Jack London

5. Los que están en el margen
Os aseguro que no encontré nada peor, nada más
degradante y desesperado, nada que resulte, ni de
lejos, tan intolerablemente triste y deprimente como la
vida que dejé atrás en el East End de Londres.
HUXLEY
Como es natural, mi primera impresión del este de Londres fue bastante superficial. Más tarde comenzaron a aparecer los detalles, y de vez en cuando, en medio del caos de la desolación, descubría pequeños remansos en donde reinaban buenas dosis de felicidad: a veces, en hileras enteras de casas en callejas apartadas, donde vivían artesanos, existía una modalidad de vida familiar básica. Al atardecer podía verse a los hombres ante sus puertas, con sus pipas en la boca y los niños sentados sobre sus rodillas, a las mujeres chismorreando, y risas y diversión por todas partes. La satisfacción de aquella gente era considerable porque, en comparación con la miseria que los rodeaba, a ellos no les iba mal.
Aun así, en el mejor de los casos se trataba de una felicidad monótona y animal, la satisfacción de tener la panza llena. La nota dominante de sus vidas era el materialismo. Eran seres estúpidos y pesados, sin imaginación. El Abismo parecía rezumar una atmósfera somnolienta, que los envolvía y abotargaba. La religión les resbalaba. Lo que no podían ver no les causaba ni terror ni arrobo. No tenían conciencia de lo invisible; y la panza llena y la pipa al anochecer, con su «mitá y mitá» de siempre, era lo único que le pedían, o soñaban con pedirle, a la vida.
Esto no estaría tan mal si no hubiese nada más; pero la cosa no se acababa ahí. El sopor de satisfacción en el que se hallaban sumidos era la inercia letal que precedía a la extinción. No había progreso, y para ellos no progresar significaba quedarse atrás y caer en el Abismo. Puede que en el transcurso de sus vidas solamente iniciaran la caída, y dejaran que fueran sus hijos y los hijos de sus hijos quienes la completaran. El hombre siempre obtiene menos de lo que le pide a la vida, y ellos era tan poco lo que le pedían que la cantidad ínfima que recibían no podía salvarlos.
En el mejor de los casos, la vida en la ciudad es antinatural para el hombre; pero la vida urbana de Londres es tan sumamente antinatural que el hombre o la mujer trabajadores no pueden soportarla. El cuerpo y la mente se ven socavados constantemente por influencias corrosivas que no dejan de operar. La resistencia moral y física se viene abajo, y el buen trabajador, recién llegado del campo, se convierte en la ciudad en un mal trabajador en la primera generación; y en la segunda, ya desprovisto de empuje e iniciativa, y físicamente incapaz de realizar la labor que llevaron a cabo sus padres, se precipita al fondo del Abismo.
Sólo el aire que respira, y del que no escapa jamás, es suficiente para debilitarlo física y mentalmente, de modo que, al poco, ya no es capaz de competir con la vida fresca y vigorosa procedente del campo, que llega apresuradamente a Londres dispuesta a destruir y a ser destruida.
Dejemos de lado los gérmenes de enfermedades que pululan en el aire del East End, y pensemos únicamente en el humo. Sir William Thistleton-Dyer, conservador de los Kew Gardens, se ha dedicado a estudiar los efectos del humo en la vegetación y, de acuerdo con sus cálculos, cada semana se depositan nada menos que seis toneladas de materia sólida, compuesta de hollín e hidrocarburos asfálticos, en cada cuarto de milla cuadrada, tanto en Londres como en los alrededores. Esto equivale a veinticuatro toneladas semanales por milla cuadrada, o bien 1248 toneladas anuales por milla cuadrada. De la cornisa inferior de la cúpula de la catedral de Saint Paul se extrajo recientemente un depósito sólido de sulfato de calcio cristalizado. El depósito se había formado a causa de la acción del ácido sulfúrico de la atmósfera sobre el carbonato de calcio de la piedra. Y este ácido sulfúrico de la atmósfera es inhalado continuamente por los trabajadores de Londres todos los días y todas las noches de sus vidas.
Es indiscutible que los niños crecen y se convierten en adultos corrompidos, sin vigor ni resistencia, una estirpe de individuos apáticos, estrechos de pecho y rodillas enclenques, que se amilana y sucumbe en su brutal lucha por la vida con las hordas invasoras del campo. Ferroviarios, mozos de carga, conductores de ómnibus y transportistas de trigo y leña proceden en su mayoría del campo. En cuanto a la policía metropolitana, está formada por cerca de doce mil hombres nacidos en el campo con respecto a los casi tres mil nacidos en Londres.
Así pues, uno debe llegar forzosamente a la conclusión de que el Abismo es literalmente una gigantesca máquina de matar, y cuando paso por esas callecitas apartadas, con sus artesanos con las panzas llenas sentados ante sus puertas, soy consciente de que les aguarda una desgracia mayor que a los 450 000 infelices que agonizan perdidos y sin esperanza en el fondo del hoyo. Éstos, por lo menos, están ya medio muertos, que es la finalidad; los otros, en cambio, todavía tienen que padecer los lentos espasmos preliminares, que se prolongarán a lo largo de dos e incluso tres generaciones.
Y sin embargo, la calidad de vida es buena. Todo el potencial humano se halla contenido en ella. Con las condiciones adecuadas, podría subsistir a lo largo de los siglos, y de ella podrían surgir grandes hombres, héroes y maestros que, con sus vidas, podrían hacer del mundo un lugar mejor.
Hablé con una mujer, representativa de esa clase, que fue expulsada de su alejada callecita e inició la caída mortal hacia el fondo. Su marido era mecánico y miembro del Sindicato de Maquinistas. Es evidente que era un mal maquinista, pues no fue capaz de conservar un empleo estable. Carecía de la energía y la iniciativa necesarias para conseguir o mantener un puesto fijo.
La pareja tenía dos hijas, y los cuatro vivían en un par de agujeros, llamados «habitaciones» por pura cortesía, y por los que pagaba siete chelines a la semana. No disponían de cocina, así que guisaban en un hornillo de gas en la chimenea. Como no tenían dinero, tampoco podían disponer de todo el gas que querían; aunque, para su propio beneficio, se les había instalado una máquina ingeniosa. El gas salía cuando se introducía un penique en la ranura de la máquina, y cuando se consumía el valor de la moneda el suministro cesaba automáticamente.
—¡El penique no dura ná —me explicó ella—, y la comida se queda a medio hacer!
Llevaban años pasando hambre. Un mes sí un mes no se levantaban de la mesa siempre con ganas de comer más. Y una vez que se empieza a caer, la malnutrición crónica es un factor importante a la hora de minar la vitalidad y acelerar el descenso.
Y sin embargo, aquella mujer trabajaba duro. De las 4.30 de la mañana hasta que oscurecía, me contó, se deslomaba haciendo faldas de paño, con forro y doble volante, por siete chelines la docena. ¡Faldas de paño, fíjense, con forro y doble volante, por siete chelines la docena! Esto equivale a 1,75 dólares la docena, o sea, 14 ¾ centavos por falda.
El marido, para poder encontrar trabajo, tenía que pertenecer al sindicato, que le cobraba un chelín y seis peniques semanales. Además, cuando coincidía una huelga con la época en que él estaba trabajando, a veces le hacían pagar hasta diecisiete chelines a las arcas del sindicato para el fondo de auxilio.
Una de sus hijas, la mayor, había trabajado de aprendiz para una modista por un chelín y seis peniques a la semana (37 ½ centavos semanales, es decir, 5 centavos diarios). Sin embargo, al llegar la temporada baja la habían echado, pese a que, al principio, la contrataron por tan poco con el pretexto de que aún debía aprender el oficio y ascender. Después trabajó tres años en una tienda de bicicletas donde cobraba cinco chelines por semana; tenía que andar dos millas para ir al trabajo y dos más para volver, siendo penalizada si se retrasaba.
En cuanto al hombre y a la mujer, ya no había nada que hacer. Habían perdido todo asidero y punto de apoyo, y estaban cayendo hacia el foso. Pero ¿qué pasaba con las hijas? Viviendo en condiciones deplorables, debilitadas por la malnutrición crónica y socavadas mental, moral y físicamente, ¿qué posibilidades tenían de trepar hasta el borde del Abismo por el que estaban cayendo desde que nacieron?
Mientras escribo estas líneas, durante la última hora, el aire se ha enrarecido a causa de una batalla campal, a golpe limpio, que tiene lugar en el jardín contiguo al mío. Los primeros ruidos que me llegaron los tomé por ladridos y gruñidos de perros, y tardé unos minutos en comprender que se trataba de seres humanos, mujeres además, quienes ocasionaban aquel estruendo tan terrible.
¡Una pelea de mujeres borrachas! No es agradable pensar en ello, pero peor es escucharlo. Y suena más o menos así:
Un farfullar incoherente, varias mujeres chillando a pleno pulmón; un remanso durante el cual se oye el llanto de una criatura y suplicar a una niña entre sollozos; por fin una mujer levanta la voz, dura y desafiante:
—¡Me has pegao! ¡Me has arreao!
Y entonces, plaf, se acepta el desafío y la pelea comienza de nuevo.
Las ventanas posteriores de las casas que dominan la escena están abarrotadas de espectadores entusiastas, y a mis oídos llegan los ruidos de los golpes e increpaciones que hielan la sangre.
Una pausa; «¡Deja en paz a la criatura!»; la criatura, obviamente de corta edad, grita aterrorizada; «¡Está bien!», repetido con insistencia y a pleno pulmón una veintena de veces seguidas; «¡Te voy dar con esta piedra en toa la cabeza!», y luego, evidentemente, a juzgar por el chillido que se oye, la piedra impacta en la cabeza.
Una pausa. Al parecer una de las adversarias ha quedado temporalmente fuera de combate y la están reanimando; la voz de la criatura vuelve a oírse, pero ahora reducida a un hilo de voz grave de terror y agotamiento creciente.
Varias voces empiezan a subir de tono, más o menos como sigue:
—¿Sí?
—¡Sí!
—¿Sí?
—¡Sí!
—¿Sí?
—¡Sí!
—¿Sí?
—¡Sí!
Suficientemente reafirmadas ambas contrincantes, estalla de nuevo el conflicto. Una obtiene una ventaja enorme y se aprovecha de ella a juzgar por el modo en que la otra grita, como si la estuvieran matando. Al poco los gritos se convierten en un gorgoteo y cesan, sin duda estrangulados por un par de manos.
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Entran nuevas voces; ataque por el flanco; de pronto el estrangulamiento se interrumpe porque los gritos se reanudan, media octava más agudos que antes; alboroto generalizado, todas se pelean.
Una pausa; una voz nueva, de niña: «Voy a ocupar yo el sitio de mi madre»; diálogo, repetido unas cinco veces: «¡Voy a hacer lo que me dé la gana, maldición, maldición!». «¡A ver si es verdá, maldición, maldición!», conflicto renovado, madres, hijas, todas, y entretanto mi casera llama a su hija, que está en la escalera de atrás, y yo me pregunto qué efecto tendrá todo lo que acaba de oír en su criterio moral.
6. Frying Pan Alley y un vislumbre del infierno
Las bestias pasan hambre, comen y mueren,
igual que nosotros, y el mundo es una pocilga.
«No hay remedio para los puercos»,
dicen muchos hombres, y pasan de largo.
SIDNEY LANIER
Íbamos tres andando por Mile End Road, y uno de nosotros era un héroe. Se trataba de un chico flaco de diecinueve años, tan flaco y frágil que, al igual que Fra Lippo Lippi, una ráfaga de viento podía doblarlo por la mitad y darle la vuelta entera. Era un apasionado joven socialista, colmado de entusiasmo y con madera de mártir. En calidad de orador o de portavoz, había participado activamente y con gran riesgo en muchos de los mítines a favor de los bóeres que habían violado la tranquilidad de la feliz Inglaterra durante los últimos años. Mientras caminaba a mi lado me iba contando detalles de su militancia: cómo había sido atacado por la multitud en parques y tranvías; cómo había subido al estrado para encarnar la esperanza más desolada después de que una muchedumbre furibunda sacara de allí a rastras a un orador tras otro y les propinara crueles palizas; el asedio a una iglesia donde se habían refugiado él y otros tres hombres, y donde, en medio de los proyectiles que volaban y del estrépito de los cristales rotos, los cuatro se habían enfrentado a la multitud hasta que fueron rescatados por una patrulla de agentes de policía; batallas caóticas y estrepitosas en escaleras, galerías y balcones; ventanas rotas, escaleras hundidas, salas de conferencias destrozadas, cabezas abiertas y huesos rotos; por fin, con un suspiro afligido, me miró y me dijo:
—¡Cómo os envidio a los hombres corpulentos y fuertes! Soy tan pequeñajo que a la hora de pelear apenas puedo hacer nada.
Y yo, que les sacaba hombros y cabeza a mis dos compañeros, me acordé de mi rudo Oeste y de los hombres corpulentos a los que, a mi vez, yo había tenido por costumbre envidiar. Pese a todo, al mirar a aquel joven enclenque con corazón de león, pensé que era esa clase de individuos los que, en ocasiones, aguantan las barricadas y le demuestran al mundo que los hombres no han olvidado cómo se muere.
Pero entonces habló mi otro compañero, un hombre de veintiocho años que se ganaba la vida precariamente en un taller de zapatería de mala muerte.
—Yo soy un tío corpulento —me anunció—. No soy pa’ ná como los demás tipos de mi taller. A mí me consideran un buen macho. ¡Y es que peso sesenta y tres kilos, fijaos!
Me daba vergüenza confesarle que yo pesaba setenta y siete, así que me contenté con examinarlo de arriba abajo. ¡Pobre hombrecillo contrahecho! ¡Tenía un color de piel insalubre, un cuerpo retorcido y deformado hasta lo grotesco, el pecho hundido, los hombros prodigiosamente encorvados por culpa de las largas jornadas de trabajo vejatorio y una cabeza que colgaba pronunciadamente hacia delante y fuera de sitio! ¡Menudo hombre corpulento estaba hecho!
—¿Cuánto mides?
—Metro cincuenta y siete —me contestó con orgullo—, y los tipos del taller…
—Enséñame ese taller —le dije.
El taller no estaba funcionando a aquella hora, pero yo quería verlo de todos modos. Dejamos atrás Leman Street, giramos a la izquierda para tomar Spitalfields y nos metimos por Frying Pan Alley. Allí nos encontramos con un montón de niños que alborotaba en el fango como renacuajos recién convertidos en ranas en el fondo de una charca seca. En un portal estrecho, tan estrecho que no nos quedó más remedio que pasar por encima de ella, había sentada una mujer que estaba dando de mamar a su bebé con los pechos grotescamente desnudos que desacreditaban todo lo que de sagrado tiene la maternidad. Por el pasillo oscuro y angosto que se abría detrás de ella avanzamos sorteando una masa de criaturas, antes de iniciar la ascensión de una escalera aún más estrecha y hedionda. Subimos tres pisos, con unos rellanos que no alcanzaban un metro de largo y que estaban atiborrados de porquería y suciedad.
Había siete habitaciones en aquella repugnancia que se hacía llamar casa. En seis de ellas, cocinaban, comían, dormían y trabajaban veintitantas personas de ambos sexos y de todas las edades. De promedio, las habitaciones debían de medir dos metros y medio de largo, o algo menos de tres. La séptima en la que entramos era el «taller», donde cinco hombres solían dejarse la piel. Medía unos dos metros y pico de ancho por dos y medio de largo, y la mesa en la que trabajaban ocupaba la mayor parte del espacio. Sobre la mesa había cinco hormas, y apenas quedaba sitio para que los hombres hicieran su trabajo de pie, porque el resto del espacio estaba lleno de cartones, cueros, montones de zapatos y un abigarrado surtido de materiales que se utilizaban para adherir los zapatos a las suelas.
En la habitación contigua vivía una mujer con seis criaturas. En otro agujero infecto, una viuda con su hijo único de dieciséis años, que se estaba muriendo de tisis. La mujer vendía confites en la calle, me dijeron, y a menudo no sacaba ni para llevar a casa los tres litros de leche que necesitaba su hijo a diario. Además, aquel hijo, débil y moribundo, sólo probaba la carne una vez por semana, y el tipo y la calidad de aquella carne era imposible de imaginar por alguien que nunca hubiese visto a seres humanos alimentarse como puercos.
—La manera en que tose es terrible —me comentó mi amigo del taller, refiriéndose al muchacho moribundo—. ¡Lo oímos desde aquí, cuando estamos trabajando, y es terrible, oiga, terrible!
Así, entre las toses y los confites, descubrí otra amenaza añadida al medio hostil de los niños de aquel barrio.
Mi amigo el del taller, cuando tenía trabajo, compartía con otros cuatro hombres aquel cuarto de dos metros por dos y medio. En invierno había una lámpara de aceite encendida casi todo el día, que añadía sus efluvios al aire ya de por sí sobrecargado que todos respiraban, respiraban y volvían a respirar.
En las épocas buenas, cuando había mucho trabajo, aquel hombre me contó que podía ganar hasta «treinta pavos por semana». ¡Treinta chelines! ¡Siete dólares y medio!
—Pero esto solamente lo conseguimos los mejores —aclaró—. Y para ello tenemos que trabajar doce, trece y catorce horas al día, y todo lo deprisa que podemos. ¡Tendrías que ver cómo sudamos! ¡A mares! Si nos vieras, te quedarías deslumbrao. Las tachuelas salen disparadas de nuestras bocas como si salieran de una máquina. Mírame la boca.
Se la miré. Tenía los dientes desgastados por la fricción constante de las tachuelas metálicas, además de negros como el carbón y podridos.
—Y eso que me los limpio —añadió—. Si no, aún estarían peor.
Después de contarme que los trabajadores tenían que aportar sus propias herramientas, tachuelas, puntas, cartones, alquiler, luz y qué sé yo qué más, me quedó claro que de aquellos treinta pavos no debía de quedarle mucho.
—Pero ¿cuánto dura esa buena temporada en que cobras estos treinta pavos? —le pregunté.
—Cuatro meses —me contestó; el resto del año, me dijo, se sacaba entre media libra y una libra por semana, que equivale a entre dos dólares y medio y cinco dólares semanales. En aquel momento, por ejemplo, ya estábamos a mediados de la semana, y él solamente se había sacado cuatro pavos, es decir, un dólar. Pese a todo, me dio a entender que el suyo era uno de los mejores talleres que había.
Me asomé a la ventana, que debería haber dado a los patios traseros de los edificios contiguos. Pero no había patios detrás de las casas o, mejor dicho, estaban ocupados por chabolas de una sola planta y cobertizos habitados. Los tejados de aquellas chabolas estaban cubiertos de porquería acumulada, en algunos de más de medio metro de espesor, arrojada desde las ventanas traseras de los segundos y terceros pisos. Pude distinguir espinas de pescado y huesos de carne, desperdicios, trapos pestilentes, botas viejas, porcelana rota y todos los desechos de una pocilga humana.
—Éste es nuestro último año; van a comprar máquinas que harán nuestro trabajo —dijo mi amigo en tono apesadumbrado, y sorteamos de nuevo a la mujer de los pechos grotescamente desnudos y luego aquella masa de niños sin valor alguno.
Después visitamos los edificios municipales construidos por el Consejo del Condado de Londres, la antigua ubicación de las chabolas donde había vivido el «hijo del Jago» de Arthur Morrison. Si bien los edificios albergaban a mucha más gente que antes, las condiciones eran mucho más salubres. Aquellas viviendas, sin embargo, las ocupaban los trabajadores y artesanos más pudientes. La gente de las chabolas simplemente se había marchado a ocupar otras zonas degradadas o a degradar otras nuevas.
—Y ahora —me dijo mi amigo el del taller, aquel hombre corpulento que trabajaba tan deprisa que te deslumbraba—, te enseñaré uno de los pulmones de Londres. Bienvenido al Jardín de Spitalfields. —Y pronunció la palabra jardíncon sorna.
La sombra de Christ’s Church se proyectaba sobre el Jardín de Spitalfields, y en aquella sombra, a las tres en punto de la tarde, contemplé un panorama que no quiero volver a ver nunca más. No había flores en aquel jardín, que era más pequeño que el rosal que yo tenía en casa. Allí solamente crecía la hierba, rodeada de rejas de hierro de puntas afiladas, igual que todos los parques de Londres, para impedir que los hombres y mujeres sin techo fueran de noche a dormir allí.
Cuando entramos en el jardín nos cruzamos con una anciana, entre cincuenta y sesenta años, que andaba con paso resuelto, aunque un poco tambaleante, y llevaba dos fardos de gran tamaño, envueltos en tela de yute, uno colgado por delante y el otro por detrás. Era una vagabunda, un alma sin hogar, demasiado independiente para encerrar su cuerpo maltrecho en un asilo para pobres. Como un caracol, acarreaba con su casa a cuestas. En los dos fardos envueltos en tela de yute llevaba sus bienes domésticos, su ropa, sus sábanas y sus preciadas pertenencias femeninas.
Recorrimos el estrecho camino de grava. En los bancos de ambos lados se desplegaba una masa de personas afligida y deforme, cuya visión habría inspirado a Doré unas fantasías más diabólicas que las que en vida llegó a concebir. Un revoltijo de harapos y mugre, toda clase de enfermedades repulsivas de la piel, úlceras abiertas, contusiones, zafiedad, indecencia, monstruosidades lascivas y caras bestiales. Soplaba un viento crudo y helado y aquellas criaturas estaban allí acurrucadas y harapientas, la mayoría durmiendo o intentando dormir. Había una docena de mujeres, cuyas edades oscilaban entre los veinte y los setenta años. Junto a ellas un bebé, de unos nueve meses, dormido, acostado en la dura superficie del banco, sin almohada ni manta ni nadie que lo vigilara. Al otro lado, media docena de hombres dormían incorporados o bien apoyados los unos sobre los otros. Un poco más allá, una familia, la criatura dormida en brazos de su madre dormida y el marido (o compañero) remendando torpemente un zapato roto. En otro banco, una mujer cortaba los bordes deshilachados de sus harapos con un cuchillo y otra mujer, con hilo y aguja, cosía los desgarrones. Al lado, un hombre sostenía en brazos a una mujer dormida. Y más allá, un hombre con la ropa cubierta de barro apelmazado de la alcantarilla, dormía con la cabeza en el regazo de una mujer, de veinticinco años como mucho, que también dormía.
Lo que más me desconcertaba era que durmieran. ¿Por qué nueve de cada diez de aquellas personas estaban dormidas o intentando dormir? No descubrí la razón hasta un tiempo después. La ley de los poderes fácticos dice que la gente sin techo no ha de dormir de noche. En la acera, junto al pórtico de Christ’s Church, allí donde las columnas de piedra se elevan hacia el cielo de manera solemne, había hileras enteras de hombres tumbados que dormían o dormitaban, demasiado amodorrados como para que nuestra intrusión les suscitara curiosidad.
—Un pulmón de Londres —dije yo—; no, un absceso, una enorme llaga putrefacta.
—Oh, ¿por qué me habéis traído aquí? —preguntó el joven y ardiente socialista, con la delicada cara blanquecina propia de un alma doliente y un estómago revuelto.
—Esas mujeres de ahí —nos dijo nuestro guía— venderían su cuerpo por tres peniques, o por dos, o por una hogaza de pan duro.
Y lo dijo con un alegre desprecio.
Y no sé qué más habría dicho a continuación, porque en aquel momento el joven asqueado gritó:
—¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí!
7. Condecorado con la Cruz Victoria
Desde la ciudad gimen los moribundos,
y claman las almas de los heridos de muerte.
JOB
He descubierto que no es fácil que te admitan en un albergue temporal público. Ya lo he intentado dos veces, y en breve lo intentaré una tercera. La primera vez fui para allá a las siete de la tarde con cuatro chelines en el bolsillo. Con esto cometí dos errores. En primer lugar, quien solicita admisión en el albergue temporal tiene que ser indigente, y dado que lo someten a un registro riguroso, ha de ser indigente de verdad; y cuatro peniques, ya no digamos cuatro chelines, bastan para que te descalifiquen. En segundo lugar, cometí el error de llegar tarde. Las siete es demasiado tarde para que a un pobre le asignen una cama en el asilo.
A fin de ilustrar a la gente inocente y bien alimentada, permítanme que les explique qué es un albergue temporal. Se trata de un edificio donde quien no tiene hogar, ni cama y ni un penique en el bolsillo, puede descansar temporalmente sus fatigados huesos y luego, al día siguiente, trabajar a destajo para pagarlo.
Mi segundo intento de colarme en el albergue temporal empezó con mejor pie. Fui a media tarde, acompañado por el joven y entusiasta socialista y por otro amigo, y con sólo tres peniques en el bolsillo. Ellos me guiaron hasta el albergue de Whitechapel, al que eché un vistazo desde una esquina. Pasaban unos minutos de las cinco, pero ya se había formado una cola larga y penosa que daba la vuelta a la esquina del edificio y se perdía a lo lejos.
Era una imagen de lo más desoladora: hombres y mujeres aguardando bajo el frío y gris atardecer a que les dieran un mísero cobijo para pasar la noche; debo confesar que aquella imagen a punto estuvo de disuadirme. Igual que el niño ante la puerta del dentista, descubrí repentinamente numerosas razones para estar en cualquier otra parte. Algo de esa lucha interior se debió de reflejar en mi rostro, porque uno de mis compañeros me dijo:
—No te eches atrás. Puedes hacerlo.
Por supuesto que podía hacerlo, pero me di cuenta de que incluso los tres peniques que llevaba en el bolsillo representaban un tesoro para aquella muchedumbre. Así pues, a fin de erradicar toda distinción odiosa, me deshice de los peniques. Luego me despedí de mis amigos y, con el corazón en un puño, avancé encorvado por la calle y ocupé mi lugar al final de la cola. Era tristísima aquella cola de pobres que se tambaleaban por la pronunciada pendiente hacia la muerte; pero no podía ni imaginarme lo triste que era en realidad.
A mi lado había un hombre bajo y corpulento. Sano y robusto, aunque avejentado, de rasgos pronunciados, con esa piel dura y cuarteada que es el resultado de largos años de exposición al sol y a los vientos. Tenía la cara y los ojos inconfundibles del hombre de mar; y al instante me vino a la memoria un fragmento del «Galeote» de Kipling:
Con el estigma de mi espalda, con el tormento del acero
tintineante;
con las heridas que me ha dejado el látigo, con las heridas que
nunca sanan;
con los ojos envejecidos escrutando la mar a través de la estela
del sol,
se me paga por mi servicio…
Verán ustedes cuánta razón tenía en mi suposición y cuán particularmente apropiados resultaron esos versos.
—No voy a aguantar mucho tiempo más, ni hablar —se quejaba el marino al hombre que tenía al lado—. Voy a romper una ventana, una bien grande, y así me encerrarán catorce días. Entonces tendré un buen sitio pa’ dormir, seguro, y mejor comida de la que os dan aquí. Aunque echaré de menos mi cacho de tabaco… —añadió tras una pausa, en tono pesaroso y resignado.
»Ya me he pasao dos noches al raso —continuó—. La noche pasada, me calé hasta los huesos, y ya no aguanto más. Me hago viejo, y cualquier mañana me encuentran muerto.
Se volvió hacia mí con fiereza.
—No llegues nunca a viejo, muchacho. Muérete joven o acabarás así. Te lo digo de verdá. Ochenta y siete años tengo, y he servido a mi país como un hombre. Tres galones por buena conducta me dieron, y la Cruz Victoria, y así me lo pagan. ¡Ojalá estuviera muerto!, ¡ojalá estuviera muerto! A ver si me llega ya la hora, te lo digo de verdá.
Se le humedecieron los ojos, pero, antes de que el otro hombre pudiera consolarlo, se puso a tararear una melodiosa canción marinera como si no hubiera penas en el mundo.
Si le dabas pie, ésta era la historia que contaba mientras esperaba en la cola del asilo para pobres después de dos noches de congelarse en las calles.
De muchacho se había alistado en la marina británica, y en ella había servido con lealtad más de cuarenta años. De sus labios brotaba un torrente ininterrumpido de nombres, fechas, comandantes, puertos, buques, escaramuzas y batallas, pero me resulta imposible acordarme de todos, pues no es lo más correcto ponerse a tomar notas en la puerta del asilo para pobres. Había estado en lo que él llamaba la «Primera Guerra de China»; se había alistado en la Compañía de las Indias Orientales y había servido diez años en la India; y en la época de la insurrección volvió allí con la marina inglesa; luego participó en las guerras de Birmania y en la de Crimea. Y además había luchado y trabajado con ahínco por la bandera inglesa en casi todo el mundo.
Y entonces sucedió lo imprevisto. Una nimiedad, en un principio. Tal vez al teniente le había sentado mal el desayuno, o bien se había ido a dormir muy tarde la noche anterior o lo agobiaban las deudas o el comandante le había hablado con brusquedad. La cuestión es que aquel día en concreto el teniente estaba de mal humor. Y el marinero, junto con otros, estaba «montando» las jarcias del trinquete.
Fíjense ustedes ahora: el marinero llevaba más de cuarenta años en la marina, tenía tres galones por buena conducta y le habían otorgado la Cruz Victoria por sus servicios en combate; así pues, no podía ser un mal marinero. Simplemente el teniente estaba de mal humor; el teniente le dijo algo, algo insultante. Algo relativo a su madre. Cuando yo era niño, teníamos por norma pelear como pequeños demonios si alguien le dedicaba un insulto a nuestra madre. Y en la parte del mundo de la que vengo han muerto muchos hombres a causa de insultar con esas palabras a las madres de otros hombres.
No obstante, el teniente insultó al marinero. Y en aquel momento, éste tenía una palanca o una barra de hierro en las manos. Sin dudarlo un instante golpeó con ella al teniente en la cabeza, derribándolo y haciéndolo caer por la borda.
Y luego, en las palabras de aquel hombre:
—Vi lo que había hecho. Conocía el reglamento y me dije: «Estás acabao, Jack, muchacho, así que allá voy». Y salté por la borda detrás de él, decidido a ahogarme con él. Y lo habría lograo, de no haber venido la barcaza del buque insignia. Así que nos subimos a ella, y yo lo agarré y le asesté un puñetazo. Y allí se acabó tó pa’ mí. Si no lo hubiera arreao, podría haber alegao que, al ver lo que había hecho, me había tirao al mar pa’ salvarlo.
Luego vino el Consejo de Guerra, o como sea que llamen al juicio en alta mar. Él me recitó su sentencia, textualmente, como si se la supiera de memoria y la hubiera repetido con amargura muchas veces. Y he aquí, en aras de la disciplina y el respeto a unos oficiales que no siempre son caballeros, el castigo impuesto a un hombre cuya culpa fue ser hombre: ser degradado al rango de marinero raso; perder las pagas que se le debían; privársele del derecho a pensión; renunciar a la Cruz Victoria; ser expulsado de la marina con buena conducta (pues ésta era su primera ofensa); recibir cincuenta latigazos y cumplir condena de dos años en prisión.
—Ojalá me hubiera ahogao aquel día, por Dios que lo deseo —concluyó, mientras la cola avanzaba y doblábamos la esquina.
Por fin pudimos ver la puerta por la cual los indigentes eran admitidos en grupos. Y allí me enteré de algo sorprendente: como era miércoles, no nos soltarían hasta el viernes por la mañana. Y lo que era aún peor —tomen nota los fumadores—, escuchad esto: no se nos permitía entrar con tabaco. Debíamos entregarlo al entrar. A veces, me contaron, lo devolvían a la salida, pero otras veces simplemente lo destruían.
El viejo soldado me dio entonces una lección. Abrió su bolsita y vació el tabaco (una cantidad ínfima) en un pedazo de papel. Bien aplanado y envuelto, se lo metió en el interior del calcetín y luego dentro del zapato. Así pues, mi trozo de tabaco también acabó en mi calcetín, porque cuarenta horas sin tabaco es una privación demasiado dura para todos aquellos que lo consumen.
La cola siguió avanzando poco a poco, y de forma lenta pero segura fuimos acercándonos a la entrada. Cuando nos detuvimos sobre una rejilla metálica, debajo de ella apareció un hombre, a quien el viejo marinero preguntó:
—¿Cuántos más caben?
—Veinticuatro —contestó el hombre.
Miramos, angustiados, a nuestro alrededor y contamos. Teníamos treinta y cuatro personas por delante. La decepción y la consternación ensombrecieron los rostros de aquellos que nos rodeaban. No es agradable afrontar una noche en la calle sin dormir cuando se está hambriento y sin blanca. Aun así, no perdimos la esperanza, hasta que solamente quedamos diez frente a la entrada y el portero nos impidió el paso.
—Está completo —nos dijo, y cerró la puerta de un portazo.
A pesar de sus ochenta y siete años, el viejo marino salió corriendo como un rayo en pos de la desesperada posibilidad de poder encontrar cobijo en otra parte. Yo me quedé discutiendo sobre adónde podíamos ir con otros dos hombres que eran expertos en asilos temporales. Finalmente optaron por el albergue de Poplar, que estaba a unas tres millas de allí. Y hacia allí nos dirigimos.
Al doblar la esquina, uno de ellos dijo:
—Yo podría haber entrao ahí hoy. Llegué a la una y la cola se estaba ya formando. Pero están los favoritos. Los dejan entrar todas las noches, siempre a los mismos.
8. El carretero y el carpintero
No es la muerte, ni siquiera el morir de hambre, la
desgracia del hombre. Muchos hombres han muerto;
todos han de morir. Es vivir en la miseria, sin saber
por qué. Trabajar a destajo y no ganar nada; estar
afligido y fatigado pero aislado y sin nadie alrededor,
rodeado de un frío y universal laissez-faire.
CARLYLE
En Estados Unidos, al carretero, con su cara pulcra, su perilla y su bigote afeitado, yo lo habría tomado por un capataz o un granjero próspero. Al carpintero, bueno, lo habría tomado por un carpintero. Era lo que parecía: delgado y nervudo, de mirada astuta y escudriñadora y manos deformadas por las herramientas de su oficio en el que había trabajado durante cuarenta y siete años. El principal problema que tenían aquellos hombres era que habían envejecido, y que sus hijos, en lugar de crecer para ocuparse de ellos, habían muerto. Se les notaba la edad, y se habían visto expulsados de la vorágine de la industria por otros competidores más jóvenes y fuertes que les habían quitado el puesto.
Ahora, los dos hombres, que habían sido rechazados en el albergue temporal de Whitechapel, caminaban conmigo en dirección al de Poplar. La cosa no pintaba bien, eso pensaban, pero no nos quedaba otra salida que probar suerte allí. O era Poplar, o pasar la noche en la calle. Ambos estaban desesperados por encontrar cama, pues, según sus palabras, estaban «medio muertos». El carretero, con cincuenta y ocho años, había pasado las tres últimas noches a la intemperie y sin dormir, mientras que el carpintero, de sesenta y cinco años, llevaba cinco noches al raso.
Pero, ¡oh, cielos!, gente delicada, pletórica de carne y de sangre, a quienes todas las noches os esperan camas blancas y habitaciones espaciosas, ¿cómo puedo haceros entender lo que sufriríais si tuvierais que pasar una noche fatigosa en las calles de Londres? Creedme, os parecería que han transcurrido mil centurias antes de que el alba aclarara el cielo del este; temblaríais hasta gritar de dolor por tener tan molidos los músculos; y os maravillaría de lo que seríais capaces de soportar sin morir en el intento. Si os sentarais en un banco y se os cerraran los ojos de cansancio, puedo aseguraros que un policía vendría a despertaros con la orden tajante de «Circulen». Está permitido descansar en un banco, aunque los bancos andan muy escasos; pero si descansar significa dormir, le obligan a uno a circular, a arrastrar el cuerpo cansado por las calles interminables. Y si, con desesperada habilidad, encontrarais algún callejón olvidado o un pasaje oscuro en donde tumbaros, la omnipresente policía os echaría también de allí. Su trabajo consiste en echaros. La ley de los poderes fácticos dictamina que debéis ser expulsados.
Pero cuando, por fin, amaneciera y se acabara la pesadilla, volveríais con pasos resueltos a vuestro hogar para descansar, y os pasaríais hasta el fin de vuestros días contando la crónica de esa aventura para el entretenimiento de numerosos amigos llenos de admiración. Vuestra nochecita de ocho horas se convertiría en una Odisea y vosotros en Homero.
Ése no era el caso de aquellos hombres sin hogar que ahora caminaban conmigo hacia el albergue de Poplar. Y aquella noche en la ciudad de Londres había treinta y cinco mil como ellos, hombres y mujeres. Por favor, olviden ustedes este dato cuando se vayan a la cama; si son tan delicados como deberían, puede que la idea no les permita descansar tan bien como de costumbre. Pero para unos ancianos de sesenta, setenta y ochenta años, mal alimentados y sin carne ni sangre, dar la bienvenida al alba sin descanso alguno, y luego echar a andar dando tumbos bajo el sol buscando migajas afanosamente, con la implacable noche echándoseles encima de nuevo, y así durante cinco días y cinco noches… ¡Oh, cielos!, gente delicada, pletórica de carne y de sangre, ¿cómo podrían ustedes entenderlo?
Iba yo andando por Mile End Road entre el carretero y el carpintero. Mile End Road es una ancha avenida que atraviesa el corazón del East End londinense, por donde circulaban decenas de miles de personas. Digo esto para que puedan comprender plenamente lo que voy a contarles a continuación. Como digo, íbamos andando, cuando ellos, llenos de amargura, se pusieron a maldecirlo todo, y yo también maldije con ellos, maldije como maldeciría un vagabundo americano varado en una tierra extraña y terrible. Y tal como había intentado hacerles creer y había conseguido que creyeran, ellos me tomaban por un «marinero» que se había gastado su dinero en una vida disipada, había perdido sus ropas (algo bastante habitual entre los marineros en tierra) y se encontraba temporalmente sin blanca mientras intentaba enrolarse en un barco. Aquello explicaba mi ignorancia acerca de las costumbres inglesas en general y de los asilos para pobres en particular, así como la curiosidad que sentía por aquellos asuntos. Al carretero le costaba bastante seguir el ritmo de nuestros pasos (me contó que no había comido nada en todo el día), pero el carpintero, delgado y hambriento, con el abrigo gris y gastado ondeando tristemente con la brisa, avanzaba con unas zancadas largas e incansables que me recordaron al coyote de las llanuras. Ninguno de los dos levantaba la vista del suelo mientras caminaba y hablaba, y de vez en cuando uno u otro se agachaba para recoger algo sin perder el paso. Me figuré que recogían colillas de puros y cigarrillos, y tardé un rato en darme cuenta de que no era así. Y entonces descubrí de qué se trataba.
Recogían de la fangosa acera trozos de piel de naranja y de manzana, y tallos de uvas para luego comérselos. Partían con los dientes los huesos de las ciruelas verdes para comerse las semillas de su interior. También recogían migajas de pan del tamaño de un guisante y corazones de manzana tan sucios y negros que nunca habrías dicho que eran corazones de manzana. Y los dos se metían todo aquello en la boca y lo masticaban y se lo tragaban. Y esto sucedía entre las seis y las siete de la tarde del 20 de agosto del año del Señor de 1902, en el corazón del imperio más grande, más rico y más poderoso que el mundo haya visto jamás.
Los dos hombres iban hablando. No eran estúpidos. Simplemente eran viejos. Y como es natural cuando uno tiene las tripas llenas de porquería del suelo, hablaban de revoluciones sangrientas. Hablaban como hablan los anarquistas, los fanáticos y los locos. Y ¿quién podía culparlos? A pesar de mis tres buenas comidas aquel día y de la cómoda cama en la que podía acostarme si quisiera, y de mi filosofía social, y de mi creencia evolucionista en el lento desarrollo y metamorfosis de las cosas…, a pesar de todo ello, como digo, sentí el impulso de decir las mismas sandeces que ellos o de morderme la lengua. ¡Pobres necios! Las revoluciones no se nutren de hombres como ellos. Y cuando hubieran muerto y se convirtieran en polvo, que sería pronto, otros necios hablarían de revoluciones sangrientas mientras recogieran porquería de la acera llena de escupitajos que iba desde Mile End Road hasta el asilo de Poplar.
Como yo era extranjero y joven, el carretero y el carpintero me explicaban la situación y me daban consejo. Su consejo, por cierto, fue conciso y directo: tenía que marcharme del país.
—Tan deprisa como me lo permita Dios —les aseguré yo—. Voy a volar tan alto y tan lejos que no podréis ver ni el rastro de polvo de mi carrera.
Más que comprenderlas, sintieron la fuerza de mis metáforas mientras asentían con la cabeza con un gesto de aprobación.
—Se vuelve uno criminal en contra de su voluntad —dijo el carpintero—. Aquí me tienes, viejo, con los jóvenes quitándome el puesto, con la ropa cada vez más andrajosa, así que cada día me cuesta más encontrar trabajo. Voy a dormir al albergue temporal. Hay que estar allí a las dos o las tres de la tarde, pues, si no, no entras. Ya has visto lo que ha pasao hoy. ¿Cómo voy a buscar trabajo así? Imagina que consigo entrar en el asilo. Me tienen tó el día allí y me dejan marchar a la mañana siguiente. ¿Y entonces qué? La ley dice que esa noche no puedo entrar en otro albergue temporal que esté a menos de diez millas. O sea, que tengo que correr pa’ llegar a tiempo ese día. ¿Cuándo voy a buscar un trabajo entonces? Imagina que no me voy p’allá. Imagina que me pongo a buscar trabajo. En menos que canta un gallo se me hace de noche otra vez y no tengo cama. Sin dormir en toda la noche, y sin comer ná, ¿cómo voy a tener el cuerpo por la mañana pa’ buscar trabajo? Me toca apañarme pa’ dormir de alguna manera en el parque —la imagen de Christ’s Church en Spitalfields no podía apartarla de mi mente—, y encontrar algo pa’ comer. ¡Y así acabo! Viejo, hundido, y sin que me levante.
—Aquí antes había una caseta de peaje —dijo el carretero—. Yo lo había pagado muchas veces cuando me ganaba la vida.
—He comido tres bollos de medio penique en dos días —anunció el carpintero después de una larga pausa—. Dos me los comí ayer y el tercero hoy —concluyó, después de otra larga pausa.
—Yo hoy no he comido ná —dijo el carretero—. Y estoy rendido. Me duelen las piernas cosa mala.
—El bollo que te dan en el «cuartel» es tan duro que no se pué comer bien con menos de media pinta de agua —dijo el carpintero para ilustrarme. Y cuando yo le pregunté qué era el «cuartel», me contestó—: El albergue temporal. Es jerga, ya sabes.
Pero lo que me sorprendió fue que la palabra jerga formase parte de su vocabulario, un vocabulario que antes de separarnos pude comprobar que no era nada pobre.
Les pregunté qué trato podía esperar si conseguíamos entrar en el albergue de Poplar, y entre los dos me dieron bastante información. Después de un baño frío nada más entrar, me darían de cenar seis onzas de pan y tres partes de «gachas». «Tres partes» quería decir tres cuartos de pinta, y las «gachas» en cuestión eran un mejunje líquido a base de tres cuartos de galón de harina de avena diluidos en tres cubos y medio de agua caliente.
—Con leche y azúcar, imagino, y cuchara de plata, ¿no? —pregunté.
—Ni de broma. Sal es lo que le echan, y he visto sitios donde no te dan ni cuchara. Te las llevas al morro y p’abajo, así lo hacen.
—Hacen buenas gachas en Hackney —dijo el carretero.
—Ah, sí, buenísimas —las elogió el carpintero, y los dos intercambiaron una mirada elocuente.
—Harina con agua en Saint George-in-the-East —dijo el carretero.
El carpintero asintió con la cabeza. Las había probado todas.
—¿Y luego qué? —les pregunté.
Me explicaron que luego te mandaban directamente a la cama.
—Te despiertan a las cinco y media de la mañana pa’ que te levantes y te des una «lavada», en caso de que haya jabón. El desayuno es como la cena, tres partes de gachas y un pan de seis onzas.
—No siempre es de seis onzas —lo corrigió el carretero.
—No siempre, no. Y a veces está tan amargo que no se pué comer.Cuando yo empecé a ir no podía comerme ni las gachas ni el pan, pero ahora puedo comerme mi ración y la de otro.
—Yo me podría comer las de tres más —dijo el carretero—. No he probao ni bocao en tó el santo día.
—¿Y luego qué?
—Luego has de hacer tu trabajo, deshebrar cuatro libras de estopa, o limpiar y fregar, o partir diez u once quintales de piedra. Yo no tengo que picar piedra porque paso de los sesenta. Pero a ti sí que te harán picar, porque eres joven y fuerte.
—Lo que no me gusta ná —gruñó el carretero— es estar encerrao en una celda deshebrando estopa. Es como estar en la cárcel.
—Pero ¿qué pasa si, después de haber pasado allí la noche, te niegas a deshebrar o a picar piedra o a hacer el trabajo que sea?
—Pues que no te negarás una segunda vez, porque te meten en el calabozo —contestó el carpintero—. No te aconsejo que lo intentes, muchacho.
—Luego viene el almuerzo —prosiguió—. Ocho onzas de pan, onza y media de queso y agua fría. Luego terminas tu trabajo y cenas, lo mismo que antes, tres partes de gachas y seis onzas de pan. Después a la cama a las seis y a la mañana siguiente te sueltan, siempre y cuando hayas acabao tu trabajo.
Hacía rato que habíamos dejado Mile End Road, y tras recorrer un sombrío laberinto de callejuelas serpenteantes llegamos al albergue de Poplar. Extendimos nuestros pañuelos sobre una tapia baja de piedra y cada uno de nosotros puso en ellos sus pertenencias, salvo el «cacho de tabaco» del calcetín. Por fin, mientras las últimas luces se retiraban del cielo color parduzco y empezaba a soplar un viento más frío y severo, nos quedamos allí plantados, un penoso grupo, con nuestros grotescos hatillos en las manos, ante la puerta del asilo para pobres.
Pasaron tres muchachas trabajadoras y una me miró con cara de lástima; yo la secundé con la mirada y ella siguió observándome con la misma cara de compasión. En los viejos ni se fijó. ¡Dios bendito!, tenía lástima de mí, que era un hombre joven y fuerte y lleno de vigor, pero no en cambio de los dos viejos que iban conmigo. Ella era una mujer joven y yo un hombre joven, y las vagas pulsiones sexuales que la llevaron a compadecerse de mí situaban su sentimiento en el nivel más bajo. La compasión por los viejos es un sentimiento altruista y, además, la puerta de un asilo para pobres es el lugar habitual de los viejos. De modo que ella no mostró lástima alguna por ellos, sólo por mí, que era el que menos la merecía, o no la merecía en absoluto. En Londres, los que peinan canas se van a la tumba sin recibir honor alguno.
A un lado de la puerta había el tirador de una campana y al otro lado, un timbre.
—Tira de la campanilla —me dijo el carretero.
Y como habría hecho ante cualquier puerta, tiré de la cuerda e hice sonar la campana.
—¡Eh! ¡Eh! —me gritaron los dos al unísono con voces aterradas—. ¡No tan fuerte!
Solté el tirador y ambos me miraron con cara de reprobación, como si acabara de poner en peligro su ocasión de conseguir una cama y tres partes de gachas. No acudió nadie a abrir. Por suerte, era la campana equivocada, lo cual hizo que me sintiera mejor.
—Pulsa el timbre —le dije al carpintero.
—No, no, espera un poco —se apresuró a contestar.
De todo ello llegué a la conclusión de que un portero de albergue para pobres, que habitualmente gana un salario anual de entre treinta y cuarenta dólares, es un personaje muy quisquilloso e importante que los pobres no deben tratar con demasiada desconsideración.
De modo que aguardamos, y cuando la espera había sobrepasado diez veces el límite de la decencia, el carretero acercó tímidamente el dedo índice al timbre y lo pulsó de la forma más breve y suave posible. He visto hombres esperando en situaciones de vida o muerte y la angustia era menos visible en sus rostros que en las de aquellos dos que ahora aguardaban la llegada del portero.
Por fin éste acudió. Y apenas nos echó una mirada.
—Completo —dijo, y cerró la puerta.
—Otra noche igual —se lamentó el carpintero. En la penumbra, a éste se le veía pálido y gris.
La caridad indiscriminada es brutal, dicen los filántropos profesionales. Así que decidí ser brutal.
—Ven, saca la navaja y sígueme —le dije al carretero, llevándomelo a un callejón oscuro.
Me miró con expresión asustada e intentó echarse atrás. Quizá me tomaba por un nuevo Jack el Destripador aficionado a los indigentes de edad avanzada. O quizá creyó que lo estaba induciendo a que cometiera algún crimen desesperado. En cualquier caso, estaba aterrado.
Recordarán que al principio de esta aventura yo me cosí una libra debajo del sobaco de mi camiseta de carbonero. Era mi fondo de emergencia, y ahora llegaba el momento de utilizarlo por primera vez.
Tuve que improvisar un número de contorsionista para mostrarle la moneda que llevaba cosida y conseguir que el carretero me ayudara. Incluso entonces, su mano le temblaba de tal manera que temí que me cortara a mí en vez de las costuras, por lo que me vi obligado a quitarle la navaja y hacerlo yo mismo. Por fin salió rodando la moneda dorada, una verdadera fortuna a sus ojos hambrientos, y los tres salimos en estampida hacia el café más cercano.
Por supuesto, tuve que explicarles que yo era simplemente un investigador, un estudioso social, que estaba intentando averiguar cómo vivía la otra mitad de la población. Y entonces se cerraron al instante como almejas. Yo no era de los suyos, mi forma de hablar había cambiado, el tono de mi voz era distinto; en definitiva, yo era superior, y ellos habían adquirido una gran conciencia de clase.
—¿Qué queréis? —les pregunté cuando llegó el camarero para tomarnos nota.
—Dos rebanadas y una taza de té —dijo humildemente el carretero.
—Dos rebanadas y una taza de té —dijo también en tono de humildad el carpintero.
Consideremos la situación. Allí había dos hombres a quienes yo había invitado a la cafetería. Ambos habían visto mi moneda de oro y se habían dado cuenta de que yo no era pobre. Uno de ellos había comido aquel día un bollo de medio penique y el otro nada. ¡Y ahora sólo pedían «dos rebanadas y una taza de té»! Lo que cada uno de ellos había pedido no valía más de dos peniques. «Dos rebanadas», por cierto, quería decir dos rebanadas de pan con mantequilla.
Su actitud de humildad degradada era la misma que habían adoptado ante el portero del asilo para pobres. Pero yo me negué a aceptarla. Poco a poco fui pidiendo más cosas —huevos, lonchas de beicon, más huevos, más beicon, más té, más rebanadas, etcétera—, y mientras ellos decían que no querían nada más, iban devorándolo todo con un hambre canina a medida que les llegaba.
—La primera taza de té que pruebo en dos semanas —dijo el carretero.
—Y un té buenísimo —dijo el carpintero.
Se bebieron dos pintas de aquel té, que puedo asegurarles que era agua sucia. Se parecía menos al té que la cerveza rubia al champán. Ni eso; era aguachirle, y no se parecía al té en nada.
Resultó curioso, pasada la impresión inicial, observar el efecto que les causó la comida. De entrada, se pusieron melancólicos y hablaron de las diversas ocasiones en que habían pensado en suicidarse. Hacía menos de una semana, el carretero se había encaramado al puente, había contemplado las aguas y se lo había planteado. El agua no era una buena manera, insistió acaloradamente el carpintero. Él, por ejemplo, estaba seguro de que lucharía por no morir de aquella forma. Era mucho mejor una bala, pero ¿cómo demonios iba a conseguir él un revólver? Aquél era el problema.
A medida que iban llenándose de «té» caliente, fueron animándose y empezaron a hablar más de sí mismos. El carretero había enterrado a su mujer e hijos, salvo a uno de ellos, que había crecido y lo había ayudado con su pequeño negocio. Entonces sucedió lo imprevisto: el hijo, con treinta y un años, murió de viruela. Después de aquello, el padre cogió las fiebres y estuvo tres meses en el hospital. Allí se acabó todo para él. Salió debilitado y sin fuerzas, sin un hijo fuerte que lo apoyara, con un pequeño negocio que se había ido al traste y sin un penique. De nuevo había sucedido lo imprevisto y la partida había terminado. Un viejo como él no tenía ya posibilidad alguna de volver a empezar. Sus amigos eran pobres y no podían ayudarlo. Intentó buscar trabajo cuando estaban instalando las tribunas del primer desfile de la Coronación:
—Y acabé hartándome de la respuesta: «¡No! ¡No! ¡No!». Por las noches, resonaba en mis oídos cada vez que intentaba dormir, siempre igual: «¡No! ¡No! ¡No!».
La semana anterior había contestado a un anuncio en Hackney y al decirles su edad, le dijeron: «Uy, demasiado mayor, ni hablar».
El carpintero había nacido en el ejército, donde su padre había servido durante veintidós años. También sus dos hermanos habían sido militares; uno de ellos, sargento mayor del Séptimo de Húsares, había muerto en la India después de la revuelta; el otro, en Oriente, después de nueve años a las órdenes de Roberts, había desaparecido en Egipto. El carpintero no se alistó, por lo que ahí seguía, todavía en el mundo.
—Pero míreme, deme la mano —dijo, abriéndose la camisa andrajosa—. Ya estoy pa’l depósito de cadáveres. Me estoy consumiendo, señor, consumiéndome por falta de comida. Tóqueme las costillas y verá.
Le metí la mano por debajo de la camisa y palpé. Tenía una piel tirante como pergamino sobre los huesos, y me dio la sensación de que pasaba la mano por encima de una tabla de lavar.
—Siete años de felicidá tuve —me dijo—. Una buena mujer y tres chiquillas preciosas. Pero todas murieron. La escarlatina se llevó a las niñas en dos semanas.
—Después de esto, señor —dijo el carretero, señalando la mesa entera y deseoso de llevar la conversación a un terreno más alegre—, después de esto voy a ser incapaz de comerme el desayuno del asilo de pobres por la mañana.
—Lo mismo digo —convino el carpintero, y se pusieron a discutir de delicias culinarias y de los platos suculentos que, en los viejos tiempos, sus respectivas mujeres cocinaban para ellos.
—Yo he llegao a pasar tres días enteros sin probar bocao —dijo el carretero.
—Yo, cinco —añadió su compañero, apesadumbrado por aquel recuerdo —. Cinco días sin nada en el estómago, salvo un trozo de piel de naranja, y mi naturaleza maltrecha no lo soportó, señor, a punto estuve de morirme. A veces, caminando de noche por las calles, he estado tan desesperao que he decidido jugármelo tó a una sola carta. Ya me entiende usté lo que digo, señor: cometer un gran robo. Pero cuando llegaba la mañana allí estaba yo, tan debilitao por el hambre y el frío que no era capaz de hacer daño ni a una mosca.
A medida que la comida iba asentándose en sus debilitados cuerpos, comenzaron a relajarse, a jactarse y a hablar de política. Sólo puedo decir que hablaban de política tan bien como cualquier hombre corriente de clase media, e incluso mucho mejor que algunos de clase media a quienes yo había oído. Lo que me sorprendió fue el conocimiento que tenían del mundo, de su geografía y de sus pueblos, y de la historia, tanto la contemporánea como la reciente. Como ya dije, aquellos dos hombres no eran estúpidos. Solamente eran viejos, y sus hijos no habían podido crecer y proporcionarles un lugar junto al fuego.
Un último incidente, mientras me despedía de ellos en la esquina —contentos con un par de chelines cada uno en el bolsillo y la seguridad de encontrar una cama en la que pasar la noche—, encendí un cigarrillo, y cuando estaba a punto de tirar la cerilla encendida el carretero se apresuró a cogérmela. Yo le ofrecí entonces la caja entera, pero él me dijo:
—Da igual, no las malgaste, señor.
Y mientras encendía el cigarrillo que le había regalado, el carpintero se apresuró a llenar su pipa para poder aprovechar la misma cerilla.
—No hay que malgastar —me dijo.
—Sí —le contesté yo, pero me estaba acordando de aquellas costillas como una tabla de lavar por las que había pasado mi mano.
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