidé mucho de jugar al bridge con los amigos de Jean y Lou; recordaba los consejos de Dex; no era momento de tirar al alto los centenares de dólares que había logrado ahorrar; aquellos tipos no se preocupaban por unos cientos de más o de menos. Solo trataban de matar el tiempo.
Jean no dejaba de hacerme señales a la menor excusa, y aproveché un momento aparte para decirle que tuviera cuidado… Seguía bailando con Lou, pero desconfiaba, y no pude llevar la conversación a un terreno interesante. No me resentía de la noche anterior y comenzaba a excitarme cada vez que la miraba el pecho; de todas formas se dejaba sobar un poco al bailar. Igual que la noche anterior, los amigos se fueron muy tarde y nos encontramos solos los cuatro. Jean no se tenía en pie, pero seguía queriendo, y me costó un trabajo tremendo convencerla de que esperase; felizmente, el cansancio cooperó. Dex seguía dándole al ron. Subimos hacia las diez, y volví a bajar, casi de inmediato, a buscar un libro. No tenía ganas de volver a empezar con Jean, ni sueño bastante para dormirme pronto.
Al volver a entrar en mi habitación, me encontré a Lou sentada en la cama. Llevaba el mismo déshabillé de la víspera, y un slip nuevo. No la toqué. Cerré con llave la puerta del pasillo y la del baño y me acosté como si no estuviera allí. Mientras me quitaba mis trapos, la oía respirar deprisa. Una vez acostado, me decidí a hablarle.
—¿Esta noche no tienes sueño? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Así podré estar segura de que no irá al cuarto de Jean esta noche — respondió.
—¿Qué te hace suponer que estuve ayer con ella?
—Le oí —dijo.
—Me sorprendes… No hice nada de ruido —comenté.
—¿Por qué ha cerrado las dos puertas?
—Duermo siempre con las puertas cerradas —dije—. No me gusta despertarme con algún extraño a mi lado.
Había debido perfumarse de los pies a la cabeza. Olía a kilómetros, y llevaba un maquillaje impecable. Iba peinada como la víspera, con los cabellos divididos por raya en el medio y la verdad era que me bastaba con alargar la mano para cogerla, como una naranja madura, pero tenía una cuentecilla que arreglar antes de eso.
—Estuvo con Jean —afirmó.
—En todo caso, tú me pusiste de patitas en la calle —dije—. Es todo lo que recuerdo.
—No me gustan sus modales —dijo.
—Esta noche me encuentro especialmente correcto —dije—. Discúlpame por haberme desnudado delante de ti, aunque estoy seguro de que no habrás mirado.
—¿Qué hizo anoche con Jean? —insistió.
—Escucha —le dije—. Voy a darte una sorpresa, pero no puedo hacer otra cosa. Es mejor que lo sepas. El otro día la besé y desde entonces no deja de perseguirme.
—¿Cuándo?
—Cuando le quité la borrachera en casa de Jicky.
—Lo sabía.
—Casi me obligó ella. Ya sabes que yo también había bebido algo.
—¿La besó usted de verdad?
—¿Cómo?
—Como a mí… —murmuró.
—No —dije simplemente con un tono de franqueza del que quedé muy satisfecho—. Tu hermana es una lapa, Lou. Te deseo a ti. La besé como… como hubiera besado a mi madre, y ya no se aguanta. No sé como librarme de ella, y tengo miedo de no conseguirlo. Seguramente te dirá que vamos a casarnos. Se le ocurrió esta mañana en el coche de Dex. Creo que está un poco chiflada.
—La besó antes que a mí.
—Fue ella la que me besó. Sabes perfectamente que siempre se agradece a alguien que se ocupe de uno cuando está frito…
—¿Se arrepiente de haberla besado?
—No —dije—. Lo único que lamento es que aquella noche no fueras tú la borracha en vez de ella.
—Puede besarme ahora —dijo.
Estaba inmóvil, mirando de frente, pero decir aquello tenía que haberle costado un triunfo.
—No quiero besarte —dije—. Con Jean no tenía importancia, pero contigo… me siento enfermo. No te tocaré antes de…
Dejé la frase sin terminar y solté un vago gruñido descorazonado, volviéndome hacia el otro lado de la cama.
—¿Antes de qué? —preguntó Lou.
Se había girado levemente y me puso la mano sobre el brazo.
—Una tontería —dije—. Es imposible…
—Dígalo…
—Iba a decir… antes de que nos casemos, Lou, tú y yo. Pero eres demasiado joven y no podré librarme nunca de Jean y no nos dejará tranquilos nunca.
—¿Lo piensa de verdad?
—¿Qué?
—Casarse conmigo.
—No puedo pensar de verdad una cosa imposible —afirmé—. Pero lo que es ganas no me faltan.
Se levantó de la cama. Continué dándole la espalda. No decía nada, ni yo tampoco, y sentí que se tumbaba a mi lado.
—Lee —dijo después de un rato.
Mi corazón iba tan deprisa que hasta la cama se movía un poco. Me volví. Se había quitado el déshabillé y lo demás y estaba acostada de espaldas, con los ojos cerrados. Pensé que Howard Hughes hubiera hecho una docena de películas solo por el pecho de aquella mujer. No la toqué.
—No quiero hacerlo contigo —dije—. La historia de Jean me asquea. Antes de conoceros os llevabais muy bien las dos. No tengo ganas de que os alejéis por mi culpa.
No creo que tuviera ganas de nada más que besarla hasta morirme, si me fiaba de mis instintos. Pero logré contenerme.
—Jean está enamorada de usted. Se nota.
—No es culpa mía.
Era lisa y delgada como una hierba, olorosa como una perfumería. Me senté y me incliné sobre sus piernas, y le besé los muslos, por dentro, donde la piel de las mujeres es más suave que las plumas de un pájaro. Cerró las piernas y las separó casi inmediatamente, y volví a besarla, un poco más arriba. Su pelusa rizada y brillante me acariciaba la mejilla, y me puse a besarla lentamente, a pequeñas embestidas. Su sexo estaba húmedo y ardiente, firme al tacto, y sentí ganas de morder, pero me incorporé. Se sentó de un salto y me cogió la cabeza para volverla a llevar allí. Me solté a medias.
—No quiero —dije—. No quiero, mientras la historia de Jean no se arregle. No puedo casarme con las dos.
Le mordí la punta de los senos. Seguía sujetándome la cabeza y mantenía los ojos cerrados.
Callaba y se retorcía bajo mis caricias. Mi mano derecha iba y venía a lo largo de sus muslos, y se abría a cada toque preciso.
—No veo más que una solución —dije—. Me caso con Jean y tú vienes con nosotros, y ya encontraremos el sistema de vernos solos.
—No quiero —murmuró Lou.
Su voz sonaba irregular, y hubiera podido utilizarla de instrumento musical. Cambiaba de tono con cada nuevo contacto.
—No quiero que le haga esto…
—Nada me obliga a hacérselo —dije.
—¡Oh! ¡Hágamelo a mí! —dijo Lou—. ¡Hágamelo ahora mismo!
Se agitaba y cada vez que mi mano subía, se iba hacia adelante. Deslicé la cabeza hacia sus piernas y la giré para el otro lado, dándome la espalda, le levanté la pierna y metí la cara entre sus muslos. Se puso rígida un instante y volvió a relajarse. Lamí un poco y me retiré. Quedó boca abajo.
—Lou —murmuré—. No te tomaré. No quiero tomarte hasta que estemos tranquilos. Me casaré con Jean y nos las arreglaremos. Tienes que ayudarme.
Se dio vuelta de un salto y me besó con furor. Sus dientes chocaron contra los míos mientras yo, entonces, le acariciaba las caderas. Luego la cogí por la cintura y la puse de pie.
—Vete a acostarte —le dije—. Hemos dicho muchas tonterías. Vete a acostarte como una buena chica.
Me levanté yo también y la besé en los párpados. Por suerte seguía llevando puesto el slip debajo del pijama y podía conservar la dignidad.
Le puse el sostén y el slip y le sequé los muslos con mi toalla y finalmente le ayudé a meterse en el déshabillé transparente. Se dejaba hacer sin decir palabra, blanda y tibia, en mis brazos.
—A dormir, hermanita —le dije—. Me voy mañana por la mañana. Procura estar levantada para el desayuno, me gusta verte.
Y luego la empujé hacia afuera y cerré la puerta. Ya tenía a las dos en el bote. Me sentía exultante de alegría y seguramente era por el chico que se agitaba bajo sus dos metros de tierra. Le tendía la mano. Es algo serio, estrechar la mano de un hermano.
XVI
Unos días más tarde tuve carta de Tom. No decía mucho de sus asuntos. Creí comprender que había encontrado una cosilla en una escuela de Harlem, y me citaba las Escrituras, con referencia y todo, porque suponía que no estaría muy al corriente de esas cosas. Era un pasaje del libro de Job que decía: «He tomado mi carne entre mis dientes he puesto mi alma en mi mano». Creo que el tipo según Tom, quería decir con eso que se había jugado su última carta, arriesgado el todo por el todo, aunque me parece una forma muy complicada de servir un plato tan sencillo. Me di cuenta de que Tom no había cambiado su punto de vista. Pero era un buen muchacho de todas formas. Le contesté diciendo que todo iba bien y le adjunté un billete de cincuenta, porque estaba seguro de que el pobre no comía como Dios manda.
Por lo demás, nada nuevo. Libros y más libros. Recibía listas de álbumes de Navidad y hojas que no venían de la central, de tipos que buscaban mercado por cuenta propia, pero que mi contrato me prohibía atender y no pensaba arriesgarme por ese jueguecito. Algunas veces enseñaba la puerta a ciertos tipos que trabajaban otro género, el porno, pero no solía ser brutal.
Esos tipos solían ser negros o mulatos, y yo sé que la vida es dura para esa gente; por lo general les compraba uno o dos ejemplares y se los daba a la banda; a Judy le gustaban una barbaridad.
Seguían reuniéndose en el drugstore, seguían viniendo a verme y yo seguía beneficiándome a las chicas de vez en cuando, un día sí y otro no, en realidad. Más estúpidas que viciosas. Salvo Judy.
Jean y Lou tenían que venir por Buckton antes de que se terminase la semana. Las dos. Dos citas separadas. Jean me llamó por teléfono, y Lou no apareció. Jean me invitaba el fin de semana siguiente, y tuve que contestarle que me era imposible ir. No estaba dispuesto a dejarme manejar por aquella chica. No se sentía muy bien y hubiera preferido que fuese, pero le dije que tenía trabajo atrasado y me prometió que llegaría el lunes, sobre las cinco; así tendríamos tiempo de charlar.
No hice nada especial hasta el lunes, y el sábado por la noche sustituí nuevamente al guitarrista del Stork; quince dólares y barra libre. No pagaban mal en el tugurio aquel. En casa leía o practicaba guitarra Tenía un poco abandonadas las tablillas, eran demasiado fáciles sin eso. Volvería a empezar cuando hubiese terminado con las Asquith. Conseguí también unos cartuchos para el petardo del chico, y compré algunas drogas. Llevé el coche al garaje para revisarlo, y el tipo me reparó unas cuantas cosas que no andaban.
Dex no dio señales de vida en todo ese tiempo. Había tratado de hablarle el sábado por la mañana, pero acababa de irse de fin de semana no me dijeron dónde. Supongo que había vuelto a tirarse a las niñas de diez años de la vieja Anna, porque los demás de la banda tampoco sabían donde se había metido durante toda la semana.
Y el lunes, a las cuatro y veinte, el coche de Jean se detuvo ante mi puerta; le importaba un bledo lo que dijese la gente. Se bajó y entró en la tienda. No había nadie. Se acercó a mí y me dio uno con tres palmos de lengua y le dije que se sentase. Dejé el cierre subido para que quedase claro que su idea de llegar antes de hora no me parecía bien. Tenía muy mala cara, a pesar del maquillaje, y los ojos con ojeras. Como siempre, llevaba lo más caro que se puede encontrar para ponerse y un sombrero que no era de Macy precisamente; y que además la hacía mayor.
—¿Buen viaje? —pregunté.
—Está muy cerca —respondió—. Me había parecido más lejos.
—Todavía no es la hora —observé.
Miró su reloj de brillantes.
—¡Pero casi!… son las cinco menos veinticinco.
—Las cuatro y veintinueve —protesté—. Adelantas una barbaridad.
—¿Molesto?
Ponía un tono mimoso que me atacaba los nervios.
—¡Naturalmente! Tengo más cosas que hacer que divertirme.
—Lee —murmuró—. ¡Sea amable!…
—Soy amable después del trabajo.
—Sea amable, Lee —repitió—. Voy a tener… Estoy…
Se interrumpió. Había comprendido, pero tenía que decirlo ella.
—Explícate —dije.
—Voy a tener un hijo, Lee.
—Se ha portado usted mal —dije amenazándola con el dedo—. Ha hecho cosas feas con un hombre.
Se rio pero su cara seguía contraída y tensa.
—Lee tenemos que casarnos lo antes posible, si no será un escándalo terrible.
—¡Oh, no! —aseguré—. Estas cosas pasan todos los días.
Adopté un tono jovial; no era cuestión de que se las diera antes de tenerlo todo arreglado. En un estado así las mujeres suelen estar nerviosas. Me acerqué y le acaricié los hombros.
—No te muevas —dije—. Cerraré la tienda y estaremos más tranquilos.
Sin duda sería más fácil desembarazarse de ella con un niño. Ahora tenía una buena razón para quitarse de en medio. Me dirigí a la puerta y maniobré el interruptor de la izquierda, que movía el cierre. Cayó lentamente, sin más ruido que de los engranajes del ángulo que giraban engrasados.
Cuando me volví, Jean se había quitado el sombrero y se ahuecaba el pelo para devolverle su elasticidad; estaba mejor así; una chica realmente guapa.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó de pronto—. Ahora es preciso que me rapte cuanto antes.
—Podremos irnos a finales de esta semana —repuse—. Mis asuntos están en orden, pero tendré que encontrar trabajo allí.
—Yo llevaré dinero.
Desde luego, yo no tenía la menor intención de dejarme mantener, ni siquiera por una chica a la que quería liquidar.
—Eso no cambia nada —dije—. No pienso gastarme tu dinero. Y quiero que eso quede claro de una vez para siempre.
No contestó. Se removía en la silla como si no se atreviese a decir alguna cosa.
—Venga —dije para animarla—, suelta lo que sea. ¿Qué has hecho ya sin decirme nada?
—Escribí allí —dijo—. Vi una dirección en los anuncios, dicen que es un lugar desierto, para los amantes de la soledad y los enamorados que quieren pasar una luna de miel tranquilos.
—Si todos los enamorados que quieren estar tranquilos se reúnen allí — rezongué—, ¡estará hasta los topes!
Se rio. Parecía más tranquila. No era una chica que pudiese ocultar algo.
—He tenido contestación —dijo—. Tendremos un bungalow para dormir en el hotel.
—Entonces lo mejor que podemos hacer es que te vayas delante —dije—, y yo iré después. Así tendré tiempo de dejarlo todo terminado.
—Preferiría que fuéramos juntos.
—No es posible. Vuelve a casa para no levantar sospechas, no prepares la maleta hasta el último momento. No merece la pena llevar muchas cosas. Y no dejes ningún mensaje diciendo donde vas. Tus padres no tienen por qué saberlo.
—¿Cuándo vendrá Ud.?
—El lunes que viene. Saldré el domingo por la noche.
Había pocas probabilidades de que nadie se diese cuenta de que me iba un domingo por la noche. Pero quedaba Lou.
—Claro que —añadí—, supongo que se lo habrás dicho a tu hermana.
—Todavía no.
—Debe sospecharlo. De todas maneras será mejor que se lo digas. Podrá servir de intermediario. ¿Os lleváis bien, verdad?
—Sí.
—Entonces díselo, pero solo el día que te vayas, y déjale la dirección de forma que no la vea hasta después de haberte ido.
—¿Y cómo me las arreglo?
—Puedes meterla en un sobre y echarlo al correo cuando estés a doscientas o trescientas millas de casa. O dejarla en un cajón. Hay muchas maneras.
—No me gustan nada todas estas complicaciones. ¡Oh, Lee! ¿Por qué no podemos irnos simplemente, los dos, y decir a todo el mundo que tenemos ganas de estar tranquilos?
—Es imposible —dije—. Para ti puede servir, pero yo no tengo dinero.
—Eso da lo mismo.
—Mírate al espejo —dije—. Te da lo mismo porque tienes de sobra.
—No me atrevo a decírselo a Lou. Solo tiene quince años.
Reí.
—¿La tomas por un niño de teta? Debieras saber que en una familia en que hay hermanas, la más joven aprende las cosas casi al mismo tiempo que la mayor. Si tuvierais una pequeña de diez años, sabría tanto como Lou.
—Pero Lou es una niña.
—Desde luego. No hay más que ver como se viste. Y los perfumes con que se riega son también muestra de su gran inocencia. Hay que avisarla. Necesitas a alguien en casa que pueda servir de intermediario con tus padres.
—Preferiría que no lo supiera nadie.
Reí todo lo sardónicamente que pude.
—¿No estás muy orgullosa del tipo que te has ligado, eh?
Su boca comenzó a temblar, y pensé que iba a llorar. Se levantó.
—¿Por qué me dice esas maldades? ¿Le gusta hacerme daño? Si no quiero decir nada es porque tengo miedo…
—¿Miedo de qué…?
—De que me abandone antes de que nos hayamos casado.
Me encogí de hombros.
—¿Crees que el matrimonio me detendría si quisiera dejarte?
—Si tenemos un hijo, sí.
—Si tenemos un hijo no me darán el divorcio, ya lo sé; pero eso no basta para impedirme dejarte si tengo ganas…
Esta vez se echó a llorar. Se dejó caer sobre la silla y bajó un poco la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas redondas. Me di cuenta de que iba un poco deprisa y me acerqué a ella. Le pasé la mano por el cuello y le acaricié la nuca.
—¡Oh, Lee! —dijo—. Es tan distinto de lo que pensaba… Creía que estaría feliz teniéndome del todo.
Respondí alguna tontería y luego empezó a vomitar. No tenía nada a mano, ni un pañuelo, y tuve que ir corriendo a la trastienda a buscar la bayeta de la limpiadora que fregaba el local. Imagino que el embarazo le hacía sentirse mal. Cuando terminó de hipar, le limpié la cara con su pañuelo. Tenía los ojos brillantes de llanto, como lavados, y respiraba con fuerza. Se había ensuciado los zapatos y se los limpié con un papel. Me molestaba el olor; pero me incliné sobre ella y la besé. Me estrechó violentamente contra ella murmurando cosas incoherentes. No tenía suerte con aquella chica. Siempre enferma, por beber mucho o por joder demasiado.
—Lárgate deprisa —le dije—. Vuelve a casa. Cuídate y luego, el jueves por la noche haces las maletas y te largas. Yo llegaré el lunes. Ya me he ocupado de la licencia.
De pronto se despabiló con una sonrisa incrédula.
—Lee… ¿es verdad?
—Naturalmente.
—¡Oh! Lee, le adoro… Vamos a ser tan felices…
No había resquemores. Las chicas no suelen ser tan conciliadoras. La puse de pie y le acaricié los pechos a través del vestido. Se tensó y se dio la vuelta. Quería que siguiese. Yo prefería airear el local, pero se me agarró y me desabrochó con una sola mano. Le levanté la ropa y la poseí sobre la mesa en la que los clientes dejaban los libros que habían hojeado. Cerraba los ojos parecía muerta. Cuando la sentí relajarse, seguí hasta que gimió, y lo solté todo sobre su vestido, y entonces se levantó llevándose la mano a la boca y volvió a vomitar.
Luego, la volví a poner de pie y le abroché el abrigo; la acompañé hasta el coche, saliendo por la puerta del fondo, y la instalé al volante. Parecía desmayada pero encontró fuerzas para morderme el labio inferior hasta hacerme sangre; no me inmuté y la contemplé mientras se iba. Supongo que, felizmente para ella, el coche se sabría el camino solo.
Después me fui a casa y me di un baño para quitarme aquel olor.
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