Amigo Rasta


por CÉSAR STRAWBERRY

Crecía y me desarrollaba, pero no al ritmo que hubiese deseado. Pese a
estar en tercero de filología inútil mi careto seguía siendo el de un niñato.
Por muchas gafas de sol, gorras y sombreritos tras los que intentaba
ocultarme, seguía pareciendo lo que era: un panoli. Armado de
paciencia, me dejé melena; creció. A ambos lados de mi nariz se recogía
una especie de tupido telón de cabello que me permitía asomarme
al patio de butacas sin ser visto, como suelen hacer los malos actores
antes de cada función. Y la gente seguía viéndome como un pringadillo,
muy especialmente las chicas, que no se acercaban ni a pedirme tabaco.
Entre mis mechones, cotejaba discretamente tamaños de teta, firmeza
de nalgas y perímetros de cintura acariciándolas con mirada furtiva.
Ellas me ignoraban.
Un día que estaba en el bar ordenando unos apuntes vi llegar a un
tronk extraño, muy modernillo él,
y observé con disgusto cómo las mejores tías de la facultad se arremolinaban en torno a él deseosas deun premio en forma de favor sexual. Aquella sumisión ante el «macho alfa» me despertó una envidia incontenible y quise estudiar a conciencia
la clave de su éxito. No tardé en darme cuenta de que el peinado rastafari
era lo que le aportaba al imbécil su aire multiétnico, desinhibido y
hasta internacional, provocando en ellas cruentas pugnas de apareamiento.
Curioso.
Mulatos, negros, cobrizos y toda la gama imaginable de pieles tostadas,
llenan los barrios aledaños a la calle Bravo Murillo en su tramo de
Cuatro Caminos a Plaza de Castilla. Caminando entre el gentío me
comí varios empujones, zarandeos y golpes de hombro. Un latino en el
umbral de los cincuenta, vestido de colegial con su beisbolera enorme
y la visera plana de rapero posada a lo casual en su cogote, me hizo
reflexionar sobre el significado de la palabra madurez.
Llegando a mi objetivo descubrí un grupo de fornidos negros
charloteando a voces en la puerta. Armado de valor, entré en la peluquería
decidido, sin apartar la mirada del suelo para no ofender a ningún
Latin King Kong. En el interior la cosa era muy diferente; sólo había
bellas mujeres mulatas, creo que brasileñas, de carnes que rozaban la obesidad.
Comían arroz con plátano frito y cotorreaban a gritos entre una
música infame. Cuando repararon en mi ridícula presencia, la más jamona,
que vestía pantalón y camiseta tres tallas menores a la suya propia,
dejó su plato, bajó la música y me preguntó qué quería. Me atreví a
decirle que, «por favor», me hiciera unas rastas. La jamona, calibrando
a ojo lo extenso de mi melena, echó cuentas y vio negocio. Me advirtió
que tardaría varias horas y cobraría un pico. Acepté con un susurro y ella
me invitó a sentarme en un sillón de barbero nevado de pelos ajenos muy
rizaditos. Tomé asiento, subió la música y se puso manos a la obra.
Cerré los ojos. Sus manos rollizas empezaron a manipular mis cabellos.
Las tetazas rozaron mis hombros, primero, y luego, a ratos, mi nuca y
orejas. Su barriga jugueteaba con mis codos y antebrazos. El miedo y la
inseguridad desaparecieron. Caí en trance y oculté con mis brazos esa
inoportuna erección propia de situaciones peculiares. Todo muy placentero;
todo muy zen.
Orgulloso de mis estupendas rastas, me senté en una mesa de la
cafetería de la facultad a esperar resultados. A la media hora, una jipiloncia
de teta media me pidió fuego y la invité a sentarse. Fingí que mi
descafeinado era un carajillo y lo apuré en un trago muy masculino.
Tras un rato charlando de idioteces, viéndola embelesada, la invité a ir
al baño, donde sin muchos miramientos le eché un polvo. Ella gimió y
algún envidioso dio un golpe en la puerta gritándonos sandeces.
Mi nuevo peinado me cambió la vida y mi nueva vida dependía
exclusivamente de mi peinado chachipéi. Dedicaba entonces gran parte del
exiguo monto de mi beca de estudios a costear su cuidado, pero mereció
la pena porque con ello follaba, y mucho. Follaba en la facultad, en
los aparcamientos, en los baños de los bares, en los parques, en los pasillos
del metro, en ascensores, en las paradas de autobús, en un rincón de la biblioteca, en mi cuarto, en el salón y la cocina del piso compartido, en
las escaleras, en el portal, junto a los cubos de basura, en el comedor
universitario, en las instalaciones deportivas, en el coche de algunas,
sobre la scooter de otras, en los colegios mayores, en las asambleas anti Bolonia,
en las manifestaciones anti Bolonia, a 1.308 kilómetros de Bolonia, a
1.428 kilómetros de Colonia, a 2.282 de Polonia, y siempre con mis rastas
limpias, suaves y perfumadas gracias a mi gran reserva de los mejores
champús y suavizantes del mercado.
Mi pelo creció y creció hasta que las rastas me llegaron a las rodillas.
Empezó a costarme cargar con ellas y cagar con ellas. Llamé a la
peluquería brasileña pidiendo hora para cortármelas… a la altura de
los hombros. Estaba harto de vivir arrastrando tamaña masa capilar.
Tomada la trascendente decisión, me fui a echar una siesta. No sé cuanto
tiempo pasó, pero cuando desperté ya no podía moverme. Estaba atado
a la cama por mechones de pelo anudado. Me miré en el espejo
sexual que había instalado recientemente frente a la cama y ¡Horror!
¡Me vi calvo!
–¡Calvo! Gritaba y me revolvía tratando de zafarme de mis ataduras
cuando recibí un fuerte golpe en la cabeza. Aturdido, alcé la mirada
y descubrí frente a mí a un ser extraño de morfología humanoide…
¡formado de pelo! ¡Mi pelo! Algo así como uno de esos muñequitos
de vudú hechos artesanalmente con cuerda trenzada, aunque éste alcanzaba
tamaño humano. Era Rastadiós, me dijo, y a partir de ahora él
sería mi dueño. Me desató las piernas, me alzó por ellas y me dio por el
culo con su enorme polla compuesta por varias rastas de grosor considerable.
Emitió unos extraños aullidos de placer (yo de dolor) y luego
la sacó y eyaculó en mi cara una sustancia caldosa que olía fuertemente
a suavizante capilar. Le perdí el asco.
Al principio me escandalicé del rudo trato recibido de Rastadiós,
pero poco a poco le fui cogiendo el gusto. Al fin y al cabo, Rastadiós cuida
de mí y me protege con su enorme fuerza de origen desconocido. Yo,
a cambio de su protección y su amor, me ocupo de conseguirle todo el
champú y el suavizante que precisa para alimentarse. No para de follar
con todo lo que se mueve y, si me porto bien, me deja participar en
sus orgías, siempre con peluqueras macizorras, brasileñas preferentemen-
te, a las que luego mata. Yo me deshago de los cadáveres como buenamente
puedo, y no es tarea fácil, os lo aseguro. Me estresa mucho.
Recientemente vinieron mis padres a verme desde Cáceres, mi
ciudad natal, y Rastadiós se folló repetidamente a ambos. Cuando se
iban, traté de disculparme por el confuso comportamiento de mi amigo
de pelo, pero mi padre me interrumpió diciéndome que así daba
gusto venir a verme. Mi madre asintió con ternura. A todos nos flipa
Rastadiós.

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