por José Manuel fernández Argüelles
Había decidido morirse, pero una risa lo había salvado. Estaba intentando,
con denodados esfuerzos, encaramarse a lo alto del viaducto de los
suicidas, cuando oyó, tras de sí, la voz infantil, que decía: «¡Mira el hombre
ese en postura tan tonta!». Y después las risas. También la suya.