Maxence Van Der Meersch

CAPÍTULO VII
I
A mediados de 1916, la oficina de información interaliada de Holanda, que constituía el gran centro de espionaje y enlace con el Norte invadido, fue objeto de una hábil redada por parte de los agentes alemanes. Aquella acción fue causa de numerosas detenciones en Bélgica y en la Francia ocupada, y los alemanes conocieron, por fin, a los promotores del periódico La Fidelité, a los que buscaba desde hacía tiempo.
Detuvieron brutalmente al abate una mañana. No tuvo tiempo más que de escribir a su hermana Lise dos palabras que confió al conserje del Liceo. Fue conducido a Loos y allí sufrió una serie de interrogatorios que lo dejaron extenuado. Todos los inculpados conocen esa impresión de vacío, de embrutecimiento y de agotamiento que produce una larga batalla de los policías o el juez de Instrucción.
Una cosa le consolaba. Los alemanes no encontraron de sus aparatos más que algunos aisladores, algunos cabos de alambre y, una vieja bomba de bicicleta con la que había construido un condensador variable. Su prudencia se había visto recompensada. Aquellas cosas eran insuficientes para que pudieran creer que había recibido mensajes. Pero los alemanes eran astutos. Un día, en el curso de un interrogatorio, un policía, irritado por sus negativas, le dijo que era estúpido denegar de aquel modo, que lo sabían todo y que Hennedyck había sido detenido.
¡Era la ruina! ¡Hennedyck, el periódico, el asunto de la prensa! Había arrastrado a todo el mundo a la catástrofe y se creía responsable, ya que había sido el primer detenido y en su casa habían encontrado las piezas del T. S. H. Cuando volvió a su celda, estaba muy abatido.
La instrucción duró mes y medio, y el abate fue trasladado de Loos a Roubaix para el juicio.
Lo encerraron en los baños de Roubaix. Aquel mismo día, a pesar de los sufrimientos que le causaban una celda exigua y los parásitos que la llenaban, tuvo una gran alegría. Un preso iba de celda en celda llevando el caldero de sopa del mediodía. Cuando abrió la puerta del abate, este reconoció en él a Clavard, el tipógrafo. Aquel hombre nunca le había sido demasiado simpático; pero en aquel momento su encuentro le causó gran emoción y lo consideró como un salvador. Clavard cumplía allí una pena de dos meses, que terminaba la semana siguiente, y que le había sido impuesta por haber escondido cobre en su casa. Le explicó que Hennedyck estaba también en la cárcel y que le veía con frecuencia. El abate le confió una carta para él. Decía: «No sé, mi querido Patrice, si tengo yo la culpa de que estés encarcelado como yo… Fue una imprudencia de la que nunca me arrepentiré bastante…».
Aquella confesión le alivió en gran manera.
No volvió a ver a Clavard. Por el preso que le siguió en la distribución del rancho, supo que estaba ya en libertad. Y tampoco logró averiguar si la carta había llegado a manos de Hennedyck.
Finalmente, una mañana fueron a buscar al abate para el juicio. Al salir al corredor, el primero a quien vio fue a Patrice Hennedyck. Cayeron uno en brazos del otro.
—¿Me has perdonado?
—¿Perdonado el qué?
—¿No te dio mi carta Clavard?
—No he visto a Clavard desde que lo pusieron en libertad… ¿Qué me decías en tu carta?
—En mi casa encontraron un condensador y piezas de receptor… Entonces, yo me creí responsable…
—Pobre amigo mío —dijo Hennedyck—. Fui arrestado el mismo día que tú. Lo sabían ya todo de antemano, sin que tuvieras que decírmelo. Hicieron una redada en la oficina de información interaliada de Holanda. ¿Y no habíamos asumido, acaso, ambos les riesgos?
—¿Y a quién hemos arrastrado a esta catástrofe?
—A Dios gracias, a nadie.
—¿Y la pequeña Pauret?
—¿Gilberte? No.
—¿Y los otros, Félicie Foulaud, Françoise Pélégrin?
—¿No lo sabes? Todo está deshecho. El centro de espionaje ha sido destruido. Jeanne Villien y Pauline Bult, las que vendían cartas y periódicos, han tenido oportunidad de quedarse en Holanda, No volverán. Félicie Foulaud se ha escondido no se sabe dónde. La pequeña Pélégrin fue detenida ocho días antes que nosotros entre Bruselas y la frontera… La vi aquí tres días antes que…
—¿Qué?
—Fusilaron a la pobre pequeña…
Le explicó la aventura de Françoise Pélégrin. Había partido con Félicie Foulaud una vez más hacia Holanda con los forros de sus abrigos llenos de notas. Era de noche y ella encontró divertido detener un vehículo alemán que pasaba para que las llevara y ganar así unos kilómetros. A pesar de los ruegos de Félicie Foulaud, hizo señas a un camión automóvil. Este se detuvo y subieron. En él viajaba un oficial. El acento demasiado puro de las muchachas le sorprendió. Les pidió su documentación, vio que venían de Francia y ordenó que las cachearan. Félicie saltó del camión en marcha y pudo huir amparada por la oscuridad de la noche escapando a las consecuencias de aquella locura. La pequeña Pélégrin, jefe de un centro de espionaje a los veinte años, tuvo que soportar sola el inmenso peso de las responsabilidades. Entonces se dio cuenta perfecta de la enormidad de la aventura a la que se había lanzado. Hasta aquel momento todo el inmenso juego había sido muy divertido, muy apasionante para la muchacha, que al empezar la guerra apenas contaba diecisiete años…
En Loos, en Lille, la martirizaron. Sufrió humillaciones espantosas y no le ahorraron ningún sufrimiento. Tuvo que soportar un terrible asedio, tanto moral como físico. Abusaron de su juventud, de su debilidad. La amenazaron con acciones innobles. Pero ella era demasiado joven, demasiado débil. No tuvo fuerzas para luchar con la policía alemana y cedió, doblegándose como Juana de Arco. Terminó por echarse a llorar, humillarse, implorar clemencia con tal de seguir viviendo, para huir del horror de aquella muerte horrible que le evocaban constantemente, como una obsesión. Luego murió valerosamente, según dijeron los soldados que la ejecutaron. En los últimos momentos se recuperó de sus flaquezas anteriores.
Hennedyck y el abate pudieron hablar cerca de media hora en el pasillo. Luego fueron a buscarles. Al marcharse, se cruzaron con un pelotón de soldados con el fusil al hombro. Los dos últimos llevaban un puñado de ropas ensangrentadas, una chaqueta raída y una boina, quitados a cualquier desgraciado ejecutado de madrugada. La vista de aquellos despojos produjo gran impresión en los dos amigos.
Asistieron a una parodia de juicio igual que el de Gaure y el de Théverand, practicado por unos abogados pagados que no hacían más que confirmar estúpidamente la acusación. La defensa fue esbozada por el propio Hennedyck, pero nadie le escuchó. Los jueces se retiraron para deliberar…
—A muerte —dijo Hennedyck.
El sacerdote no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
Volvieron los jueces y se procedió a la lectura del Fallo. Hennedyck y Sennevilliers eran condenados cada uno de ellos a diez años de prisión. Quedaron atónitos, pues esperaban la muerte. Pero los títulos de Hennedyck, la importancia de su situación industrial y las múltiples intervenciones, entre ellas la de Barthélémy David, habían influido en los jueces. Se les condujo hasta la puerta entre dos hileras de soldados con la bayoneta calada. Ellos avanzaban como en sueños, sin acertar a comprender claramente en la situación que se encontraban y sin saber si debían alegrarse o desesperarse. No alcanzaban a imaginar lo que significaba aquel veredicto y solo pensaban en una cosa: que no habían sido condenados a muerte.
En la escalinata del Ayuntamiento se apretujaba una enorme multitud que los soldados apenas lograron contener. Todos querían ver a los dos hombres, olvidándose incluso de la presencia del enemigo. A pesar de los alemanes y a pesar de todo, Roubaix entero testimoniaba a Hennedyck y a Sennevilliers su admiración y su gratitud. Las gentes tendían las manos.
—¡Bravo! ¡Viva La Fidelité! ¡Viva Hennedyck! ¡Viva Roubaix!
Tiraban al abate de la sotana y algunos llegaban a arrancarle pedazos de tela. Levantaban su puño cerrado hacia los soldados y gritaban con calor. Los soldados, desbordados, lanzaban maldiciones y cruzaban en vano las bayonetas contra la multitud, contra aquellos pechos vigorosos que les empujaban, que les ahogaban. Las mujeres lanzaban flores y ramas, que caían a los pies de los presos como ofrendas a su actuación. Les alargaban libros, comida, recuerdos. Entre la gran confusión, ambos vislumbraban rostros amigos, desconocidos, de hombres, de mujeres, de niños que les rodeaban, gritándoles cosas incomprensibles. Mientras avanzaban a lo largo de aquel recorrido triunfal, asentían con la cabeza y con los ojos arrasados en lágrimas. Al llegar a la puerta de la cárcel, fue preciso contener a la multitud, pero el rumor, parecido al de una marea, se estrelló todavía durante largo rato contra la fachada del edificio, llevando a los dos presos el último adiós de su país natal y de los franceses.
Estaban encerrados en sus celdas. En medio de la confusión, Hennedyck se sentía agobiado por una angustia sorda que descollaba sobre el resto de sus preocupaciones. Entre la multitud no había entrevisto el dulce rostro de Emilie…
II
Patrice Hennedyck había sido detenido una mañana en la fábrica de L’Epeule. El conserje se apresuró a avisar a Madame Hennedyck, y Emilie acudió corriendo. Conocía la misión peligrosa a que se dedicaba su marido, porque aunque él creía que lo mantenía oculto, la verdad era que desde el principio había estado ella al corriente de todo. Hacía tiempo que aguardaba la catástrofe como algo escrito, inevitable. Un cierto fatalismo era una de las características predominantes de aquel carácter enfermizo y pesimista.
La parte principal de la fábrica estaba en ruinas. Únicamente quedaba en pie el ala delantera, en la que Emilie había instalado en 1914 su hospital y que había sido ocupada por el enemigo. Emilie penetró en la oficina del médico jefe y rogó que le avisaran.
Von Mesnil estaba terminando sus curas en aquel instante. Luego se presentó, sin haber tenido tiempo de quitarse su inmaculada bata blanca.
—¡Emilie!
Se adelantó a su encuentro. Pero ella lo rechazó con violencia.
—¿Ves? ¡Ya lo sabía! ¡Todo ha terminado! ¡Han detenido a Patrice!
—¡No!
Él volvió a acercarse, y ella lo rechazó de nuevo bruscamente.
—¡Vete! ¡Vete…! ¡No me toques!
—Explícate… Te lo ruego…
—Patrice acaba de ser detenido ahora mismo, aquí.
Estalló en sollozos.
—Era fatal —murmuró Von Mesnil—. Un día u otro…
—¿Es esto todo lo que se te ocurre?
—¿Qué quieres…?
—Pero ¿no comprendes que es culpa nuestra, culpa tuya, el castigo de los dos? El cielo nos castiga, nos castiga. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Qué infamia, qué vergüenza!
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Von Mesnil.
—Es necesario moverse, hacer algo… Patrice tiene que volver, Rudolf. Es necesario que tú le libres…
—¿Y qué puedo hacer yo, Emilie?
—¡Qué sé yo! Corre, busca, muévete… Devuélveme a Patrice; es necesario que vuelva, que siga viviendo… Es mi marido, Rudolf, ¡es Patrice! ¡Le quiero…, es mi marido!
Estaba horrorizada, con los ojos dilatados, pálida como la muerte y con la expresión enloquecida. Casi a la fuerza, Von Mesnil la cogió de las manos para calmarla.
—Te lo ruego, Emilie, cálmate. Pueden oírnos. Tu marido ha sido detenido. Estoy dispuesto… Haré todo lo que me pidas… Pero ¿qué quieres que haga por él? No puedo hacer nada, nada.
—¿Qué? Mi marido ha sido detenido por los tuyos, mi marido va a morir y tú no puedes hacer nada. ¿Le abandonas? No has sabido más que engañar y mentir. No tienes alma…
—¡Emilie!
—¡No, no, vete! ¡Te odio! ¡Márchate! ¡Adiós, adiós! ¡No volverás a verme!
Lo rechazó una vez más y salió.
Estaba predestinado que sucediera así. Ella lo había previsto, lo había presentido desde los primeros días de su caída. Débil, influenciable y enferma, Von Mesnil le había causado gran impresión. Él la había cuidado, la había curado… Les unían largas horas de intimidad… Hennedyck, absorto por el periódico y la lucha contra el enemigo que arruinaba la fábrica, había dejado a Emilie en una soledad moral peligrosa para aquella alma débil. La seducción de aquella niña enferma había sido un juego para Von Mesnil, que era uno de esos hombres medio sinceros que cuando les consume el deseo seducen tanto más hábilmente que cuando están casi desiertos de la verdad de su pasión y de sus promesas. Ella había cometido su infidelidad con ingenuidad, como una muchacha de quince años, en el curso de una estancia de dos meses en el campo, adonde Von Mesnil la había enviado para restablecer su salud. Después había seguido prendida en sus redes, incapaz de traicionar a su marido con tranquilidad, pero incapaz también de librarse de la tiránica atracción de un hombre como Von Mesnil, cuya imperiosa personalidad la subyugaba. Él se había lanzado a aquella aventura con bastante escepticismo, sin hacerse ilusiones de sus probables consecuencias ni de su duración. Era un amor de guerra que terminaría con ella… Aunque, por otra parte, no tuviera más remedio que reconocer que, cuando llegara la ruptura, sería más penosa que lo que en un principio había imaginado. Su corazón no podía permanecer insensible ante una ternura como la que Emilie le profesaba. Pero tenía sobre ella la inmensa ventaja de haber amado ya y de saber que siempre se consuela uno de tales desesperaciones.
En suma: aquel era un amor en el que, como muchos hombres, recibía diez veces más de lo que daba. Porque, escéptico en el fondo, Von Mesnil no creía mucho más en las mujeres que en las patrias…
Ella se encontró súbitamente abandonada por todos. Había esperado poder hacer algo, poner en juego las relaciones de Hennedyck, hacer intervenir a la gran industria de la región. Pero todas las puertas se cerraron ante ella. Su falta era conocida por muchos, y después de la detención de Hennedyck, lo que no era más que un rumor se había convertido en una eplosión. Por doquier era rechazada. El mundo burgués la hizo objeto de su desprecio. Tuvo que sufrir el furor del pueblo. Gentes de L’Epeule la reconocían por la calle y la insultaban. Idearon sobre ella esas canciones, esa especie de elegías que surgen espontáneamente de la imaginación popular. Rompieron los cristales de su casa. Algunos llegaron incluso a saltar la tapia de su jardín para arrojar piedras a la terraza y robar. La servidumbre, indignada o atemorizada, la abandonó. Ella no se atrevió a salir de su casa. La Kommandantur tuvo que protegerla, como protegía a buen número de amantes de los oficiales alemanes, y Emilie soportó la presencia de dos centinelas en su puerta. Vivió así diez días, hambrienta, sin atreverse a salir, alimentándose de los restos de la despensa, sola, horrorizada y desesperada como una proscrita.
Y cuando, al cabo de diez días, volvió a ver a Von Mesnil, que hasta entonces no se había atrevido a visitarla, se precipitó en sus brazos y se entregó a él de nuevo, en cuerpo y alma, enteramente, como su único amparo, su único socorro en aquel abandono general.
Abandonó la inmensa mansión de los Hennedyck huyendo de noche para no ser reconocida. Von Mesnil había encontrado un pequeño departamento en una de aquellas casas burguesas, reposadas y muertas, que dan a ciertos rincones de Roubaix, ciudad industrial, la fisonomía de una vieja capital de provincia. Emilie volvió bajo un nombre supuesto, solitaria y poco conocida, evitada y temida, como toda mujer a la que se sabía amiga de un oficial alemán.
CAPÍTULO VIII
Una mañana, Lise Sennevilliers fue de Herlem a Tourcoing a ver a su hermano. Supo que había sido detenido y que pronto sería juzgado y fusilado, sin duda alguna. El conserje quiso llevar al abate un poco de ropa blanca y los alemanes respondieron:
—No vale la pena, pronto no la necesitará.
Regresó a Herlem anonadada. Atravesó la plaza como una sonámbula. Las gentes la llamaban sin que ella respondiera. Hubiera querido encontrarse ya en su casa para reflexionar, para coordinar sus ideas y tratar de encontrar una ayuda, un socorro para Marc. En el camino se cruzó con algunos alemanes y tuvo que contenerse para no gritarles su odio. Nunca hasta entonces los había odiado tanto. Nunca habían encarnado como aquel día a la raza enemiga, a la raza maldita.
Atravesó el pueblo, salió al campo abierto, se encaminó hacia el monte Herlem y la cantera. Y cuando estaba a medio camino, a la vista de la casa de su hermano Jean, vio salir de ella a Fannie, su cuñada, y a su sobrino, el pequeño Pierre. Fannie llevaba al niño cogido de la mano.
Después de su traición, Lise y Fannie no habían vuelto a verse. Se huían. El furor y la indignación que sentía Lise y la vergüenza que abrumaba a Fannie les habían separado irremediablemente. El pequeño Pierre había continuado frecuentando al principio la casa de su abuela y de su tía, pero, luego, había comprendido, sin duda, lo que ocurría y las había evitado a su vez, abandonando la cantera, rocosa y pintoresca, que había sido el edén de su infancia. Un orgullo sutil, una intuición de los sentimientos del prójimo, le había convertido en un muchacho arisco y salvaje que huía cuando veía a Lise. Ella, sin embargo, comprendía a su sobrino. Respetaba aquel espíritu indómito, infantil, y no hacía ninguna tentativa para atraérselo a la fuerza. Sabía que tanto para Fannie como para ella era mejor permanecer alejadas.
Pero en aquella ocasión no rehuyó a su cuñada, sino que, al contrario, fue hacia ella como si hubiera sido un enemigo. La desesperación y la cólera le hacían olvidar todo. Fannie se había detenido, llena de terror. Cogió de la mano al pequeño Pierre y miró cómo se aproximaba.
—Lise —murmuró Fannie con voz ahogada.
Lise se detuvo delante de ella y la contemplaba con expresión dura y sombría.
—Lise…, ¿es verdad…, es verdad que…?
—¿Qué?
—¿Que Marc… que tu hermano…?
—¿Está detenido? ¡Sí; desde luego, es verdad! ¡Jean ha muerto y Marc va a morir también! Tú tienes la culpa.
Se aproximó, gritándole su desprecio en pleno rostro.
—¡La clase de gente como tú son los que nos han traicionado, nos han vendido! ¡Judas, renegados! Habéis aceptado al enemigo, le habéis apoyado, sois vosotros los que matáis a los nuestros. ¡Amiga de los boches! ¡Espía! ¡Te has vendido! ¡Sí, nos has traicionado, eres tú la que mataste a tu marido, a mis dos hermanos! ¡Te maldigo, te maldigo!
El rostro tenso, marmóreo y amarillento de Fannie estaba descompuesto. Recibió los insultos como un escupitajo. Se volvió lívida, desencajada. Elevó sus manos unidas hacia Lise, implorando:
—No…, no…, no digas esto, Lise. Si supieras…
Pero Lise la rechazó con gesto cruel.
—¡Vete! ¡Vete! ¡Que caigan sobre ti toda clase de maldiciones! ¡Vete!
Fannie retrocedió. Sencilla como era, aquellas maldiciones la abrumaban, la dejaban aplanada. Movió los labios, intentó hablar, suplicar, pero no pudo. Miró unos momentos a Lise con terror y se alejó penosamente, arrastrando al pequeño Pierre, que lloraba atemorizado a lágrima viva.
Pocos días más tarde, Paul, el alemán que vivía en casa de Fannie, empezó a preocuparse y a hablar del frente. Era un buen hombre, que tenía cerca de cuarenta años y que no tenía nada de guerrero. Hasta aquel momento había podido vivir apaciblemente, trabajando en la herrería de Donadieu, donde reparaba útiles agrícolas. Pero los alemanes estaban necesitados de hombres. Cazaban implacablemente a los emboscados en retaguardia. Paul sentía la amenaza. Cada noche hacía comentarios sobre aquello y empezó a preparar, apesadumbrado, su fusil y sus armas, sus paquetes de cura, su mochila, su ropa. Llevaba a cabo todos aquellos preparativos sin ardor y a punto de llorar, como la misma Fannie. A aquel muchacho corpulento y pacífico le faltaba completamente el amor propio y el espíritu belicoso.
Se vio obligado a marcharse. Partió llorando como un niño, consciente de su debilidad, de su inexperiencia de hombre bonachón, nacido para forjar rejas y no para matar a sus semejantes. Apenas sabía manejar su fusil. Al cabo de dos años de ausencia de sus filas, se sentía infinitamente separado de los otros, de los camaradas que habían estado en las trincheras y que habían recibido el bautismo de fuego. Para él, todo aquello era un mundo desconocido en el que penetraba por vez primera. Estaba convencido de que iba al encuentro de la catástrofe.
El pequeño Pierre estuvo enfermo poco antes de Pascua del año 1917. No pudo volver a la escuela de Serez hasta fines del mes de julio. Hacía ya cuatro meses que no había visto a sus compañeros. Paul había partido para el frente, precisamente ocho días antes.
Llegó al patio de la escuela la mañana del día que se reanudaron las clases. El patio era grande y en él crecían unos frondosos castaños a los que los escolares arrancaban los frutos para hacer pipas o collares. Un muro de tablas pintadas de verde separaba el patio de la escuela de la volatería contigua.
Este gallinero invadía el patio y formaba en su parte trasera un recodo que en las horas de recreo servía de fortaleza, de estación o de cuadra, según la imaginación de los que jugaban. Pierre se encaminó hacia aquel rincón para contemplar los conejos de Monsieur Serez, pues el maestro no criaba gallinas desde que los alemanes requisaban los huevos. Pronto se vio rodeado de una cuadrilla de muchachos en los que su vuelta después de una ausencia tan larga había despertado la curiosidad. Entre ellos, estallan Antoine y Fernand Guegain, los hijos del peluquero, Jules Humfels, hijo del teniente de alcalde, y León Hérard, el hijo del encargado del abastecimiento. Los dos últimos siempre llevaban los bolsillos llenos de galletas de racionamiento, y tal opulencia les hacía acreedores a mucho prestigio. También estaban David y Arthur Mietz, que vivían en casa de una tía, porque su madre, obligada por la Kommandantur, a la visita sanitaria, había sido detenida y conducida a Tourcoing en casa de las «princesas», donde estaba curando una sífilis contraída entre los militares. Un carácter completamente indiferente, un temperamento predispuesto a los puñetazos y a la pelea, les había evitado las burlas y chanzas de sus camaradas. Llamábanse «princesas» a las mujeres sifilíticas que las autoridades alemanas agrupaban en Tourcoing, en una gran fábrica donde se las cuidaba y de donde partían, una vez curadas, para sus domicilios, con el sello infamante de «procedentes de Tourcoing», que las condenaba al reconocimiento periódico del médico alemán.
La cuadrilla de muchachos rodeó seguidamente a Pierre, dando muestras del más vivo interés.
—¿Y tu madre?
—¿Y su amante? ¿Es verdad que se ha marchado?
—¿Qué? —preguntó Fierre—. ¿Qué quieres con eso? Hasta entonces le habían dejado tranquilo. Aquel asunto era poco conocido en la villa. Algunos, como los pequeños Metz, se habían visto obligados a palearse, y otros, martirizados, habían terminado por abandonar la escuela, sin atreverse a volver a ella. Pero Pierre no había sido todavía objeto de malos tratos.
Se ruborizó intensamente. Había comprendido bien la insinuación. Su aparente sorpresa no intentaba más que ocultar una confusión, un malestar inexplicable, la angustia de un animal acosado que busca un camino por dónde escaparse. Desde hacía mucho tiempo pensaba en el suplicio de aquella pregunta y, finalmente, había llegado la hora. Sintió un nudo en la garganta y el corazón comenzó a latirle violentamente.
—Sí —prosiguió Humfels—. El amante de tu madre, Paul, el alemán. Se ha marchado, ¿verdad? ¿Se ha marchado al frente?
El rubor de Pierre se hizo más intenso.
—Mi madre no tiene ningún amante —dijo.
—¿No era el amante de tu madre?
—¡Animal! —gritó Pierre, asestando con todas sus fuerzas un brutal puñetazo entre los ojos de Humfels.
Los dos rodaron por el suelo. Los otros se precipitaron sobre Pierre, dándole patadas y puñetazos, sin que él siquiera se diera cuenta. Se había, vuelto fiero, como un animal salvaje. Mordía, arañaba, desgarraba el rostro de su adversario, buscaba con los dedos arqueados sus ojos…
Serez, el maestro, acudió presuroso. Puso fin a la pelea, separó a los belicosos y tuvo que separar a Pierre, que quería abalanzarse sobre Humfels.
—¡Sennevilliers! ¡Estate quieto! ¡Sennevilliers! ¿Vas a estarte quieto? ¡Mil líneas de castigo a cada uno! ¿Qué ha ocurrido? ¿De dónde ha salido esta pareja de perros rabiosos? ¿Has comenzado tú, Sennevilliers? ¡Responde! ¿Qué has hecho? ¿Por qué os peleabais?
Tembloroso y loco de ira, Pierre no respondió una sola palabra.
—¡Responde ya…! ¡Humfels! ¡Sennevilliers! ¿Vais a contestar de una vez?
—Han insultado a mi madre —balbució Pierre, estallando en sollozos.
Serez comprendió. Hacía tiempo que estaba enterado de aquel asunto. Esbozó un gesto doloroso de impotencia y de compasión, vaciló unos instantes y, luego, indicó al grupo de revoltosos la entrada de la escuela.
—¡Fuera todos! ¡Todos a clase! ¡Quinientas líneas al que permanezca aún en el patio dentro de medio minuto! Y tú, Sennevilliers, pequeño, ve a lavarte. Ve a tu casa; hoy no puedes quedarte en clase… Tienes la oreja arañada. Vete, pequeño…
Pierre penetró en su casa con el rostro sombrío. Fue a sentarse en su silla del rincón de la cocina, sin decir palabra.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Fannie sorprendida—. ¿Y la escuela? Déjame ver tu oreja… Está sangrando.
—Me he caído —dijo Pierre.
—¿Te has hecho daño? Deja que te vea… Voy a lavarte con un poco de agua oxigenada… Está hinchada…
—No —dijo Pierre—. No vale la pena.
—¿No quieres?
—Prefiero que no me pongas nada.
—¿Te duele?
—No.
Salió de la casa y echó a andar lentamente… Quería estar lejos de su madre. Ni él mismo sabía por qué, pero sentía necesidad de estar solo, de reflexionar, de poner un poco de orden en el inmenso torbellino de su alma.
Pierre permaneció largo tiempo sin lograr recobrarse de aquella tremenda impresión. Había recibido un golpe terrible. Una revelación tan brutal, horrible y escandalosa como aquella, le había sumido en la incertidumbre y en la confusión. Era algo demasiado feo, demasiado horroroso, sórdido y bestial. Cuando pensaba en ello, cuando intentaba profundizar en aquella revelación y llegar a algún remedio, sentía en su interior una especie de disgusto, una repulsión que rayaba en la náusea, en el verdadero horror. Aquella infamia, aquella humillación de los seres queridos, sagrados, venerados, hasta rebajarlos al nivel de los animales, le horrorizaba y le irritaba, como una odiosa degradación infligida a sus ídolos. No; todas aquellas cosas no eran posibles, no eran aceptables, no eran imaginables. Humfels, Mietz y los demás estaban locos. Y él también estaba loco por conceder un segundo de atención y de preocupación a semejantes ideas de pesadilla.
Su carácter cambió entonces. Se transformó en un muchacho sombrío, taciturno, que buscaba la soledad y se mostraba preocupado. No quiso volver a la escuela. Cuando Fannie le mandaba a la fuerza, procuraba separarse. Diariamente le obsesionaban las mismas ideas. Su mente seguía obstinada en dilucidar el negro problema, demasiado intrincado para él, en reafirmar aquella revelación que la adolescencia, aunque cultivada y preparada por secretas ansias interiores aceptaba ya penosamente, pero que un niño de nueve años halla demasiado brutal, demasiado decepcionante. Pierre pasó todo aquel tiempo tratando de recordar detalles de la vida de Paul y su madre, de su intimidad. Crispaba los puños y lloraba a solas con furor y desesperación. ¿Había consentido su madre aquello? ¡Imposible! ¡Imposible! Tan imposible como si fuera una alucinación repugnante y grotesca. Sin embargo, tenía cierta apariencia de verdad…
Llegó a sentir una especie de odio hacia su madre. La consideraba culpable. Después de todo, era culpa suya el que los muchachos de la escuela le hubieran impuesto por fuerza aquella revelación. Ella no hubiera debido exponerle a aquel sufrimiento. Y, a partir de aquel instante, no le dirigió la palabra, evocando perpetuamente, como contraste, el recuerdo de su padre, al que había conocido muy poco, pero al que amaba con todas sus fuerzas impulsado por una especie de reacción. Súbitamente, comprendió la inmensidad de la falta que su madre había cometido. Hubiera querido gritarle su disgusto y su odio. Y se sintió aliviado y casi vengado cuando se supo que Paul el alemán había muerto en el frente, de un balazo en la cabeza, y ya no volvería.
Fannie aceptó el golpe con fatalismo, dócilmente, como un castigo esperado, previsto desde hacía largo tiempo. Desde entonces, vivió en la miseria, privada de todo, tanto de fuego como de comida, de dinero como de ropas. Paul le había dejado un centenar de marcos, que le duraron quince días. Antes, él le llevaba víveres de la cantina y patatas de los almacenes alemanes. Pero desde su partida no tuvieron nada, y Fannie tampoco se atrevió, por miedo a ser rechazada por el pueblo, a inscribirse en las listas de racionamiento.
Llegó el mes de setiembre. Quedaban algunas legumbres en el jardín y unas cuantas patatas. Las consumieron rápidamente, y el temor de Fannie creció al pensar en el ser que iba a traer al mundo. Era tanta la miseria que les consumía, que, hambriento antes de nacer, no tendría siquiera un pedazo de tela con qué cubrirse. Tuvo que hacerle pañales con trapos viejos.
Pierre, entretanto, daba vueltas como un pequeño vagabundo. No se le veía por ninguna parte. Algunas veces deambulaba aún por la cantera, la gran cantera salvaje y quimérica de su infancia, y se aproximaba a la casa de Lise y de la abuela Berthe. Hubiera querido entrar, pedir comida a aquellas dos mujeres que con seguridad no habían dejado de quererle. Pero sentía vergüenza y miedo, y, apenas las veía aparecer, procuraba alejarse cuanto antes.
Una tarde, a finales de setiembre, Fannie regresó a su casa magullada, con el rostro hinchado y la mejilla lacerada. Muerta de hambre, había ido a inscribirse en las listas de racionamiento. Se había arriesgado tímidamente a acudir a la distribución. Llegó un poco tarde, cuando una larga cola rodeaba la escuela, donde se hacía el reparto de víveres, en una clase desocupada. Se puso al final, entre las mujeres y los viejos. Pero muy pronto la reconocieron.
—Es Fannie. Fannie Bauduez, la mujer de Jean, el calero. La mujer de Sennevilliers, la que dio cobijo a un boche.
Las mujeres comenzaron a hablar en voz cada vez más alta, a gritar alusiones directas. Los hombres contemplaban a Fannie, dándose codazos y bromeando. Gentes que habían perdido un hijo o un marido se irritaban ante su presencia. Otros se regocijaban y algunos decían:
—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Parece contenta de haber venido! No se hace la mojigata…
Fannie, roja de vergüenza, se apoyaba en la pared y recibía los ultrajes en pleno rostro. No se atrevía a decir nada. Pero sus piernas temblaban de hambre y de debilidad. Era necesario que permaneciera allí, tanto por ella como por el pequeño Pierre, que no había comido caliente desde hacía dos días. Trataba de hacer como que no oía, se dejaba empujar y atropellar sin decir palabra, como si su resignación y su pasividad fueran a calmar a la multitud.
—¿Te ha abandonado tu boche, o es que ha muerto? —le preguntó un hombre poniéndole el puño debajo de la barbilla—. ¡Responde! ¡Responde, miserable!
Una vieja, acercándose a ella con un gesto de odio contenido más horrible que si la hubiese golpeado, pronunció con calma, con un tono de rabia fría e inexplicable:
—¡Espera! ¡Espera a que termine la guerra!
Los demás asintieron.
—¡Yo no esperaré a que termine la guerra! —gritó una mujer, abalanzándose sobre ella.
Acababa de enterarse de que su hijo había muerto y se sentía consumida por una gran sed de venganza. Cogió a Fannie por las muñecas con una fuerza irresistible.
—¡Amiga de los boches! ¡Eres tú quien me lo ha matado!
Fannie, muerta de miedo, permaneció inmóvil, como una mujer adúltera a la que se aprestaran a lapidar.
En su mente no tenía más que una idea: aquella maldición, aquella maldición de Lise, que volvían a gritarle ahora.
—¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! ¡Pero me las pagarás!
Fannie intentó en vano deslizarse a lo largo del muro y ponerse a salvo. Pero ya la otra había cogido una piedra y, sirviéndose de ella como de un arma, golpeó con su canto el rostro de Fannie. Esta gimió, se protegió con ambas manos, con la espalda encorvada, mientras la otra le desgarraba a pedradas el cuero cabelludo. Se vio obligada a resguardarse entre la gente que la rodeaba para protegerse de aquella furia, alejándose a través de la multitud, encorvada, con las manos en la cabeza, entre las burlas, las injurias, patadas y puñetazos en la espalda. Incluso, la golpeaban por debajo, buscando la manera de alcanzar su rostro, que ella intentaba proteger con las dos manos. Súbitamente se encontró fuera de la turba, con el rostro ensangrentado entre sus manos enrojecidas. Un líquido cálido corría por sus mangas. Una piedra le alcanzó en la nuca, haciéndola caer de bruces. Permaneció un segundo aturdida y, volviéndose a levantar, echó a correr perseguida por el abucheo de la multitud. Una granizada de piedras cayó a su alrededor. A cada paso que daba la alcanzaban diez piedras en la espalda y en la cabeza. Creía que su cerebro estaba a punto de estallar.
Una turba de chiquillos la siguió y la escoltó hacia su casa. Tuvo que cerrar rápidamente la puerta para protegerse de una última lluvia de piedras. Algunos cantos rompieron con estrépito los cristales de la ventana y cayeron sobre la cama y la mesa. Se refugió en un rincón, contemplando cómo las piedras rodaban por la estancia y escuchando las burlas, sin pensar más que en una cosa: que todo aquello terminara y que se marcharan antes de que Pierre volviera…
El alboroto duró todavía una buena media hora larga. Y cuando no hubo más cristales que romper, los muchachos se cansaron y fueron desfilando uno a uno.
Fannie siguió inmóvil, como anonadada. No lloraba y apenas sentía ningún dolor. La cabeza le pesaba enormemente. Se pasó la mano suavemente por la frente y gimió más de espanto que de dolor, al notar una herida que sangraba. Su mejilla también sangraba. Pensó en Jean, su marido. Estaba muerto. ¡Qué suerte! Ella también hubiera querido morir. Pero en sus entrañas llevaba al niño… Dos vidas aniquiladas de un solo golpe. ¿Podía hacerlo? Sin duda alguna; sí, desde luego… ¿Por qué dejar venir al mundo a un ser al que le esperaba tanta desventura? Además, quedaba Pierre. Pierre, que no merecía sufrir, que no sabía nada y que pronto conocería el crimen de su madre… Permanecía postrada, tan desolada, que se daba cuenta de la inutilidad de todo, incluso de las lágrimas.
En aquel momento oyó pasos en el exterior. Entró Pierre presuroso. Había visto muchos cantos y piedras en el camino y los cristales rotos de la ventana. Entró bruscamente, buscando a su madre con la mirada, y la vio en un rincón, sentada, despeinada, con las ropas desgarradas, el rostro sangrando y la expresión extraviada. La contempló con aire estúpido unos instantes y luego preguntó:
—¿Qué es…? ¿Qué ha sucedido… madre…?
Ella se levantó penosamente y murmuró:
—Nada, nada… No es nada…
Quiso moverse y trajinar por la habitación, pero no logró más que arrastrar penosamente una pierna magullada, un vientre abultado. Tuvo que apoyarse sin fuerzas en la mesa.
Pierre la miró en silencio y comprendió lo ocurrido. Sin duda, había ido al pueblo… ¡Cómo habría sufrido! Recordó su propio dolor, su propia humillación. La contempló y, poco a poco, sintió que volvía a ser su madre… Lentamente fue olvidando su odio. No podía ya odiarla. No sentía hacia ella más que compasión inconmesurable que, como una nueva marea de amor resucitado, impetuoso, que todo lo arrastra, le invadía, haciéndole un nudo en la garganta.
Fannie se dirigió a la ventana y miró a través de ella, ocultando su vergüenza y sin atreverse a mirar a Pierre. Su rostro era el de una anciana. Por vez primera, Pierre la veía envejecida. Sus ojos azules, su mirada extraviada, tenían algo de desamparo, de incierto. A pesar de su aire envejecido, conservaba en las facciones y en la mirada algo de infantil, como un doloroso gesto de sorpresa ante él mismo, que la hacía parecerse a Pierre.
Siguió contemplándola. ¿Qué le habían hecho en el pueblo? ¿Habría tenido que sufrir igual que él? A cada instante aumentaban sus remordimientos. No sentía ya ningún odio, sino una piedad infinita que desterraba en él toda cólera, todos los celos, toda aquella odiosa obsesión y aquellas ideas de pesadilla. Murmuró:
—¡Madre!
Pero ella no pareció oírle y tuvo que repetir más fuerte:
—¡Madre!
Ella volvió hacia él un rostro ajado.
—¿Te han hecho daño?
Maquinalmente, Fannie se llevó la mano a su mejilla herida. Estaba demasiado fatigada para pensar en mentir, y con voz triste e inexpresiva, dijo:
—Me han golpeado…
Y se puso a llorar de desesperación y dolor.
Él se acercó a ella y se atrevió a decir:
—No llores, madre… Yo estoy aquí. Ya se hartarán…
Se encogió nuevamente de hombros y meneó la cabeza.
—Mi pobre Pierre… Tú no puedes saber…
—Sé…
Fannie se estremeció. El tono bajo y firme de Pierre la sobresaltó. Lo miró conmovida, casi aterrorizada. Tenía miedo de haber comprendido, de haber adivinado el significado de sus palabras. Empalideció.
—¿Qué estás diciendo, Pierre? ¿Qué estás diciendo?
Él repitió con gravedad:
—Lo sé todo. No tienes que preocuparte más. Lo sé, lo comprendo todo… No llores más, madre; no es culpa tuya…
Fannie se recostó en su silla, y él creyó que iba a morirse de remordimiento y de vergüenza. Pierre se precipitó hacia ella con un grito:
—¡Madre! ¡Madre!
Fannie lo cogió en sus brazos frenéticamente. No se daba cuenta hasta qué punto había tenido que vencerse, que armarse de valor para volver a su lado y únicamente se veía perdonada por el único ser de quien podía esperar perdón. Lo besó, lo acarició, loca de alegría, de gratitud y de desesperación, con los ojos arrasados de lágrimas. Gemía en alta voz, invocando el nombre de su marido muerto:
—¡Perdóname, Jean! ¡Perdóname!
Como si por voz de su hijo hubiera sido el marido olvidado quien le hubiera otorgado su misericordia.
Fannie dio a luz el 2 de octubre de 1917, a medianoche. Era el aniversario del Feldmariscal Hindenburg. En la cochera, junto a la cocina, había unos cincuenta alemanes que habían encendido un gran fuego y que bebían, comían y cantaban.
Fannie resistió hasta las once. Luego no pudo evitar sus gemidos y Pierre se despertó.
—Vé a buscar socorro, pequeño —gimió—, ve de prisa. Estoy muy enferma… No puedo más.
Pierre salió, vacilando unos instantes. No conocía a nadie en Herlem que pudiera prestarle socorro.
Se decidió súbitamente y en la oscuridad echó a correr hacia la cantera. Todo estaba dormido en la casa de su abuela. Golpeó en los postigos y Lise salió a abrirle.
Comprendió en seguida. Dejó a Pierre en su propia cama y, vistiéndose rápidamente, salió tomando el camino que conducía hasta lo alto del monte. No había cogido ninguna linterna para no ser vista por los alemanes, pues había pasado la hora de queda. Iba con el oído atento, preparada para ocultarse en cualquier surco al primer ruido que escuchara, a la primera silueta alemana que entreviera en el camino. Pero el campo estaba desierto. Se cercioró de que, efectivamente, no se divisaba un alma y apresuró su marcha, bajo el cielo tachonado de estrellas y de un negro azulado insondable. No soplaba una sola ráfaga de aire, no se veía una sola nube, ni brillaba la luna. Incluso el lejano cañón, por desconocido milagro, estaba mudo. Un silencio de misterio bañaba el mundo bajo la fría claridad estelar. La noche era solemne; una verdadera noche de Natividad.
Lise alcanzó lo alto del monte. El tejado de la casa de Fannie, un alto tejado de heno, apareció puntiagudo y negro, sobre el infinito cielo engarzado de estrellas. Lise dio unos pasos. Un rumor llegó hasta sus oídos, cada vez mayor; la algarabía de voces de hombres gritando, riendo y cantando. Procedían de la cochera. Había allí unos cincuenta soldados, echados entre la paja y ocupados en beber y en comer, en bromear y en disputar, en reír y en embrutecerse, olvidando en una orgía brutal el horror de su aventura. Lise recordó que aquel 2 de octubre se festejaba el 70 aniversario de Hindenburg. Como una sombra furtiva y negra, Lise se deslizó a través de la zona de claridad rojiza que salía por la puerta abierta y se adelantó hacía la casa.
Allí reinaba el silencio. A través de la ventana se vislumbraba un vacilante resplandor, una mancha de luz purpúrea, en medio de las tinieblas, como aquella que guio a los pastores hasta el establo. El contraste era casi trágico. Allí, aquella humilde lamparilla, palpitando en silencio, y detrás, el jolgorio de la cochera, el clamor discordante y ronco de los hombres borrachos que entonaban el Gloria en honor del viejo Hindenburg:
Con las armas en la mano
Gloria, Victoria
Con las armas en la mano
Por la Patria
Envuelta en la oscuridad, Lise empujó la puerta y entró en la choza.
La estancia estaba sumida en tinieblas. Sobre la mesa había un vaso de loza, donde ardía una mecha, como una lámpara de los tiempos bárbaros. En un rincón se veía la cama. Encima, una forma indistinta, blanca y torturada, que exhalaba un estertor. A su alrededor dos hombres iban y venían; dos jóvenes soldados con gruesos calcetines, pisando la sangre, con las mangas arremangadas y las manos pegajosas y enrojecidas hasta el codo como carniceros. Sudaban, juraban y hacían cuanto podían los pobres muchachos. Descompuestos y pálidos, azorados, desamparados, con el corazón en un puño, asistían en un resto generoso de piedad humana a la parturienta, ayudando por vez primera la venida al mundo de un nuevo ser…
Fue una niña. La llamaron Jeannette. Lise acudió todos los días para cuidarla. Sentía remordimientos por haber sido demasiado dura. No decía nada a Fannie, pero le hacía las tareas de la casa y le llevaba de comer. Pierre en aquellos días volvía a la cantera. Su abuela, la vieja Berthe, le veía llegar cada mañana. Entraba, se sentaba junto al fuego, y trataba de entrar en materia:
—¿Qué hay en esa marmita, abuela?
—Arroz.
—¡Ah! Arroz…
Seguía un silencio.
—¿Es tu comida ese arroz?
—Sí.
—¡Ah…!
—¿Y qué tenéis en tu casa, Pierre?
—¿En casa? Oh, hoy no tenemos gran cosa…
—Entonces comerás con nosotros, ¿verdad? —decía Berthe por fin.
Pierre enrojecía de placer y no podía menos que sentirse aliviado.
—Si esto to complace, abuela, me quedaré…
Fannie no logró recobrarse. Llegó el invierno y el frío. Pasaba los días en la cama, acurrucada, envuelta en una colcha y con las rodillas en la barbilla. Lise hacía todo el trabajo. Fannie parecía indiferente, absorta. Apenas comía y se interesaba poco por su hijita, a la que no podía amamantar. Se hubiera dicho que no pertenecía ya a este mundo. Raras veces dormía, y hablaba sola durante noches enteras, atemorizando a Pierre. Pronto fue evidente su locura. Pierre hubiera querido llevarla a la cantera, pero ella se negaba a abandonar la cama, aunque solo fuera por una hora. Lise comenzó a preocuparse por Pierre y por la niña. ¿Se sabe acaso todo lo siniestro que pueden albergar esos espíritus desequilibrados?
Fannie desapareció una mañana de enero. La buscaron por todas partes, sin encontrarla. Fue preciso resignarse a la idea de que había partido al azar, en busca de Dios sabía qué —quizá de sus muertos— o bien que había encontrado la muerte en algún lado. Ya se habían resignado a aquella desaparición cuando la casualidad reveló su destino. Corría el mes de febrero de 1917. Helaba espantosamente. El estanque de la cantera no era más que un bloque de hielo; los muchachos del pueblo iban allí a patinar y habían acondicionado el lugar para deslizarse en sus orillas. Uno de ellos, para cortar las ramas de un sauce que crecía en el lado de la cantera, casi en el remate de la muralla de piedra, emprendió la ascensión… Alcanzó el sauce. Se asomó para ver desde allí arriba a sus camaradas y el estanque. Y a través de la masa de cristal translúcida y congelada, percibió, adivinó más bien, una larga forma aprisionada de cara al cielo, con los cabellos rubios desplegados hacia atrás. El hielo, al petrificarlos, había respetado su leve ondulación flotante… Ataúd regio, semejante a algún diamante enorme, en el fondo de la cantera blanca y agreste, donde Fannie había encontrado, por fin, su paz definitiva.
Trataron de sacarla. Intentaron romper el hielo, sin conseguir más que romper dos dedos a la muerta. Fue preciso esperar el deshielo para retirarla.
Lise adoptó a los dos huérfanos.
(Continuará…)