Fernando Morote

—No me compliques con esos horarios, Conde —dijo el Narizón—. Tengo clase en el gimnasio.
—No jodas, Narizón —intervino el Champero—. Puedes correr un rato alrededor de la cancha.
—¿Cuál es tu plan, Conde? —preguntó el Doctor.
—Sorprenderlos cuando se están cambiando.
—¿Aquí mismo?
—Sí. Juegan todos los domingos a las ocho de la mañana.
—Hecho.
Al día siguiente el sol se levantó más temprano que ellos. Un grupo de señoras con rosarios y biblias de bolsillo, en peregrinaje hacia la gruta para rezarle a la Virgen, también se les había adelantado en su llegada al escenario deportivo. Y los jugadores no destacaban por su porte atlético. A simple vista se podía suponer que sería un partido de solteros contra casados o padres versus hijos, reforzados por los abuelos. En esa pandilla de asiduos bebedores que madrugaban sólo para sudar las culpas semanales haciendo un poco de ejercicio antes de la clásica borrachera dominical, la fibra muscular había sido desplazada por el tejido adiposo. Los vestidores habían sido construidos tiempo atrás, pero ellos preferían fajarse a poto pelado en la banca de cemento detrás de uno de los arcos.
Al ver que a ninguno se le ocurría mojar la verga, el Conde solicitó instrucciones.
—Qué hacemos, Doctor.
—Vamos a ver el partido.
—¿Cómo? —cuestionó el Narizón.
—Cuando menos piensen —contestó el Doctor—, los matamos.
—¿Y el equipo? —dijo el Conde— ¿No creará sospecha?
—Espero que no —replicó el Doctor—. Ya inventaremos algo si preguntan.
Las incidencias del partido no podían ser mejor reflejo de la condición en que se encontraba el fútbol nacional. Recién en el entretiempo se presentó la situación prevista. Una mitad de jugadores fue a tomar agua, la otra formó una fila horizontal para orinar sobre la malla metálica que rodeaba la losa.
—¡Qué hijos de puta! —exclamó el Champero.
—Tú hacías cosas peores, Chámpax —recordó el Narizón.
—Pero yo estaba drogado, comparito —aclaró el Champero—. Estos huevones están sanos y buenos.
La cámara del Comando, estratégicamente emplazada en un ángulo del pasto —micrófono incorporado para grabar el audio ambiental—, fue la herramienta idónea para documentar la patética escena sin exponerse a riesgos innecesarios.
El Doctor decidió que esta vez era más conveniente evitar el diálogo.
—Son demasiados —indicó—. Si se ponen bravos, estamos jodidos.
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