Helena Garrote Carmena

En todas las películas que incluyen escenas de acción, tiene que haber actores que hagan de malos. Hay malos a caballo, malos con espada, con uniforme, con gabardina y sombrero y hasta malos cibernéticos. Pueden ser los protagonistas, personajes secundarios o malos de segunda fila. Estos últimos son los que me gustan.
Son aquellos que en los títulos de crédito aparecen como: atracador 3, pistolero 2, o traficante 4. Da igual que pongan al lado sus nombres reales, porque nunca te vas a fijar.
Normalmente no tienen diálogo. Todo lo que necesita tener un buen malo de tercera es un físico característico, y sobre todo, un rostro que acojone, que al verlo aparecer en pantalla no tengas ninguna duda de que se trata de alguien que no va a hacer nada bueno.
Durante los rodajes, no suelen dar problemas al director, ni tampoco discrepan con los guionistas, porque su cometido es claro y admite pocas variantes: vigilar, perseguir, e intentar aniquilar al protagonista.
Muchos viven en los suburbios, en sucios apartamentos de los que seguro deben el alquiler. No se les conoce pareja ni cualquier otro vínculo afectivo. Ejercen de matones de callejón a bajo sueldo, guardaespaldas obedientes dispuestos a dar la vida por los intereses de otro, o alucinados con sed, de no se sabe qué. Nunca llegamos a saber el motivo de sus actos. A lo mejor sufrieron bullying, o fueron carne de correa en hogares disfuncionales. Tal vez un desengaño amoroso chispó sus cabezas, o simplemente tienen que comer. Da lo mismo, están ahí para hacer brillar al protagonista; para que constatemos que éste siempre es más guapo, de más altos ideales, más rápido en la carrera, más astuto en la encerrona y más certero en el disparo.
Disfruto viendo a estos malos de medio pelo cuando acechan en las esquinas, corretean por las cornisas o trepan las verjas sacudiéndose un perro de la pierna. Nunca flaquean en su empeño y lo llevan hasta las últimas consecuencias que siempre son las mismas: morir de forma violenta. Algunos son acribillados a balazos a la primera de cambio, otros, en plena reyerta y tras un buen puñetazo se desploman como pesados sacos en el water de algún sucio garito. Pueden ser despeñados desde lo alto de un acantilado, o morir en la traca final de la peli, ensartados a cuchillo contra la pared de algún viejo granero o alguna apocalíptica nave industrial. En su último suspiro nunca muestran arrepentimiento, no se despiden, ni maldicen su perra vida. Mueren en silencio, sin nada que añadir.
Me encantaría invitarlos a que me contasen más de su vida. Al atardecer, sentados tranquilamente en el porche mientras les sirvo un té helado, y ellos, de reojo, observan mi casa.
Va por ti, Richard Anthony Aviles. (octubre 1952 – marzo 1995)