Carlos Alberto Ureña Gayoso

Con versatilidad y elocuencia en el uso del lenguaje, además de capacidad simbólica y figurativa, utilizando la síntesis en algunas historias o el análisis exhaustivo en otras, Fernando Morote nos sumerge por un recorrido a través de 200 años de vida republicana de aquel país en formación llamado Perú, donde tuvo la osadía de nacer. Ha logrado representar toda la complejidad cultural, étnica, política, socio-económica, moral y ética de su patria original mediante 15 historias de casos colindantes con lo policial, la criminalística y el periodismo, que se convirtieron en leyendas plenas de controversias en sus respectivas épocas y que aún hoy, algunas de ellas, no han quedado resueltas, perviviendo el misterio sobre autores, móviles e implicados.
Pero, ¿qué es un Sardanápalo?
Tomando el criterio aristotélico como base, y haciendo acopio de todos los significados encontrados, un Sardanápalo podría ser una persona lujuriosa, andrógina, afeminada, indolente, hedonista, disoluta, glotona, regalona o derrochadora, voluptuosa, viciosa, depravada y corrupta, siendo capaz de llegar al crimen hecho por propia mano u ordenándoles a sus sicarios cometerlo. También implica ser excesivo, esclavo de sus pasiones, dedicado al lujo, la opulencia y el placer con molicie o confort en demasía, así como envuelve una relajación de las costumbres y la consiguiente decadencia moral, inclusive, en disposición a llegar al exterminio de todos aquellos considerados enemigos con tal de mantenerse en el poder.
Con estas ideas en la mente, los relatos que contiene la obra de Morote son una alegoría magistral sobre la decadencia perpetua de una sociedad sin rumbo, desesperada por evidenciar que sí lo tiene.
El primer relato, Alejandrino, y el penúltimo Uchuraccay, tienen que ver directamente con la estratificación socio política y económico cultural peruanas donde los descendientes de los españoles son superiores que aquellos mestizos nacidos de mezclas de etnias o peor aún, de esos llamados “indios” o “indígenas”, herederos ancestrales de los verdaderos dueños de estas tierras conquistadas.
Una variante de ese trastorno antropológico ocurre en Uchuraccay. La comunidad andina está presionada por Sendero Luminoso, grupo revolucionario que genera el terror en los Andes, y por las Fuerzas Armadas peruanas, que les exigen lealtad a una patria que los abandonó hace mucho, desde el inicio de los tiempos y que también les generaron terror, pero “oficial”, con uniforme patrio. Se confundieron, dice. Porque tenían un trapo rojo, dice. ¿Fue así? Quedémonos con lo que el autor le hace decir a uno de los familiares de las víctimas, el personaje que hace el responso: “Como en cualquier guerra, no hubo buenos ni malos; sólo hombres que perdieron su humanidad y se convirtieron en bestias debido al miedo. Los familiares aquí presentes tienen el derecho de recibir consuelo, apoyo y sosiego por las pérdidas de sus seres queridos. El perdón no es suficiente. La reconciliación se logra sólo a través de la reparación por el daño causado. ¿Cómo lograrlo? Seguimos intentado averiguarlo”.
Morote nos cuestiona como sistema de clases y hace evidentes las iniquidades estructurales de una sociedad donde la “piel de un indio (y de cualquier grupo étnico no blanco) no cuesta caro”, parafraseando a Julio Ramón Ribeyro.
Lo antedicho aplica para las historias de Armendáriz y Tatán.
En Armendáriz, Carlos Enrique Melgar, el abogado de oficio que defendió al inculpado Jorge Villanueva Torres, equívocamente denominado “El Monstruo de Armendáriz” y ejecutado sin la más mínima compasión ante los pedidos del jurista que le pidió al Poder Judicial Peruano revocar la sentencia dado que los procedimientos habían sido apresurados y las “pruebas” no resultaban contundentes. El peritaje de criminalística poco profesional, al tomar como única fuente la opinión y el reconocimiento entre 20 sujetos de mal vivir, del vendedor de turrones que lo identificó por la torcedura de un dedo y… porque era negro, condenaron a Villanueva. El turronero había tenido alrededor de una treintena de declaraciones contradictorias durante el proceso, pero nada sirvió para darle un poco más de tiempo al proceso. Los diarios y la opinión pública necesitaban una víctima que fue elevada a la categoría de “monstruo” sin pruebas suficientes. El alegato del abogado Carlos Enrique Melgar no pudo cambiar la sentencia. La sociedad limeña, y los barranquinos dentro de ella, fusilaron al “monstruo” y acallaron sus voces enardecidas de sangre. “Señores, se ha hecho justicia”, decían.
En la historia de Tatán, en oposición a la de Armendáriz, el delincuente tiene ascendente francés. Además, se viste bien, es elegante y atractivo, con bigotito a lo Negrete, hasta parece culto y refinado, lo que sumado a su “buen apellido” le dará las condiciones necesarias para ser utilizado, por el presidente Manuel Odría en los diarios amarillos, como “cortina de humo” para distraer a la opinión pública de sus manejos económicos y de las persecuciones a sus opositores políticos. Luis D’Unián Dulanto, alias Tatán, llegó a ser un “faite”. Eso quiere decir, que devino en ladrón con clase, adalid de los asaltantes y embaucadores, un personaje de culto, respetado por los “fuera de la ley” y querido o adulado por casi todo el mundo ya que hacía las veces de Robin Hood peruano, compartía lo robado con gente pobre, al tiempo que su sex appeal volvía locas a las mujeres de todo origen social, algunas de las cuales iban a la prisión a visitarlo. Era el Clark Gable del arrabal, El Pedro Navaja del callejón y de la Huerta Perdida (famoso lugar de perdición y mal vivir en Barrios Altos, uno de los distritos de Lima). Todo un personaje cuyas libertades sexuales lo llevaron a asesinar a un homosexual, quien era pareja del personaje, otro criminal, que relata la historia en sonetos. Tan lindo, tan mimado y tan egocéntrico, que hizo siempre lo que le dio la gana y terminó degustando la penetración de nueve puñaladas antes de exhalar su aliento mortal en la cárcel.
A continuación, exploramos más sardanápalos:
Balta. La reseña histórica del Perú “independiente”, desde su nacimiento hasta los años inmediatamente previos a la guerra con Chile, tipo telegramas, resulta absolutamente elocuente en su brevedad. Totalizante en su brillante síntesis, contada desde la privilegiada óptica de Marcelino Gutiérrez, el menor de los hermanos que —una vez desatada la anarquía republicana por el anti civilismo gangrenado en el mundo militar—, urdieron y perpetraron el asesinato del presidente José Balta. La rebelión del pueblo limeño ante este hecho provocó una de las páginas más violentas y tristes de la historia republicana, en las que —a pesar de la validación de las atrocidades que significó la frase: “Gente de Lima, es algo terrible lo que han hecho, pero han hecho justicia”, del nuevo presidente Manuel Pardo y Lavalle en las Fiestas Patrias—, todos los participantes quedaron registrados como sendos sardanápalos.
Banchero. En formato “testamento”, el empresario pesquero expresa sus miedos ante una inminente amenaza a su integridad física sin descartar ninguna hipótesis sobre su(s) asesino(s). La misma carga emocional despectiva que Alejandrino sufriera en carne propia y “justificara” sus crímenes, sale ahora al revés, como un improntus exclusivo, saturado de prejuicios y desdén hacia el “enano acomplejado”, un cholo feo que necesita dinero para hacerse una cirugía que cambie su aspecto. Si no fuera por este exabrupto, Banchero parecería un hombre correcto, decente, admirable. Se insinúa también, que sabía manejar a las damas colmándolas de obsequios. Con elegancia, se boceta un hombre orgulloso y hasta soberbio, que se sabe multimillonario y envidiado, que a partir de la pesca alcanzó marcas y propiedades en varios ámbitos económicos y si bien, como apariencia, sería intachable, genera hartas sospechas en los suspicaces que no se creen fácilmente su prolijidad de clase alta. Quizás fue esa soberbia y altanería la que dispuso enemigos en su camino, al no querer negociar con nadie, menos con los que estaban en el poder castrense del momento y, peor aún, si un chato plebeyo lleno de inseguridades pero con una envidia gigante y un odio ancestral, de clase oprimida por decirlo así, pudo doblegar y maniatar al coloso emprendedor.
Calígula. Desde el sitial preferencial y exclusivo de la clase media alta, los niños bien —entre los 20 y 25 años—, juegan a ser gangsters criollos. El desprecio por todo y todos, especialmente por ellos mismos, le permite a una banda de delincuentes con moto y vestidos de última moda, habitúes de las discotecas más buscadas y de los parajes pitucos renombrados, coger de las pelotas a quien quieran hasta que les revientan los huevos a ellos mismos. Desenfreno, manipulación al rojo vivo, codicia por la vía fácil del “laburo” más que del trabajo, hacen miembros del Club Sardanápalo no solo al clan Calígula, sino peor aún, a aquellos que pretenden aprovecharse de ellos para sus “movidas” del más “alto nivel”: tráfico internacional de drogas, al tiempo que al clan limeño le permiten operar en negocios de menudeo. Sardanápalos y víctimas regados por todas partes. Violencia sexual, demencia supuestamente inteligente en su brutalidad que le hacen gritar a la misma muerte ensangrentada, Fernando de Romaña, líder del clan: “¡Que viva la juerga!”, en una serie de televisión difundida sobre el caso.
Clímaco. Aunque se trata de un criminal, como en todos los demás casos, coincide en su excepcionalidad con Basurto, que se escapa al patrón literario con contenido Sardanápalo. Clímaco es un loco suelto en plaza, y dentro de una casa, que masacra a personas indefensas y conocidas. El entorno familiar y el contexto de ese sábado sangriento no permiten identificar a los demás protagonistas —aparte del criminal—, como sardanápalos. Clímaco encajaría por lo degenerado, por lo tanáticamente orgiástico de sus crímenes, por su alevosía y desenfreno macabro, pero más pareciera una demencia psicótica fría y lisa. Esta dramática y aun inexplicable tragedia, —entre ex compañeros de un colegio de clase media alta, la hermana de uno de ellos y la empleada doméstica que los atendía—, podría explicarse como efecto de tóxicos ingeridos (Clímaco afirma que le pusieron cocaína en la gaseosa y que fumó marihuana) y Fernando Morote nos sugiere la idea de que el asesino mató a la chica ya que si no era de él, no sería de nadie, en su demencial obsesión sexual. La monstruosidad de los 44 martillazos desdicen el diagnóstico clínico que lo exime de “locura”. Con el martillo sin la hoz, parafraseando a Morote, Clímaco inició una sanguinaria “revolución” en la que los ricos, también lloran, aunque el asesino no derramó ni una lágrima.
Luza. Toda una paradoja sardanapalesca. El tiburón que muerde el inocente anzuelo asesina al pedazo de hilo más débil de la madeja. Así esté aburrido de la geografía sexual a la que somete una larga vida matrimonial, los devaneos de Luza con dos mujeres, la oficial Teresa y la extraoficial Martha, no justifican que juegue con ellas y que aplique el antiguo adagio criollo “prometer, prometer… hasta meter; y una vez metido, olvidar lo prometido”. Él quiere seguir con las dos, pero la amante urde una venganza que le salpica en el rostro. Colude con un “amante” ocasional más joven y pretende sacarle celos a Segisfredo. Ocurrió. Fue real. Lo mató. El encuentro se produce en un bar, ahí lo anima a visitar el consultorio para recoger un cuadro y ya en el lugar, se ausenta de la escena del crimen para buscar el arma que lo perpetraría, todo ello hace difícil —si no imposible—, pensar en una reacción impulsiva en defensa propia. Suena, con todos sus decibeles, a premeditación alevosa. Enredos y situaciones estúpidas por doquier que ameritan la sentencia inicial y final: Parece un chiste pero no lo es, parafraseando al autor del libro que comentamos.
Marita. El Sardanápalo mayor: Leandro Reaño. Los de segunda y cómplice generación: los médicos que cambian de útero, los policías que ayudan a salir hacia Brasil al asesino y los empleados que por dinero –como siempre—, modifican la versión real por una fantaseada. Sardanápalos de tercera, pero no por ello menos voraces: los periodistas amarillos que trafican con la información para vender sus pasquines. Salvo la propia víctima: Marita Alpaca, a quien quisieron embarrar como prostituta de lujo, y su madre, quien la defendió por obvia ausencia, lo demás resultó una tanática orgía sardanapalesca. Un asco representativo de lo que la pasión puede generar en la mente de un egoísta que usa –y ella se deja usar y lo desea— a las féminas, pero “sin que se rompa la familia”. Un ejemplo a no seguir de un machista demente que comete feminicidio casi impune, ya que su sentencia de 7 años la purgó en uno debido a sus influencias en el poder. Repudiablemente macabro y de complicidades espeluznantes. “Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”, decía el vals que ya nadie se atreve a cantar.
Poggi. Este país es una broma de mal gusto. Podría ser la síntesis de todo lo absurdo, dramático y alegórico que contienen las historias de este texto. El racismo siempre presente, queriendo pasar clandestinamente, pero durísimo en su manifestación permanente en los asuntos de ¿la patria? ¿la nación? Eso a lo que Basadre llamaba “un país en formación” y que terminó deformándose.
Sartorius. El manejo brillante de la entrevista, por parte del escritor convertido en perito policial, va generando a lo largo de la manifestación, un clima en ascenso donde la intriga pasa de la auto-inculpada hija de un magnate, al verdadero artífice de no solo ese, sino múltiples crímenes durante la II Guerra Mundial. Desfilan en el concierto de preguntas y respuestas, todos los involucrados, analizándose su cercanía o distancia respecto a móviles y coartadas, hasta que llegado el momento cumbre, el investigador policial saca los ases de bajo la manga y afronta al verdadero toro por las astas. Una delicia de relato donde todos y cada uno son meritocráticamente sardanápalos, salvo el hábil entrevistador. Quizás sea esta historia la que condensa con mayor elocuencia la magnitud temeraria y anómala de la maldad de la especie sapiens (no calificada de “humana” en forma adrede). Encierra en sus líneas toda la perversión, el cinismo, las más inhóspitas sombras y delirantes construcciones para ocultar la verdad a cualquier costo y eliminando a quien se interponga.
Basurto. La cuasi leyenda del sanador y el periodista es una fábula en formato apólogo, sobre el santón que mató el ego del periodista. Asesinó la soberbia, la envidia y los miedos del crítico mediático. Es más una historia de conversión ante la bondad humana que otra cosa. Ahora bien, el escritor nos deja una pequeña aunque fundamentada duda sobre la “efectividad” real del método sanador del curandero en mención. También se puede interpretar la adscripción al bando supuestamente enemigo del crítico furibundo, como una manera “innovadora” de plegarse al cúmulo de dinero que las “curaciones” producían. Pero aún con esas dudas, la reconversión humanista del periodista, podría complementar la frase “Sana sana, colita de rana”, que es con la que el autor nos hace partícipes de la susceptibilidad que le merece el supuesto sanador.
Manrique. El milagro económico de CLAE, con “inversiones” en el Río Huallaga donde se procesaba la mayor cantidad de pasta básica de cocaína, chocó con el sistema financiero formal y la banda fujimontesinista no podía permitirlo. Todos sardanápalos, con excepción de las víctimas quienes, suicidas o no, perdieron todos sus ahorros. Manrique, asediado por el sistema “formal”, asesinó las ilusiones de muchos ahorristas cuando la presión de la Superintendencia de Banca y Seguros lo acosó hasta el colapso, tanto financiera como personalmente, acusándolo de gay, como si eso fuera causal de descrédito. Las pugnas por el control del sistema bancario hicieron evidente la desesperación y miseria humanas a las que podemos llegar cuando nos quitan lo que cifra nuestras esperanzas: enterrarse hasta el cuello, crucificarse y, en el peor de los casos, suicidarse.
Vendidos o vencidos. Jugaron como nunca y perdieron como siempre. Esa frase que sintetiza el desencanto de una hinchada masoquista, la que, cual Ave Fénix, resurge con furor desde sus cenizas tras una campaña de fracasos para renovar sus bríos ante un nuevo campeonato, esa gente futbolera, amante incondicional de la blanquirroja, vio como le destrozaban la ilusión, como de estar a punto de ser campeones mundiales terminamos de rodillas, humillados con ese ignominioso 6 a 0. Los tejes y manejes detrás de cámaras son expuestos sin rubor, pudor ni tapujos en un relato que a nivel deportivo nos revela la misma calidad de excremento que a nivel de política internacional evidencia Sartorius. Impresionante el montaje económico, político y ético-moral que discurre en los camerinos y federaciones de fútbol, como si jugadores y directivos fueran tan solo títeres manipulados por los “altos mandos” del poder, que todo lo corrompe para estar en condiciones de alabar de forma vehemente y fiel al único dios verdadero en esta triste historia de desamor: el “Dios Dinero”.
Un último comentario para cerrar estas líneas: El uso elegante y magistral de los diferentes formatos literarios que utiliza Morote, con una creatividad e ingenio fuera de serie, ironiza con los subtítulos y el texto tramas dramáticas que devienen en sátiras, dando más realce aun, a la fluidez de su verbo mordaz y hasta incisivo, que ridiculiza a una sociedad enquistada en su decadencia crónica, donde con muy pocas excepciones, todos los personajes terminan siendo o convirtiéndose en sardanápalos.
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Carlos Alberto Ureña Gayoso (Lima, 1955). Profesor, psicólogo y corrector de estilo. Fundador y supervisor pedagógico del Colegio La Casa de Cartón.
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