Fernando Morote

Daniel Alcides Carrión
(1857-1885)
No podía ser sólo un espectador. Tenía que intervenir, participar activamente, hacer mi aporte profesional, incluso antes de haberme graduado. Mis hermanos padecían y caían muertos igual que moscas en verano cuando trabajaban, bajo crueles condiciones, en la construcción del ferrocarril en las alturas de la Sierra Central. Esos granos y chupos espantosos que les explotaban a lo largo del cuerpo, sumados a la temperatura miserable que los llevaba hasta el delirio, eran un enigma para la ciencia de entonces.
Durante la ocupación chilena, después de la sangrienta derrota en la Guerra del Pacífico —donde me enrolé como voluntario camillero para atender a los heridos que venían en ambulancia desde el campo de batalla—, el país quedó desconectado de los adelantos médicos que se lograban en Europa. Las aulas, los laboratorios y las bibliotecas de la Facultad de Medicina, saqueadas y destrozadas, agonizaban junto a los hospitales transformados en cuarteles militares. El panorama se presentaba desolador. Mis compañeros y yo nos vimos forzados a reunirnos clandestinamente en casa de ciertos catedráticos, como si fuéramos miembros de una sociedad secreta, una banda de criminales o espías, para continuar y completar nuestros estudios. La insostenible situación fue superada gracias al valor de los excelentes maestros que nos guiaban con su ejemplo de liderazgo patriótico.
La comunidad forense, y el público en general, no cesaba de alabar las proezas alcanzadas en Francia por Louis Pasteur y en Alemania por Robert Koch, mientras el gobierno se veía incapaz de proveer a los biólogos nacionales los instrumentos necesarios para dedicarse a la investigación concienzuda y minuciosa de ciertas bacterias que atacaban y afectaban el sistema inmunológico.
El progreso tecnológico en materia sanitaria se encontraba en esa época lejos de cualquier posibilidad, primero por la escasez de recursos sufrida a consecuencia del reciente conflicto bélico, después debido a la imperdonable negligencia oficial. La entrega y dedicación de mis profesores, su pasión y compromiso por la enseñanza de los principios Hipocráticos, me motivó a tomar el toro por las astas.
Estaba resuelto a acabar con el misterio. Llegado el momento, no dudé un ápice. Ensayar con conejos no lo hallaba suficiente. Tampoco me entusiasmaba arriesgar la vida de un ser humano disminuido por la enfermedad. Si me postulaba para doctor, ¿quién sino Alcides, el hombre fuerte y sereno que enfrenta las adversidades, cuyo nombre agregué al mío de pila por sus repercusiones mitológicas, para examinar en carne propia la acción y el desarrollo del microbio que amenazaba con vileza las atribuladas existencias de mis congéneres? El registro meticuloso que dejé en mi historia clínica ayudó a combatirlo y controlarlo.
Hoy en día la única ambición de muchos colegas es cobrar descomunales honorarios y, en contados casos, ganar prestigio académico; algunos de ellos se convierten en auténticos mercenarios de la salud. Yo escapé a esa lacra porque tuve la fortuna de recibir una educación de élite en el Colegio Guadalupe y en la Universidad de San Marcos tras abandonar Cerro de Pasco que, pese a ser de manera transitoria una ciudad cosmopolita a causa de su riqueza minera, seguía siendo una región dominada por la pobreza y el olvido. Mi padre adoptivo se esforzó por darme siempre lo mejor. Mi madre, quizás presagiando lo que viviría como producto de mi arrojo y curiosidad innatos, se llamaba Dolores.
No me gusta la etiqueta de mártir. Ignorando mi corta estatura, me sentía una especie de Hércules autóctono del Perú profundo. Mi vocación de servicio al prójimo indica que no hice más que cumplir con mi deber. Nadie me obligó a inocularme el germen infeccioso. ¿De qué distinto modo hubiera comprobado que la fiebre de la Oroya y la verruga eran apenas dos fases de un mismo fenómeno patológico, en lugar de dos males separados? A los 28 años de edad, en la flor de mi juventud, morí para que otros no fallecieran a merced de una epidemia que traía a todos confundidos.
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