La prueba y el error en la política

Carlos E. Luján Andrade

La caída de la torre de Babel (1547)-C. Anthonisz




En un arranque de sinceridad, los políticos confiesan que los retos que se le presentarán al momento de asumir un cargo quizás sean de difícil solución y que por lo tanto, deberán recurrir a la gente para preguntarles cómo hallar las respuestas. Tal declaración podría llevar a que sus detractores los puedan sepultar ante su confesa ineptitud. Hace ya varios años, el periodista Augusto Towsend, en un artículo sobre las capacidades de los políticos, citó a Tim Harford, el autor del best-seller “El economista encubierto”, con la siguiente expresión: «¿Debemos exigir siempre que nuestros gobernantes sepan de antemano las respuestas a todos nuestros problemas o es preferible darles cierto margen de maniobra para que vayan averiguándolo en el camino, aunque tropiecen una y otra vez?». También mencionó la idea de que los personajes destacados de la historia han sido catalogados por los mismos libros que hablan de ella, como seres iluminados; no obstante, aclarando que dichos actos que cambiaron el curso de la humanidad fueron producto de errores cometidos una y otra vez.

El darles un «complejo de dioses» a los funcionarios nombrados para solucionar problemas los hace muchas veces actuar con inconsciencia y desconocimiento, este periodista afirma en su artículo que se debería de intentar dar más aceptación no al político omnisciente, sino al que está «genuinamente interesado en aprender de sus eventuales tropiezos y de aquellos que lo precedieron».

Esta síntesis de lo escrito por Townsend nos hace reflexionar sobre si se le está dando demasiada importancia a la supuesta certeza de la técnica cuando su ciencia está más que construida en base a la prueba y error, sin embargo, lo que tenemos que recordar es que un político no es un tecnócrata o siéndolo en el pasado deja de serlo al asumir un cargo público. Las decisiones que toma no están solamente basadas en las fórmulas que un grupo de técnicos le aconsejan porque estas mismas ciencias, como las económicas, no toman en cuenta los fenómenos sociales que se puedan presentar luego de haberlas aplicado. Ese detalle es más que evidente con los conflictos sociales que se manifiestan constantemente en un país, considerando que ni siquiera el más ducho sociólogo podría saber cómo funcionará una sociedad en los próximos veinte años y menos un economista. Por eso es que no hay fórmulas de solución que ya deben de traer los políticos al asumir sus cargos, ni modelos externos exitosos porque las realidades son distintas.

Cuando un nuevo gobierno asume la dirección de una nación, es natural que se tenga cierto recelo por los individuos que serán parte de este, pero las capacidades exigidas a los nuevos políticos no deben estar condicionadas a que ellos ya tengan las soluciones a los problemas sociales pasados o latentes, sino que deberán examinarse las capacidades de reacción y diligencia ante la inminente manifestación de tales problemas, porque, por ejemplo, los conflictos sociales y medioambientales graficados en las novelas de Scorza o Arguedas, no son los mismos que se tienen en la actualidad; el contexto, los individuos o sus aspiraciones son distintas. Y seguirán cambiando conforme pasen los años. Así mismo, la pobreza tiene ya otras aristas que en el pasado no se consideraban, como que muchos países se han convertido en sociedades de consumo donde muchas veces se elige endeudarse por adquirir aparatos tecnológicos en vez de destinar ese dinero a elevar en calorías la dieta familiar.

En todo caso, la sociedad cambiante nos hace deducir que las soluciones a los problemas deben considerar también las transformaciones que la falta de solución genera, pues podemos enderezar una pequeña rama simplemente sujetándola a una estaca, pero no un árbol, las soluciones del pasado no son las más adecuadas para los problemas presentes y futuros. Entonces, cómo exigir que un funcionario público o un presidente puedan tener el remedio bajo la manga si es que el tiempo en que les tocará ejercer su mandato todavía no lo han vivido, no sabrán qué fenómenos sociales se les presentarán y qué complicaciones externas a nuestra sociedad tendrán que enfrentar.

En determinadas circunstancias, es bueno decir que uno no sabe qué hacer y necesita la asistencia de otros, pero no por falta de capacidad sino porque las soluciones involucran a todos. Cuando tenemos a un nuevo dirigente político debemos resaltar la conciencia cívica, esa que dice que la democracia no comienza y se acaba el día de las elecciones. Exijamos que si no saben qué hacer nuestros dirigentes, pregunten. No demos la espalda a lo que se construye y esperar a que lo terminen, pues la actitud convencional es que al dar la media vuelta y no gustarnos lo que vemos, no tendremos reparo en echarlo a bajo.

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