DIÁLOGOS EN LA TAZA: “El criollo de rompe y raja”

Fernando Morote







Felipe Pinglo Alva
(1899-1936)

Llevo la música en la sangre. El talento no necesita educación académica, pero sí exige algún tipo de formación, incluso lejos de los salones. Crecí en el corazón del Cercado de la capital, soy oriundo de los Barrios Altos, irónicamente un sector que cobija a la población de menores ingresos. Desde niño sentí una fuerte inclinación por el canto y la composición. Pronto, inspirado por las bandas militares que tocaban los domingos en parques y plazas, aprendí a soplar el rondín y a rasgar la guitarra.

El hecho de ser zurdo me concedía una habilidad especial para acariciar el instrumento, haciéndolo vibrar como si tuviera vida propia, adelantándome varias décadas a las proezas electrónicas de Jimmy Page o Brian May. La mezcla de sonidos en mi obra proviene de mi tendencia a explorar, revolver e innovar. Me afanaba en provocar un efecto extraordinario, cambiando continuamente de humor e intensidad. Ya de adulto improvisaba a velocidad de rayo baladas enteras, embrujando, hechizando al público con mi lírica melancólica, combinada con movimientos risueños.

Para ilustrarme, solía ir a la biblioteca donde pasaba horas leyendo a destacados poetas europeos y americanos. Por eso mi vocabulario, amplio y florido, me sirvió no sólo como herramienta para describir despechos amorosos sino especialmente para denunciar con estilo elegante las notables desigualdades que imponía el progreso social y económico.

Escribí versos que conmovían almas atribuladas por infidelidades e idilios platónicos. No es gratuito mi apodo de bardo inmortal. Mis valses fusionan nuestros ritmos costeños con los de otras latitudes. Tomando el ejemplo de los líderes de la Guardia Vieja, ese grupo de admirables melómanos que, paradójicamente, estaban revolucionando nuestro acervo polifónico, transformé la melcocha pegajosa, sin sentido ni contenido, en pieza artística de refinado gusto, que genera potente emoción.

Es triste comprobar que vivimos en la alienación crónica. De repente ya no armamos jaranas sino rumbas. Despreciamos la cultura local porque somos ignorantes e indiferentes. Vestimos como gringos, hablamos como mexicanos, exclamamos como argentinos, bromeamos como colombianos, maldecimos como venezolanos y ofendemos como chilenos. Perdemos de manera dramática nuestra identidad. Alabamos y adoptamos cualquier porquería que viene del extranjero. ¿Dónde estamos, señores?

Políticos y gobernantes quisieron borrarme del mapa por considerar mis letras sediciosas y anarquistas. Usando el viejo truco de la difamación personal, me tildaron de alcohólico y drogadicto. Admito que era un bebedor natural —el espíritu bohemio se impuso a lo largo de mi existencia—, pero nunca me enganché a sustancias duras que alteraran mi cabeza o mi condición moral. Adolecí siempre de una endeble y frágil salud. Además, cojeaba ligeramente como producto de una lesión en la rodilla.

¿Sabían ustedes que fui futbolista aficionado e hincha acérrimo de los Íntimos de La Victoria? Como no pude seguir practicando mi deporte favorito, empecé a colaborar como comentarista en una revista. Luego, a fin de profundizar la fe católica, me afilié como cargador en una cuadrilla de El Señor de los Milagros.

Por ese tiempo también me enamoré de la hija adolescente de un industrial italiano. La chica me correspondió, pero al padre no le agradó en absoluto que yo fuera bastante mayor que ella, plebeyo de pobre cuna y, según él, vago sin futuro, así que la mandó de regreso a su tierra para apartarla de mí.

Mis temas, pese a lo que todos dicen, son claramente autobiográficos. Estrené mi primer éxito a los 18 años y morí casi a la misma edad que Van Gogh, Rimbaud y Marilyn. Desde mi posición, defendí y luché por establecer la música criolla como sello peruano en el firmamento filarmónico de Latinoamérica. Su influencia, en parte gracias a mi ímpetu creativo, se extendió por el continente y hoy en día mis canciones siguen siendo interpretadas por vocalistas y grupos de renombre mundial.

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