Fernando Morote

At the Cafe, Rouen (1880)-Gustave Caillebotte
Señoras y señores, debo confesarles que paso la mayor parte del tiempo pensando. Me doy cuenta de que, sin importar lo que escriba, no voy a revolucionar la literatura universal. Porque a veces me asalta la extraña idea de que sólo debo escribir sobre temas trascendentales. Me relaja mucho recordar que en realidad nada es original.
En nuestra cultura hablar de best-sellers, por más que algunos utilicen cándidamente el término, es una falacia, una fantasía, un desvarío. Lo que a nosotros nos interesa es la gloria literaria, la inmortalidad. ¿Sí o no? No tenemos un punto de vista práctico acerca del oficio. Todo lo vemos majestuoso e idílico. O no lo vemos.
Me gradué como doctor en literatura. Llegué a la conclusión de que el éxito de un texto también depende del lector. Si el lector es ocioso, superficial o estúpido, ni leyendo una obra maestra se despeinará un ápice.
La vejez no cura la estupidez. La estupidez es incurable.
A propósito, la auto ficción es mi especialidad. ¿Han oído alguna vez hablar de ello? Lo comprendo, no se preocupen. Es un tema novedoso que no está al alcance de todo el mundo.
Actualmente estoy dedicado a escribir un libro por año. Debo hacer eso para mantenerme en primera línea. Trabajo de 9 a 5, soy un oficinista de la literatura. No necesito inspiración porque no escribo impulsado por ella. Entiendo que mi éxito lo debo por otra parte a mi estilo. Pronto me di cuenta de que lo mejor era no correr riesgos. Reconozco que fue un error negarme a entrar en relaciones personales o formar asociaciones estratégicas con otros autores. Ir en sentido directamente opuesto a la corriente no tiene ningún mérito. Las reglas del juego son las mismas para todos. Es preciso observar los movimientos de cada jugador. No vale hacer conjeturas ante el silencio. No es necesario ni urgente ponerles adjetivo. Acallar la propia voz para emular al consagrado es un truco que no falla. No es una clase de solidaridad sino un instrumento de conveniencia.
Ese amigo mío tenía razón. “Hay que sacarle provecho a los libros malos”, me dijo. Algunos pueden servir como material para una cátedra universitaria acerca de cómo no se debe escribir.
Aunque la confrontación es muchas veces desagradable, resulta igualmente saludable. Tuve un período en que me dio la fiebre por los debates. No me conformaba con escribir o leer. Quería discutir, refutar, aclarar. Pasaba más tiempo generando polémicas que desarrollando nuevos textos. Calificaba a todo el mundo. No podía leer un autor sin censurarlo desde la primera línea. En todo lo que hacía había una sistemática intención de menospreciar, rebajar y subestimar al vecino. Lo tenía grabado en la mente y el corazón. No era capaz de admirar su talento o aprender de su destreza.
Cuando adoptaba mi pose académica se me escapaba la esencia de los textos. Me quedaba atascado en los detalles técnicos y perdía de vista la esencia de las obras. No intentaba convertirme en una eminencia, pero por hacer demasiado alarde cerebral me privaba la experiencia sensual de la lectura.
Con el tiempo he aprendido a bajar la guardia. Si me gusta lo que escribe alguien, lo aliento. Si no me gusta, no lo mato. No tengo derecho a criticar lo que escriben otros. Cada uno hace lo que puede con lo que tiene. Es claro que entre nosotros no existe una cultura de comunidad, sólo el ánimo de competencia. Pero no entendida ésta en términos elevados sino como sinónimo de mezquindad.
He disfrutado cuando me han catalogado como el escritor del odio por excelencia. Pero he llorado porque no me han invitado a algunos eventos, porque no han incluido mi nombre en ninguna promoción o generación. La verdad es que siempre he detestado los rebaños y el espíritu gregario. Pero tenía que pelear por forjarme una posición. Ese parecía ser otro signo de categoría. Si no atacas a nadie, no vales; si no tienes una riña enconada con nadie, no existes.
Por ese motivo incursioné también en la crítica como un método válido para escalar. Para ser sincero, no me interesaba lo que escribían los demás. Escribir reseñas era sólo otra forma de promocionarme. En ciertos casos, cuando la falta de pericia del autor era muy exasperante, terminaba leyendo 450 páginas en 1 hora. Prefería eximirme de hacer comentarios y enviaba en cambio un cuestionario para que el autor tuviera la oportunidad de realzar su obra él mismo.
A veces, para complacer a un compañero, comparaba su estilo con el de un laureado autor, sus construcciones con las de otro y sus metáforas con las de uno más. Por querer lucirme, entre líneas, acababa diciendo que el libro no tenía identidad y que el autor plagiaba a algunos famosos. Mis reseñas, con tanta fanfarria académica, lejos de atraer lectores, los espantaba.
Estaba tan metido en el asunto que sólo me faltaba escribir yo mismo las reseñas de mis propios libros y firmarlas con otro nombre. Por eso cada vez que alguien comentaba favorablemente uno de mis libros salía inmediatamente a decir que era una reseña valiente, original, creativa. Pero si la crítica era negativa no dudaba en mofarme cruelmente del reseñista. La ansiedad por el control no me daba tregua.
Por esos días me topé con un señor que, además de poeta, era un respetado redactor cultural en un periódico de alto tiraje. Me explicó que ellos sólo reseñaban libros que venían recomendados por alguien influyente o que eran pagados por el propio autor. No me asombró mucho; las parroquias también cobran por mencionar el nombre de un difunto en una misa.
Sin embargo, a pesar de mi comercio con otros escritores, no pertenezco a ningún gremio. ¿En cuál podría estar? ¿En el de mayores de 25 años? ¿En el de nacidos antes de 1970? Qué clasificaciones, por Dios… Si vamos a hacer algo así, tendríamos que ser un poco más atrevidos o por lo menos divertidos. ¿Qué tal si formamos un grupo de los que tienen un lunar en el culo?
Lo único bueno que me pasó en esos intercambios con otros escritores fue que la conocí a ella. No mencionaré su nombre por respeto a su privacidad. El moderador me presentó al auditorio y me dio la bienvenida. Mientras los demás me sonreían, ella me comía con los ojos. Reconocí bien lo que me pedía con esa mirada. Yo venía de publicar un libro por el que algunos críticos habían dicho que su lectura no estaba al alcance de cualquiera y se requería una enorme sintonía con el mundo del autor para disfrutarla al cien por ciento. Me sentía un dios original, un vanguardista erigiéndome como el outsider que había escrito la gran novela anti comercial de los últimos tiempos.
Esa misma noche cruzamos un par de palabras a la salida del salón. Ella estaba muy interesada en mi trabajo y me hizo varias preguntas. Experimentamos una conexión inmediata. Ella era demasiado brillante para ser sociable y yo demasiado sociable para ser brillante. Nos atrajimos sin remedio. Fue tan dulce que terminamos teniendo sexo furioso debajo de la escalera. A partir de entonces trabajamos juntos. Iniciamos una etapa muy productiva. La considero mi discípula. El sexo era nuestra gasolina creativa. Hicimos talleres, ensayamos ejercicios, escribimos a dos manos. Algunos santurrones dijeron que era una relación inmoral. ¿Quiénes lo decían? Los mismos que atacaban a un colega sin motivo, sólo por envidia o celos, los que se llenaban de elogios ellos mismos y elogiaban a los que ofrecían hablar bien de ellos en público. El sexo clandestino muchas veces es lo menos inmoral que existe, a veces es lo único que no es inmoral.
(Continuará…)
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