La cerca

René Morales Mendoza

 

 

Se me notaban las ganas que te tenía, mamá siempre decía que tenía cara de pícaro desalmado.

— ¡Arrecho del demonio!
— ¡Jump! Nada más quiero que salgas con tu domingo siete.

Yo con los tabúes a cuesta me preguntaba qué tan malo significaba ser un demonio de 12 años.
La mayoría de mis amigos habían experimentado su primera eyaculación; los más afortunados ya habían tenido su primera relación sexual con una chica.
En la escuela nos enseñaban desde el 4o año a conocer nuestro cuerpo, el desarrollo de todas sus etapas hasta llegar a la madurez de los órganos sexuales.

Siempre fui curioso, atrapar ranas y sapos en los charcos, no solo era para descifrar si en verdad habitaban en ellos príncipes como en los cuentos.
Los renacuajos eran mis predilectos, parecían pequeños espermas dentro de un óvulo.

Los domingos te espiaba pasar a misa cada vez que ibas a la iglesia; te enredabas la cabeza con una chalina de encajes negros y solo podía ver tus pestañas largas y dos grandes agujeros brillantes sin nariz, sin orejas, solo tu piel en la frente, bajo la custodia de tu madre que truncaba la sonrisa que florecía a tus quince años.

Yo sé que lo adivinabas, lo deseabas, muy dentro de ti nos mirábamos como amantes, invadiendo la cama dormidos y despiertos todas las mañanas.
Todas las noches soñaba contigo…

Te besaba en mis sueños justo en la entrada de la iglesia; tu madre, furiosa como el mar de fondo, era un azul que se miraba en el horizonte a través de las columnas del kiosco.
Mis amigos se burlaban de mí, decían que era un niño precoz «chaquetero» (lenguaje coloquial de algunas ciudades de México: Dícese de la persona que se masturba con la mano)

— ¡Pinche rana! ¡Tú no tiras leche!
— ¡Solo agua! Jajaja, jajajaja. Las mujeres los prefieren mayores y tú solo eres un chamaco mocoso.
— ¡Imbéciles!

Presumían sus conquistas todas las tardes cuando nos reuníamos a jugar fútbol en la playa.

De 14 hasta 16 años, todos mozuelos con ganas de comerse al mundo y a las mejores jovencitas del puerto.
Todos grandes maestros para mí, me inducían al despertar de la sexualidad y la masturbación era lo más común en esos momentos, el principio donde tontamente demostrábamos que ya pasábamos a ser hombres.

Una tarde me mandaste un trozo de papel con uno de los niños que sacaban monedas en el malecón, decía…

—Rana: hoy voy a estar sola en casa, te espero a las 6 de la mañana por atrás de la cerca.

Los rayos de luz…

Algunos lograban atravesar las montañas y acariciaban las verdes riveras de las barrancas que colindaban con tu casa; miré a través de la cerca, ahí estabas sentada del otro lado en una silla tejida de henequén, tu falda arriba de lo normal dejaban ver tus blancos muslos, tu braga negra semiabierta de un lado dejaban ver el más hermoso valle.
Yo era una fiera acechando, queriendo poseer la luz que iluminara aquello que por primera vez apareciera ante mí…Tú sexo.

— ¡No pases! ¡Quédate ahí! Solo mírame—dijiste…

Tocabas bajo la blusa dos hermosos volcanes llenos de lava ardiente; mientras me mirabas queriendo atravesar mi alma. Bajabas una mano hasta llegar a tu braga y abrías a lo más ancho de tus piernas para engullir uno de tus dedos y descubrir la más deliciosa de tus umbrías.
Yo en completo trastorno y sin aviso dejé al descubierto mi excitado y adolescente miembro, lo cubrí totalmente con el puño haciendo movimientos de arriba hacia abajo.
Lo sentía más duro de lo normal, más hinchado y sonrojado como una nariz de payaso.

— ¡Demonios! Mamá me va a matar, pensaba…
— ¡Rana! ¡Ven! Atraviesa tu sexo por los espacios de la cerca.
— ¡Quiero tocarlo!

Hice lo que me pediste como si fuese un autómata, como si fuera el desalmado que mamá decía.
Empezaste a lamerlo de arriba hacia abajo, de una forma brutal, de una manera tierna, de una manera imaginaria como lo describían las revistas eróticas extranjeras.
Tus delgados dedos aprisionaron mi miembro en un sube y baja, mientras succionabas con tus delicados labios, hasta que ya no pude contenerme y sucedió lo que todos mis amigos fanfarroneaban…

Mi primera vez, mi primera eyaculación, la primera masturbación; y era cierto, si hubo líquido blanco como leche, al principio transparente como miel, diáfano a los primeros rayos de sol y sublime néctar dador de vida.
A mi mente vinieron los renacuajos de aquellos charcos, los ojos desorbitados de mi madre, la chancla volando para golpear mis nalgas.

— ¡Carajo!

Érase una vez el semen enamorado de la vida, escapó del ducto del tiempo para descubrir que podía multiplicarse.

—Esto no termina aquí — Me dijiste…
—¡Ponlo justo aquí y lo llevaste justo a tus centros.
—¡Atraviesa mi alma!

Y el valle era el más hermoso, frondoso y húmedo trastorno para mi fiera que no cedía.

Mi alma pura que dejaba de serlo…

 

René Morales Mendoza (Mayo-1968). Mexicano de raíces indígenas, mis padres inmigrantes de la costa sur, guardo en mi nariz la fragancia y esencia de mi folclor. Mi vida toma un giro hace 3 años con la influencia del realismo sucio y la poesía chilena.

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