Edith Wharton
* * *
Presa de ese sobresalto que no se parece a ningún otro, Medford se incorporó bruscamente en la cama. Había alguien en la habitación. No lo constató mediante la vista o el oído (la luna se había ocultado y el silencio de la noche era total) sino mediante esa sutil y peculiar alteración de las corrientes invisibles que nos rodean.
Tardó un instante en estar totalmente despierto, cogió su lámpara eléctrica y la proyectó sobre un par de ojos espantados. Gosling estaba plantado al borde de su cama.
—El señor Almodham…, ¿ha regresado? —exclamó Medford.
—No, señor, no ha regresado. —Gosling se expresaba en voz baja y controlada. Su extremo autodominio le transmitió a Medford cierta sensación de peligro, aunque no hubiera podido precisar por qué o de qué índole. Se sentó erguido, mirando al hombre con severidad.
—¿Qué pasa entonces?
—Bueno, señor, es que podría usted haberme dicho que hablaba árabe… —El tono de Gosling era ahora penosamente reprobador—… antes de tratar con ese tal Selim, haciéndole confidencias de noche en medio del desierto.
Medford cogió sus cerillas y encendió la vela que había junto a la cama. No sabía si echar a Gosling de la habitación de un puntapié o escuchar lo que el hombre tenía que decir. Un intempestivo brote de curiosidad le hizo decantarse por lo segundo.
—¡Menuda insensatez! Primero pensé en encerrarle a usted. Podría haberlo hecho… —Gosling se sacó una llave del bolsillo y la sostuvo en alto—. O también podría haberle dejado marchar. Habría sido lo mejor. Pero, claro, estaba lo de Wembley.
—¿Wembley? —repitió Medford como un eco. Empezaba a creer que el hombre se estaba volviendo majara. ¡No era de extrañar en aquel lugar de postergaciones y ensalmos! Se preguntó si Almodham no habría enloquecido también un poco.
—Wembley. Me prometió usted que convencería al señor Almodham para que me diese unas vacaciones… para poder volver a Inglaterra a tiempo de visitar Wembley. Cada cual tiene sus caprichos, ¿no es verdad? Y el mío es ése, para que vea usted. Cansao está uno de decírselo al señor Almodham. Nunca me ha escuchao o sólo daba a entender que sí lo hacía y era que no lo hacía, qué va, se ponía a decirme que ya veremos, Gosling, y que ya veremos. Y nunca más se habló de nada de eso, vaya que no. Pero usted está hecho de otra pasta, señor. Usted lo dijo y sé que lo dijo de veras…, lo de mis vacaciones. Por eso voy a tener que encerrarle ahora mismito aquí dentro con llave.
Gosling se había expresado con serenidad, pese al soterrado quiebro de emoción en su singular acento mitad mediterráneo, mitad cockney.
—¿Encerrarme?
—Evitar de algún modo que se marche usted con ese asesino. No creería usted en serio que habría vuelto con vida de esa excursión a caballo, ¿verdad?
Al igual que la tarde anterior, cuando se dijo a sí mismo que el criado árabe parecía compartir su inquietud respecto a Almodham, un estremecimiento recorrió a Medford. Soltó una nerviosa risa ligera.
—No sé de qué me está hablando. Pero de ningún modo va usted a encerrarme.
El efecto de sus palabras fue inesperado. El rostro de Gosling se contrajo en una mueca convulsa y dos lágrimas afloraron a sus claras pestañas para luego rodar por sus mejillas.
—No confía usted en mí, después de todo —dijo en tono lastimero.
Medford se reclinó sobre la almohada y se quedó pensativo. Nunca antes le había ocurrido algo tan insólito. El tipo parecía tan ridículo que incluso daba risa. Y a pesar de todo sus lágrimas no eran fingidas. ¿Lloraría por Almodham, muerto ya, o por Medford, a punto de compartir la misma tumba?
—Confiaría en usted de inmediato —dijo Medford— si me dijera dónde está su amo.
El semblante de Gosling recuperó su habitual expresión de cautela, pese a retener aún su rostro el brillante rastro de sus lágrimas.
—No puedo hacerlo, señor.
—¡Vaya, eso me imaginaba!
—Porque… ¿cómo iba yo a saberlo?
Medford sacó una pierna de la cama, dejando una mano sobre su revólver, bajo la manta.
—Bien, ya puede usted retirarse. Deje primero esa llave en la mesa. Y no haga nada que interfiera en mis planes. Si lo hace, le dispararé —añadió lacónicamente.
—¡Oh, no, usted no dispararía jamás a un súbdito británico! Se montaría un escándalo. No es que me importe demasiado… A menudo he pensao en pegarme un tiro yo mismo, no vaya usted a creer que no. A veces, durante la estación del siroco. A mí eso no me asusta un pelo, qué va. Pero, vaya, que le digo yo a usted que no se va a ir mover de aquí.
Medford ya se había puesto en pie con el revólver a la vista. Gosling lo observó sin inmutarse.
—¿Así que sabe dónde está el señor Almodham y está decidido a que yo no lo averigüe? —le desafió Medford.
—Es Selim quien está decidido —dijo Gosling—, así como los otros. Todos le quieren a usted quitao de en medio. Por eso los tengo encerraos en sus habitaciones y he estao yo mismo echándole un ojo a usted todo el tiempo. Y ahora, ¿me hará usted el favor de quedarse aquí? ¡Por el amor de Dios, señor! La caravana de regreso sale para la costa pasao mañana. ¡Cójala usted, señor…, es la única cosa segura! Es que por nada del mundo le voy a dejar yo irse con ninguno de ésos, aunque me jurase usted por lo más sagrao que se iba derechito a la playa. Y lo otro, mejor vamos a dejarlo ya de una vez, anda.
—¿Lo otro? ¿Qué otro?
—La preocupación por el paradero del señor Almodham, señor. No hay nada de qué preocuparse. Todos los hombres lo saben. Pero la pura verdad es que en cuanto el amo se largó le trajinaron dinero de la caja y si yo no hubiese hecho la vista gorda me habrían matao sin pestañear siquiera. Lo que quiere toda esa canalla es que salga usted en busca del otro para darle boleto y esconderlo bajo un montón de arena en algún rincón de las rutas de la caravana. Una faena fácil. Hala, para que vea usted, señor. Que le digo yo que así es como está aquí el patio.
Siguió un considerable silencio. Los dos hombres se observaron largamente bajo el débil resplandor de la vela. El cerebro de Medford se iba despejando a medida que se cernía sobre él la sensación de peligro. Su mente buscó afanosamente desde todos los ángulos de aquel hostigador enigma, pero parecía impenetrable desde cualquier acceso. Lo extraño era que, si bien no creía ni la mitad de cuanto le había dicho Gosling, el hombre continuaba inspirándole una rara sensación de confianza en lo que concernía a la mutua relación entre ambos.
Medford dejó el revólver sobre la mesa.
—Muy bien —dijo—. No saldré en busca del señor Almodham, ya que me aconseja usted lo contrario. Pero tampoco voy a marcharme con la caravana. Esperaré aquí hasta que mi amigo vuelva.
Vio a Gosling palidecer bajo su piel cetrina.
—No haga usted eso. No respondo de esa gentuza si se empeña en esperarle. La caravana le llevará a la costa pasao mañana tan fácilmente como si fuese usted montao en Rotten Row.
—Vaya, ¿de modo que tiene la certeza de que el señor Almodham no estará de regreso pasado mañana? —le pilló Medford.
—Yo no sé nada, señor.
—¿Ni siquiera dónde se encuentra él ahora?
Gosling reflexionó unos instantes.
—Lleva demasiado tiempo fuera como para saberlo. —Y sin añadir nada más, la puerta se cerró a sus espaldas.
A Medford ya no le fue posible conciliar el sueño. Apoyado en su ventana vio marcharse a las estrellas y al alba irrumpir en toda su beatitud. Con el resurgir de la vida dentro de aquellos antiguos muros se admiró del contraste entre aquella fuente de pureza que anegaba los cielos y los malignos secretos que anidaban cual vampiros en la mampostería terrenal.
Ya no sabía qué ni a quién creer. ¿Y si algún enemigo de Almodham le hubiese atraído con engaños hasta el desierto comprando la connivencia de la gente a su servicio? ¿Habrían tenido los criados sus propios motivos para raptarle y estaría Gosling en lo cierto al afirmar que el mismo destino aguardaba a Medford?
A medida que se intensificaba la luz, Medford sentía que retornaban sus fuerzas. Incluso le estimulaba lo inextricable de todo aquel misterio. Se quedaría y descubriría la verdad.
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Siempre era el propio Gosling quien le llevaba el agua para el baño de Medford, pero no lo hizo aquella mañana. Cuando apareció fue sólo para traerle la bandeja del desayuno. Medford reparó en su semblante inusualmente pálido y en los párpados enrojecidos como de haber llorado. El contraste resultaba desagradable y en el interior del joven empezó a gestarse cierta repulsión hacia Gosling.
—¿Y mi baño?
—Bueno, señor, es que como ayer se quejó del agua…
—¿No puede usted hervirla?
—Lo he hecho, señor.
—Entonces…
Gosling salió de mala gana y regresó con un jarro de cobre.
—Es esta época del año… Estamos que nos morimos por un poco de lluvia —refunfuñó vaciando una mínima cantidad de agua en el baño.
«Desde luego el aljibe debe de estar en las últimas», pensó Medford. Incluso hervida, el agua desprendía el molesto olor que había percibido el día anterior, aunque claramente atenuado. Pese a ello, en aquel clima el baño constituía una necesidad de primer orden.
Pasó el día entregado a fútiles lucubraciones sobre su situación. Había albergado la esperanza de que la mañana trajese consigo sabiduría, pero tan sólo le trajo coraje y resolución, aptitudes ambas de escasa utilidad si no van acompañadas de lucidez. De repente recordó que la caravana que se dirigía al sur desde la costa pasaría aquella misma tarde junto a las inmediaciones del castillo. Medford tenía mentalmente anotada la fecha por ser aquélla la caravana que debía traer la caja de agua Perrier.
«Bueno, no es que lo lamente, precisamente…», pensó con un estremecimiento involuntario. Algo repulsivo y viscoso, mitad olor, mitad sustancia, parecía habérsele quedado adherido a la piel desde que se bañase por la mañana, y la idea de tener que beber de nuevo de aquella agua le resultaba nauseabunda.
Pero la principal razón para alegrarse de la llegada de la caravana era la esperanza de hallar en ella a algún europeo o al menos a algún oficial nativo de la costa a quien poder confiarle su inquietud. Vagabundeó por el lugar, escuchando y esperando, y finalmente subió a la azotea a avizorar la ruta del norte. Pero bajo el halo del atardecer únicamente alcanzó a distinguir a tres beduinos conduciendo unas atestadas mulas de carga en dirección al castillo. A medida que éstos ascendían el empinado sendero logró reconocer a algunos de los hombres de Almodham, deduciendo al instante que la ruta sur de la caravana no pasaba exactamente junto a las murallas, sino que los hombres habían salido a su encuentro, quizá en algún pequeño oasis al otro lado de las dunas. Mortificado por la torpeza de no haber previsto dicha posibilidad, Medford bajó a toda prisa al patio, confiando en que los hombres le trajeran noticias de Almodham.
Al llegar Medford al patio le alcanzaron voces airadas y respuestas igualmente exaltadas procedentes de las caballerizas. Apoyado sobre la tapia se puso a escuchar.
Gosling, maestro de todos los dialectos del desierto, imprecaba a sus subordinados en media docena de ellos.
—Que no lo habéis traío, vamos hombre… y me decís que no estaba el bulto allí, y yo os digo que sí estaba, cómo que no, y que lo sabéis muy requetebién, lo que pasa es que lo habéis dejao tirao en alguna duna mientras estabais de palique con los cantamañanas esos de la costa, o también puede ser que lo hayáis amarrao tan malamente al caballo que se os ha soltao por el camino… y, claro, como que estabais todos demasiado alelaos como para darse cuenta. ¡Oh, hijos de malas madres que ni merecen que las miente uno! ¡Hala, pues para allá que vais a ir de vuelta otra vez a buscar lo que habéis perdío! Es lo que hay.
—Por Alá y la tumba de su profeta, nos tratas de manera imperdonable. No se quedó nada en el oasis ni tampoco se nos cayó por el camino. No estaba allí y ésa es toda la verdad.
—¡Toda la verdad, toda la verdad! Miserable pandilla de haraganes y embusteros, vosotros… Y el caballero invitado aquí que no se echa a la boca otra cosa que no sea agua…, ja, lo mismo que vosotros, ya lo creo, que siempre estáis jurando no haber bebió más que agua… A otro con el cuento ese, rufianes que sois todos, bebedores de licor.
Medford se apoyó sobre la tapia con una sonrisa de alivio. ¡Tan sólo era una caja de Perrier (la caja que estaban esperando) lo que había caldeado los ánimos de aquellos dos hombres adultos hasta tal punto de furor! El anticlímax le quitó un gran peso del pecho. Si Gosling, tan mesurado e inalterable, podía permitirse descargar su ira por una simple incidencia en el funcionamiento del comisariado, ello significaba que no tenía la cabeza ocupada en otras cosas. ¡Qué absurdas se antojaban las suspicacias de Medford a la luz de aquel imprevisto doméstico!
Al instante se sintió conmovido por las atenciones de Gosling e irritado consigo mismo por haberse dejado llevar por fantasiosos delirios orientales.
Almodham estaba de viaje, ocupado en sus asuntos. Probablemente sus hombres sabrían dónde le habían llevado y en qué consistían tales asuntos. E incluso en caso de que le hubiesen robado durante su ausencia y de que se hubiesen peleado después unos con otros por los restos del botín, Medford no veía qué podía hacer él. Por otra parte, cabía la posibilidad de que su excéntrico anfitrión (a quien, después de todo, había tratado en el transcurso de una única noche), arrepentido de una invitación hecha demasiado a la ligera, se hubiese ausentado para escapar del fastidio de tener que atenderle. En el mismo momento de ocurrírsele, la alternativa le pareció a Medford tan plausible que empezó a preguntarse si no estaría Almodham recluido en alguna suite secreta de aquella intrincada mansión a la espera de que su invitado se largase.
Aquella posibilidad explicaba claramente el interés de Gosling en que se marchase el visitante…, y justificaba tan bien la actitud nerviosa y contradictoria del hombre que Medford, sonriendo ante su propia ofuscación, resolvió marcharse a la mañana siguiente. Apaciguado por la decisión tomada, se demoró en el patio hasta la caída de la tarde y poco después subió a la azotea como era su costumbre. Pero en aquella ocasión sus ojos, en lugar de abarcar el horizonte, se centraron en el edificio compuesto de múltiples anexos del que tan poco sabía al cabo de seis días de estancia allí. Los distintos niveles, aéreos, sobresaliendo desde caprichosos ángulos, le desconcertaban con sus ventanas de persianas echadas o, eventualmente, con el enigma oculto en algún cristal pintado. ¿Detrás de qué ventana estaría escondido su amigo, espiando quizá a su invitado en aquel preciso instante?
La idea de que aquel hombre de carácter mudable, de rostro moreno y alargado, con su copete de pelo cano, sus presumibles egoísmo y tiranía y su pertinaz ensimismamiento pudiese estar realmente a un tiro de piedra suscitó por primera vez en Medford una aguda sensación de soledad. Se sintió excluido, no querido… Ahora que imaginaba que alguien podría estar viviendo allí sin que él tuviese conocimiento de ello, todo el lugar se le antojó aislado, inhóspito y sumamente peligroso.
«Mira que soy idiota… Probablemente Almodham esperaba que hubiese recogido mis cosas y me hubiese marchado en cuanto hubiese sabido que él no se encontraba en casa», cavilaba el joven. Sí, definitivamente se marcharía a la mañana siguiente.
Gosling no se había dejado ver en toda la tarde. Cuando al cabo de un rato y con cierto retraso llegó para poner la mesa, traía una mirada de hosca reticencia, de hostilidad casi, que Medford no le había visto anteriormente. Apenas se dignó responder al cordial «hola, ¿está ya la cena?» del joven, y una vez que Medford se hubo sentado le puso el primer plato delante sin decir palabra. El vaso de Medford permaneció vacío hasta que él se vio obligado a señalar el borde con los dedos.
—Oh, no hay nada para beber, señor. Los hombres perdieron la caja de Perrier… o la dejaron caer e hicieron añicos las botellas. Ellos dicen que nunca llegaron. ¡Cómo va uno a saber la verdad si ésos no abren sus labios blasfemos como no sea para contar embustes! —estalló Gosling con inusitada violencia.
Soltó el plato que sostenía y Medford comprobó que no había tenido más remedio que hacerlo porque su cuerpo entero temblaba como si tuviera fiebre.
—¡Hombre de Dios! ¿Qué importancia tiene eso? Va usted a enfermar —exclamó Medford poniendo una mano sobre el brazo del criado. Pero el otro mascullando «Oh, válgame Dios, si hubiera ido yo mismo en lugar de esos liantes», se soltó bruscamente y abandonó la habitación.
Medford se sentó sumido en especulaciones. Realmente el pobre Gosling parecía a punto de tener una crisis nerviosa. Nada extraño, por otra parte, cuando a él mismo le había afectado tan profundamente lo siniestro de aquel lugar. Tras un breve intervalo, reapareció Gosling (comedido y sin despegar los labios) para traer el postre y una botella de vino blanco.
—Discúlpeme, señor.
Para tranquilizarlo, Medford probó el vino y seguidamente apartó la silla y salió de nuevo al patio. Marchaba en dirección a la higuera junto al aljibe cuando Gosling, adelantándosele casi al vuelo, trasladó su silla y la mesita auxiliar hasta el extremo opuesto del patio.
—Estará usted mejor aquí… Se levantará algo de aire en breve —dijo—. Iré a por su café.
Desapareció de nuevo y Medford se sentó alzando la vista hacia la mole de cemento y escayola, preguntándose si no le habrían desplazado de su rincón favorito para apartarlo (¿o situarlo?) en el ángulo de visión del observador invisible. Una vez le hubo traído el café, Gosling se marchó y Medford permaneció allí sentado.
Al cabo de un rato se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo mientras fumaba. Medford regresó luego a su silla, pero tan pronto se hubo sentado creyó sentir la mirada del furtivo observador clavada en la brasa rojiza de su cigarro. La sensación se tornó crecientemente incómoda: casi podía notar los largos y fantasmales brazos de Almodham alcanzándole desde allá arriba, desde algún punto inconcreto de la oscuridad. Regresó al salón, donde colgaba del techo una lámpara que despedía luz tenue, pero, como apenas había aire dentro de la habitación, volvió a salir fuera arrastrando la silla hasta su lugar habitual bajo la higuera. Allí tenía la sensación de poder esquivar el acecho de las ventanas que tanto le había inquietado hacía un momento y se sintió más a gusto, pese a que la brisa no llegaba tan directa hasta aquella esquina y a que el denso aire parecía impregnado de las emanaciones del aljibe adyacente.
«El agua debe de estar muy baja», pensó Medford. Pese a no ser penetrante, el olor no dejaba de ser desagradable. Y se quedó dormido.
Cuando despertó, el disco anaranjado de la luna se cernía pesadamente sobre los muros aligerando un poco la oscuridad del patio. Debía de haber dormido durante una hora o más. La noche era deliciosa, o lo habría sido en cualquier lugar distinto de aquél. Medford sintió un repelús como secuela de sus pasadas fiebres y recordó que Gosling le había advertido que el patio no era un lugar saludable de noche.
«Será por el aljibe, supongo. Me he sentado demasiado cerca», concluyó. Le dolía la cabeza y, tal como le había sucedido tras el baño, tuvo la sensación de que el repulsivo olor dulzón se le quedaba adherido a la cara. Se levantó y se aproximó al aljibe para comprobar cuánta agua quedaba en él. Pero la luna no estaba aún lo bastante alta como para iluminar aquellas simas y únicamente acertó a escrutar la oscuridad.
De repente sintió que le agarraban por los hombros a sus espaldas y que se los presionaban con fuerza hacia delante, como si alguien pretendiese empujarle desde el borde. Un segundo después, casi coincidiendo con su propia resistencia refleja, el empujón se convirtió en violento tirón hacia detrás y Medford se volvió para quedar cara a cara con Gosling, cuyas manos soltaron enseguida sus hombros.
—Creí que le había vuelto la fiebre, señor… Me pareció que estaba a punto de caerse dentro… —farfulló Medford cuando recuperó sus facultades.
—Nos ha debido de pasar a ambos algo parecido porque yo he tenido la impresión de que era usted el que estaba a punto de empujarme a mí —dijo con una carcajada.
—¿Yo, señor? —jadeó Gosling—. Si he tirao de usted para atrás con todas mis fuerzas…
—Claro, claro, ya lo sé.
Gosling guardó silencio y al cabo de unos segundos preguntó:
—¿No se va usted a dormir, señor?
—No —dijo Medford—. Prefiero quedarme aquí.
El semblante de Gosling adoptó una expresión de iracunda terquedad.
—Bueno, pero yo preferiría que no lo hiciera, señor.
Medford rió de nuevo:
—¿Por qué? ¿Porque es la hora en la que sale el señor Almodham a tomar el aire?
El efecto de aquella pregunta fue inesperado. Gosling retrocedió un par de pasos y se llevó las manos a los labios presionándolos como si quisiera reprimir un lamento.
—¡Venga! Reconozca usted que está aquí y acabemos con esto —exclamó Medford.
—¿Aquí? ¿Qué quiere decir con «aquí»? No será que lo ha visto, ¿verdad? —Las palabras apenas habían salido de sus labios cuando el hombre levantó de nuevo los brazos, avanzó tambaleante y se desplomó como un fardo a los pies de Medford.
Éste, sin dejar de apoyarse sobre el borde del aljibe, dirigió una sonrisa de desprecio al desdichado individuo que se postraba afligido ante él. Sus conjeturas habían sido correctas, entonces.
—Levántese, hombre, no sea absurdo. No tiene usted la culpa de que yo haya averiguado que el señor Almodham sale a pasear de noche por aquí…
—¿A pasear por aquí? —gimió el otro aún encogido de pavor.
—Sí, eso mismo. ¿Acaso no es verdad? No va a matarle a usted por admitirlo, ¿no?
—¿Matarme? ¿Matarme? ¡Ojalá le hubiese matado yo a usted! —Gosling se incorporó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás lívido de terror—. ¡Y vaya si podría haberlo hecho! En un santiamén, ya lo creo que sí. Poco me habría costao, no se crea… Sintió como si yo le diera un empujón, ¿no es verdad? Hay que ver, vamos, venir aquí a espiar así y a fisgonearlo todo…
Medford no había alterado su postura. Lo despreciable de la criatura a sus pies le proporcionaba una ventajosa sensación de poder. Pero el gemido final de Gosling había desviado abruptamente el curso de sus cavilaciones. Almodham estaba allí, entonces, de eso no cabía duda, pero ¿dónde y bajo qué apariencia? Un nuevo temor descendió raudo por su espina dorsal.
—¿Así que después de todo tuvo usted intención de empujarme para hacerme caer? —dijo—. ¿Por qué? ¿Quizá como el método más rápido para que me reuniese con su patrón?
El criado tardó menos en reaccionar de lo que se había figurado. De nuevo en pie, Gosling permaneció respetuosamente inclinado y en actitud sumisa bajo la acusadora luz de la luna.
—Ay, Dios mío… ¡Si casi voy y le tiro a usted dentro! Se ha dao cuenta, ¿a que sí? Pero luego…, fue por lo que me dijo sobre Wembley. Lo de echarme un cable, señor, sentí que lo había dicho usted de veras y por eso me ha dao sentimiento y me he arrepentío al final. —El rostro del hombre volvía a estar bañado en lágrimas, pero esta vez Medford las rehuyó con aprensión, como si fuesen salpicaduras despedidas por un cuerpo al caer sobre las sucias aguas de un pozo.
Medford continuaba sin decir palabra y Gosling prosiguió con sus divagaciones.
—Con que hubiese llegao esa Perrier de las narices… No creo que nunca se le hubiera pasao a usted por las mientes, digo yo, si hubiera tenío su Perrier cada día como está mandao, ¿no es verdad? Pero ahora va y me dice que el otro se pasea por aquí como si tal cosa… ¡Ya sabía yo que eso iba a pasar! Pero… ¿qué iba a hacer yo con el hombre si va usted y se planta aquí de golpe y porrazo el mismo día?
Medford continuaba inmutable.
—Y es que él me estaba volviendo tarumba, señor, loco de remate, esa misma mañana. ¿Que no me cree? Justamente la semana antes de que llegase usted iba yo a pillar el barco para Inglaterra y a tomarme mis vacaciones. Un mes enterito, mire usted, señor, y eso que en justicia me correspondían seis meses, ¿eh? Un mes en Ammersmith, en casa de un primo mío iba a estar yo la mar de bien y pudiendo ver Wembley sin prisas. Y entonces, va él y se entera de que viene usted de camino y, hala, como está tan solo y aburrió aquí, ya me entiende… Le hacen falta nuevas distracciones para no perder la chaveta… y entonces, cuando se entera, digo, de que viene usted para acá, se le quita en un pispás el humor de perros que había tenío, se vuelve loco de alegría y va y me dice: «Le tendré todo el invierno aquí conmigo… un joven interesante, Gosling, de los de mi cuerda». Y cuando le pregunto qué va a pasar entonces con lo de mis vacaciones, se me queda mirando con esos ojos tan fríos que tiene y me dice: «¿Vacaciones? Oh, claro, bueno, el año que viene… Veremos cómo arreglamos la cosa para el año que viene». El año que viene, señor, ¡como si me estuviera haciendo un favor, digo! ¡Y erre que erre desde hace ya casi doce años! Pero esta vez, de no haber venío usted, creo que habría podio irme porque ya se estaba acostumbrando a que le atendiera ese Salim y de salud estaba más bien que nunca, se lo digo yo. Y… bueno, eso le dije yo mismamente, que uno tenía también sus derechos, que yo ya no era un chiquillo… y que le había servío muy requetebién encadenao aquí como un perro guardián y que él siempre me salía con la misma monserga, que si el año que viene y el año que viene. Y… ya ve usted, señor, de pronto se echa a reír en mis narices. Va el menda, se enciende un pitillo y me suelta: «Corta el rollo».
»Estaba de pie, ahí donde está usted ahora mismo plantao, señor, y se volvió de pronto para meterse ya en la casa. Y entonces fui y le endiñé. Como pesaba lo suyo, se cayó por el borde del aljibe en menos que canta un gallo. Y para rematar la cosa, todos aquí esperando que apareciera usted por las puertas en cualquier momento… ¡Ay, que Dios me ayude! —La voz de Gosling se quebró al final en un extraño murmullo.
Ante sus últimas palabras, Medford había retrocedido involuntariamente unos cuantos pasos. Ambos hombres permanecieron de pie en mitad del patio observándose el uno al otro sin decir palabra. Desde arriba, oscilando entre las almenas, la luna lanzó un inquisitivo arpón de luz sobre la ominosa oscuridad del aljibe.
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