Dando vueltas en el laberinto ontológico

Juan Alberto Campoy






El prestigioso lingüista (y bullicioso activista) Noam Chomsky formuló hace muchos, muchos años (en 1957, ni siquiera había nacido quien esto escribe) una teoría sorprendente, según la cual, el lenguaje formaría parte de la propia naturaleza humana. En otras palabras, las estructuras propias del lenguaje estarían recogidas en las estructuras propias del cerebro humano. En otras palabras, la capacidad para aprender un idioma sería congénita al ser humano. Esta teoría que, en principio, no dejaba de ser eso, una teoría, pasó a ser una profecía y de las buenas (esto es, una profecía con respaldo científico) cuando en 2001 un equipo de investigación de la Universidad de Oxford demostró que las mutaciones del gen FOXP2 provocan problemas en la comprensión y el manejo del lenguaje. Y yo me pregunto (aunque no soy lingüista, ni científico ni nada de todo eso, sino un humilde escribidor) si, en realidad, no es sólo el lenguaje sino la cultura entera la que se transmite genéticamente. Según Ortega y Gasset, “el ser humano es la cultura; el ser humano no tiene naturaleza sino historia”. Yo lo diría de una forma más poética, yo diría que “la naturaleza del ser humano es la cultura”, pero básicamente estoy de acuerdo con el maestro. Aunque en temas políticos me encuentro muy lejos de sus ideas (tanto elitismo da un poco de grima, la verdad), conforta saber que en esta ocasión estamos en el mismo barco. Claro que tampoco hay que descartar que ambos estemos equivocados (que hayamos perdido el rumbo, por seguir con los símiles marítimos). En todo caso, si así fuera, don José hace tiempo que nos dejó (y, con él, su circunstancia), y nadie puede ya recriminarle nada, y, en cuanto a mí, es muy probable que cuando, dentro de cincuenta años, otro equipo de la Universidad de Oxford (o de Cambridge) haga saber, a bombo y platillo, que el estudio detallado del gen C3PO deja meridianamente claro que el hombre es tan animal como el más animal de los animales, que la biología del ser humano y la del buey almizclero son básicamente idénticas, y que esto que llamamos cultura no es sino un mero barniz sin consistencia alguna, que apenas nos sirve para no perder el hilo de la tertulia mientras nos balanceamos, gin tonic en mano, en nuestras mecedoras de mimbre y bambú durante las animadas sobremesas familiares, haya pasado también a mejor vida.

Así pues, de ahora en adelante asumiremos como hipótesis de trabajo que la cultura se transmite, de forma biológica, de generación en generación. Ojo, niños que estéis leyendo esto (si hay alguno, pues tengo entendido que los niños de hoy ya no leen): no os descuidéis en los estudios, que ya os veo venir, que lo que se transmite de padres a hijos no es la cultura tal cual, así, a lo bruto, a granel, sino más bien una cierta capacidad, una cierta predisposición; si os suspenden el examen de matemáticas, no me vengáis luego con que la culpa es de vuestros progenitores por no haberos transmitido como Dios manda el teorema de Bolzano-Weierstrass.

Bueno, sigamos con lo nuestro (o con lo mío, no sé). Algunos os preguntareis de dónde saco estas ideas tan peregrinas. Pues os lo voy a decir. Charles Darwin vislumbró por primera vez su teoría de la evolución de las especies en el archipiélago de las Galápagos. Allí se sorprendió de que ciertos pájaros llamados cenzontles (palabra de origen náhuatl) presentaran características muy diferenciadas en la mayoría de las distintas islas que lo componían. Y luego, poco a poco, el hombre fue llegando a la conclusión (un poco aventurada, a mi parecer, pero ya he dicho que yo no soy científico) de que absolutamente todos los animales tienen un origen común, y que es su mera adaptación a las condiciones específicas de los distintos lugares que habitan lo que explica que existan tantas diferencias entre unos y otros. La teoría de la evolución le valía (y nos sigue valiendo a nosotros) tanto para un roto como para un descosido. Tanto para razonar el motivo de que las jirafas tengan un cuello tan largo, como para comprender el complicado proceso de reproducción de los mamíferos, o para explicar el intrincado mecanismo del ojo (no ya del ojo humano, sino incluso el de los azores y los camaleones). Pues bien, a continuación expondré algunos de los “cenzontles” que me pusieron en la pista de que el ser humano lleva grabados en su propia naturaleza formas de comportamiento nada naturales (valga la paradoja), sino que aparentan ser, más bien, culturales, aprendidas, fruto de la socialización… Quiero dejar claro (no habría necesidad de hacerlo, pero prefiero que existan las menos confusiones posibles) que esta peculiar concepción de la naturaleza humana no es algo que me parezca positivo, algo de lo que uno tenga que alegrarse, sino quizá todo lo contrario. Y es que los hechos que inmediatamente paso a relatar (no muchos, creo que unos pocos bastarán) apuntan a una esencial falta de espontaneidad, de autenticidad, de naturalidad del ser humano, al mismo tiempo que un gregarismo y un adocenamiento preocupantes.

Corría el año 1987. La calle estaba alborotada. A principios de año, el Cojo Manteca se había hecho popular en toda España tras ser fotografiado en una manifestación estudiantil mientras destrozaba el mobiliario urbano de Madrid con una de sus muletas. A las pocas semanas de que yo aprobara las oposiciones al Banco de España, se convocó una jornada de huelga (o de paro, ya no recuerdo) en esta benemérita institución. Los sindicatos y los trabajadores estaban en pie de guerra y exigían una mejora inmediata de sus condiciones laborales. Empecé a preguntarme en qué sitio me había metido. Y, mientras buscaba la respuesta, asistí a una curiosa escena. Unos trabajadores del banco gritaban a coro el siguiente eslogan: “¿Este es el Banco de Tanzania? No. ¿Este es el Banco de Nigeria? No. ¡Este es el Banco de España que da sueldos de miseria!” Un poco surrealista, la verdad. Ya me lo pareció entonces y me lo parece más ahora todavía. Pero, a lo que voy: si alguien se siente tan indignado, tan injustamente tratado, lo normal, lo natural, sería que arremetiera (verbalmente, se entiende) contra los supuestos responsables de su supuesta desgracia y les llamara de todo menos bonitos, pero no entonar unas estrofas, cuyo valor literario no discuto, pero que se me antojan más cómicas que reivindicativas. Un poco raro, ¿no?

Corría el año 2000 (el día 23 de mayo, concretamente). El quinto y definitivo partido de las semifinales de la liga ACB de baloncesto estaba a punto de concluir. Los eternos rivales capitalinos, Estudiantes y Real Madrid, empataban a 69 puntos. La camiseta del base serbio del equipo merengue, Aleksandar Djordjevic, es suave, ligera, sutilmente rozada por la camiseta del base estudiantil, Gonzalo Martinez, y el colegiado se inventa, se saca de la manga, dicta arbitrariamente una increíble, inexistente, alucinante falta personal. Uno de los dos tiros traspasa el aro. Estudiantes se queda fuera de la competición. ¿Y cuál es la reacción de la hinchada estudiantil? Todos los aficionados empiezan a corear: “¡Manos arriba! ¡Esto es un atraco!”. Sí, ya sabemos que ha sido un atraco. Todos lo hemos visto. ¿Pero eso es todo? ¡Qué falta de naturalidad! ¡Qué sangre de horchata! Una reacción un tanto tibia. No guarda proporción con el robo perpetrado. En este caso, claramente no se cumplió la tercera Ley de Newton: “a toda acción le corresponde una reacción de igual intensidad, pero de sentido contrario”. Y Newton rara vez se equivoca. Un poco raro, ¿no?

Corría el año 2003. Las calles de todo el mundo se llenaban de gente clamando contra la guerra de Irak. En Madrid hubo varias manifestaciones que congregaron a cerca de un millón de asistentes cada una. El presidente de Estados Unidos, Jorgito Bush, justificaba la inminente guerra, por una parte, en que Irak poseía armas de destrucción masiva (armas que sólo sigue buscando el inefable e impresentable ex presidente del gobierno español), y, por otra parte, en que el presidente de dicho país árabe, Saddam Hussein, no dejaba de ser “el tipo que había intentado matar a mi papá.” La guerra de Irak era apoyada por el gobierno español, a pesar de no contar con el respaldo de Naciones Unidas, ni de la población española (su porcentaje de rechazo era del 90%). En una manifestación presencié cómo la gente congregada, que presumiblemente debería de estar enojadísima por la salvajada que estaba a punto de perpetrarse, se limitaba a corear alegremente eslóganes del tipo: “Los borbones a los tiburones” y “Ley de Extranjería para la Monarquía”. ¿Estaban estos ocurrentes ripios (dirigidos, por otra parte, contra una institución, como la Corona, que, en este caso ni pinchaba ni cortaba nada) a la altura de la tropelía en ciernes? No lo creo.

Corría el año 1997 (el 12 de julio, concretamente). Millones de españoles se manifestaban exigiendo la liberación del Miguel Ángel Blanco, un concejal de Ermua a quien ETA había secuestrado y a quien amenazaba con matar en caso de que el gobierno de España no procediera a trasladar a todos los presos de la banda terrorista a las cárceles del País Vasco. El asqueroso chantaje etarra era contestado de forma admirable por todos los españoles de bien, quienes en calles y plazas repartidas a lo largo y ancho del territorio nacional expresaban su repulsa al secuestro y su hartazgo de la propia existencia de ETA, la cual empezaba a parecer ya una maldición bíblica, de la que nunca se desprenderían. Los eslóganes más repartidos en aquellas manifestaciones fueron: “Todos somos Miguel Ángel Blanco” y “Aquí estamos. Nosotros no matamos.” ¿De verdad? ¿De verdad era posible encauzar toda esa corriente de ira, de indignación, de desesperanza en unos cauces tan suaves, tan delicados, tan melifluos? Fue posible. Yo lo vi.

A pesar de lo que quizá haya podido desprenderse de los cuatro breves relatos anteriores, el hecho que me parece más destacable de los mismos no es la falta de energía en las reacciones de las personas agraviadas, sino la necesidad de las mismas de responder de forma coordinada con el resto de agraviados. La respuesta personal, auténtica, queda relegada por una respuesta social, consensuada. Los individuos se funden voluntariamente en la masa, y pasan a actuar de forma ritual, siguiendo pautas acordadas por toda la comunidad a la que pertenecen.

A mayor abundamiento, quiero traer a colación el caso de los carnavales. En principio, esperaríamos que en ellos predominara el erotismo, la alegría de vivir, el desenfreno. Esperaríamos que los participantes en los bailes de carnaval no se sujetarán a ningún tipo de norma. Pero, en realidad, no es así: los bailarines y las bailarinas forman coreografías. No se mueven de forma libre. No se dejan llevar. A veces, viendo las imágenes de los carnavales de Rio (por ejemplo) a uno le parece presenciar más un desfile que un carnaval. Después de teclear esta frase, realizo la oportuna consulta en internet: la expresión “baile de Carnaval” contiene 62.300 entradas; la expresión “desfile de Carnaval”, 190.000. Creo que, en realidad, hay pocos bailes en los que hombres y mujeres se vean libres de ataduras formales y se dejen llevar por lo que el cuerpo (y el espíritu) les pide. Uno de ellos podría ser el baile de los acólitos de la religión Vudú (espasmos y convulsiones incluidos). Otro podría ser el Ska, que consiste básicamente (al menos, eso es lo que yo experimenté en un concierto de Kortatu) en dar fuertes y continuados saltos, al tiempo que se procura mantener el equilibrio y desequilibrar al prójimo.

Concluyo esta disertación consciente de que no haber convencido a nadie, o casi nadie, de mi teoría sobre la transmisión genética de las pautas culturales, pero me conformaría con que, al menos, haya dado que pensar a alguien. La idea que mantengo es que el ser humano tiene un fuerte componente de “no naturalidad”, que el ser humano es una especie de “error de la naturaleza”. Una idea que no es del todo ajena a esa otra que manejan los movimientos medioambientalistas, según la cual el hombre no es más que un virus para el resto de los animales y que, tarde o temprano, acabará con el planeta. Esperemos que no.

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