Maxence Van Der Meersch

CAPÍTULO VI
I
Una noche de junio de 1916, al filo de la madrugada, la guardia imperial invadió L’Epeule, despertó a todo el mundo y se apoderó de todos los jóvenes. Dos soldados fueron a buscar a Annie, igual que a los demás, y la hicieron descender a la calle, con el paquete de mudas y víveres preparado desde hacía tanto tiempo.
Era de noche aún. Una multitud llenaba la calzada, gentes de toda edad y condición, sobre todo jóvenes a quienes los alemanes empujaban, conducían y arrancaban de sus hogares, separándoles de los suyos con toda brutalidad. De cada casa abierta se les veía salir continuamente, desarrollándose escenas dolorosas; aquí un muchacho a quien sus padres querían retener a la fuerza, madres que se echaban sobre los alemanes, que las repelían a culatazos, padres que alzaban el puño llorando, aullando injurias. Vio a un mocetón maniatado, al que sus padres trataban de defender de los empujones de los alemanes. Aquella escena evocó en Annie el arresto de Cristo por los judíos. Muchas mujeres iban con sus hijos, negándose a abandonarlos. Otras parecían haberse vuelto locas y proferían imprecaciones. Otras, finalmente, bañadas en lágrimas, se abrazaban a las rodillas de los soldados, cogiéndoles de la guerrera, atrayéndoles hacia sí, agarrándose a sus manos, gimiendo y suplicando:
—Mi hijo, mi hija… Por piedad, dejadme mis hijos…
Los soldados permanecían impasibles. Habían llamado a la guardia imperial para realizar aquella misión.
Al lado de aquellas se desarrollaban otras escenas burlescas. Uno llegaba con muletas cuando la víspera andaba ágilmente. Otros se arrastraban, apoyándose en las paredes, simulando escupir, toser, desfallecer… En casa de otro algún pícaro había pegado el cartel rojo robado en alguna parte: tifus. Por doquier imperaban la rabia, la cólera, lágrimas, gritos, violencias y maldiciones. Se escuchaban breves órdenes, el chirrido metálico de las armas entre aquella cohorte ataviada con los más disparatados atavíos, cargada de paquetes azules… A su alrededor, los soldados de la guardia, rígidos, atléticos, permanecían impasibles. Las esposas, las madres cambiaban las últimas palabras y daban los últimos abrazos a los seres queridos. Las puertas abiertas de par en par dejaban al descubierto el interior de las casas en donde los alemanes habían irrumpido, imponiendo su ley. En la atmósfera flotaba una sensación de pillaje, de violación, de ciudad abandonada a la voracidad de los conquistadores entre las lágrimas, los gemidos, las súplicas y las imprecaciones… Y en el horizonte despuntaba la primera claridad grisácea y vaga del nuevo día…
El cortejo se puso en marcha. Era un lento éxodo de gentes pálidas, fatigadas, los ojos hinchados, temblorosos de emoción y del frío de la madrugada. A pesar de todo, empezaba a despertar el ánimo de aquella juventud. Los encuentros se sucedían. Se reconocían unos a otros. Y se daban cuenta de que, a la postre, no eran los únicos en aquella desgracia. La rabia hacia los soldados iba aumentando lentamente, rayando en la insolencia, en la burla. Terminaron por reírse abiertamente de ellos. Los que iban en cabeza del cortejo se pusieron a cantar para demostrar a los boches que no tenían miedo.
Llegaron a la rue d’Avelghem. En ella se erguía una enorme fábrica que los alemanes habían despojado de sus telares. Alojaron el humano rebaño en sus naves, los hombres a un lado y las mujeres al otro, separados por cuerdas. Tuvieron que esperar hasta la noche, toda la mañana, todo el día. Corrían rumores francamente alarmantes. Los alemanes los conducían a todos al frente… Querían atacar, iniciar una ofensiva, empujando delante de ellos a aquel rebaño de inocentes borregos… O bien, se decía que partían para Alemania, donde servirían de rehenes, porque los franceses bombardeaban las ciudades alemanas… Mil absurdos. En el lugar destinado a los hombres, algunos jugaban a las cartas sentados en el suelo. En el grupo de mujeres, compuesto en su mayor parte por rameras, arpías del barrio de la estación, de la calle Longues Haies, estas se reían, encontraban gusto en la novedad, dirigían a los alemanes palabras gruesas o insinuaciones… Annie, atemorizada, fatigada, escuchaba con estupor, se sentía ya agotada, llena de náuseas y embrutecida. Llevaba consigo un paquete con ropa blanca y galletas. Ya hacía muchos meses que todo el mundo lo tenía preparado. En todas partes vivían en perpetuo temor, esperando una violación semejante. Estaba sentada sobre su hatillo y giraba la vista alrededor con indiferencia.
Cincuenta personas se precipitaron en casa de Barthélémy David. Era muy popular entre la gente humilde. Se sabía que comerciaba con los alemanes, pero era un hombre tan cabal y bienhechor, que se lo perdonaban. En aquella situación desesperada, todo el mundo pensó en él. Exclamaban:
—¡Monsieur David, mi hijo…! ¡Monsieur David, mi hija…! ¡Por piedad!
David corrió a la Kommandantur, donde encontró al teniente Krugg.
—¡Esto es un abuso! —le dijo David.
—Esta es también nuestra opinión y la de todos los de la Kommandantur. No lo ocultamos. Pero somos soldados y no hacemos más que obedecer.
—Sea como fuere, quiero salvar a unos cuantos diablos de esta hecatombe. Vamos, le pido que libre a cincuenta.
—¡Es demasiado!
—Piense en los suyos. Hay que comprender a los desgraciados, Krugg. Las casas burguesas no han recibido la visita de los soldados. ¡Vamos!
Le condujo a la rue d’Avelghem. En las naves de las hilaturas halló a muchos conocidos, patronos de Roubaix, que acudían a salvar a sus protegidos. Allí se discutía, se rogaba y se reclamaba. Finalmente, los alemanes cedieron. Cada uno de los afortunados que escapaba a sus garras se alejaba feliz con su paquete al hombro.
David anduvo entre ellos, con paso firme, cogiéndose a las cuerdas y diciendo a Krugg lo repulsivo que era aquello. En todos los «parques» encontraba rostros familiares, viejos conocidos, estafadores, apaches, viejas amistades de los tiempos heroicos y rostros conocidos de L’Epeule, caras que no lograba identificar, pero que le veían llegar como un Mesías y le llamaban, suplicaban e imploraban:
—¡Monsieur David! ¡Monsieur David! ¡David…! ¡Eh, David!
Estaba sumergido y desbordado por la masa. Manos tendidas, miradas angustiadas, gemidos, súplicas, le abrumaban. No sabía a quién dirigirse primero.
—Solo cincuenta —dijo Krugg, que conocía a su amigo David.
Y David, armándose de impasibilidad, acallando su compasión, intentaba escudriñar en aquellos rostros implorantes el reflejo de las miserias más dolorosas, las más urgentes a socorrer: enfermos, viejos, débiles y aquellos a quienes una angustia interior, una acuciante preocupación convertía sus rasgos, haciéndolos más tensos y ásperos. Iba haciendo salir a aquellos de las filas.
—Tú… tú…
Muchachas a las que adivinaba virtuosas, muchachos tímidos y desgraciados, deprimidos por aquella primera impresión, todos los débiles, todos aquellos a quienes presentía vencidos por anticipado, recibían su ayuda.
Algunas mujeres le besaban las manos, y él las rechazaba, confuso, abrumado, ocultando su preocupación bajo un malhumor afectado.
—Esta bien, está bien… Marchaos ya…
Con una seguridad sorprendente y un golpe de vista de hombre con mucha experiencia y que ha sufrido mucho, adivinaba las secretas preocupaciones que se escondían bajo los pálidos rostros. En tal empeño ponía todo su corazón. Hubiera querido olvidar sus amistades personales para ayudar solamente a los que verdaderamente sufrían, a los más desgraciados… A su alrededor, no escuchaba más que súplicas.
—Monsieur David… Monsieur David…
Así fue cómo de repente descubrió a Annie sentada sobre su capa. Annie, la pequeña lavandera… Casi se escondía, avergonzada de tener que suplicar como los demás, y acaso también demasiado orgullosa para ello. No decía palabra y miraba a su alrededor con expresión fatigada y resignada. Súbitamente, vio delante de ella la silueta atlética de David, su rostro tosco, brutal y poderoso.
—¡Tú también! ¡Tú también, pequeña!
Se levantó torpemente…
—¿Por qué no has venido a decirme que te sacara de aquí? ¿Por qué no me has llamado?
Annie se ruborizó y crispó los dedos sobre el borde de su corpiño.
—¿No quieres marcharte de aquí?
Ella murmuró con voz ahogada:
—Monsieur David…
Se puso a llorar acongojada de haber presenciado tantas cosas en aquellas pocas horas, de haber sufrido, agotado sus fuerzas, soportado los insultos, las risas, el contacto con las rameras, de aquella hez humana y las brutalidades de la soldadesca. Hubiera querido responder afirmativamente, suplicar que la sacaran también de aquel infierno. Pero lloraba solamente, incapaz más que de balbucear como los demás:
—Monsieur David… Monsieur David…
—Esta también —dijo David.
—¿Otra más?
—Sí, desde luego. No irá usted a creer que voy a resignarme a perder a mi lavandera. ¡Vamos, pequeña, coge tus cosas y vuelve pronto a tu casa!
Annie se alejó, sin pronunciar palabra, atemorizada, llorosa, sollozante de alegría, arrastrando su paquete loca de felicidad. Le parecía que su corazón, iba a estallar. Interiormente se repetía aquel nombre: «David, David», como si rezara una oración de gracias…
En compañía del teniente Krugg, David salió al patio de la fábrica. Krugg se echó a reír:
—Las muchachas le harán cometer muchas tonterías, Monsieur David…
—Qué quiere usted; no puedo resistirme —respondió él. Pero no siguió bromeando.
Aquel mismo día, Alain Laubigier fue también conducido por la guardia imperial a la rue d’Avelghem. Y allí estaba encerrado, en unión de François van Groede, el hijo de Flavie y una masa de hombres y muchachos. François, un año menor que él, estaba atemorizado. Alain, que había sufrido mucho en la cárcel, codeándose con el hampa, estaba más tranquilo y consolaba a su primo.
Unos cuantos habían formado un grupo aparte. A las nueve, se les unieron unos cuarenta recién llegados, muchachos de quince a dieciséis años, con gorros de colegial. Eran, los alumnos del Instituto Turgot, a quienes los alemanes, después de haber prometido dejarlos en libertad, habían ido a buscar a la misma escuela con los demás. Aquellos muchachos estaban atemorizados.
Durante todo el día reinó en la inmensa fábrica una agitación increíble: rumor de multitud, risas, lloros, disputas y lamentos. Uno comía, otro reía, otro cantaba, un cuarto hacía señas a las mujeres, un grupo discutía con los guardias, otros hacían planes para escaparse. Muchos suplicaban a los soldados: un hijo enfermo, una madre desamparada. Algunos ofrecían dinero. Pero los alemanes permanecían incorruptibles.
Pronto llegaron desde el exterior socorros para algunos. Una vez más pudo apreciarse allí el favor y la protección de que gozaban algunos en sus casas. Todo el que tenía un amigo, una amistad capaz de ejercer alguna influencia en la Kommandantur, se acordaba de ella y escribía pidiendo ayuda. Por otra parte, las familias de las víctimas hacían cuanto podían para salvarles. Oficiales, mujeres de moralidad dudosa, traficantes de oro, eran quienes podían hacer algo y todos acudían a humillarse, a suplicar a aquellos influyentes. Como resultado de ello, desde primera hora de la mañana hasta la noche, desfiló por la rue d’Avelghem una multitud que abrumaba a los alemanes con sus súplicas. Se voceaban nombres en voz alta. El elegido salía del rebaño y se alejaba, temeroso y sin atreverse a creer en su buena fortuna, bajo la mirada envidiosa de los demás. Finalmente, después de ver el gran número que escapaba de las naves, todos acabaron por sentirse invadidos por la esperanza. ¿Por qué no iba a tocarles a ellos el turno, al fin y al cabo? ¿Quién sabía?
François se pasó el día con los ojos fijos en la puerta por donde entraban los emisarios.
—Mamá debe estar haciendo algo —se decía—. Ya verás, Alain, ya verás cómo no nos deja aquí.
Sentía tanta confianza que terminó por truncar la indiferencia de Alain.
—¿Quién sabe? Quizá tengas razón…
Y el muchacho, a pesar suyo, empezó a confiar en que su madre también… Era fácil que en el momento menos pensado oyera pronunciar su nombre en aquel tumulto, para salir, volver a su casa, escapar a aquella pesadilla. Pero ¿qué podría hacer una pobre mujer como Félicie Laubigier, que no tenía dinero, que no conocía a ningún boche?
Acudían muchos ricos, patronos, caballeros y damas de alto copete. Iban a reclamar una criada, un criado, un protegido, el hijo del contramaestre, de un obrero, de algún desgraciado que había ido a suplicarles. Desde luego, sus peticiones cerca de las autoridades tenían cierta fuerza. Acudían allí guiados por unas intenciones loables, caritativas y, sin embargo, se les juzgaba con amargura. Los alemanes no habían apresado a los hijos de las familias burguesas. De aquel hecho todos se habían dado perfecta cuenta, por la mañana, a la hora de la redada. Por otra parte, se veía a aquellas gentes, ricos y oficiales, tratarse de forma distinta que los soldados y la plebe. Se saludaban correctamente. Ante las damas, los oficiales alemanes se inclinaban con la cortesía seca, pero extrema, del alemán bien educado.
—Capitán…
—Madame…
Se les veía desenvolverse con una educación, una cortesía tan pulcra, que sorprendía e indignaba. La gente encerrada allí dentro no comprendía, no admitía aquello. ¿Cómo era posible estrechar la mano a los boches, sonreírles y hablarles con cortesía? La gente observaba con estupor cómo entre los ricos, entre los representantes de las clases dominadoras, la guerra había conservado algo de cortés, de convencional, de bien élevé. Nada de soldadesca, nada de golpes, de groserías y de insultos recíprocos. Nada de odio aparente, de rebelión, de negativa vehemente a toda concesión, y una urbanidad de personas educadas, algo que todavía recordaba el antiguo estado de cosas, la guerra con puntillas, con igual cultura y educación. Pero todo aquello tenía, sin embargo, algo de penoso. Daba la impresión clarísima de que la guerra, el odio, como el trabajo, el hambre y el sufrimiento, está hecho sobre todo para los humildes, para el pueblo…
Alain y François comían, de vez en cuando, algo de sus provisiones, escuchaban los relatos de sus compañeros. Un apache se inquietaba por la suerte que hubiese podido correr su amante, detenida al mismo tiempo que él, y la buscaba con afán. Un hombre furibundo contaba a todo el que se prestaba a escucharle que si se encontraba allí era por culpa de su mujer. Ella tenía un amante, un oficial alemán, y así había hallado la forma de desembarazarse de un marido molesto. Un muchacho lloraba. Le habían arrancado de la cabecera del lecho de su padre agonizante. Hubo incidentes burlescos cuando llegó la orden de dejar en libertad a los alumnos del Instituto Turgot. Bribones de todas clases y de todas las edades y de pelo en pecho se mezclaban entre los colegiales con la esperanza de salir con ellos. François, que no tenía más que diecisiete años, quiso imitarles, pero los alemanes le miraron las manos duras y callosas y lo devolvieron a la nave con un puntapié en los riñones. Poco a poco, los soldados fueron haciendo una selección entre aquella multitud. Examinaron las tarjetas de identidad de todos los detenidos y soltaron a los padres de cuatro hijos y a aquellos que tenían el pelo encanecido. Procedieron a examinar las cabezas de todos los presentes y algunos discutieron con los soldados, alegando que tenían el pelo canoso y protestando contra la decisión de retenerlos.
Así transcurrió el día. Al anochecer, los alemanes llevaron algunos jergones. Hubo peleas, y únicamente los más fuertes pudieron hacerse con uno. Los demás durmieron como pudieron.
A la mañana siguiente distribuyeron un café turbio con un fuerte sabor a alcanfor. En previsión de un viaje en el que los hombres y mujeres irían mezclados, los alemanes administraban un anti afrodisíaco a aquel rebaño humano. Luego colgaron del cuello de cada detenido una etiqueta con un número, como si fueran bueyes. Hicieron salir a la multitud a los andenes contiguos a la fábrica, donde estaban dispuestas unas hileras de vagones de carga, en los que les hicieron subir a todos. Alain se encontró en un furgón en compañía de otros seis muchachos y veintiocho mujeres, todos aturdidos y llenos de angustia. Siguió el ruido metálico de los parachoques, y una confusión indescriptible en los andenes. Un cuarto de hora más tarde el tren donde iba emprendió la marcha suavemente con dirección a Lille. Todos se sentían embrutecidos y excitados al mismo tiempo. Aguardaban la aventura, agolpados en las puertas. Unos miraban, otros gritaban, muchos cantaban a manera de desafío a los alemanes. El tren se deslizaba lentamente a través de la llanura rica, unida y poblada, que se dominaba desde lo alto del terraplén. En el furgón de Alain había siete u ocho rameras, unas cuantas obreras y dos o tres muchachas que parecían más educadas y también mucho más horrorizadas. En un rincón, una mujer de cincuenta años abrazaba a sus dos hijas, a las que no había querido abandonar. La presencia de aquella mujer madura, de aspecto respetable, imponía en el vagón una atmósfera de decencia. Pero, a pesar de todo, el ambiente estaba cargado de recelos. Se insultaba a los centinelas alemanes que guardaban la vía, se entonaban canciones patrióticas y nadie quería demostrar su inquietud y su tristeza. Todos aparentaban una despreocupación que no sentían. A lo largo de la vía, las gentes agitaban sus pañuelos en señal de despedida, a la vez que les daban gritos de adiós y de ánimo. Atravesaron Lille. Por doquier, al paso del tren, gentes en las ventanas, adioses con la mano, y en el fondo de un patinillo del barrio de Fives un hombre de pie de cara al convoy agitó heroicamente una bandera tricolor, ondeándola con ambas manos. Nadie dio crédito a lo que estaban viendo, y a los ojos de todos asomaron las lágrimas.
Horas después, la exaltación de la marcha se contagió a todos los ánimos. Colgados en racimos alrededor de las puertas, saludaban la aparición de cada pueblo con un gran clamor, silbando a los alemanes y cantando la Marsellesa. Cada cual tenía en su hato comida y bebida, coñac químico, agua, galletas, tocino, leche condensada, miel. Todos bebieron, muertos como estaban de sed. Aquellas exaltación terminó por subírseles a la cabeza, embriagándoles como si fuera alcohol. Sus mejillas ardían, sus voces enronquecían, y todos se sentían muy próximos a las lágrimas, a la risa, y a la desesperación al mismo tiempo. Aquello duró mucho tiempo, mientras el tren seguía con su marcha monótona, lenta, regular, entre terrenos llanos, entre bosques, interrumpidos por caseríos de ladrillos y de tejas, que formaban como pequeñas manchas en el paisaje.
Al anochecer se calmaron los ánimos y un silencio extraño reinó en los vagones. Todos trataron luego de dormir como pudieron, pero pronto una necesidad torturó a todo el mundo. Habían bebido demasiado. Se aguantaron, aguardando a que el tren llegara a cualquier parte, que se detuviera unos instantes para acudir a los retretes. Pero el convoy continuaba su marcha inexorablemente. Pronto los hombres orinaron por las puertas, sobre la vía… Una muchacha desplegó un periódico e hizo sus necesidades. Todos se pusieron a gritar. ¡No eran animales! A algunos les dieron ganas de vomitar. Unas mujeres se echaron a llorar desesperadas, sintiendo que se ponían enfermas. Fue necesario, finalmente, que dos hombres las sostuvieran por las manos, una tras otra, para que pudieran hacer sus necesidades en el exterior del vagón, colgadas sobre la vía. Lamentable humillación que hizo saltar las lágrimas a muchas.
Al día siguiente, al anochecer, llegaron a un pueblo en plenas Ardenas. Estaba situado en el fondo de un valle. Se le adivinaba rodeado de bosques oscuros sobre el firmamento azul. Los haces de luz, los focos movedizos de los reflectores se entrecruzaban cielo. Los ulanos alojaron al grupo en un troje. En cada estación habían dejado al pasar un vagón que quedaba atrás con toda su carga humana. Pero nuevos grupos llegaban de otros lugares. Pronto llegaron a ser ciento cincuenta entre muchachos, hombre y mujeres.
El troje era inmenso, negro, apenas iluminado por algunas antorchas. En el suelo había virutas y en el techo unas vigas donde unas sombras ágiles hacían equilibrios: las ratas. Alrededor de aquel troje, situado en un extremo de la plaza del pueblo, los campesinos se congregaban embobados. Tomaban aquella tropa por un equipo presidiarios franceses conducidos por los alemanes para hacer trabajos forzados.
Los detenidos tenían hambre y frío. Algunos hombres recogieron virutas e hicieron fuera del troje una inmensa hoguera, alrededor de la cual se calentaron. Alain, que tenía algo de dinero, logró comprar pan y sidra a un campesino. Lo compartió con François y las mujeres del vagón. Los demás pronto le imitaron. Recurrieron a los campesinos y estos trajeron litros y más litros de sidra. Se bebió sin tino. Alain la encontró exquisita. Compró otra vez y François le imitó. Pronto se sintieron excitados. Aquella bebida dulce y traidora se subió a la cabeza de todas aquellas gentes. Alguien tenía un acordeón y entonó un aire de danza, se pusieron a bailotear y pronto se formó una orquesta de flautas, armónicas y acordeones que asesinaban valses populares. Creció el baile, la bebida y las canciones. Aquello se transformó en una bacanal. La mayor parte de las mujeres procedían de los cabarets más bajos, y los hombres no eran mejores. Contagiaron a todos y pronto nadie se acordó de la fatiga de aquellos dos días, de los pesares, ni de las angustias. Se bailaba a la algarabía de la música y de los golpes que daban en las paredes para llevar el compás. La claridad rojiza del fuego de virutas iluminaba la escena. Cada cual gastaba su peculio, invitando a desconocidos, olvidando la miseria que les esperaba al día siguiente y emborrachándose de ruido, alcohol y baile. Pronto tomó aquello el carácter de una orgía crapulosa. François van Groede, el primo de Alain, entusiasmado, libre, medio loco por la bebida, por la excitación y la embriaguez sensual, intentaba arrastrar a Alain entre gritos, aullidos y besos a las muchachas.
—¡Somos hombres! —gritaba—. ¡Somos hombres! ¡Ven, ven!
Y Alain se dejaba arrastrar bailando, cantando y bebiendo, como los demás, hallando todo aquello muy placentero. En un rincón del troje, un grupo de muchachas aterrorizadas y aturdidas permanecían apartadas de aquella orgía. Se burlaban de ellas y llamaban al lugar en donde estaban refugiadas «el rincón de las vírgenes». Todos los demás, tanto mujeres como hombres, valsaban excitados y sin recato. Únicamente, de vez en cuando, se veía a alguien alejarse para vomitar o satisfacer una necesidad, pues aquella terrible sidra primeriza que revolvía los estómagos y los intestinos, completaba el carácter brutal de la fiesta.
Alain, fatigado, se detuvo. Se sentía acalorado, febril, fuera de sí. Se dio cuenta de que estaba borracho y dispuesto a todas las bestialidades. Se prohibió a sí mismo terminar el jarro de sidra que había ya empuñado con avidez de sediento. Se alejó, apartando las parejas que encontraba a su paso, y fue a refrescarse la frente en una zanja llena de agua. Sentía un dolor de cabeza y un desprecio hacia sí mismo que no podía explicarse.
Permaneció media hora mojando su pañuelo en el agua y aplicándoselo al rostro. Regresó hacia la claridad rojiza que delataba el lugar del troje y la gran hoguera de virutas. Le producía profundo disgusto mezclarse de nuevo con aquella turba. Bordeó el troje para buscar un seto, a cuyo abrigo tumbarse a dormir. Tropezó con el cuerpo de un borracho dormido, pasó junto a las mujeres que estaban en cuclillas y hombres, apoyados en la pared, que vomitaban. Se encaminaba hacia un seto cuando escuchó un gemido. En la oscuridad reconoció a François, su primo, que devolvía penosamente su sidra.
—¿Qué tal estás, François?
—Un poco mejor —gimió este.
Volvió hacia Alain un rostro enrojecido, embrutecido. Desde lejos llegaba el clamor de la orgía y el resplandor rojizo de la fogata. Alain arrastró a su primo hasta un seto y François se tumbó en el suelo, apoyando la cabeza en las manos para dormir. Permaneció unos instantes de pie, con la cabeza dolorida. Le obsesionaba el pensamiento de su madre y de su hermana Jacqueline. Enrojeció de vergüenza. Por encima de todo, hubiera querido no haberse dejado arrastrar a aquella bacanal. Hasta él llegaron unas carcajadas que aumentaron su remordimiento y su disgusto. De pronto, escuchó unos sollozos. Se agachó. Era François.
—¿Estás enfermo?
—No —dijo François.
—¿Qué te ocurre entonces?
—Pienso en mi casa… en mi madre…
El pobre François no pensaba ya en ser un hombre. Se sentía vagamente en peligro, en medio de un peligro que, sin duda, no haría daño a su cuerpo ni a su salud, pero que no por ello dejaba de adivinar menos terrible, aunque sin comprender por qué. Se echó a llorar como un niño. Alain intentó consolarlo, pero él tampoco estaba muy lejos de seguir su ejemplo. Nunca se había sentido tan niño, tan débil, tan desamparado. Aquello le humillaba. Un solo día de libertad y ya comenzaba a cometer locuras… ¡No! Todavía no eran hombres…
El valle era profundo, verde, lleno de sombras y de corrientes de agua. Altas colinas boscadas y sombrías, selvas de abetos negros, de encinas, de hayas y álamos de troncos blancos lo dominaban. Encima, el cielo alto, azul y ligero, sobre cuyo fondo se recortaban las colinas. No soplaba ni una ráfaga de viento, el clima era más seco y caluroso que el de Flandes y el aire puro olía a savia y a resina. Daba la impresión de que aquel valle perdido en las Ardenas estaba a mil millas de la Gran Guerra y del mundo.
El pueblo, en el fondo de la cañada, se extendía a lo largo del arroyo. Corriente poco profunda, increíblemente clara y viva, que susurraba al deslizarse entre los cantos rodados, sobre una arena dorada. El pueblo era de piedra gris y blanca, con los tejados de pizarra, echando de menos Alain y aquellas gentes del Norte el ladrillo, el sucio ladrillo rojo renegrido, tan imprescindible a sus ojos como la monotonía de la llanura.
Tras algunas semanas de maravillosa contemplación, tanto Alain como los demás se habían cansado de aquellas colinas, de aquellas murallas alzadas siempre al cielo como un obstáculo. Echaban de menos la llanura como los marinos el mar.
La cuadrilla de hombres y mujeres habitaban un extenso establo situado en las afueras del pueblo. Recibían peor trato que el de los muchachos que estaban agrupados en el propio pueblo, en una gran casa, especie de mansión solariega abandonada. Alain iba frecuentemente a ella, porque su primo François había permanecido allí. Le visitaba, le ayudaba y le llevaba de comer. El espectáculo de aquel gran edificio y aquel grupo de muchachos y muchachas de catorce a dieciséis años era pintoresco. Los alemanes no se ocupaban siquiera de ellos. Como eran demasiado débiles e indisciplinados para cualquier trabajo, les habían abandonado a sí mismos. Únicamente les entregaban cada semana un saco de guisantes, su pan, su tocino y sus patatas. Vivían como salvajes, en un desorden loco, apilados en grupos de cincuenta en las habitaciones, en los salones, en las cocinas, robando, rompiendo, destruyendo, peleándose y odiándose mutuamente. Rompían los artesonados y los muebles para hacerse la comida, y cada cual se hacía su fogón, uno en el jardín, otro en medio del vestíbulo, otro en el granero… cien veces estallaron incendios y apenas podía explicarse cómo no estaban todos abrasados.
Cada semana, dos días después de la distribución de los víveres, habían ya devorado todo, derrochándolo o trocándolo a cambio de billetes o de peonzas en las tiendas del pueblo. También habían dado fin con su dinero, sus equipajes, su ropa interior y su calzado, vendiéndolo o cambiándolo entre los campesinos. Muy pronto, una buena parte anduvieron casi desnudos, sin zapatos ni chaquetas y, algunas veces, sin camisa o sin pantalones. No se lavaban ya nunca. Frecuentemente, hacían incursiones a los cultivos de las afueras del pueblo, cogiendo todo lo que podían. A la vuelta se peleaban entre sí por las mejores piezas y el patio era testigo de verdaderas batallas campales.
Alain se ocupaba de su primo François, que formaba parte de aquel grupo. François se peleaba, recibía golpes y derrochaba sus provisiones, como los demás, y sufría también hambre y privaciones. Finalmente, Alain pudo obtener de los alemanes que le confiaran a su primo y le encontró un puesto en la granja de Bricard, donde le encargaron guardar las vacas. Alain se había hecho amigo de Bricard. Algunas menudas atenciones hablan servido para que se pusieran a su favor, y gracias a su preciosa amistad, no era desgraciado del todo. Vivía en su casa y recibía provisiones de pan, de carne e incluso de ropa blanca. La vieja Bricard lavaba la ropa del muchacho con la demás de la granja, donde, a pesar de la guerra, reinaba cierta abundancia. Había pan candeal, leche, mantequilla, huevos y patatas. Los granjeros mataban, de vez en cuando, una ternera, un cerdo o un buey. Comparándola con la existencia de Roubaix, aquello era la opulencia para Alain.
Durante el día iba con los demás hombres al bosque, a talar árboles para los alemanes. Era un trabajo rudo, sano, casi alegre, que le daba ocasión para respirar a pleno pulmón. Todos estaban bien alimentados. Cada cual se las ingeniaba para añadir a la ración ordinaria otros alimentos suplementarios. Unos, como Alain, habían logrado la amistad de campesinos de la región; otros habían entrado en cualquier hogar con suerte, hallando, junto a cualquier belleza aburrida, la cena, la morada y el resto. Y, finalmente, otros, que hablaban alemán y que poseían talento particular, como cantar, tocar el acordeón, hacer juegos de manos y otras cosas, hacían valer su ingenio junto a los oficiales y suboficiales y recogían los restos de la cantina. Había incluso uno, un cierto Mourlebaix, viejo cliente del «Bac á Puces», vagamente conocido de Alain, que había logrado el favor especial del comandante, el Hauptmann Von Reinach, gracias a un repertorio infinitamente variado de historias judías, marsellesas o gasconas. Von Reinach era un coloso barrigudo, el verdadero tipo del alemán de las caricaturas: el cráneo pelado, la nuca desbordante, la tez de ladrillo y los ojos a flor de piel. No entendía una sola palabra del francés. Pero le habían traducido las anécdotas de Mourlebaix y, una vez hubo gustado aquella sal gala, no pudo prescindir de ella. Se hacía acompañar en sus fondas a través del bosque por el propio Mourlebaix y por un intérprete que traducía escrupulosamente al alemán los dimes y diretes del francés. Era un «filón», como otros, que proporcionaba a Mourlebaix toda clase de favores. Como era astuto, aprovechaba sus buenas relaciones con los enemigos para mandar a Roubaix paquetes con carne, pan y mantequilla. Gracias a él, pudo Alain hacer llegar provisiones a su madre.
En el fondo no se lamentaba de su situación. Los jefes de cultivo se mostraban a veces muy exigentes, pero su actitud era más bien afectada y dictada por las conveniencias de mostrarse dignos de la confianza de sus jefes, que por verdadera severidad. Enviaban allí a los heridos en período de convalecencia y, aunque tenían la consigna de mostrarse duros en el servicio o corrían el riesgo de ser enviados de nuevo al frente, no ponían ferocidad en su tarea.
Al anochecer, después de la tarea, tenían una hora libre hasta el toque de retreta. Volvían a reunirse todos en el inmenso granero de madera y tejado de pizarra donde se alojaban. Encendían hogueras para hacer la cena y calentar el café y comían en la hierba, echados aquí y allá, al abrigo de un seto, debajo de un árbol o en el fondo de una fosa. Luego, comenzaba el baile, que se hacía todas las noches.
Alain acostumbraba entonces a alejarse. Remontaba el camino del bosque, hacia la cumbre de aquellas colinas que aprisionaban y entristecían su mirada de hombre de las llanuras y contemplaba desde allí el mar inmóvil de las cañadas y los valles, la infinita extensión del bosque verde y negro hasta que iba a confundirse con los horizontes grisáceos. Detrás de aquella bruma donde el cielo se confundía con la tierra, estaba Roubaix, su madre, su casa. Soñaba con ellos muchas veces, pero había terminado por aceptar su destino con una especie de fatalismo. Trabajaba, vivía, hacía su voluntad. ¡Lo demás que esperara…! Ya estaba cansado de preocuparse. Había recibido demasiados choques, demasiadas noticias exultantes o desesperanzadoras: Roubaix liberado… Roubaix en llamas… Alemania triunfante… Alain estaba dispuesto a no creer una sola palabra de cuanto le decían.
Fue en el curso de aquellos errantes ensueños cuando encontró a Juliette Sancey. La conocía de antes. La había visto algunas veces en L’Epeule. Era la hija de Madame Sancey, la gran comerciante de cortinas, y pertenecía, por tanto, a una rica familia. Madame Sancey era una viuda rígida, en la que se hermanaban la caridad y la austeridad. Tenía muchos hijos, bien educados, instruidos y dóciles. Juliet era su hija mayor. Había llegado en el mismo vagón que Alain y ambos habían sentido en seguida aquella simpatía misteriosa, gracias a la cual, pese a todo, sobrevive la juventud y la sinceridad en el mundo.
Juliette Sancey sufría a causa del ambiente bajo y grosero en que se había visto hundida.
Su ingenuidad de muchacha rica la había hecho sufrir en seguida las humillaciones más espantosas y las más hirientes bromas. Alain no era hijo de burgueses, pero había comprendido en seguida el sufrimiento de aquella muchacha, brutalmente arrancada de un medio puro y rígido para encontrarse entre rameras, rufianes, truhanes e incluso histéricas. Había dos, especialmente, cuyos espasmos y crisis eran el regalo de los que gustaban los espectáculos fuertes. Las galanterías de los alemanes, de los demás hombres, las camas juntas, los jergones llenos de miseria, las escenas vergonzosas sorprendidas al mediodía, durante la siesta, y por la noche, en torno a ella, las abluciones descaradas, el tocado en común en el arroyo, entre las risas, las bromas y los testimonios de admiración de los espectadores masculinos; todo aquello había espantado a Juliette. Igual que Alain, había huido, se había refugiado en la soledad, tratando de apartarse del contaminado ambiente que la rodeaba. Y así había encontrado a Alain, que la protegía, que comprendía sus pesares, sus tristezas, sus deseos de evasión y de aislamiento. Para no perder aquel apoyo, había aceptado las bromas, las alusiones, las precisiones de sus compañeras: «La Sancey se entiende con Alain…». A veces, al pensar en Roubaix, en su madre, en la vida normal que volvería a emprender algún día por lo menos, se reprochaba aquella familiaridad con alguien que no conocía apenas, arriesgando así su reputación de muchacha seria… Pero, por otra parte, caer bajo la dominación de los otros era algo que le repugnaba. Alain había terminado por cederle su sitio en casa de los Bricard y volver a dormir en el albergue común para que Juliette tuviera, al menos, su casa, su reducto donde hallarse sola y libre.
No se atrevía siquiera a analizar la clase de sentimientos que le unían a Juliette. No le cabía ninguna duda de que para los demás la muchacha era su amante. Incluso para los mismos Bricard, gentes un poco ásperas y severas, la amistad de Juliette y de Alain era objeto de inocentes bromas.
Todo aquello contribuía a producir cierta influencia en Alain. Una cosa aceptada como normal no era, sin embargo, cierta. Llegó a preguntarse si no era ridículo, por parte de él, prolongar aquella situación. La juventud es capaz de cometer bastantes locuras para no parecer ridícula. Algunas mujeres, mayores que él, comprendían mejor lo que pasaba en el fondo de su espíritu y no dejaban de acuciar su orgullo de hombre.
—Te toma por un c… Te incita y, luego, se burla, de ti. ¿Qué esperas para robarle su…? ¿No te das cuenta de que estás haciendo el ridículo, pequeño?
Ellas sentían la envidia y el odio de la mujer caída hacia la que ha sabido permanecer limpia, así como el deseo y el ansia de las impuras para hacerla caer.
Sin embargo, Alain dudaba. Sabía perfectamente dónde estaba el bien y la justicia. Después de todo, nada probaba que Juliette se estuviera burlando de él y que lo tomara por un tonto. Podía ser que ella fuera, por el contrario, como él pensaba. ¡Qué decepción, qué despertar tan vergonzoso para ella, si él se comportaba de otro modo! Aquella idea le hacía retroceder y, además, tampoco le tentaba demasiado la cosa. Sentía tranquilo su espíritu y no le obsesionaba ningún pensamiento turbio. Más bien, por el contrario, aquellas cosas le repugnaban un poco. Se guardaba bien de confesárselo a los demás, pero la carne no le tentaba. El adolescente, el joven, guarda el pudor de sí mismo mucho más de lo que pueda imaginarse, y se parece en ello a las muchachas. Presentía que aquella amistad entre Juliette y él era una cosa bella, delicada y preciosa. Romperla, únicamente para adaptarse a las costumbres de los demás, le parecía triste y bestial. A pesar de todo, parecía que aquello era necesario, algo así como un rito que había que cumplir. En el fondo lamentaba no poder seguir la conducta general y, por eso, terminó por resignarse a probar su suerte.
Pero el animoso Alain no tenía nada de seductor. Sus primeras maniobras de aproximación tuvieron un resultado singular. Juliette no se defendió, pareció tolerar sus requerimientos con aquel consentimiento que se tiene para el sacrificio propio. Se echó a llorar con lágrimas inocentes, un poco simples, las lágrimas de la muchacha que no sabe, que no puede defenderse y que se da cuente de que se está entregando, encadenando…
Con frecuencia, para un hombre, esas lágrimas no cuentan. ¿Quién se detiene ante tales tonterías?
Pero Alain se detuvo. Sus dieciocho años, unidos a un cierto candor natural, el recuerdo de su madre, de su hermana, la falta de vicio y una especie de recelo inexplicable le impidieron ir más lejos. Experimentó una rebeldía contra sí mismo y contra los demás, se juzgó un depravado, un ser sin corazón, sin nobleza, y pensó en su hermana Jacqueline. Deseó cualquier mal a toda aquella cuadrilla que había podido aconsejarle cometer aquella bajeza. Pasaría por un imbécil, pero haría su propia voluntad, lo que juzgase más justo. Al tomar aquella decisión, experimentó un verdadero bienestar, un alivio infinito.
Así prosiguieron su amistad, castamente amorosa, gustando con sus jóvenes espíritus el esplendor infinito del bosque de las Ardenas, el agua, el cielo infinito, maravillándose de todo aquel paisaje extendido ante sus ojos. Les parecía prodigioso encontrar en el bosque fresas silvestres y avellanas, ver correr las liebres, huir los faisanes y las perdices, atravesar un jabalí un claro en el fondo de los bosques y descubrir en medio de una meseta árida una mancha de hierba verde y tierna, un lugar fresco y sombreado al lado de una fuente, como la huella de una ronda de hadas. Para los muchachos de las ciudades, cada minuto pasado en el campo constituye una revelación. Todo les sorprende. Reconocen cosas que no han visto jamás y de las que no tienen idea más que a través de las ilustraciones y las lecturas. Las manchas de musgo, el sabor de los frutos silvestres, las hormigas transportando sus larvas, las ranas croando a la orilla de los charcos, les sorprendía del mismo modo. Aquella era una vida más larga, más sana, que la desgracia les obligaba a vivir y que, a pesar de sus miserias, les dejaría más tarde una vaga nostalgia de sus primeras horas de ternura, en un bello paisaje de colinas, de rocas y de bosques.
Después de la siega y la recolección de la remolacha, los alemanes devolvieron al Norte al grupo de jóvenes que habían reclutado a primeros de año. Por mediación de Mourlebaix, el bufón del comandante, Alain consiguió hacerse inscribir con Juliette en la lista de los que iban a repatriar. Abandonaron las Ardenas a primeros de noviembre de 1916. La recolección de la remolacha había podido hacerse con gran rapidez, gracias al tiempo excepcional que reinaba.
La vuelta, cosa extraña, fue más triste que la ida. Se habían agrupado según sus afinidades, entre gentes de los mismos gustos, del mismo espíritu, pero se sentían demasiado abatidos para pensar en reír. Todos reflexionaban, se preguntaban lo que encontrarían en Roubaix, casa, familia, hogar. Una inquietud, la inquietud que sigue a las largas ausencias, quitaba toda alegría a su regreso.
Alain estaba en un vagón con Juliette Sancey. No hablaba mucho. A medida que se aproximaban a Roubaix, sentían que iban convirtiéndose en extraños. La vida normal volvía a ejercer su dominio sobre ellos, con los mismos convencionalismos, las diferencias sociales y los obstáculos de toda clase. Se hubiera dicho que salían de un sueño para ir a caer nuevamente en la realidad. Las Ardenas, que no hacía siquiera unas horas que habían abandonado, como el recuerdo de una visión. Alain se daba cuenta de que Juliette sentía todo aquello, como lo sentía él, y de que el pensamiento en la vida que les esperaba ponía en sus ojos aquel velo de tristeza.
Un día entero duró el viaje. Llegaron a Lille a las seis de la tarde, reconociendo vagamente en las tinieblas la ciudad y el paisaje. Y con gran emoción, apelotonados en la puerta de los vagones, siguieron con la mirada el campo inundado de sombras, gritando y exclamando:
—¡El «Lion d’Or»! ¡El Gran Boulevard! ¡La estación de la Croix! ¡El puente des Arts! —Algunos se echaron a llorar cuando estaban apenas a quinientos metros de la estación de Roubaix.
Se desparramaron por los andenes, salieron de la estación. En la Place de la Gare esperaba gente, familias enteras, avisadas no se sabe cómo. Juliette Sancey encontró a su madre y se lanzó en sus brazos. Alain se apartó de ella, buscando inútilmente con la mirada a su madre o a Jacqueline.
De repente escuchó su nombre. Juliette, detrás de él, le cogía por la manga.
—Monsieur —dijo Madame Sancey—, le debo mucho… Juliette me lo ha contado todo… He de darle las gracias…
—Madame —balbuceó Alain—. Madame…
—Sí, sí —dijo Juliette—. Ha sido muy bueno conmigo, mamá, y muy animoso. ¡Qué desgraciada hubiera sido sin él!
Ella hubiera querido decir, explicar todo lo que había hecho, el apoyo que había encontrado en él, pero esas cosas no pueden explicarse en un momento. Las palabras le parecían pobres, no atinaba más que a pronunciar frases triviales y a repetirlas, lo cual le causaba gran turbación. No; desde luego, todo aquello no expresaba nada de la devoción, de la energía y ternura con que la había cuidado Alain. Comprendió que para su madre aquellas sencillas palabras, breves y secas, no tenían ningún significado. A pesar de todo, para Madame Sancey, aquel muchacho no era más que un forastero, un desconocido. Sin duda alguna, le estaba profundamente agradecida, pero no sentía, no podía sentir por él aquella especie de cálido afecto que esperaba Juliette. Su madre no cesaba de darle gracias, hablando de gratitud, eterna… Pero todo ello era demasiado cortés, demasiado frío. Nada daba a aquellas palabras calor ni sinceridad. En el fondo, la pobre mujer tenía prisa de alejarse, por volver a su hogar, por alejar de la mente de su hija sus odiosos recuerdos.
—Venga a visitarnos, Monsieur —dijo—, tendré mucho gusto en recibirle, en expresarle mi gratitud…
Alain se lo prometió y se alejó. Descendiendo hacia L’Epeule, se esforzó en borrar de su mente todo aquello y pensar solo en su madre, en Jacqueline y en su hermanito, en su alegría, en la felicidad de volverles a ver, de vivir juntos… Pero, sin comprender claramente la causa, sintió que se había desvanecido en él casi toda la alegría de su regreso.
Su inmediata preocupación, después de los primeros días de adaptarse a su antigua vida, fue escapar definitivamente a los alemanes y a sus trabajos de cultivo. En las Ardenas había aprendido a valerse por sí mismo. Su primo François, apenas llegado, se había alistado como obrero en las esclusas del canal de Roubaix para escapar de los trabajos del campo. Era un obrero singular que abandonaba el canal durante jornadas enteras y dejaba que los marineros alemanes maniobrasen ellos mismos las compuertas. Constantemente los «diablos verdes» tenían que ir en su busca y no estaba en su sitio más que los días que tenía que pasar alguna barcaza con cargamento de carbón. Entonces, la saqueaba sin moderación. Gracias a la mediación de un amigo de las Ardenas, cuyo padre trabajaba en la Alcaldía de Roubaix, Alain consiguió también un empleo. Se le confiaron los «C. S.» y el censo de camas en caso de llegada de evacuados.
Los «C. S.», «casos especiales», se llamaban así para engañar a los alemanes. Se trataba en realidad de los refractarios, de los que, como antes el propio Alain, se negaban a someterse a los llamamientos y a inscribirse en los registros alemanes. Tales personas no tenían a los ojos de los alemanes ninguna existencia legal, no podían salir de la ciudad ni recibir su racionamiento. A Alain le encargaron la tarea de empadronarlos a fin de que pudiesen tener también su racionamiento.
Resultaba una misión ingrata. Todo el mundo desconfiaba de él. Las gentes, el pueblo, no establecían ninguna distinción entre la autoridad municipal y la Kommandantur. Con frecuencia recibían a Alain como un espía y era acogido con malos modales. Por otra parte, le era necesario al Municipio saber el número de camas y habitaciones disponibles en cada casa, previniendo la repentina llegada de evacuados, Alain se encargó también de ello.
Jamás había visto tanta miseria. Conoció la existencia de prófugos escondidos en las bodegas, literalmente emparedados en espacios bajo tejados, e interiores sórdidos, hogares desgraciados azotados por el hambre y donde el sufrimiento había desterrado todo el resto de humanidad y donde se peleaban por un pedazo de pan. Conoció los esfuerzos desesperados de algunas personas para sobrevivir y alimentarse. Vio cómo criaban aves de corral en las buhardillas, conejos en jaulas en medio de las cocinas, en los lugares donde no tenían patio… cabras y ocas que se criaban en el fondo de las bodegas y toda una sorprendente industria clandestina; cosas todas ellas que le dejaron estupefacto. En una casa fabricaban cerveza con cebada hervida, lúpulo, toneles y calderas. Otro sótano estaba convertido en unas hilaturas, una verdadera fábrica de tejidos con lanzaderas manuales y telares que hacían funcionar con grandes pedales. También descubrió una carnicería, una especie de fábrica de salchichones donde descuartizaban animales que difícilmente se reconocían como terneros o perros grandes. Se les deshuesaba, trinchaba y se les metía en una especie de prensa. Aquella masa salía luego embutida en unas tripas de aspecto tan limpio y translúcido que parecían de buey. La repulsiva suciedad, el olor a putrefacto y el espectáculo de tres carniceros ocupados en descuartizar y trinchar aquella carne repulsiva produjeron en Alain una profunda sensación. Además, descubrió un criadero de setas, una fábrica de velas, una confitería; toda una vida subterránea, ignorada, secreta, que a instancias de los alemanes se perseguía tenazmente. al principio, Alain penetró en aquellos lugares entre amenazas y sospechas.
—¡Si no te callas la boca, recibirás tu merecido!
Pero luego, con el tiempo, terminaron por familiarizarse con él.
No tuvo más noticias de Juliette Sancey. Algunas veces había pensado en ir a su casa a saber algo de ella. Nunca se había atrevido. Le parecía que se había convertido en un ser extraño, casi un desconocido, que, sin duda, despertaría en Juliette recuerdos penosos. Además, para él la vida en común de las Ardenas era muy lejana, casi irreal. Por otra parte, se mezclaba también su orgullo, su amor propio. Él le había sido útil, le había hecho un servicio y no le correspondía ir en su busca, como si desease una recompensa.
¿Sería verdaderamente feliz si volvía a verla? Toda una diferencia de ambiente y de clase los separaba: la educación, el dinero, las familias; todo aquello había vuelto a surgir después de un período de separación, después de su regreso a Roubaix. ¡Qué feliz había sido, sin saberlo, durante aquella temporada en las Ardenas, en plena naturaleza, al aire libre, sin preocupaciones de pobreza o riqueza, en una especie de igualdad fácil y radiante! Sentía nostalgia por aquella existencia, toda ella lucha, franqueza y simplicidad, como un agujero en una extensa campiña, apacible y luminosa, un paréntesis de la verdadera vida, como debiera ser en realidad el mundo… Aquellos pensamientos acrecentaban su añoranza y empezaba a ver claro en su interior. Había amado verdaderamente a Juliette. Había soñado en realidad muchas más cosas que las que se atrevía a confesarse a sí mismo. A pesar de todo, por lo menos podía esperar un simple encuentro fortuito… Solo hacía falta una feliz casualidad y aquello evitaría, por un lado, cualquier posible anhelo de recompensa y, por el otro, un obligado agradecimiento.
A pesar suyo, casi en contra de su voluntad, hizo lo posible para convertir en realidad el encuentro. Pasó varias veces por delante de la casa de los Sancey. Vasta y siempre cerrada, con las persianas corridas en los grandes ventanales del almacén, presentaba un aspecto hostil a los ojos de Alain. De buena gana hubiera interrogado a los vecinos, pero no se atrevió. Durante quince días se obstinó en esperar un encuentro fortuito, pero nunca vio a nadie. Finalmente, un día se armó de valor y, con el pretexto de hacer unos informes para la Alcaldía, interrogó a los vecinos.
—¿Los Sancey? Ya no están aquí —dijo un tabernero—. Se marcharon.
—¿Se han marchado?
—Sí; a Francia. Hace ya más de un mes. Madame Sancey tenía gran temor de que volvieran a reclutar a su hija mayor, que estuvo ya en las Ardenas. Así es que se las arreglaron para ser evacuados. Actualmente están ya en Francia. ¡Qué suerte, Monsieur! ¿Verdad?
—¡Desde luego!
Quedó aturdido. Dio gracias a sus informadores y se alejó abatido. ¡Se había marchado! ¡Se había marchado a Francia! ¡Ya no podía confiar en volver a ver a Juliette!
No se resignaba a aceptar aquella idea. Pero, muy pesar suyo, sintió renacer en él una esperanza. Acaso, después de la guerra… Rechazó con rabia aquella idea. ¡Después de la guerra! ¡Como si Juliette fuera a pensar en él, a acordarse siquiera de su existencia después de la guerra! ¿Y llegaría, acaso, a terminar alguna vez aquella guerra? Todos comenzaban ya a considerarla eterna, a entrever un mundo estabilizado de aquella manera, dividido en dos grupos hostiles. Además, aunque terminara, los alemanes permanecerían indefinidamente en el Norte. Eran demasiado fuertes, estaban demasiado aferrados al país para que nadie lograra expulsarlos jamás.
¿Marcharse también? ¿Él, un hombre? El enemigo no se lo perdonaría jamás. ¿Dónde encontrar, además, a los Sancey? ¿En qué punto de Francia habría de buscarlos?
A partir de aquel día, Alain se convirtió en un ser todavía más sombrío, más triste. Apenas hablaba en su casa. Guardaba grandes silencios, sentía una melancolía involuntaria que llegaba a ser casi huraña. A veces tenía remordimientos, comprendía que inquietaba a su madre. Pero lograba vencerse a sí mismo. Era joven, pero se sentía ya fatigado, abatido por los sufrimientos, igual que todos aquellos a quienes la prolongada guerra había malgastado las energías. Félicie lo contemplaba, sin atreverse a decir palabra. Lo atribuía todo a los sufrimientos pasados en las Ardenas y decía tristemente resignada: «Han cambiado a mi hijo».
Alain seguía trabajando para el Municipio. Por lo menos de aquel lado le sonreía la suerte. ¡A cuántos jóvenes del barrio conducían los alemanes a las Ardenas, o al propio frente! Una mañana, cuando se disponía a salir hacia el Ayuntamiento, llamó a su casa un «diablo verde». Alain abrió. El «diablo verde» le pidió la tarjeta de identidad y acto seguido se lo llevó esposado detrás de su biciclista. Lo condujo a la oficina del oficial.
—¿Es usted Alain Laubigier?
—Sí, mi teniente.
—Tiene usted dieciocho años. Su puesto no está en Roubaix.
—Trabajo en el Ayuntamiento…
—Tiene usted que trabajar para nosotros en las Ardenas o en otra parte. Saldrá esta misma tarde.
—¡Pero si trabajo! Soy útil aquí y tengo a mi madre, a mi hermana, a un hermanito; todos ellos me necesitan. Se lo ruego, señor oficial…
Pero el oficial se encogió de hombros.
—No puedo hacer nada. Tenga. Vea quién tiene la culpa.
Le alargó un papel. Era una hoja de papel, arrogada y anónima.
Señor comandante:
Tengo el honor de informarle que un cierto Alain Laubigier, que debiera estar trabajando para los alemanes por su edad, permanece en Roubaix…
Un vecino envidioso lo había denunciado.
Tuvo un acceso de rebeldía y de disgusto. Dio la vuelta a la carta, buscó la firma ausente y cerró los puños con rabia. Pero ¿qué podía hacer? Tuvo que entrar en razón, recurrir a un creciente escepticismo y amarga filosofía: «Conoces a los hombres, Alain. ¿Por qué te asombras?», se dijo para sí.
El oficial lo contempló brevemente y, luego, le golpeó la espalda con familiaridad.
—Como ve, no es culpa nuestra… ¡Oh, los franceses! ¡Los patriotas!
La Kommandantur recibía docenas de cartas anónimas diariamente. Terminaron por colocarlas todas a la puerta del Ayuntamiento, de Roubaix, en un tablero, colgado a la puerta de la rue Neuve, en cuyo frontón campeaba la inscripción:
«Cómo los franceses traicionan a sus compatriotas».
Lamentable exposición de odios, celos y felonías. Todo se denunciaba. Allí se veía quién ocultaba vino, lana, volátiles… Otros, se dedicaban al espionaje o entraban mercancías de Bélgica… La plebe leía aquello como un periódico, a la vez divertido, irónico y saturado de veneno y de hiel, bajo la mirada burlona de los alemanes.
Por la tarde, Alain partió nuevamente hacia un destino desconocido.
(Continuará…)