Maxence Van Der Meersch

CAPÍTULO II
I
Aquel día, Annie había lavado hasta las cuatro, frotando sobre su muñeca vendada con un pedazo de trapo, toda la colada. En la bodega de Madame Albertine hacía frío. Afuera helaba. El vaho de la colada se helaba en las paredes. Con los pies metidos en agua, el vientre dolorido a causa de la continua humedad, los brazos hinchados y las manos ensangrentadas, Annie se sentía al límite de sus fuerzas. Subió a la cocina para descansar y calentarse unos momentos antes de reanudar la tarea. Sacó de un papel unas rebanadas de pan con mantequilla y se la comió, masticando lentamente y frotándose las doloridas coyunturas de las manos y de las muñecas.
Fue en aquel momento cuando llegó Barthélémy David. Había entrado hacía unos minutos y buscaba a su amante, sin encontrar a nadie. Albertine Mailly había salido y las criadas habían aprovechado la ocasión para marcharse a su vez. David estaba malhumorado. Aquel hombre tenía miedo de la soledad, miedo de tener un minuto de holganza, de reflexionar sobre sí mismo y sobre lo vacío del enorme esfuerzo que hacía en su lucha continua por el poder y la riqueza. Soltó unos juramentos y se sorprendió al hallar a Annie sola en la bodega. No la había vuelto a ver más que dos o tres veces desde aquel día en que la librara de partir hacia las Ardenas. Y en cada ocasión había conversado con ella, preguntándole por su vida, sus padres y su tío Gaspard. Ella le respondía con simplicidad un poco ingenua, testimoniándole siempre una confianza casi amistosa.
—¡Vaya! ¿Estás aquí? ¿Dónde están las criadas?
—No lo sé, Monsieur David… Madame Albertine ha salido y no volverá hasta el anochecer…
—¡Qué mujeres! ¡Heme aquí completamente solo! ¡Tengo hambre!
Abrió la despensa, cogió un pedazo de pan y puso la cafetera a calentarse sobre las ascuas.
—¡Diablos! ¡Vamos a hacernos un poco de café! Eso me recuerda mis buenos tiempos, mi juventud… ¿Y a ti, Annie, cómo te va?
—Bien, Monsieur David, pero hace mucho frío…
—¿Quieres un poco de café? ¿De verdadero café, con verdadero pan de trigo y verdadera mantequilla?
Le sirvió café, le llevó pan y mantequilla y la contempló mientras comía. Ella no se atrevió a rehusar y comió avergonzada bajo su mirada. Él pensaba en aquel día de la rue d’Avelghem y la recordaba apurada, sin atreverse a acudir a él, no osando creer en su liberación, y alejándose luego como una loca, sin atinar siquiera a darle las gracias. No pudo contener una sonrisa. La pequeña le divertía extraordinariamente. Sentía hacia ella simpatía, compasión y también un poco de curiosidad. ¿Qué pensaría de él? ¿Cómo le vería? ¿Sería honesta? ¿No especularía jamás con la amistad que le otorgaba? David tenía reputación de ser generoso con las mujeres y siempre había considerado la honestidad con cierto escepticismo. Toda aquella timidez, aquella vergüenza, aquella turbación, podían ser muy bien una comedia. ¿Qué esperaba ella de él? ¿Lo tomaría acaso por un vacilante, por un estúpido? No le gustaba pasar por estúpido. Decididamente, aquel caso le interesaba.
Se dio cuenta de que aquel largo silencio era poco natural.
—¿Y en tu casa, pequeña, están bien?
—Vamos viviendo. Echo mucho de menos a mi tío… No sé acostumbrarme a la idea de que no volverá jamás. Es triste… En el fondo, era mi mejor amigo. Me hacía el efecto de alguien a quien tenía la obligación de defender, por quien tenía que luchar. Un niño.
—¡Bah! Tú eres joven, tienes el porvenir por delante…
—¿El porvenir?
—Claro que sí. Te casarás, tendrás hijos…
—Será difícil que me case.
—Eres una muchacha bonita…
Pero ella, sin oírle, prosiguió:
—No soy rica. Hago colada y no soy lo que llaman una muchacha bonita. Nadie bien educado, instruido vendrá a buscarme. Y para cualquier otro soy demasiado difícil…
Se rio de su propia confesión, ingenua, sinceramente. Luego se puso seria y repitió:
—Muy difícil, sí… No querré nunca casarme como las otras, vivir como todo el mundo, como… como animales en el establo. Vivir debe ser otra cosa, ¿verdad, Monsieur David?
—Sí, sí —afirmó David.
Y para sus adentros pensó:
«Esta pequeña está representando decididamente su papel… Vivir… otra cosa… Sí, sí…».
A partir de aquel momento le interesó enormemente, inspirándole una curiosidad nueva, completamente distinta de la que había sentido al principio. Se despertó el seductor que latía en él y por unos instantes ni siquiera prestó atención a lo que ella le decía. Instintivamente, soñaba con su conquista. Combinó un plan y trató de adivinar adónde podía llevarle aquella aventura, en el peor de los casos. Súbitamente, preguntó:
—¿Has terminado de comer?
—Sí.
—Aguarda, entonces.
Se fue y reapareció a los pocos instantes con una botella y dos copas de cristal.
—¡«Fine Napoleon»! —anunció—. El único que queda en Roubaix, pequeña…Vamos a saborearlo los dos solos. ¡Anda, tómalo! Y dime si eso no calienta…
Ella bebió un trago, hizo una mueca y tosió sofocada.
—¡Cómo quema, Monsieur David!
Se echó a reír, pero luego ahogó un grito y soltó la copa, que cayó al suelo y se pulverizó. David, por detrás, la había asido por la cintura y le besaba la nuca.
Lo apartó con fiereza y permaneció ante él unos instantes, temblorosa y muy pálida, como si no hubiese comprendido bien lo que acababa de ocurrir. Luego estalló en sollozos:
—¡Oh, Monsieur David! ¡Monsieur David!
Tapándose el rostro con ambas manos, echó a correr por el pasillo y huyó.
—¡Annie! ¡Ven aquí, Anie! ¡No seas tonta! ¡Ha sido una broma!
Pero Annie no estaba ya en la casa. David contempló la botella, la copa rota, la mancha rojiza del alcohol que exhalaba un fuerte aroma. Se dio cuenta de lo ocurrido y su orgullo sufrió al pensar el aire ridículo que debía tener en aquel instante. Si Albertine entraba en aquel instante y lo sorprendía… Aquella idea le volvió a la realidad. ¿Qué decir? La huida, el alcohol derramado, la copa rota y la colada a medio hacer eran cosas bastante fastidiosas…
—¡La pequeña presumida! ¡Ha olvidado su abrigo!
Lo cogió y lo echó despectivamente a un rincón. Luego recogió los pezados de la copa, los echó entre la ceniza y limpió el licor del embaldosado. Mientras pasaba la bayeta por el suelo, no pudo menos que sonreír de su grotesca situación.
—No sé cómo voy a arreglármelas. No puedo acabar toda esa colada yo solo.
Se levantó y permaneció unos instantes vacilante. Se sentía disgustado y no muy orgulloso en el fondο. Se encogió de hombros.
—¡Al diablo! ¡Que piensen lo que quieran!
Dejó todo tal como estaba y abandonó la cocina.
Pasó los días siguientes bastante pensativo. Al principio, tomó la cosa con indiferencia. No cabía duda de que la pequeña le había jugado una mala pasada y quería que se consumiera primero de deseo por ella, para luego salirle al encuentro. Era mucho más maliciosa que las otras… Trataba de darse a sí mismo burlones consejos: «¡Atención, viejo David! ¡Esas muchachitas suelen resultar peligrosas…!».
Pero en el fondo sabía que todo aquello no era cierto. Había visto en Annie la sinceridad, la rebeldía, el sobresalto de su honestidad indignada. Y no se equivocaba. Finalmente, tuvo que reconocer que había hecho una tontería. Reflexionó más profundamente, con mayor sinceridad. Recordó las conversaciones de Annie, sus miserias, sus sufrimientos, contados sobriamente. Le volvieron a la memoria sus ingenuas confesiones, aquel asunto del matrimonio que había expuesto con tanta ingenuidad, con un aire a la vez divertido y decepcionado. Recordó su expresión en aquel momento, aquella débil sonrisa, ligeramente triste, aquel rostro sincero… No cabía duda de que ella se había confiado enteramente, creyendo acaso que hallaría en él un sostén, una protección. ¿Y cómo había respondido? ¡Qué desilusión, qué disgusto para aquella muchacha!
Fueron tan grandes sus remordimientos que, una mañana, sin poder resistirlos más, se dirigió a la casa de la muchacha. Llevaba envuelto en un papel el famoso abrigo que había guardado luego cuidadosamente en un armario para que Albertine no reparara en él.
Llegó a casa de Annie. Vivía en la rue de Thionville, en Croix, una calle sucia que el frío hacía estar desierta. Llamó a la puerta despintada de la casa oscura y triste. Fue Joséphine Mouraud, la madre, quien acudió a abrir. Reconoció en seguida a David, cuya fisonomía era popular en L’Epeule. Su acogida sirvió para infundirle ánimo.
—Monsieur David… ¡Oh, muy bien…!
Le hizo entrar en un pasillo sumido en la penumbra de paredes enmohecidas e impregnado de un fuerte olor a colada y a planchado.
—No me atrevo a hacerle pasar; la casa está llena de ropa sucia… Estamos lavando.
—No se moleste, únicamente he venido a devolverle el abrigo de Annie.
—Es usted muy amable.
—También quiero preguntarle si Annie no podría volver a lavar en casa de Madame Albertine.
El rostro de la madre expresó bien a las claras su pesar.
—Lo siento, Monsieur David, pero la pequeña no quiere volver de ninguna manera.
—¿Es que acaso no estaba bien pagada?
—Muy bien pagada, Monsieur David; pero no sé qué pasó la última vez que fue. Volvió antes de la hora, diciendo que estaba enferma y que tenía mucho frío. Y después ya no quiso volver. Lo siento mucho, créame…
—¿Quiere llamarla? ¿Está aquí?
—Bien, la llamaré…
Desapareció por el fondo de la cocina y regresó sola, unos minutos después.
—No quiere venir, Monsieur David, le da vergüenza. Dice que está muy sucia. Está en plena colada… Dice que no vale la pena, que no le gusta trabajar en casa de Madame Albertine. Es muy terca.
—Está bien —repuso David.
Se fue, murmurando entre dientes:
—¡La pequeña mojigata! ¡Vaya pretenciosa! Ya veo su juego, quiere alejarme, tenerme impaciente. Pero ni hay nada que hacer conmigo. Que pruebe con otros. Conmigo está perdiendo el tiempo.
Pero en el fondo sabía que todas aquellas razones eran vanas. Se mentía a sí mismo, intentando así cerrar los propios ojos a aquel desaire, a aquel disgusto que sentía consigo mismo y que no dejaba de sorprenderle.
II
Ingelby hacía antesala en el salón de David. La pieza era suntuosa. Pero Ingelby, que poseía en su despacho un sécrétaire de Boulle, tapices persas de más de un siglo de antigüedad y telas bituminosas y sucias de Ruysdael y Memling, contemplaba con indiferencia aquel lujo un poco brutal que complacía a David. Más que la restallante sinfonía de los granates, de los rojos y de los oros del salón, prefería la bruma azulina de las lejanías del parque, la exuberancia de los arbustos, el encaje helado y denso de las ramas negras sobre el fondo grisáceo del cielo, los verdes empañados, marchitos, el césped helado donde se eternizaba como espuma, la blancura de las nieves cuajadas a intervalos. Un sol lívido y enfermo, de un amarillo incierto, desaparecía detrás de las copas desnudas y resecas de los grandes árboles, filtrando oblicuamente sus haces en aquella atmósfera brumosa, en aquel cielo pálido y en aquel silencio invernal.
Ingelby tenía cincuenta años. Nadie podía jactarse de conocer a fondo aquel hombre flemático, austero y taciturno. De nacimiento modesto, aunque muy instruido, sin que se supiera cómo, se había visto objeto por primera vez de la curiosidad pública por su matrimonio con Mademoiselle Bargerel, hija única de un comerciante de tejidos. Él no aportó nada a la boda, y ella, en cambio, recibió setecientos mil francos de dote. Ingelby no los utilizó, como hubiera podido creerse, en cualquier negocio de lana o más o menos directamente relacionado con el de su suegro, sino en montar una fábrica de limonada. Más tarde, se supo que había estado durante algún tiempo empleado en una fábrica similar de Bruselas, de la que había guardado celosamente los procedimientos y los métodos de fabricación. Empezó a producir un líquido amarillo claro, color champaña de gusto azucarado que recordaba bastante el sabor de la mandarina y que burbujeaba en los vasos produciendo una abundante efervescencia. Una extensa publicidad, un envase original, el gusto desastroso del público siempre dispuesto a aceptar esas horribles bebidas espumosas y artificiales y un nombre escogido con acierto, contribuyeron a la difusión de la «Burbuja de oro», como la llamaban los anuncios. Valiéndose de certificados médicos que recomendaban las propiedades tónicas, uréticas y estomacales de la «Burbuja de oro», Ingelby contribuyó a estropear sin remedio, en el plazo de unos años, millares de tubos digestivos. Pero acumuló tres millones.
Compró un extenso terreno, situado entre el Canal y la vía férrea, en el barrio de La Guinguette. Lo hipotecó hasta el máximo y encontró un socio que aportó el dinero que le faltaba para construir la gran fábrica de cerveza que siempre había soñado. Hubo necesidad de trabajar de firme. El terreno era esponjoso y movedizo. Fue preciso afianzarlo con mil doscientos pilares de cemento. Aquello dobló el presupuesto de las obras. Ingelby dejó que terminaran el trabajo y luego se negó a pagar, cargando la responsabilidad al contratista y alegando que hubiera tenido que prever aquel suplemento en los gastos. El asunto duró años enteros. Informes, contrainformes, arbitrajes que no arbitraban nada; todas las maniobras judiciales susceptibles de retardar la evolución de un asunto fueron hábilmente utilizados por él. Al cabo de cuatro años, el contratista quebró, Ingelby sabía el arte de conciliar la amistad de los síndicos y transigió con la masa de acreedores un arreglo al sesenta por ciento.
Luego, comenzó la batalla con el socio. Ingelby no era partidario de las sociedades. Había hecho insertar en el acta de asociación una cláusula estipulando que toda falta de honor capaz de entorpecer la prosperidad de la sociedad, entrañaría en pleno derecho la exclusión de ella a la parte infractora, con la obligación por parte del socio restante de rembolsar a esta su parte en el negocio. Compraron a unos contrabandistas holandeses sacarina para la fabricación de jarabes de granadina y de limón. Un buen día, Ingelby aparentó darse cuenta por primera vez de aquel asunto, manifestó una gran indignación y reclamó la aplicación de la cláusula de exclusión. Fue un gran escándalo. Su socio le agredió a tiros de revólver, erró y fue condenado a dos años de prisión.
Ingelby quedó libre. Comenzó la batalla para conquistar las tabernas. En el Norte, las fábricas de cerveza no venden cerveza más que cuando son arrendatarias de las tabernas donde se expende. El esfuerzo de las grandes fábricas tiende así a acaparar el mayor número posible de tiendas, donde imponer sus cervezas, jarabes, licores y vinos. En este terreno la guerra es tan encarnizada que una taberna «libre de cervecero» es algo rarísimo en la actualidad.
Ingelby empleó en ello la paciencia de un minero. Intuía dónde acudía la masa y también adivinaba dónde estaba el porvenir. Ofreció la instalación gratuita de grifos de presión para obtener la cerveza con espuma y fue el primero en lanzar al mercado la llamada cerveza alemana, a baja presión, las cervezas negras, coloreadas con azúcar quemado y reforzadas con una adición de alcohol. Acertó en seguida a monopolizar el servicio de bebidas en los cines. A quien le cedía su local, se lo subarrendaba más barato de lo que él pagaba al propietario. A los que estaban construyendo iba a ofrecerles acciones de la fábrica de cerveza a cambio del contrato de arrendamiento. Creó una sociedad filial para la compra de terrenos y construcción de cafés. Abusó del derecho a envenenar a las gentes, incorporando a sus cervezas dosis desmesuradamente agradables y perniciosas. Cada año progresaba más la fábrica de cerveza, crecía la extensión de sus andenes y la soberanía de Ingelby se afianzaba en la región. Al estallar la guerra, había logrado acumular una extraordinaria fortuna.
Pero las hostilidades no detuvieron su encumbramiento. Ingelby dejó de fabricar cerveza, pero siguió con las limonadas y los jarabes y la gente se lanzaba sobre cualquier cosa. Ingelby fue aumentando los precios mientras bajaba la calidad. Los competidores no trabajaban ya. Él, sin embargo, tuvo la suerte de contar con gran existencia de azúcar, de productos químicos y de carbón. Con la ayuda de algunas reservas descubiertas aquí y allí, en casa de los refinadores de la región, pudo continuar la fabricación durante un año. A pesar de todo, veía aproximarse la hora en que tendría que dejar de trabajar. Faltaba de todo. Y él no era, como David, de los que van derechos al peligro. Tenía por arma la prudencia. Sabía perfectamente que si Francia triunfaba, los negocios turbios podían costarle caros. Afortunadamente para él, a principios de 1915 empezó a funcionar la ayuda francoamericana. Ingelby se encontró así en su elemento. Conocía a mucha gente, alcaldes y tenientes de alcalde, y pronto consiguió azúcar y carbón. Se las arreglaba para hacer llegar a nombre del Municipio cargamentos enteros de los que luego tomaba posesión. También consiguió permisos para importar de Bélgica patatas y remolachas para destilar. Pagaba siempre según las buenas formas, exigía recibos y llevaba sus libros regularmente. Así, si luego le molestaban, arrastraría en su caída no pocos nombres relevantes.
Reanudó la fabricación de cerveza o, por lo menos, de una turbia mezcla a la que daba el nombre de cerveza y continuó produciendo limonadas. Con el nombre de aguardiente vendía alcohol de madera. Hizo vino poniendo pasas en remojo y exprimiéndolas luego. Incluso llegó a fabricar champaña sintético.
Ganó por tales medios mucho dinero. Pero era el hombre más discreto, más cortés y más austero que hubiera podido soñarse. No fumaba, no bebía, no tenía arriantes ni caballos. Vivía de agua mineral, leche, bizcochos y legumbres cocidas. Se llamaba a sí mismo vegetariano, era asiduo concurrente a los conciertos de música sinfónica de la sociedad industrial de Lille y coleccionaba muebles antiguos. Un tipo como Barthélémy David, brutal, cínico, pródigo, aficionado a las mujeres y a la buena vida, jugador y apasionado, le hacían estremecer de disgusto. Ambos se frecuentaban poco. Había entre ellos esa especie de rivalidad que se encuentra siempre entre los advenedizos. Era preciso que a Ingelby le guiara una necesidad muy imperiosa para entrevistarse con David.
Y así era. A Ingelby le faltaba azúcar. Esperaba el racionamiento de azúcar para un pueblo cercano y tenía ya reservado su parte. Pero el hielo bloqueaba los canales. Dos chalanas aprisionadas por el hielo entre Selsaete y Gante esperaban a que cesaran los fríos, cosa que momentáneamente nadie esperaba. Ingelby había pensado conseguir por medio de Lacombe, alcalde de Herlem, la cantidad que precisaba para trabajar durante algunas semanas. Pero a raíz de una sesión en el curso de la cual Marelli había interpelado a Lacombe en presencia de todo el Consejo municipal, el alcalde se mostraba momentáneamente prudente. Y así fue cómo se resignó, por fin, a visitar a David.
Seguía mirando a través de la ventana. Al oír entrar a Barthélémy David, se volvió lentamente.
—Estoy desolado —dijo Ingelby.
—No se preocupe…
Los opuestos caracteres y temperamentos se marcaban en su físico. David era corpulento, alto, hablaba en voz alta y subrayaba sus palabras con un gesto. Ingelby, pequeño, delgado y muy erguido, con la tez pálida y los ojos mortecinos detrás de unas severas gafas de pinza, tenía el aire de un profesor de gramática, pero el ademán corto y seco de su mano dejaba traslucir al hombre autoritario.
—El caso es que necesito azúcar.
—Me lo figuraba —dijo David, sonriendo.
—Creí que usted podría… En primer término le diré que no soportaré mediación del enemigo… Solo deseo tratar el asunto con usted.
—Perfectamente —dijo David—. Tendrá usted su azúcar. Claro está que ya debe saber mis condiciones. Tengo que pagar en mercancía. Los alemanes no necesitan para nada nuestros bonos municipales. Son tejidos lo que les hacen falta.
—Había pensado ya…
—Perfectamente.
—Villard, el confeccionista, tiene una existencia de cardado en sus bodegas. Está en deuda conmigo y…
—Muy bien. Haremos un cambio. Mi azúcar por sus tejidos. Iré a verlos a casa de Villard. Mande abrir algunos paquetes.
—Las piezas están en cajas. Las tenían enterradas…
—Bien, bien —dijo David—. Tengo que advertirle aún que el kilo de azúcar es a dieciocho francos.
—Es demasiado —protestó Ingelby.
—¡Ni mucho menos! Sé bien lo que le cuesta a usted en cualquier parte.
Se echó a reír. Ingelby permaneció impasible.
—Está bien —dijo—. En cuanto a los tejidos, ya verá usted mismo lo que puedo ofrecerle. El transporte corre de cuenta suya, como es natural.
Se interrumpió unos instantes y luego añadió:
—Sé que tiene para ello facilidades especiales…
David se limitó a sonreír.
—Entendido.
El cielo invernal parecía aplastar la tierra. Un cielo bajo, gris, cargado de nieve y barrido por un fuerte viento del nordeste. Bajo aquel cielo infinito y tumultuoso, se extendía el canal helado y muerto, que descendía como un banco de hielo hacia el puente Morel, hacia las casuchas del barrio de la Vigne y de la Basse-Masure y el cementerio. Los inmensos andenes desiertos, con sus vías oxidadas y sus adoquinados cubiertos de nieve endurecida eran azotados por el cierzo helado. A ambos lados se alineaban los muros oscuros de los depósitos, las tabernas de los descargadores, las casuchas sórdidas y estrechas de los obreros. El paisaje gris, pobre y uniformemente triste. Y dominando toda aquella miseria, aquel hacinamiento muerto y como congelado, las altas grúas negras, como esqueletos, los puentes giratorios, los cables y las viguetas formaban una confusión ciclópea de máquinas monstruosas y enmohecidas, lamentablemente inútiles. Un poco más allá del puente Morel, la esclusa cerraba la perspectiva huidiza y blanquecina del canal helado, mostrando la limpia fortaleza de piedra y acero de sus muros y de las compuertas claveteadas con pernos… Más lejos aún, el puente de la vía férrea, un puente metálico pintado de gris atravesaba los andenes como una sombra oscura. Todo aquello era moteado con vestigios de nieve helada, bañado con una difusa claridad que le daba un aspecto lúgubre y hosco, acrecentando la naturaleza artificial que el hombre crea para su bienestar y que solamente logra abrumarle con su infinita fealdad, aprisionándole implacablemente entre la piedra, el hierro y el trabajo sin esperanza.
Hacia el centro de los andenes una grúa trabajaba, solitaria y viva, entre aquella confusión de máquinas muertas. Elevándose airosa sobre cuatro miembros altos y esqueléticos, giraba con lentitud, dejando caer desde lo alto unas banastas entre las mandíbulas abiertas en el fondo del canal como una larga brecha en el hielo. No se veía siquiera al hombre encargado de hacerla funcionar, encerrado en una cabina que le ocultaba. La máquina tenía el aire de un enorme animal ocupado en algún paciente y colosal quehacer.
Recogía del fondo del canal un lodo negro y chorreante y lo vaciaba en un almacén. Por la puerta abierta del depósito se veía una mísera multitud, pisoteando entre el agua fría y el negro cieno, cargando sacos y carretillas.
Era aquella una idea de Barthélémy David. El depósito y la grúa le pertenecían. Sabía los apuros que pasaba la población para hacer frente a aquel frío siberiano del invierno de 1917. Había distribuido extensamente dinero, carne y trigo, logrando también de las autoridades alemanas unos diez vagones de hulla. Luego, acordándose que durante su adolescencia había visto a los vagabundos buscar carbón en el lodo del dragado, pensó en utilizar su grúa para dragar el fondo del canal. Diariamente acudía una multitud a buscar los cargamentos de aquel lodo combustible, formado por el polvo y los pedazos de hulla que habían ido cayendo en otro tiempo de los pontones, acumulándose lentamente en el fondo.
Desde su despacho contemplaba David aquella pintoresca aglomeración. Había pocos hombres. Abundaban, sobre todo, las mujeres, los viejos y los niños; mujeres envueltas en viejos abrigos, en impermeables o en lonas de embalar, con periódicos atados a sus piernas con bramante, y manos y brazos hundidos en viejas medias cortadas; niños de pocos años, con los pies perdidos en botas desmesuradas, atadas a sus tobillos con una cuerda y bailoteando como cosas informes; muchachos enfundados en enaguas, como chicas; viejos encorvados, vestidos con harapos mugrientos y con pieles de gato o de conejo liadas a la cabeza, igual que esquimales. Muchos llevaban bramantes atados en torno a las muñecas para sujetar sus mangas y ninguno parecía haberse lavado en mucho tiempo. Ahorraban avaramente aquel calor animal que apenas producían sus organismos mal alimentados, y tanto en los rostros de los viejos como de las mujeres o de los niños, hallaba David los conocidos estigmas: la marca del hambre y del frío, los ojos legañosos y lagrimeantes, los granos, los ántrax y los pólipos. Tenían las manos llenas de sabañones que el frío hinchaba hasta que se reventaban y sangraban abundantemente, y todo su aspecto demostraba un sufrimiento indecible. Los pequeños eran aún capaces de reír, poniendo la alegría de la infancia en aquel trabajo penoso, en aquel chapoteo entre el agua, el barro y el hielo. Pero ni los viejos ni las mujeres se reían ya. Tres años de espera, de ausencia de los hijos y de los maridos y la opresión del vencedor, habían matado en ellos el placer de vivir. No luchaban más que por los niños, carga que no podían abandonar y que, sin embargo, había que alimentar.
David contemplaba a aquellos desgraciados, sin poder apenas reprimir el dolor que le causaban sus sufrimientos.
«Uno de estos días —pensó— tendré que decidirme a talar los grandes árboles de mi parque».
Salió, y pasando entre la multitud, entró en el almacén cubierto. Aguardaba los carros del ejército alemán que tenía que llevarle los tejidos de Villard. Cuando apartaba familiarmente a los arrapiezos y a las mujeres que se agolpaban a su paso, dio bruscamente de manos a boca con Annie Mouraud. Había acudido con un cochecito de niño a buscar un saco de aquel barro combustible.
En David no se traslucía la emoción más que por una imperceptible alteración en la voz y un poco menos de seguridad en la mirada. Sabía dominarse, contenerse, imponiendo admirablemente una sonrisa, una actitud, una broma en el instante que parecía que iba a ser mayor su emoción.
—¡Annie! ¿Qué haces aquí?
Ella escondió sus manos sucias de lodo tras de su espalda. Parecía muy azorada y apenas pudo balbucear:
—Nada, nada, Monsieur David…, yo…
Hizo un ademán vago y se quedó silenciosa, sin saber qué decir. Él la contempló. Sentía un remordimiento, un sufrimiento desconocido, una pena cuya causa era mayor que una simple piedad ante aquella desgraciada cuyas manos estaban heladas y agarrotadas, cuyo rostro estaba azulado por el frío.
—¿Qué haces aquí? —repitió.
Ella le mostró con un gesto cansado el carbón enlodado y chorreante que tenía recogido.
—¡Ven! —dijo él.
—¿Adónde?
—Al despacho. Voy a hacer que te llenen el cochecito… Un saco de bolas o de antracita. ¡Vamos, date prisa!
Ella le miró sin hacer un solo movimiento.
—No quiero, Monsieur David —murmuró en voz baja, pero firme.
Él la miró sorprendido, sin comprender.
—¿No quieres? ¿Qué es lo que no quieres?
—Carbón.
—¿Por qué? ¿Acaso tienes mucho carbón en tu casa?
—No puedo aceptarlo… —repitió Annie en voz más baja.
—¿Por qué? ¿Por la tontería del otro día? Una broma, un gesto sin consecuencia. ¡Demasiados arrumacos para tan poca cosa!
Elevó la voz, ya francamente irritado.
—¡Es estúpido! ¡Nunca he visto cosa semejante! ¡Eres ridícula, pequeña! No te pido nada, no tengo la pretensión de… ¡Qué diablo! ¡Nunca me he comido a nadie! Tienes frío y te ofrezco un socorro; igual se lo ofrecería a cualquier otra persona. ¿Acaso no tengo derecho a hacerlo? ¿Por qué no puedo regalarte lo que me plazca? ¡Responde, responde de una vez…!
Ella movió la cabeza sin decir nada, obstinada.
—¿Sigues sin querer aceptar?
Annie no pronunció una palabra.
—¡Eres una imbécil y una presuntuosa! Después de todo, no pensaba comerte. ¡Vete al diablo con tu carbón! Puedes helarte cuanto quieras los pies y las manos, que no seré yo quien te socorra. No acostumbro suplicar a nadie que acepte mis regalos. ¡Adiós!
Hundió las manos en los bolsillos, le volvió brutalmente la espalda y siguió su camino hacía el fondo de los depósitos, al lugar donde el andén cubierto se extendía a lo largo de la vía férrea. Los carros alemanes ya habían llegado y los soldados estaban cargando en los vagones las cajas de tejidos de la fábrica Villard. David los contempló, furioso todavía, tratando de tratando de disimular su cólera. En aquel instante se dio cuenta de que al hacer el transbordo caía de una caja una especie de serrín.
—¡Alto!
Se acercó y cogió entre los dedos un poco de aquel polvo amarillento.
—¡Polillas! Abrid esa caja.
Hundieron la tapa a martillazos y sacaron las piezas. Estaban completamente comidas por la polilla.
De diez cajas, nueve estaban atacadas. David juraba sin cesar. Hizo vaciar los vagones y descargar el resto de la partida. Volvió a su despacho, preso de una cólera sorda donde se mezclaban, sin que lograra diferenciar bien uno del otro, los dos contratiempos de aquella tarde.
A las seis, en el Círculo, halló a Ingelby en compañía de Villard y del viejo Wendievel. Los tres estaban empeñados en una partida de póquer. El salón estaba casi vacío. David se dirigió directamente hacia ellos y tocó a Ingelby ligeramente en el hombro.
—Un momento —se disculpó este, mostrando las cartas que tenía en la mano—. En seguida estoy con usted. Cincuenta, ¿no…? —preguntó, dirigiéndose a sus compañeros de juego.
Acabaron la partida. Ingelby se levantó, volviéndose hacia David:
—¿Y bien?
—Sus lanas estaban apolilladas. Puede guardárselas y pagarme mi azúcar.
—¿Apolilladas?
—No se haga el inocente. Sabía bien lo que se hacía, Villard y usted me han engañado, vendiéndome una como muestra e inventando esas historias de las cajas. Había que pasarlas, fuera como fuera. ¿Y quién podía pagar? Pues David, ese estúpido de David… ¡Ha sido una canallada! Le devolveré sus lanas y usted me pagará el azúcar.
—Yo no tengo nada que ver con este asunto —objetó Ingelby—. Los tejidos eran de Villard. Usted los examinó y los aceptó… No veo nada reprobable.
—¿Va a pretender que acepte como pago tejidos apolillados?
—No pretendo nada, digo solamente que el trato fue cerrado, firmando regularmente y que usted aceptó la mercancía en su estado actual…
—«Con el deterioro resultado de su prolongada permanencia en la humedad…»—añadió Villard, que se había levantado también—. Así lo estipulamos.
—¡Es demasiado! —gritó David—. Usted sabía bien, Villard, que yo entendía por eso la pérdida del color, lo amarillento del algodón, cosas así. Pero no las polillas.
Villard levantó las cejas y compuso una expresión de cortés condolencia.
—Las condiciones son ley para ambas partes. Lo siento.
—¡Pero la pérdida no es ley para mí!
—No le queda más recurso que los tribunales… —insinuó Ingelby con sonrisa un poco socarrona.
David se volvió hacia él con el rostro congestionado.
—¡Me río de los tribunales y de muchas otras cosas! Soy lo bastante fuerte para hacerme justicia por mí mismo. Con tribunales o sin ellos admitirás tus tejidos apolillados, querido Villard, y me pagarás el azúcar, querido Ingelby. Si no, os juro que iréis a parar los dos a la cárcel…
—¿A la cárcel? —repitió Villard con una carcajada.
—Aún hay jueces en Francia, David —dijo Ingelby con su tono siempre frío e impasible—. Usted no es aún César.
—También hay cárceles en Alemania, Ingelby —respondió David.
Hubo un silencio general. Villard empalideció. Una consternación general apareció en los rostros de los que asistían a aquella discusión. Solo Ingelby seguía con su frialdad de siempre.
—Así que el dilema está claro —dijo David—. O me pagas el azúcar, Ingelby, o vais tú y tu amigo Villard a Alemania.
Hablaba a gritos, lleno de furor. Los demás lo contemplaban con inquietud.
—¡No tan alto! —cuchicheó el viejo Wendievel.
—¡Poco me importa! ¿Has comprendido bien, Ingelby?
—He comprendido —dijo Ingelby con voz fría—, que usted confiesa aquí, entre gentes honorables, singulares concomitancias con el enemigo y protecciones más que sospechosas…
—¿Concomitancias? ¿Y vosotros? Tú y los de tu calaña no tenéis negocios con los alemanes, es cierto, pero sabéis perfectamente adónde van a parar vuestros tejidos cuando me los vendéis. Claro que no es lo mismo vendérselos a los alemanes que a David… Él corre el riesgo, a él le toca encajar el golpe…
—¿Cómo?, sospecha usted…
—¡No me hagas reír, Villard! ¿Acaso has quemado como Decraemer tus existencias? ¿No has instalado en tu casa un «Servicio Bruselas», con empleados que conocen el flamenco? Yo necesito vivir y no niego lo que hago. Por eso preferiría un poco más de franqueza y menos hipocresía. Sois los ricos malos. Queréis imponer al pobre pueblo odios y principios que ni siquiera sentís. Para vosotros hay dos guerras: la de los pobres y la de los ricos. Predicáis la moral, pero sois los primeros en no respetarla.
Poco a poco, había ido creciendo el grapa a su alredededor, unos no podían contener el estupor y la cólera, y otros, aquellos que tenían las manos limpias y a quienes repugnaban los manejos de los grandes comerciantes, apenas disimulaban su satisfacción.
Villard, furioso, adivinó la reprobación de los sinceros y gritó:
—¡Es demasiado! ¡Que tenga que oír esas cosas un hombre como yo, que rehusó desde el primer momento trabajar para el enemigo…!
—¡Porque le obligaron a ello! Porque Hennedyck…
—¿Y acaso usted es quien tiene que dirigirme reproches? Usted, que comercia abiertamente con el enemigo, que sale semanalmente para Alemania, que ayuda a los alemanes a vivir, que prolonga la guerra…
—¿Y qué más?
—¿Lo confiesa, entonces?
Un rumor de triunfo y de indignación envolvió a David.
—¡Ya lo sabíamos!
—¡No se le ve más que con oficiales!
—¡Son camiones alemanes los que transportan sus mercancías!
Pero, dominando el tumulto, se oyó su voz:
—¡Sí, voy a Alemania cada, semana! ¡Vendo allí tejido! ¿Y qué? No me escondo, Ayudo a vivir a mucha gente allí y a otra tanta aquí. ¿Es eso un crimen? ¡Los boches, los boches! ¡Me desternillo de risa con vuestro boche, con sus submarinos, sus gases asfixiantes y sus atrocidades…! ¿Y vosotros? ¿Y el bloqueo? ¿No es una guerra hecha directamente a las mujeres y a los niños? ¿No sabéis que diariamente se mueren allá de hambre y de frío muchos miles? ¿Es más leal esa guerra que poner un transatlántico con la quilla al aire? ¡Dejad que me muera de risa! ¡No, no puede haber moral ni conciencia cuando se está haciendo la guerra! No es un traidor quien comercia con gentes a las que mañana se volverán a comprar productos. Un contrabandista no es un ladrón. ¡El Estado no es mi conciencia! ¿Sabéis quiénes son los verdaderos canallas? Tipos como tú, Ingelby. Yo trafico, compro, vendo. Soy útil. En cambio, los de tu calaña no hacen más que matar de hambre a sus semejantes. ¿De dónde sale el azúcar? ¿Y el carbón? ¿Y el arroz? ¿Y la cebada? ¿Dónde encuentras eso? En Alemania, no; es demasiado peligroso. ¡El racionamiento te lo proporciona! Sabes hacer buenos negocios con los que están bien situados. ¡No haces negocios con los boches, pero yo prefiero cien veces hacerlos con ellos que acumular en mi conciencia las porquerías que tú tienes sobre ella!
Resopló, lívido de furor. Una sorprendente expresión de energía y de violencia llenaba su rostro cuadrado y grasiento. En aquel momento parecía faltarle una coraza y una espada al cinto. Delante de él, pálido e impasible, Ingelby sostenía su mirada fría sin decir una sola palabra.
—Esperaré tres días —añadió David—. O el dinero, o a Alemania. Buenas noches.
Y salió del salón entre una tempestad de rumores.
Una semana después, recibió su dinero, pero sus amigos no le ocultaron que Ingelby se proponía pagar caro, después de la guerra, aquel éxito.
(Continuará…)