Alberto Ernesto Feldman
Todavía, después de más de sesenta años, recuerdo un cuento que me impresionó mucho, leído en los años cincuenta en una de esas revistas que se denominaban “de interés general”. Quizás “Vea y Lea”, “Panorama” o “El Hogar”. Tenía, esa revista, un solo cuento corto que no ocupaba más de una página, en cuatro o cinco columnas. Me dejó un recuerdo indeleble y lamento mucho no poder recordar su título ni el nombre del autor.
Trataba la historia de un hombre que, cada vez que se miraba en un espejo, veía la cara de alguien que iba a morir, cosa que efectivamente ocurría poco después, en forma de accidente, asesinato o un infarto mortal, en el preciso momento en que él reconocía ese rostro en una multitud, en un transporte público o a través de una ventana. El protagonista, al ser testigo de sucesos trágicos, cuyas víctimas conoce con anticipación, va sumiéndose en la desesperación y la culpa. El cuento tenía un rotundo final: El hombre se mira en el espejo, esperando con angustia ver quién será la próxima víctima, pero esta vez, a pesar de la angustiante espera, el único rostro que aparece es el suyo. Así de simple.
Quiero escribir sobre un espejo, objeto enigmático si los hay, pero es inútil, vuelvo una y otra vez al argumento del Escritor Desconocido. Podría cambiar el escenario, por ejemplo, situarlo en una trinchera en Francia, durante la Primera Guerra Mundial, con sus ocupantes ateridos de frío, chapoteando entre el barro y la nieve, aterrorizados por la metralla que no les permite asomar la cabeza y la espera angustiosa del bombardeo de ablande, que precede al ataque cuerpo a cuerpo enemigo.
En la última acción, el oficial, jefe del grupo, un joven aristócrata inglés, ha visto morir uno a uno, hasta quedarse completamente solo, a todos sus hombres, cuyas caras vió aparecer sucesivamente en el pequeño espejo, que utiliza todos los días al afeitarse con frecuencia obsesiva. El enemigo, que, sorprendentemente y a punto de tomar la posición, suspendió el día anterior la carga a bayoneta, ignora que él es el único ocupante de la trinchera.
Entre los cadáveres de sus subordinados, a medias cubiertos por la nieve, se enjabona la cara y abre la navaja con la parsimonia de un ritual religioso, mientras algunos disparos al azar silban sobre su cabeza. Acomoda el pequeño espejo en una saliente y, cuando va a comenzar a afeitarse, una bala rebotando en alguna parte, haciéndolo añicos. Irónicamente se pregunta: “¿Será señal de mala suerte?”, mientras el silbato de la trinchera enemiga, a sólo cien metros, indica el inicio del asalto final.
La médula de este relato es creación exclusiva del Escritor Desconocido. Este trabajo es un homenaje a él, y va acompañado de un saludo afectuoso a la Gente de este oficio delicioso y muchas veces angustiante.