La cocina del infierno: Comando Meón (V)

Fernando Morote

Surf





El Narizón remó con todas sus fuerzas.

Correr olas en la isla no era algo que cualquiera se atrevía a hacer. Por lo menos eso era lo que le gustaba pensar. Meter su cuerpo flaco y desgarbado en esa marea agitada y rebelde, con tumbos inofensivos que a cada palmo crecían convirtiéndose en verdaderas paredes, constituía un triunfo en su carrera como tablista.

Su Tato Gubbins —morada y anaranjada, 7 pies y 2 pulgadas de largo, orgulloso regalo paterno en su cumpleaños número 16—, su Ocean Pacific -azul y blanca, ajustada en la cintura, suelta en las piernas- y su frondosa cabellera —negra y larga, transformada en un amasijo de pelos enrojecidos por el yodo—, lo hacían sentir un as en aptitud de competir en destreza y osadía con los más destacados surfers del sur de Lima.

Uno de ellos apareció como extraído de una postal, agazapado en la punta de su tabla, acariciando con las yemas de sus dedos el interior del perfecto tubo por el que se deslizaba. La expresión de éxtasis en su rostro, los ojos semi-cerrados, y el sol del ocaso iluminando el paisaje detrás de él, mientras salpicaba una estela cristalina en su plástico recorrido, completaban la subyugante estampa. Éstas eran las ocasiones en que el Narizón se consideraba un privilegiado. Las brasileras tostaditas, caminando en tanga y sin zapatos por la calles del balneario, resultaban insignificantes frente a estos espectáculos de la naturaleza sin comparación sobre la faz de la tierra.

El arte de la contemplación, sin embargo, le reveló esta vez su lado siniestro. No se trataba de los efectos de la marihuana, que lo precipitaban a ver gigantescas moles cuando sólo se elevaban pequeñas ondas de 30 centímetros. Ya no fue un simple tropezón, como aquella mañana que se enredó con la pita elástica amarrada a su tobillo y terminó atrapado en la resaca intentando apenas superar la orilla. Tampoco se pareció a ese episodio de naufragio cerca del muelle, cuando el Doctor tuvo que rescatarlo después de haberlo visto abrazado a su primitiva y pesada Wayta, dando vueltas en tirabuzón a merced del picado oleaje que lo arrojó contra las rocas.

Lo de esta oportunidad fue algo más profesional. Atrás había quedado su época de perro salvaje, cuando se desplazaba descalzo desde Barranquito a Redondo o la Pampilla buscando otra velocidad. Para hacerse amistoso el trayecto, bajo el calcinante sol de Miraflores, cantaba “Pedro Navaja” a dúo con el Doctor. También había olvidado ya los atardeceres en Ala Moana —un verdadero Chicama en miniatura—, cuando el calor asfixiante cedía paso al fresco de la noche y la cholita chorrillana perseguida por su interminable prole traía esas suculentas papas sancochadas con huevos duros y ají para aplacar el hambre de la bajada. Ni se acordaba a estas alturas de Makaha o Triángulo, cuyas marejadas despreciaba: la primera por mansa y desordenada, especial para aprendices y novatos; la segunda por exactamente lo contrario, reservada a los auténticos tiburones.

En el instante que un pálpito en el corazón lo despertó a la realidad, se sintió desubicado. Nunca había visto el malecón tan lejos, las casas tan diminutas, los bañistas tan enanos. El heredero de Shaun Tomson y Gerry López se encontraba en alguna parte del paraíso. Lo que tenía ahora ante él era un enorme muro de agua, cuyo pico empezaba a reventar amenazante formando una gruesa barra de espuma en toda su longitud.

Braceó más rápido que al principio, como una rata asustada en un barco a punto de hundirse. Sus músculos, hinchados por el esfuerzo, experimentaban el amago de un doloroso calambre. La temperatura no ayudaba. Vislumbró un estrecho pasaje por el cual podía alcanzar la cima. En sus retinas se percibía el espanto del arrepentimiento tardío. Bregó con toda su alma.

—¡Vamos, conche tu madre! Vamos, conche tu madre! —se arengaba a sí mismo.

Cuando su pecho empezaba a desinflarse por el alivio de haber casi traspasado la cresta, la agresiva y encrespada masa tomó un nuevo impulso con el violento azote del viento y se alzó como una garra asesina que lo succionó íntegro.

—¡Mamá! ¡Me ahogo!

Sus piernas cayeron al vacío. A los pocos segundos sus rodillas se rasparon con los corales del arrecife. Tirando manotazos a la nada supo que moriría ahogado. Tras unos minutos de terror, sintió que el monstruo se había ido. Logró, entonces, sacar su cabeza a la superficie. Desesperado, tragó aire a bocanadas después de haber hecho lo mismo con litros y litros de océano. Supuso que la aceleración de su pulso cardiovascular podía ser el preludio de un infarto masivo. Tanteó a su alrededor. Sólo encontró una de las dos quillas partida en cuatro y un pedazo de foam embadurnado con cera. No reconocía si el pega-pega de la cuerda seguía adherido a su tobillo.

Al ver los restos de su Tato Gubbins flotando a la deriva, mientras nadaba hacia la ribera, juró desterrar para siempre su ilusión de salir un día en la portada de Surfing Magazine.

(Sigue leyendo…)

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