Jack London

Prefacio
Las experiencias narradas en este volumen las viví en el verano de 1902. Descendí entonces al submundo londinense con una mentalidad semejante a la de un explorador. Estaba dispuesto a dejarme convencer por mis sentidos, y no por las enseñanzas de quienes no habían visto aquello con sus propios ojos, ni tampoco por las palabras de quienes habían ido allí y lo habían visto antes que yo. Adopté también un criterio sencillo para evaluar la vida de los bajos fondos. Todo lo que supusiera más vida, salud física y espiritual era bueno; todo lo que supusiera menos vida, dañara, mermara y deformara la vida, era malo.
El lector no tardará en descubrir que presencié muchas cosas malas. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que el verano sobre el que escribo era considerado en Inglaterra «una buena época». El hambre y la falta de techo que descubrí constituían manifestaciones crónicas de miseria a las que jamás se había puesto remedio, ni siquiera en los periodos de mayor prosperidad. Al verano en cuestión le siguió un duro invierno. El sufrimiento y la hambruna aumentaron de tal manera que la sociedad ya no pudo hacerles frente. Grandes contingentes de desempleados protagonizaron manifestaciones, hasta una docena al mismo tiempo, y desfilaban a diario por las calles de Londres pidiendo pan a gritos. En un artículo publicado en el New York Independent en el mes de enero de 1903, el señor Justin McCarthy resume la situación con las siguientes palabras:
Los asilos para pobres ya no disponen de espacio en donde colocar a las multitudes hambrientas que suplican comida, y piden cobijo día y noche ante sus puertas. Todas las instituciones caritativas han agotado sus suministros y no saben ya cómo obtener alimentos para los necesitados que viven en las buhardillas y sótanos de las calles y callejuelas de Londres. Los locales de que dispone el Ejército de Salvación en diversas partes de la ciudad son asediados cada noche por hordas de desocupados hambrientos a quienes no se les puede proporcionar ni cobijo ni sustento.
Se ha dicho que mis críticas acerca de la situación en Inglaterra son demasiado pesimistas. Debo decir en mi defensa que no hay nadie más optimista que yo. Sin embargo, no juzgo la condición humana de los agregados políticos, sino de los individuos. Las sociedades crecen, mientras que las maquinarias políticas acaban hechas trizas y convertidas en «chatarra». Para los ingleses, por lo que respecta a los hombres y a las mujeres, a su salud y felicidad, preveo un futuro amplio y amable. Sin embargo, para una gran parte de la maquinaria política, que gobierna el presente incorrectamente, no le vaticino más que el montón de chatarra.
JACK LONDON
Piedmont, California
1. El descenso
Cristo, ampáranos en esta ciudad,
consérvanos nuestro amor y piedad
y nuestros semblantes al cielo aboca
para que no nos volvamos de roca.
THOMAS ASHE
—Pero no puedes hacer eso, hombre —me dijeron los amigos a quienes yo había recurrido en busca de ayuda para sumergirme en el East End de Londres —. Lo que debes hacer es acudir a la policía para que te guíe —añadieron, pensándolo mejor, esforzándose para adaptarse a los altibajos psicológicos de un demente que se había presentado ante ellos con mejores credenciales que cerebro.
—Pero es que no quiero ir a la policía —protesté—. Lo que quiero es adentrarme en el East End y ver las cosas por mí mismo. Quiero saber cómo vive esa gente allí, y por qué vive allí, y para qué vive. En suma, quiero irme a vivir yo también allí.
—¡No puedes irte a vivir al East End! —me decían todos, con unos rostros que clamaban su desaprobación a los cuatro vientos—. Caramba, si dicen que hay ciertas partes donde la vida de un hombre no vale un penique.
—Ésos son justamente los sitios que quiero ver —los interrumpía.
—Pero es que no puedes, ¿me entiendes? —replicaban siempre.
—No es para eso por lo que he venido a veros —contestaba yo con brusquedad, algo molesto por su incomprensión—. Soy forastero aquí, y quiero que me contéis lo que sabéis del East End y así tener algo por donde empezar.
—Pero es que no sabemos nada del East End. Está por ahí, en alguna parte. —Y agitaban las manos con vaguedad en aquella dirección en la que, en muy contadas ocasiones, podía verse la salida del sol.
—Pues iré a Cook’s —les anuncié.
—Oh, sí —replicaron ellos, aliviados—. Seguro que en Cook’s sí que lo saben.
Pero, ¡oh, Cook!, ¡oh, Thomas Cook e Hijo!, exploradores y conocedores de caminos, vosotros que hacéis de baliza para el mundo entero y prestáis ayuda a los viajeros extraviados, que, en un instante y sin vacilar, podrías guiarme por el África Negra o el Tíbet más remoto, no sabéis, en cambio, cómo ir al East End de Londres, que está a un tiro de piedra de Ludgate Circus.
—No puede hacer eso, señor —me dijo el experto en rutas y pasajes de la sucursal de Cook’s en Cheapside—. Es muy, ejem…, muy inusual. Consulte a la policía —concluyó en tono autoritario, cuando yo insistí—. No estamos acostumbrados a llevar a viajeros al East End; nadie nos pide que lo llevemos allí, y no conocemos en absoluto ese lugar.
—Bueno, pues olvídese —intervine yo para evitar que su torrente de negativas me expulsara de la oficina—. Pero hay algo en lo que sí pueden ayudarme. Quiero explicarles lo que me propongo hacer, para que en caso de que surjan problemas puedan ustedes identificarme.
—Ah, ya entiendo. Así, si lo asesinan, podremos identificar el cadáver.
Lo dijo en un tono tan jovial y con tanta sangre fría que, de pronto, me imaginé mi cadáver tétrico y mutilado, extendido sobre una losa por la que discurría un reguero de agua fría, y a él, inclinado sobre mí, identificando con tristeza y resignación el cuerpo del loco americano que quería ver el East End.
—No, no —le contesté—, solamente para identificarme en caso de que me meta en algún lío con los bobbies. —Esto último lo dije con entusiasmo; estaba empezando a familiarizarme con el argot local.
—Eso —me dijo— es un asunto que tendrá que decidir la Oficina Central. No existen precedentes, ¿sabe? —añadió en tono de disculpa.
El hombre de la Oficina Central titubeó.
—Tenemos por norma —me explicó— no dar información sobre nuestros clientes.
—Pero en este caso —le insistí—, es el cliente quien solicita que den a otros información sobre él.
Volvió a titubear.
—Por supuesto —me apresuré a decir—, sé que no hay precedentes, pero…
—Como estaba a punto de comentarle —continuó él, imperturbable—, no hay precedentes, y me temo que no podemos ayudarlo.
Pese a todo, salí de allí habiendo conseguido la dirección de un detective que vivía en el East End, y me dirigí al consulado general americano. Y allí, por fin, encontré a un hombre con el que pude «trabajar». No hubo titubeos, ni enarcó las cejas, ni mostró incredulidad o asombro. En un minuto me expliqué y le expliqué también mi proyecto, que él aceptó con naturalidad. En el minuto siguiente me preguntó mi edad, altura y peso, y me miró de arriba abajo. Y al tercer minuto, mientras nos despedíamos con un apretón de manos, me dijo:
—Muy bien, Jack. Me acordaré de usted y le seguiré la pista.
Dejé escapar un suspiro de alivio. Una vez quemadas mis naves, ya era libre para adentrarme en aquella jungla humana de la que nadie parecía saber nada. Pero de pronto tropecé con una nueva dificultad en la persona de mi cochero, un personaje de patillas canosas y sumamente decoroso que durante varias horas me había llevado de forma imperturbable por la City.
—Lléveme al East End —le ordené, tomando asiento.
—¿Adónde, señor? —me preguntó sorprendido.
—Al East End, adonde sea. Venga.
El cabriolé circuló sin rumbo durante varios minutos y luego se detuvo con brusquedad. La abertura sobre mi cabeza estaba descubierta y el cochero se asomó para mirarme, desconcertado.
—Oiga —me dijo—, ¿dónde quiere que lo lleve?
—Al East End —le repetí—. A ningún sitio en concreto. Usted conduzca, a cualquier parte.
—Pero ¿cuál es la dirección, señor?
—¡Óigame! —exclamé—. ¡Lléveme al East End ahora mismo!
Era evidente que no lo entendía, pero retiró la cabeza y, a regañadientes, hizo trotar al caballo.
En ninguna parte de Londres puede uno escaparse de la visión de la pobreza abyecta, puesto que allí donde uno se encuentre siempre hay un barrio marginal a menos de cinco minutos andando; sin embargo, la zona en la que se estaba adentrando el cochero era un barrio donde la miseria parecía que no fuera a acabarse nunca. Las calles estaban atestadas de una raza de gente nueva y distinta, de baja estatura y aspecto vil y ebrio. A lo largo de varias millas no vimos más que ladrillos, y el panorama que nos ofrecían todas las travesías y callejones no era otro que el de ladrillos y miseria. De vez en cuando aparecía algún hombre o una mujer borrachos y dando tumbos, y el aire nos traía los ruidos obscenos de las riñas y trifulcas. En el mercado, ancianos y ancianas tambaleantes hurgaban entre los escombros arrojados al fango en busca de patatas, judías y verduras podridas, mientras los niñitos se apiñaban como moscas alrededor de una masa de fruta descompuesta y hundían sus brazos hasta los hombros en una podredumbre líquida, de donde extraían trozos putrefactos que devoraban en el acto.
En todo el trayecto no me encontré ni un solo coche de caballos, y la mía era una aparición procedente de otro mundo mejor, a juzgar por cómo los chiquillos correteaban detrás de él y a su lado. Por todas partes veía muros de ladrillo, pavimentos enfangados y calles atestadas de griteríos; por primera vez en mi vida el miedo a la multitud me aplastó. Era como el miedo al mar: una calle tras otra, la multitud era como las olas de un mar inmenso y maloliente, que rompían contra mí y me amenazaban con engullirme y sumergirme.
—Stepney, señor. La estación de Stepney —me gritó el cochero.
Miré a mi alrededor. Era realmente una estación de tren, y el cochero había conducido desesperadamente hasta allí porque era el único lugar que le sonaba de algo en medio de aquella jungla.
—¿Y qué? —le dije yo.
Él farfulló palabras ininteligibles, negó con la cabeza y pareció muy afligido.
—Yo no soy de aquí —consiguió articular—. Y si no quiere ir a la estación de Stepney, no tengo ni puñetera idea de qué es lo que quiere.
—Le diré lo que quiero —le dije—. Siga conduciendo e intente encontrar una tienda donde vendan ropa vieja. En cuanto vea una, siga adelante hasta doblar la esquina, entonces pare el coche y déjeme bajar.
Me di cuenta de que el cochero comenzaba a recelar de que no fuera a pagarle, y poco después se detuvo junto a la acera y me aseguró que un poco más atrás había visto una tienda de ropa vieja.
—¿Me puede usté pagar? —me suplicó—. Me debe siete con seis.
—Sí —le dije riendo—. Y ésta es la última vez que le veo el pelo.
—Dios me ampare, pero si no me paga, entonces seré yo el que no le veré el pelo a usté.
Un grupo de curiosos desarrapados ya se había congregado alrededor del vehículo, así que sonreí de nuevo y me encaminé a la tienda de ropa usada.
La principal dificultad fue hacerle entender al tendero que quería comprar ropa vieja. Sin embargo, después de varios intentos infructuosos por querer endosarme abrigos y pantalones nuevos, el hombre comenzó a sacarme montones de ropa vieja, adoptando un aire misterioso y haciendo vagas insinuaciones. Era evidente su intención de hacerme saber que me había «calado» y obligarme así, por temor a ser descubierto, a pagar una elevada suma por mis compras. Me había tomado por un hombre en apuros, o bien por un delincuente de clase alta procedente del otro lado del río; en cualquier caso, por alguien que deseaba evitar desesperadamente a la policía.
Yo, sin embargo, a fuerza de discutir con él sobre la escandalosa diferencia entre el precio y la calidad, conseguí quitarle aquella idea de la cabeza y que se conformara con regatear al máximo con un cliente difícil. Al final elegí unos pantalones resistentes, aunque muy gastados, una chaqueta deshilachada a la que le quedaba un solo botón, unas botas de trabajo que obviamente habían servido a su dueño en un lugar donde se removía con palas el carbón, un cinturón estrecho de cuero y una gorra de tela muy sucia. La ropa interior y los calcetines, en cambio, eran nuevos y abrigaban bastante, aunque eran de esos que cualquier vagabundo en América, sumido en la indigencia, no tendría problemas en adquirir.
—Hay que ver qué listo es usté —me dijo con fingida admiración, cuando le di los diez chelines que finalmente habíamos acordado—. Caray, se nota que se ha paseao usté por Petticoat Lane. Esos pantalones valen cinco chelines por lo bajo, y un estibador pagaría dos con seis por los zapatos, sin contar el abrigo y la gorra y la camiseta de carbonero nueva y todo lo demás.
—¿Cuánto me da por ellos? —le pregunté de inmediato—. Yo le he pagado diez chelines por todo, y ahora mismo se lo vendo por ocho. ¡Venga!, ¿qué le parece?
Pero él sonrió y negó con la cabeza, y aunque yo había conseguido un buen precio, tuve la desagradable sensación de que él había salido ganando.
Me encontré al cochero y a un policía hablando confidencialmente, pero este último, tras dirigirme una mirada escrutadora, sobre todo al fardo que llevaba bajo el brazo, dio media vuelta y dejó al cochero refunfuñando. Hasta que no le hube pagado los siete chelines con seis peniques que le debía, el cochero se negó a dar un solo paso. Luego se mostró dispuesto a llevarme hasta el fin del mundo; se disculpó profusamente por su insistencia y me explicó que en Londres uno se topaba con clientes muy raros.
Pero sólo me llevó a Highbury Vale, en el norte de Londres, donde me aguardaba mi equipaje. Allí, al día siguiente, me quité los zapatos (no sin cierto pesar, pues eran muy ligeros y cómodos), el traje suave y gris que usaba para viajar, y, de hecho, toda mi ropa. Luego me vestí con la misma ropa de todos aquellos hombres inimaginables, que debían de haber pasado auténticos infortunios para tener que desprenderse de aquellos harapos a cambio de la cantidad irrisoria que les habría pagado un ropavejero.
En el sobaco de mi camiseta de carbonero, me cosí un soberano de oro (una cantidad para un caso de apuro realmente modesta); luego me la puse. Entonces me senté y reflexioné sobre los años de bonanza y despilfarro que me habían dejado la piel suave y sensible. Y es que la camiseta era igual de áspera y rasposa que una camisa de pelo, y dudo mucho que el más asceta de los ascetas haya padecido más de lo que padecí yo con ella en las veinticuatro horas siguientes.
El resto de mi atuendo me resultó bastante fácil de poner, aunque las botas de trabajo, de cuero calado, me dieron muchos problemas. Eran tan duras y rígidas que parecían de madera, y solamente conseguí meter los pies en ellas después de ablandarlas mucho rato con los puños. Luego, tras guardarme en los bolsillos un puñado de chelines, una navaja, un pañuelo, unos papeles amarillentos y picadura de tabaco, bajé las escaleras con paso resuelto y me despedí de mis escrupulosos amigos. Cuando pasé frente a la puerta, la «asistenta», una mujer de mediana edad bastante atractiva, no pudo reprimir una mueca que le torció los labios y se los separó hasta que su garganta, impulsada por una compasión involuntaria, emitió esos groseros sonidos animales que tenemos la costumbre de llamar «risa».
En cuanto puse el pie en la calle, me impresionó la diferencia de clase social que ahora mi atuendo ponía de manifiesto. Entre la gente corriente con la que entraba en contacto se había esfumado cualquier gesto servicial hacia mí. Voilà! En un abrir y cerrar de ojos, por así decirlo, me había convertido en uno de ellos. Mi chaqueta rota y desgastada en los codos constituía el emblema y el distintivo de mi clase, que era también la de ellos. Me había vuelto igual que ellos: y si antes había recibido adulación y respeto, ahora me había convertido en su compañero. El hombre vestido de pana y con un pañuelo sucio ya no se dirigía a mí como «señor» o «jefe». Ahora me llamaba «colega», palabra hermosa y cordial donde las haya, agradable y llena de la calidez y la alegría de las que carecía el otro término. «¡Jefe!» apesta a dominio, poder y autoridad: el tributo del hombre que está sometido al de encima, pronunciado con la esperanza de que éste se ablandará un poco y aligerará su carga. O bien, dicho con otras palabras, una petición de limosna.
Esto me lleva a recordar el placer que experimentaba vestido con mis harapos, y que suele negársele al americano en el extranjero. De hecho, el americano que viaja por Europa, salvo que sea muy adinerado, enseguida se ve reducido a un estado crónico de sordidez vergonzante por culpa de las hordas de aduladores ladrones que no lo dejan en paz, desde el alba hasta el anochecer, y que lo despluman de una forma tan descomunal que ríete de los intereses bancarios.
Con mis harapos y andrajos me zafé de la plaga de las propinas, y trataba con los hombres de igual a igual. Es más, antes de que acabara el día ya le había dado la vuelta a la situación y, con enorme gratitud, le dije «Gracias, señor» a un caballero a quien le sujeté el caballo y dejó caer un penique en la afanosa palma de mi mano.
Descubrí que mi nuevo atuendo operaba más cambios en mi condición. Reparé en que cada vez que cruzaba avenidas muy transitadas tenía que ser más rápido a la hora de esquivar los vehículos, y me quedó del todo claro que el valor de mi vida se había abaratado en función de mi ropa. Cuando antes le pedía indicaciones a un policía, él solía preguntarme: «¿En ómnibus o en coche de punto, señor?», mientras que ahora inquiría: «¿A pie o a caballo?». Antes, en las estaciones de tren, me preguntaban por norma: «¿En primera o en segunda, señor?». Ahora ya no me decían nada, simplemente me ponían delante un billete de tercera clase.
Pero todo eso tuvo también su compensación: ver, por vez primera, a la clase baja inglesa cara a cara, y conocer cómo era en realidad. Cuando desocupados y trabajadores hablaban conmigo en las esquinas o en las tabernas, lo hacían de hombre a hombre, como en realidad deberían hablarse los hombres, sin la menor intención de obtener algo de mí por lo que decían o por el modo en que lo decían.
Y cuando por fin llegué al East End, me alegró descubrir que ya no me acosaba el miedo a la multitud. El mar inmenso y maloliente me había engullido y sumergido y me di cuenta de que no había nada que temer; con la única excepción de la camiseta de carbonero.
2. Johnny Upright
La gente vive en cuartuchos miserables, donde no
puede haber ni salud ni esperanza, sino sólo desdicha
enconada por el propio destino, y descontento vano
ante la riqueza que ven que otros poseen.
THOROLD ROGERS
No les daré a ustedes la dirección de Johnny Upright. Basta con decir que vive en la calle más respetable del East End, una calle que se consideraría muy peligrosa en América pero que supone un verdadero oasis en el desierto del este de Londres. Está rodeada por los cuatro costados de una muchedumbre miserable y de calles atestadas de una juventud abyecta y sucia. Sus aceras, sin embargo, están relativamente libres de esos niños que no tienen otro sitio donde jugar, incluso dan una sensación de abandono, por ser tan poca la gente que va y viene por ellas.
En esta calle, como en todas las demás, las casas están pegadas unas a otras. Cada casa tiene una única entrada, la puerta principal, y mide unos cinco metros de anchura, con un jardincito en la parte trasera rodeado de una tapia de ladrillo, donde, cuando no llueve, puede verse un cielo de color pizarra. Hay que comprender, sin embargo, que estamos hablando de la opulencia del East End. Hay gente en esta calle que dispone de tantos recursos que incluso puede permitirse una «esclavita». Johnny Upright tiene una, lo sé muy bien porque fue precisamente ella la primera persona que conocí en este rincón del mundo.
Cuando llegué a la casa de Johnny Upright me abrió la puerta la «esclavita». Y fíjense bien, pese a que su situación en la vida era de lo más lamentable e indigna, fue ella quien me miró con compasión y desprecio. Era evidente que deseaba que nuestra conversación fuera breve. Era domingo, Johnny Upright no estaba en casa y no había nada más que decir. Yo no me inmuté, y me puse a discutir con ella si realmente había algo más que decir o no, hasta que la esposa de Johnny Upright se acercó a la puerta, y regañó a la chica, antes de prestarme atención, por no habérmela cerrado.
Me dijo que el señor Johnny Upright no estaba en casa, y que además nunca recibía a nadie en domingo. Le contesté que era una lástima. ¿Estaba buscando trabajo?, me preguntó. No, al contrario; de hecho, había venido a ver a Johnny Upright por un asunto de negocios que podía resultar bastante provechoso para él.
De pronto su actitud cambió por completo. El caballero en cuestión estaba en la iglesia, pero llegaría a casa en una hora más o menos; y sin duda podría verlo entonces.
¿Deseaba aguardar dentro de casa?… No, la mujer no me lo ofreció, pese a que intenté inducirla a hacerlo, diciéndole que lo esperaría en la taberna de la esquina. Y a la taberna me fui, pero como era la hora de la iglesia, estaba cerrada. Lloviznaba, y a falta de un sitio mejor, me senté a esperar en el umbral de la puerta de un vecino.
Y hasta la misma puerta llegó la «esclavita», muy desaliñada y perpleja, para decirme que la señora me permitía volver y que podía esperar en la cocina.
—Es que viene mucha gente en busca de trabajo —me explicó en tono de disculpa la señora de Johnny Upright—. O sea que espero que no le haya molestado mi forma de hablarle.
—En absoluto, en absoluto —le respondí en mi tono más solemne, revistiendo por una vez mi rabia de dignidad—. Lo comprendo muy bien, se lo aseguro. Imagino que esa gente que viene en busca de trabajo le debe preocupar a usted enormemente, ¿no?
—Pues sí —me contestó ella, con una mirada elocuente y expresiva. Luego me condujo, no a la cocina, sino al comedor, un trato de favor que yo interpreté como recompensa a mis modales solemnes.
El comedor, situado en la misma planta que la cocina, debía de estar a poco más de un metro por debajo del nivel del suelo, y estaba tan oscuro (a mediodía) que tuve que esperar un instante a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. La luz mortecina se filtraba en el interior a través de una ventana cuya parte superior estaba al nivel de la calle, y descubrí que bajo aquella luz podía leer el periódico.
Y ahora, mientras esperamos a que llegue Johnny Upright, permítanme que les explique qué había ido yo a hacer allí. Mientras viviera, durmiera y comiera con la gente del East End, mi intención era conseguir un refugio seguro, que no estuviera demasiado lejos, al que pudiera escaparme de vez en cuando para cerciorarme de que aún existía la buena ropa y la limpieza. Además, en aquel refugio podría recibir mi correspondencia, trabajar en mis notas y, tras cambiarme de atuendo, hacer incursiones ocasionales al mundo de la civilización.
No obstante, aquello suponía un dilema: un alojamiento donde mis pertenencias estuvieran seguras implicaba una casera que recelaría de un caballero que llevara una doble vida, mientras que una casera que no se preocupara lo más mínimo por la doble vida de su inquilino implicaba un alojamiento donde mis pertenencias no estarían a salvo. Evitar aquel dilema era lo que me había llevado hasta Johnny Upright. Era un detective con treinta y tantos años de servicio ininterrumpido en el East End, conocido en todas partes por el apodo que le había puesto un delincuente convicto en el banquillo de los acusados, era la persona idónea para encontrarme a una casera honrada y tranquilizarla con respecto a las extrañas idas y venidas en las que yo pudiera incurrir.
Sus dos hijas llegaron de la iglesia antes que él; y qué guapas estaban vestidas de domingo, aunque fuera la suya la belleza algo frágil y delicada que caracteriza a las muchachas cockney, una belleza que no es más que una promesa sin duración en el tiempo, condenada a desvanecerse rápidamente igual que el color de un cielo vespertino.
Las muchachas me miraron con gran curiosidad, como si fuera una especie de animal extraño, pero luego me ignoraron por completo. Después llegó Johnny Upright en persona y fui convocado en el piso de arriba para dialogar con él.
—Hable bien alto —me interrumpió cuando yo empecé a hablar—. Estoy muy resfriado y no oigo bien.
¡Por todos los espíritus de los viejos detectives y de Sherlock Holmes! Me pregunté dónde estaría el ayudante encargado de escribir todo cuanto yo pudiera decir a voz en grito. Y a día de hoy, por muchas veces que haya visto ya a Johnny Upright y por mucho que le haya dado vueltas a aquel episodio, aún no tengo claro si el detective estaba realmente resfriado o si tenía a un ayudante escondido en la habitación de al lado. Pero de algo sí estoy seguro. Aunque le conté a Johnny Upright todos los detalles acerca de mi persona y de mi proyecto, él se reservó su decisión hasta el día siguiente cuando yo me presenté en su calle vestido convenientemente y en cabriolé. Entonces su recibimiento fue de lo más cordial, y bajé al comedor para tomar el té con toda la familia.
—Aquí somos gente humilde —dijo—, nada propensa a vanidades, y debe usted aceptarnos tal como somos, en nuestra humildad.
Las chicas se sonrojaron y se avergonzaron al saludarme, y su padre no contribuyó precisamente a ponérselo fácil:
—¡Ja, ja! —se carcajeó con estruendo, golpeando la mesa con la palma de la mano hasta que los platos tintinearon—. ¡Las chicas creyeron que ayer había venido usted a mendigar un pedazo de pan! ¡Ja, ja! ¡Jo, jo, jo!
Ellas lo negaron indignadas, con insistentes parpadeos y ruborizadas por la culpa, como si el auténtico refinamiento consistiera en reconocer bajo sus harapos a un hombre que no tenía necesidad de ir harapiento.
Mientras yo comía pan con mermelada, se inició un diálogo para besugos, en el que las hijas consideraban que era un insulto para mí el haberme confundido con un mendigo, mientras que el padre aseguraba que haber conseguido confundirlos de ese modo era el mayor cumplido que podía hacerse a mi astucia. Yo disfruté de aquella situación, igual que del pan, la mermelada y el té, hasta que llegó el momento en que Johnny Upright se ocupó de encontrarme alojamiento, cosa que hizo, y a menos de seis casas de la suya, en su propia calle respetable y opulenta, en una casa tan parecida a la suya como un guisante se parece a otro.
3. Mi alojamiento y algunos otros
Los pobres, los pobres, los pobres se ven
aplastados por la mano opresora del Comercio
contra una puerta que se abre hacia dentro
y cuya presión nunca deja de aumentar;
los pobres emiten un suspiro monstruoso y fétido
por las leguas de libertad que hay fuera,
donde el arte, esa dulce alondra, convierte el cielo
en una melodía celestial.
SIDNEY LANIER
Para los parámetros del East End, la habitación que yo había alquilado por seis chelines a la semana, o un dólar y medio, era de lo más confortable. Desde el punto de vista americano, en cambio, estaba mal amueblada, y era pequeña e incómoda. Cuando a su escaso mobiliario le añadí una mesa normal y corriente para mi máquina de escribir, me resultaba ya costoso darme la vuelta; en el mejor de los casos, me las apañaba para moverme allí dentro como una lombriz, lo que requería gran destreza y perseverancia.
Una vez instalado, mejor dicho, una vez colocadas mis pertenencias, me puse mis harapos y salí a dar un paseo. Como había estado pensando en la idea de encontrar alojamiento, decidí salir a buscar una vivienda, con la suposición de que yo era un joven pobre, casado y con una familia numerosa.
Mi primer descubrimiento fue que había muy pocas casas vacías y que estaban muy alejadas unas de las otras; de hecho, estaban tan alejadas que, aunque caminé varias millas trazando círculos irregulares por una zona bastante grande, no llegué a ellas. No encontré ni una sola casa vacía; prueba concluyente de que el distrito estaba «saturado».
Como era evidente que como joven padre de familia que era no podía alquilar una casa en aquella zona tan poco deseable, me puse a buscar cuartos, habitaciones sin amueblar, donde poder meter a mi mujer, mis criaturas y mis trastos. No había muchos, pero los encontré, casi siempre en singular, porque parece que una sola habitación se considera ya suficiente para que una familia pobre cocine, coma y duerma en ella. Cuando yo pedía dos habitaciones, los subarrendatarios me miraban igual que cierto personaje, me imagino, miraba a Oliver Twist cuando éste le pedía más comida.
No solamente se consideraba que una sola habitación era suficiente para una familia pobre, sino que a muchas familias que ocupaban una sola habitación les sobraba tanto espacio que podían acoger incluso a un inquilino o dos. Si tenemos en cuenta que aquellas habitaciones podían alquilarse por un importe entre 75 centavos y 1,50 dólares por semana, era razonable pensar que un inquilino con buenas referencias podría conseguir un pedazo de suelo por 15 o 25 centavos. Puede que pudiera comer incluso con sus subarrendatarios por unos cuantos chelines más. Esto, sin embargo, no lo pregunté; un error imperdonable por mi parte, habida cuenta de que partía de la base de una familia hipotética.
No sólo las casas que investigué no tenían bañera, sino que descubrí que no había bañeras en ninguna de las innumerables casas que llegué a ver. Dadas las circunstancias, con mi mujer y mis criaturas y un par de inquilinos padeciendo el amplio espacio de una sola habitación, bañarse en una tina de hojalata resultaría imposible. Al parecer, la compensación consistía en el ahorro que esto suponía en jabón, de forma que todo estaba bien y Dios seguía en los cielos. Además, era tan hermoso el equilibrio entre todas las cosas de este mundo que aquí, en el East End, llovía casi a diario, así que, nos gustara o no, los baños estaban asegurados en la calle.
Naturalmente, las instalaciones sanitarias de las casas que visité estaban en un estado lamentable. A juzgar por el rudimentario sistema de alcantarillado, los desagües, los sumideros averiados, la mala ventilación, la humedad y la fetidez generalizada, lo más normal sería que mi mujer y mis criaturas contrajeran difteria, anginas, fiebre tifoidea, erisipela, septicemia, bronquitis, neumonía, tisis y otros males afines. Ciertamente la tasa de mortandad era muy elevada. Pero observemos una vez más la belleza del equilibrio. En el East End, el acto más racional que podía llevar a cabo un hombre pobre con una familia numerosa era deshacerse de ella; y las condiciones en el East End eran tales que éstas ya se encargaban de deshacerse de ella por él. Por supuesto, existía la posibilidad de que el hombre también falleciera. En tal caso la compensación no era tan evidente; pero estaba ahí, en alguna parte, no me cabía duda. Y cuando se descubriera, se demostraría que era una compensación hermosa y sutil, salvo que todo mi plan se tuerza y algo no encaje.
Pese a todo, no alquilé ninguna habitación, sino que regresé a mi calle, la de Johnny Upright. Entre mi mujer, mis criaturas, los inquilinos y los diversos cuchitriles en donde había querido meterlos, mi ángulo de visión se había estrechado tanto que ya no era capaz de abarcar mi habitación de un solo vistazo. Su inmensidad me resultaba abrumadora. ¿Era posible que aquélla fuera la habitación que yo había alquilado por seis chelines a la semana? ¡Imposible! Pero mi casera, cuando llamó a mi puerta para ver si estaba cómodo, disipó mis dudas.
—Ya lo creo, señor —me dijo, contestando a mi pregunta—. Esta calle es la última que queda. Hace ocho o diez años todas las calles eran así, y la gente era muy respetable. Pero los otros han expulsado a los de nuestra clase. Los de esta calle somos los últimos que quedamos. ¡Es terrible, señor!
Y luego me explicó el proceso de saturación, en virtud del cual los precios de los alquileres de un barrio subían a medida que sus condiciones bajaban.
—Mire, señor, los de nuestra clase no estamos acostumbrados a vivir hacinados como los demás. Necesitamos más espacio. Los otros, los extranjeros y la gente de clase baja, pueden meter cinco o seis familias en donde nosotros metemos a una sola. De esa forma pueden pagar un alquiler mayor por la casa del que nosotros podemos permitirnos. Es una bestialidad, señor, y pensar que hace unos años todo este barrio era tan agradable…
La miré. Era una mujer de lo más distinguido de la clase obrera inglesa, con numerosas evidencias de refinamiento, que poco a poco estaba siendo engullida por el repulsivo y podrido lado de la humanidad que los poderes fácticos estaban desplazando desde el centro de Londres hacia el este. Había que levantar bancos, fábricas, hoteles y edificios de oficinas, y los pobres de la ciudad eran gente nómada; de modo que emigraban hacia el este, en oleadas, saturando y degradando barrio tras barrio, empujando a los mejores trabajadores que estaban allí hasta los confines de la ciudad para que hicieran de pioneros o bien hundiéndolos, si no a la primera generación, sí a la segunda o a la tercera.
Era cuestión de meses que la calle de Johnny Upright corriera la misma suerte. Y él era consciente de ello.
—En un par de años —me dijo— vence mi contrato de alquiler. Mi casero es de los nuestros. No ha subido el alquiler de ninguna de sus casas de por aquí, y eso nos ha permitido quedarnos. Pero cualquier día puede vender la casa, o morirse, lo que para nosotros será lo mismo. La casa la comprará entonces un especulador que construirá un taller de mala muerte en el jardín de atrás, donde yo tengo la vid, ampliará la casa y alquilará cada habitación a una familia. ¡Ahí lo tiene usted, y entonces Johnny Upright se marchará!
Y ciertamente me imaginé entonces a Johnny Upright y a la buena de su mujer y a sus guapas hijas y también a su desaliñada criada como si fuesen fantasmas, huyendo apresuradamente hacia el este bajo la oscuridad del atardecer, con la monstruosa ciudad rugiendo tras sus pasos.
Pero Johnny Upright no está solo en su precipitada huida. Muy lejos de aquí, en las afueras de la ciudad, viven pequeños empresarios, pequeños ejecutivos y empleados de éxito. Viven en casitas de campo y casas adosadas, con jardincitos colmados de flores, y suficiente espacio a los lados para respirar. Cuando contemplan el abismo del que han escapado, sacan pecho y se hinchan como pavos, y dan gracias a Dios por no ser como los demás. Y entonces, ¡ay!, se cierne sobre ellos Johnny Upright, con la monstruosa ciudad pisándole los talones. Las casas de los vecinos brotan como por arte de magia, se edifica en los jardines, las casitas de campo se dividen y subdividen en numerosas viviendas y la negra noche de Londres cae sobre ellas como una grasienta mortaja.
4. Un hombre y el abismo
Después de un momento de silencio habló
una vasija de aspecto más deforme:
«Se burlan de mí porque estoy toda torcida:
¿qué ocurrió? ¿Le tembló acaso la mano al alfarero?».
OMAR JAYAM
—Oiga, ¿tiene usted una habitación para alquilar?
Se lo pregunté, como quien no quiere la cosa y por encima de mi hombro, a una mujer mayor, corpulenta, cuya comida estaba yo zampándome en una repugnante cafetería que estaba cerca de Pool y no muy lejos de Limehouse.
—Ya lo creo —contestó ella con un tono seco, posiblemente porque mi apariencia no alcanzaba el nivel de opulencia que su casa requería.
No dije nada más, y consumí en silencio mi loncha de beicon y mi repugnante jarra de té. Tampoco ella volvió a interesarse por mí hasta que llegó el momento de pagar la cuenta (cuatro peniques) y me saqué diez chelines del bolsillo. Se produjo entonces el resultado esperado:
—Sí, señor —sugirió al instante—. Tengo sitios mu’ bonitos que seguro le encantarían. ¿Vuelve usté de un viaje, señor?
—¿Cuánto cobra por una habitación? —le pregunté, haciendo caso omiso de su curiosidad.
Ella me miró de arriba abajo con gran sorpresa.
—No alquilo habitaciones, ni a mis clientes de siempre ni mucho menos a desconocidos.
—Entonces tendré que seguir buscando —repliqué con gran desilusión.
Pero mis diez chelines habían despertado su entusiasmo.
—Puedo dejarle compartir habitación con otros dos hombres —me animó—. Hombres mu’ respetables y serios.
—Pero yo no quiero dormir con otros dos —objeté.
—No tiene por qué. Hay tres camas en la habitación, y no es una habitación demasiao pequeña.
—¿Cuánto? —le pregunté.
—Media corona por semana, dos con seis, si se queda todo el mes. Le caerán bien esos tipos, seguro. Uno trabaja en un almacén y ya lleva dos años conmigo. Y el otro lleva seis. Seis años y dos meses hará el sábado, señor. Es tramoyista —continuó—. Un hombre serio y honrao, no ha faltao ni una sola noche al trabajo desde que está conmigo. Y le gusta la casa; dice que es lo mejor que se puede encontrar. También le doy de comer, a él y a los demás.
—Supongo que, de paso, estará ahorrando dinero —le insinué en tono inocente.
—¡Uy, ni hablar! Ni tampoco lo ahorraría en ninguna otra parte con lo que gana.
Y me acordé de mi inmenso Oeste, con espacio bajo el cielo y aire ilimitado para abastecer un millar de Londres; y allí estaba aquel hombre, un individuo serio y de fiar, que no había faltado ni una sola noche a su trabajo, sobrio y honrado, que compartía con otros dos hombres una habitación por la que pagaba dos dólares y medio al mes, ¡y cuya experiencia le llevaba a creer que era lo mejor que podía encontrar! Y ahora yo, gracias a los diez chelines de mi bolsillo, podía entrar en escena y dormir con él. El alma humana es solitaria de por sí, pero debe de serlo mucho si hay tres camas en una habitación y se admite a cualquier desconocido por el hecho de tener diez chelines.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? —le pregunté a la mujer.
—Trece años, señor. ¿No cree usté que le va a gustar el sitio?
Mientras hablaba conmigo, iba arrastrando los pies por la pequeña cocina donde guisaba para sus inquilinos a pensión completa. Cuando entré, ya estaba ocupada, y no dejó de trajinar ni un momento durante toda la conversación. Sin duda era una mujer atareada. «Levantarse a las cinco y media», «acostarse tarde por la noche», «trabajar hasta caer muerta», trece años ya, y, como recompensa, cabellos grises, ropa desastrada, la espalda encorvada, un aspecto desaliñado y un trabajo incansable de esclava en una cafetería inmunda que daba a un callejón de tres metros de ancho rodeado de un ambiente portuario desagradable y repulsivo, por no decir algo peor.
—¿Va a volver uste pa’ echarle un ojo? —me preguntó ansiosa al salir yo por la puerta.
Cuando me di la vuelta para mirarla, comprendí la enorme verdad que subyace en esa vieja máxima tan sabia: «La virtud se recompensa a ella misma».
Volví hasta donde ella estaba.
—¿Alguna vez ha hecho vacaciones? —le pregunté.
—¡Vacaciones!
—Ir al campo un par de días, respirar aire fresco, tomarse el día libre, ya sabe, descansar.
—¡Válgame Dios! —se rió, dejando de trabajar por primera vez—. Vacaciones, ¿eh? ¿Pa’ alguien como yo? ¡Ésa sí que es buena!… ¡Cuidao por dónde pisa! —Esto último lo dijo en tono de advertencia y dirigiéndose a mí, mientras yo tropezaba con el umbral podrido.
Cerca del Muelle del West India encontré a un joven que miraba desconsoladamente las aguas fangosas. Llevaba una gorra de fogonero calada hasta los ojos, y su aspecto y su ropa delataban de manera inconfundible que era un marinero.
—Hola, colega —lo saludé, para romper el hielo—. ¿Puedes decirme por dónde se va a Wapping?
—¿Has llegao en un barco ganadero? —me preguntó, adivinando mi nacionalidad al instante.
Y así entablamos una conversación que se prolongó hasta una taberna y un par de pintas de «mitá y mitá[2]». Esto nos llevó a intimar más, hasta el punto de que cuando saqué un chelín en monedas de un penique (claramente todas las que tenía), y dejé a un lado seis para la cama y seis para pagar más mitá y mitá, él me propuso generosamente que nos bebiéramos el chelín entero.
—Mi compañero la armó anoche —me explicó—, y se lo ha llevao la poli, o sea, que puedes dormir conmigo. ¿Qué me dices?
Le dije que sí, y después de echarnos entre pecho y espalda un chelín entero de cerveza y de dormir en una cama miserable en un cuchitril miserable, yo ya tenía una idea bastante clara del tipo de persona que era él. Y como mi experiencia confirmaría más tarde, resultó ser una persona representativa de un amplio sector de la clase trabajadora de Londres que constituía su nivel más bajo.
Nacido en Londres, de padre fogonero y bebedor como él, de niño su hogar habían sido las calles y los muelles. Nunca aprendió a leer ni tampoco sintió la necesidad de hacerlo; creía que era una práctica vana e inútil, al menos para un hombre de sus circunstancias.
Había tenido madre, así como numerosos y alborotadores hermanos y hermanas, todos apiñados en un par de habitaciones, que vivían peor y con menos comida de la que él podía conseguir habitualmente para sí mismo. De hecho, nunca iba a casa, salvo en las épocas en que no tenía suerte para procurarse comida. Pequeños hurtos, mendigar por las calles, un par de viajes por alta mar sirviendo el rancho, unos cuantos más trabajando de carbonero y luego de fogonero, y con eso había llegado ya a la cima de su vida.
Y a lo largo de esa trayectoria había ido forjando también una filosofía de la vida, una filosofía fea y repulsiva, pero aun así lógica y sensata desde su punto de vista. Cuando le pregunté para qué vivía, me contestó de inmediato: «Pa’ beber». Se hacía a la mar (porque un hombre tenía que vivir y ganarse el sustento), luego recogía la paga y se emborrachaba como una cuba. Después venían pequeñas borracheras esporádicas que gorreaba en las tabernas a sus compañeros a los que, como yo, aún les quedaban unos peniques, y cuando no quedaba ya a quién gorrear, se hacía otra vez a la mar y repetía todo ese ciclo brutal.
—¿Y las mujeres? —le insinué, después de que proclamara que la bebida era el único fin de la existencia.
—¡Las mujeres! —Dejó su jarra con brusquedad sobre la barra y habló con elocuencia—. Las mujeres son algo que mi experiencia me ha enseñao que hay que mantener alejadas. No vale la pena, colega; no vale la pena. ¿Qué quiere un tipo como yo de las mujeres, eh? A ver, dímelo. Ya tuve bastante con mi vieja, siempre zurrando a los críos y amargándole la vida a mi padre cuando venía a casa, que no venía mucho, es verdá. ¿Y por qué? ¡Pues por mi vieja! Porque ella no lo hacía feliz, por eso. Y las demás mujeres, ¿cómo van a tratar a un fogonero pobre con unos pocos chelines en el bolsillo? Una buena borrachera es lo que lleva en los bolsillos, una borrachera de las buenas y las largas, pero las mujeres lo despluman tan deprisa que no le queda ni pa’ una copa. Si lo sabré yo. Ya me he hartao y ya conozco el percal.
»Y te lo digo yo: donde hay mujeres hay problemas, siempre chillando y dando la vara, y luego vienen las peleas, las palizas, y los bobbies y el juez, y un mes de trabajos forzaos es lo que sacas, y cuando sales no hay paga.
—Pero una mujer e hijos… —insistí—. Una casa propia y todo eso. Piénsalo: volver de viaje, los niñitos subiéndose a tus rodillas, tu mujer feliz y sonriente y besándote mientras pone la mesa, y los críos que vienen a darte un beso antes de irse a la cama, y el silbido de la tetera, y luego una larga charla sobre dónde has estado y qué has visto, y todas las pequeñas cosas que han pasado en casa mientras tú no estabas, y…
—¡Anda ya! —me gritó, dándome un puñetazo guasón en el brazo—. ¿A ti qué mosca te ha picao, eh? Una parienta dándome besos y criaturas en las rodillas y la tetera silbando, y ¿todo eso con cuatro libras diez al mes cuando hay barco y cuatro nada cuando no lo hay? Ya te diré yo lo que tendría por cuatro libras diez: una parienta siempre abroncando, niños escuálidos, nada de carbón pa’ hacer silbar la tetera, y la mujer preñada, eso es lo que tendría. Suficiente pa’ que uno se alegre de volver a la mar. ¡Una parienta! ¿Pa’ qué? ¿Pa’ amargarte la vida? ¿Y niños? Hazme caso, colega, y no los tengas. ¡Mírame a mí! No me puedo ni beber una cerveza cuando quiero, y eso que no tengo una puñetera parienta ni niños llorando pa’ que les dé pan. Yo ya soy feliz así, con mi cerveza y con colegas como tú, y un barco que viene y otra salida a la mar. Así pues, bebamos otra pinta. Con una de mitá y mitá ya me vale.
No hace falta profundizar más en el discurso de aquel joven de veintidós años, creo que ya he mostrado suficientemente su filosofía de la vida y las razones económicas en las que se basaba. Nunca había conocido la vida doméstica. El concepto de «hogar» no le traía más que recuerdos desagradables. Los salarios bajos de su padre, y de los otros hombres de su misma profesión, le parecían razones suficientes para creer que tener mujer e hijos era una carga y una causa de infelicidad masculina. Hedonista inconsciente, completamente amoral y materialista, buscaba la mayor felicidad posible para sí mismo, y la encontraba en la bebida.
Un joven borracho; un despojo humano prematuro, incapacitado físicamente para trabajar de fogonero, acabar en el arroyo o en el asilo para pobres; y el final… lo veía con la misma claridad que yo, pero no le daba ningún miedo. Desde su nacimiento, todas las fuerzas de su entorno se habían esforzado para endurecerlo, y veía aquel futuro desgraciado e inevitable con tanta frialdad y despreocupación que yo no podía dejar de pensar en él.
Y sin embargo, no era un mal tipo. No era mezquino ni brutal. Poseía una inteligencia corriente y un físico por encima de la media. Sus ojos eran azules y redondos, parapetados tras unas largas pestañas y muy separados. Y había una sonrisa en ellos, y una carga de humor. La frente y las facciones eran agradables, la boca y los labios dulces, pese a que empezaba ya a evidenciarse en ellos cierta dureza. El mentón era débil, aunque no demasiado; he visto a hombres que desempeñaban importantes cargos que lo tenían más débil aún.
Su cabeza estaba bien formada y asentada con tanta prestancia sobre un cuello perfecto que, aquella noche, no me sorprendí al ver su cuerpo cuando se desvistió antes de meterse en la cama. He visto desnudarse a muchos hombres, en el gimnasio y en el campo de entrenamiento, hombres de buena cuna y linaje, pero nunca he visto a ninguno más apuesto que aquel chaval de veintidós años, aquel joven dios condenado a la ruina y al deterioro en sólo cuatro o cinco años, y a morir luego sin una descendencia que recibiera su espléndido legado.
Parecía un sacrilegio malgastar una vida así, y sin embargo tuve que reconocer que hacía bien en no casarse ganando cuatro libras con diez en Londres. Igual que el tramoyista, que estaba más contento compartiendo habitación con dos hombres que si hubiera tenido que meter a una triste familia en una habitación más barata que igualmente debería compartir con otros dos hombres, y encima sin que le alcanzara el dinero.
Y día a día fui convenciéndome de que no solamente era una mala idea, sino que era un crimen que la gente del Abismo se casara. Eran las piedras que rechazaba el albañil. No había sitio para ellos en el tejido social mientras todas las fuerzas de la sociedad se dedicasen a empujarlos hacia abajo hasta hacerlos perecer. En el fondo del Abismo estaban los débiles, los atontados y los imbéciles. Si se reproducían, la vida que engendraban era tan mísera que por fuerza perecían. El mundo transcurría por encima de sus cabezas y ellos no deseaban participar en él, ni tampoco podían. Además, el mundo no los necesitaba para funcionar. Hay gente de sobra, más preparada que ellos, aferrándose a la empinada cuesta y luchando con todas sus fuerzas para no resbalar.
En definitiva, el Abismo de Londres era un inmenso desastre. Año tras año, y década tras década, la Inglaterra rural enviaba para allí una oleada de vida fuerte y vigorosa que no solamente no se renovaba, sino que se extinguía en la tercera generación. Las autoridades competentes afirmaban que el trabajador londinense de padres y abuelos nacidos en Londres era un espécimen tan extraordinario que resultaba muy difícil de encontrar.
El señor A. C. Pigou ha dicho que los ancianos pobres y ese residuo que se denomina la «décima parte sumergida» constituyen el 7,5 por ciento de la población de Londres. Lo cual quiere decir que el año pasado, y ayer, y hoy, y en este mismo momento, 450 000 de esas criaturas están muriendo miserablemente en el fondo de esa fosa social llamada «Londres». En cuanto a cómo mueren, tomaré un ejemplo extraído del periódico de esta mañana:
AUTONEGLIGENCIA
Ayer el doctor Wynn Westcott realizó una investigación judicial en Shoreditch relacionada con la muerte de Elizabeth Crews, de setenta y siete años, con domicilio en el 32 de East Street, Holborn, fallecida el pasado miércoles. Alice Mathieson afirmó que ella era la propietaria de la casa donde vivía la difunta. Un testigo la había visto con vida el lunes anterior. Vivía sola. El señor Francis Birch, asistente social del distrito de Holborn, declaró que la fallecida había ocupado la habitación en cuestión durante treinta y cinco años. Cuando se llamó al testigo, el día primero de mes, éste encontró a la anciana en un estado lamentable, y después de transportarla fue necesario desinfectar la ambulancia y el cochero. El doctor Chase Fennell dijo que la muerte se debía a una septicemia provocada por úlceras de decúbito causadas por su autonegligencia y la inmundicia que la rodeaba, y el jurado emitió veredicto a tal efecto.
Lo más asombroso de este pequeño incidente de la muerte de una mujer es la petulante complacencia con que lo trataron y enjuiciaron las autoridades. La explicación de que una mujer de setenta y siete años muriese por AUTONEGLIGENCIA es el modo más optimista posible de verlo. Morirse fue culpa de la anciana difunta, y una vez establecida la responsabilidad, la sociedad ya puede volver felizmente a sus asuntos.
Sobre esa «décima parte sumergida», el señor Pigou ha dicho: «Bien por falta de fuerza física, o de inteligencia, o de carácter, o de las tres cosas, esas personas son ineficaces y carecen de voluntad en el trabajo, y en consecuencia son incapaces de ganarse el pan […]. A menudo tienen un intelecto tan degradado que no pueden distinguir la mano derecha de la izquierda, ni tampoco reconocer los números de sus casas; sus cuerpos son débiles y carecen de resistencia, sus afectos andan desencaminados y apenas saben qué es la vida familiar».
Cuatrocientas cincuenta mil personas son muchas. El joven fogonero no era más que una de ellas, y tardó lo suyo en contarme su historia. No me gustaría oírlos a todos a la vez. Me pregunto si Dios los oirá.
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