EL SALÓN DE LOS RECHAZADOS (FINAL)

Fernando Morote

The Parquet Planers (1876)-Gustave Caillebotte






Pasé un largo tiempo quejándome de que no me atrevía a escribir una novela, que no me sentía capaz de hacerlo, que era una empresa demasiado importante para acometerla. Lo que en el fondo quería era que me dijeran “vaya, qué osado eres, vas a escribir una novela, tienes agallas”. Hasta que un día un buen amigo me dijo “¿Cuál es la gran hazaña con eso de escribir una novela? Para el lloriqueo y ponte a escribirla”.

Luego me invitaron a un evento literario en una embajada. El ambiente, el programa, el maestro de ceremonias eran elementos perfectos para una obra cumbre de humor negro. Según me informaron, querían otorgarme un reconocimiento por mi labor como escritor. Se trataba de una formalidad diplomática. Necesitaban premiar a un literato para justificar el presupuesto cultural. Me parece que andaban medio perdidos. Escritor no es lo mismo que literato. Literato es el que sabe todas las normas y conceptos literarios; escritor es el que crea sin importarle lo que piensan, dicen o dictan los literatos. De cualquier modo nadie allí me conocía ni sabía lo que escribía. Aun así, me entregaron un plato recordatorio. Lo recibí porque pensé que de todas maneras podía ser útil para mi cartel.

Otro día llamaron para agasajarme en una biblioteca. Es el tipo de cosas que, aunque lo niegue a la luz, en secreto siempre espero que suceda. Poco antes de empezar el organizador me llamó a un costado y me dijo que debía comprar los bocaditos y las gaseosas. Me llevó a un supermercado próximo, él mismo escogió los productos y luego me puso en la fila de una de las cajas. No fue necesario que me indicara lo que debía hacer.

En un canal de televisión me ocurrió algo parecido. Días antes la productora me había escrito pidiendo referencias de mi trabajo. Le envié fragmentos de mis libros, incluyendo los PDF de dos de ellos, adjunté las portadas y varias entrevistas, así como algunas reseñas. Me contestó diciendo que elaborara las preguntas que me gustaría que me hicieran. El conductor del programa era un anciano de 80 años que, por sus movimientos mecanizados, parecía un robot. El pobre no tenía idea de quién era yo y por supuesto no conocía ninguno de mis libros. Se limitaba a simular que sosteníamos una conversación ante cámaras. Se veía todo como un show de marionetas. Fue divertido. Si no esperas otra cosa, lo disfrutas.

Años después decidí celebrar el vigésimo aniversario de mi primera novela. Es lo que hacen las grandes editoriales para celebrar a sus autores más vendidos. Un recurso excelente para generar nuevos ingresos. Entonces me dije “¿por qué no hacerlo yo también?”. El problema fue que la gente, que en su momento leyó el libro, ya lo había olvidado. Mis invitaciones a la fiesta conmemorativa fueron ignoradas. Mis ofertas por edición especial tampoco surtieron efecto. La indiferencia de los demás me volvió a mi propia realidad. El paso del tiempo no había convertido mi ópera prima en un clásico, como yo creía.

Esto me hace recordar que un día me abordó en el chat un excompañero del taller literario. Un par de décadas, por lo menos, que no sabía nada de él. Me reconoció de inmediato. Me dijo “¿tú no eres acaso el de la barba larga? Me acuerdo cómo te la acariciabas y cruzabas las piernas haciéndote un nudo en la silla. Tenías 23 años, igual que yo, pero usabas pantalones con tirantes y fumabas pipa”. Por supuesto negué que era yo y que había estado allí alguna vez. Pero recalqué que dicté unos cursos de escritura creativa en ese sitio.

“¿En qué espacio te mueves ahora?”, me preguntó. Soy un escritor virtual. No salgo en los periódicos ni en las revistas. Tampoco en la radio o en la televisión. Soy bueno en todo aquello que no sirve para ganar un centavo. No soy lo suficientemente hábil para escribir sobre los temas de moda… Está claro que no le iba a decir todo eso. Sé que la dinámica en las redes sociales dan una idea de por dónde corren las balas, pero aunque parezca inocuo y superficial yo prefiero ir en sentido contrario. Comparto mi trabajo en ellas, pero no salgo a comentar u opinar sobre lo que otros comentan u opinan de mi trabajo cuando alguien comenta u opina algo, lo que tampoco sucede a menudo. Al cabo de un tiempo difundiendo de manera febril mis publicaciones en diferentes plataformas terminé cansado y aburrido. Anhelaba de corazón que alguien se ocupara de eso por mí.

Finalmente conseguí un agente que me permitió acceder al mercado. ¿Qué sentido tenía insistir en poner libros a la venta en una librería que nunca me había dado una respuesta, un reporte, un aviso, muchos menos una liquidación? Un amigo me preguntó, “¿cómo van las ventas?”. No lo sé, le dije. No quería ser descortés o insolente. Lo que me importaba era aprovechar las gestiones de mi representante. A pesar de los años no ganaba un premio importante todavía y surgió esa oportunidad. Había mucho dinero de por medio. De lograrlo, esta vez además sería un reconocimiento internacional. Le pedí que presentara mi novela, pero se negó. Dijo que el material no le parecía consistente como para arriesgarse, su prestigio estaba en juego. Le dije que mi carrera también, así que no logramos ponernos de acuerdo. Al día siguiente me llamó diciendo que lo había pensado bien y que lo mejor era terminar nuestra relación profesional.

Vaya… Dios me libre del circuito oficial. La prudencia me aburre. Entre gitanos no podemos leernos las cartas. Estamos todos dentro del mismo barco.

En un momento, sin embargo, recibí tal avalancha de solicitudes de amistad que empecé a sentirme una celebridad virtual y la necesidad de un retiro físico para asimilar mi nueva y bien ganada fama. Estaba en la pugna por entrar a la lista de los mejores libros del año. Era un ejercicio desgastante.

¿La mejor novela del año? ¿A quién le importa eso? ¿Qué utilidad práctica tiene?

¿La novela más comentada y aclamada por la crítica?

Hablar de críticos literarios es muy ingenuo. ¿Dónde están? ¿Quiénes son? ¿Cómo son? ¿Tienen alguna marca que los identifique? La única que se me ocurre es la grandiosidad. La historia del arte está llena de imbéciles que se creen críticos. Los críticos son como los curas: te dicen lo que tienes que hacer, pero ellos mismos no saben cómo hacerlo.

Después de ver uno de mis propios videos, leyendo un fragmento de una de mis novelas, me di cuenta de que parecía más un cómico callejero. Sí, es difícil causar el efecto deseado. Me tomó mucho tiempo comprender que no hay nada de qué hablar. Lo que se necesita es escribir más, mejorar la calidad de lo que se escribe. Pero eso era yo: un remedo, una broma. Esto no se trata de llegar a ninguna parte ni de rematar nada. Es un viaje, no un partido de fútbol. Estar en las listas de los mejores libros del año es una limitación.

Naturalmente es buena idea estar consciente de los riesgos. Más de una vez he aguantado la irresponsabilidad y la ineptitud de algunos editores sólo porque necesitaba desesperadamente ser reconocido, sentirme admirado. En algunos casos yo mismo he tenido que encargarme de la diagramación, incluso de la numeración de páginas y hasta de conseguir el diseño de la carátula.

¿Qué clase de editor es el que te dice “te cobro tal cantidad de dinero por editar tu libro, y te aseguro toda la publicidad necesaria”, cuando ni siquiera ha visto de qué tamaño es el manuscrito? Revisar la calidad del texto es un lujo que está fuera de consideración. ¿Qué clase de servicio editorial es ése? El de un mercenario, sin duda.

Los editores restringen su actividad a un mero trámite comercial. El autor que piense que su editor va a ir más allá de eso es un ingenuo. O está chiflado. Pero tampoco puedo negar que es mejor trabajar con uno de ellos que editarse uno mismo. De cualquier forma, si a uno no lo edita una editorial poderosa será difícil que alguien en el circuito —academia, periodismo, etc.— lo tome realmente en serio.

Aspirar a eso es como pretender hacerte socio de un club para el que no tienes con qué pagar la cuota de ingreso o no cumples ningún requisito de membresía. La única manera de que te puedan fichar es que desistas de encontrar tu propia voz y tu estilo se parezca al de alguien cuyos libros vendan. Si quieres ser publicado dentro del sistema, tienes que escribir dentro del sistema.

Necesitas un editor que te putee, que te exija, que sea capaz de hacerte sacar lo mejor de ti cuando crees que lo estás haciendo maravilloso. En los medios electrónicos se publican muchas porquerías. Pero en papel también, con grandes sellos respaldándolas.

Ya lo ven. Desconfío tanto de los editores que termino entregándoles todo. Las editoriales son como las mujeres: tú quieres con todas, pero no todas quieren contigo. Es duro admitir que a veces ninguna quiere contigo.

¿No me creen?

No. Nunca he mentido. No, al menos de esa manera.

Es una ventaja estar lejos para no tener que respirar tanta miseria. He perdido el interés, pero no el sueño. Es sólo que ya no me emociona ni me ilusiona la droga del reconocimiento. Por algún motivo sucede lo que sucede cuando sucede y no sucede lo que no sucede cuando no sucede.

No se rían. No puedo evitar caer en el terreno de la filosofía…

De cualquier modo, agradezco la invitación que me extendieron los organizadores para ser orador en este nuevo aniversario del grupo. Igual que en mis libros, sé que no he dicho nada nuevo aquí. Se trata sólo de aventarse a la piscina. Todo tiene un precio, ya sea que te quieras someter o permanecer al margen. Ser escritor se trata de aceptar esa condición y funcionar productivamente en la sociedad.

¿Qué de nuevo pueden aportar mis libros a la escena literaria? Nada. No escribo para aportar nada en ninguna parte. Todos tenemos un público. Los que leen a unos no leen a otros. Los modelos y maestros de ustedes no son los mismos que los míos, y viceversa. He renunciado a pelear por eso que algunos llaman colocarse en el mercado. Otros hablan de ganar una posición. Todo es tan relativo y efímero que es un gran peso —y una idiotez— pretender notoriedad literaria. No se puede escribir con esa basura en la cabeza.

Siempre que me invitan a hablar en estas ocasiones recuerdo lo que me costó aceptarlo internamente y declararlo luego en público por primera vez. Tuve que doblegar mi orgullo para romper el autoengaño. Soy un escritor rechazado y mi nombre es Eugenio.

Muchas gracias a todos por estar aquí.

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