EL KÁISER Y EL PRISIONERO (FINAL)

Leonid Andréiev





IV

—Estáis en un error. Saldréis derrotado.
—¿Sí? ¿Y por quién?
—No tenéis la fuerza de vuestra parte, y sucumbiréis.

Permaneció el káiser un momento callado, y después, frío y hosco, exclamó:

—¡Lástima me da usted, señor mío! Por lo visto, cuenta usted con el hambre como medio de vencer a Alemania. Piensa usted en los mendrugos de pan, que son hoy la obsesión de Europa entera, y deduce de ahí que llegará el día en que a nosotros no nos quedará nada que llevarnos a la boca. Pero ¡qué lástima me dan ustedes! Hasta se me suben a la cara los colores, de vergüenza, cuando leo esos artículos de periódicos en que dicen tales paparruchas. Debían ustedes volver a otro lado la cabeza, como hizo Jafet para no ver a su padre desnudo, y en vez de eso, lo que hacen es ponerse a espiar a las puertas de Alemania, para escuchar lo que dicen las cocineras, y se ríen, como lacayos, de su gran sentido práctico, que les hace calcular hasta el último pfenning. No soy muy propenso, que digamos, al sentimentalismo, pero a pesar de ello, y de ser emperador, no puedo contener las lágrimas cuando pienso en el heroísmo de nuestras mujeres y nuestros niños. Y en tanto esos viles traidores ingleses calculan, desde lo alto de sus cátedras y sus tribunales, cuánta leche podrá quedar aún en los pechos de nuestras jóvenes madres, y el tiempo que puede durarles, y la fecha en que nuestros críos empezarán a morir de inanición, lloro de puro orgullo por mi gran pueblo. Esos señores ingleses se dan demasiada prisa en cantar victoria. Porque, aun suponiendo que llegara a agotarse la leche de nuestras mujeres, del fondo de las selvas vendrían lobas a amamantar a nuestros hijos, como aquella que crió a Rómulo y Remo.

Se ruborizó levemente el prisionero, y respondió:

—No me refería al pan. Pero ¿cómo explicar esa enorme resistencia con que tropiezan vuestras tropas? Seguro que no la esperabais ¿verdad?

No dijo nada el káiser, y el prisionero creyó notar que se había puesto algo pálido.

—¿O acaso no os parece tan grande esa resistencia?

Guillermo se encogió de hombros.

—Es el instinto de conservación de la vieja Europa.
—¿Simplemente?
—¡Claro! ¿Qué otra cosa podría ser? Se defiende… y, además, voy a serle franco. Puede que tenga usted razón y que no me esperase semejante terquedad de parte de…
—¿De un cadáver?

Volvió Guillermo a encogerse de hombros.

—Sí, usted lo ha dicho, de un cadáver. El muerto resulta más corpulento de lo que yo pensaba, y hay que abrirle una zanja mayor. Pero ¿no se la estoy ya abriendo? Escuche usted las voces de mis sepultureros; suenan de un modo harto persuasivo y serio.

Efectivamente, el fragor del cañoneo lejano sonaba como un rugido bronco e incesante. ¿Sería que de nuevo se había recrudecido la lucha, o que había cambiado la dirección del viento y ahora traía este más claros los ruidos? Lo cierto es que hacia el Oeste todo era estruendo y trepidaciones, tronar y bramar rabioso. Parecía como si allí terminase lo humano, lo corriente, ante una gigantesca catarata que, en su tromba de agua arrastrase moles de peñascos y hierro.

—¿Oye usted a mis sepultureros? —dijo el káiser sombrío.

Palideció el ruso y respondió:

—Siento como si estuviésemos en el fondo de un torrente que nos arrastra al Niágara… Todo se derrumba y desploma…

Guillermo rió, y después dijo:

—No, no es el Niágara. Es mi rebaño de hierro que brama. ¿No encuentra usted imponentes sus voces? Y el pastor soy yo. Látigo en mano hago venir sin cesar nuevas y nuevas manadas. ¿Oye usted? Tengo que hacerlas bramar a todas con estruendo infernal, porque aún sus bramidos no son bastante furiosos. ¿Qué furia es esa de ahora? No, hay que rugir de tal modo que todo el globo terráqueo tiemble de polo a polo, como en un paroxismo de fiebre, y que allá arriba —y al decir esto, alzó la mano al techo—, en Marte, se oiga esta voz, mi voz de sepulturero mayor de la putrefacta Europa. ¡A la fosa! ¡A la fosa con los cadáveres!

Apretados con violencia los labios, lo que infundía a su rostro una expresión dura y altiva, empezó el emperador a pasear nervioso de acá para allá, como si se hubiese olvidado por completo de que no estaba solo. Sacaba el pecho, abombándoselo con la mano derecha bajo el uniforme, y echaba hacia atrás la cabeza. Marchaba con paso firme y preciso; paso de revista, que medía la tierra, y con cada pisada proclamaba su cesáreo poder sobre el mundo vencido y aplastado. En sus ojos brillaba un fulgor de entusiasmo y locura.

El ruso dijo:

—Sois terrible.
—¿Comprende usted? —exclamó Guillermo, sin dejar de marcar el paso y sin mirar al prisionero.

Parecía no haber entendido el sentido de las palabras del ruso. Sólo habían despertado en su alma un eco sonoro y festivo, como reconocimiento de su grandeza, humilde homenaje del mundo entero, que ante su genio se inclinaba.

Y una vez más volvió a erguirse ante sus ojos, cual visión refulgente, cegadora, la bíblica escala de Jacob, en cuya cúspide, tocando el cielo, se alzaba él, Guillermo, emperador de Alemania y de todo el globo terráqueo. A sus pies pululaba el pueblo alemán, innumerable, pletórico de fuerza, centelleante de espadas y cascos, recio, fornido, imponente. Hasta donde podía llegar con la vista, hasta el confín del remoto horizonte, se movían sus ejércitos como ondulante trigal, en el que cada espiga era una bayoneta refulgente. Y aquel ejército se esfumaba en la violácea bruma de los océanos, en el oro y el verde de islas lejanas y de ignotos países, cuyo presentimiento exaltaba la fantasía del hombre, y por encima de todo, el encendido sol, triunfal, a modo de diadema del orbe, irradiando sobre su frente.

Como si temiera espantar aquel hermoso sueño con su movimiento demasiado brusco, ensimismado, casi a tientas, cerrados los ojos, se fue acercando Guillermo a su sillón y se desplomó en él.

Y siguió allí sentado largo rato, sin hacer el menor ruido, conteniendo casi la respiración, cerrados los ojos que parecían ver. Un arrobo intenso semejante a un letargo, se había adueñado de su espíritu, y como un delirio, lo llevaba suavemente al reino de las aéreas visiones y los hermosos juegos de luz, del que pueden dar idea el cabrilleo de los rayos solares, deshilachados por el retozar de las ondas.

Llegaba a sus oídos, cada vez más amortiguado, el lejano tronar de los cañones, el cual acabó por no sonar más fuerte que el tictac de un reloj de péndola; se volvió intermitente y cesó, al fin, del todo, como ahogado en el silencio mayestático y solemne de las luminosas visiones que cruzaban por aquel cerebro, con todo el esplendor de la belleza.

Pero un brusco escalofrío le sacudió luego el cuerpo. Silenciosas, pero con urgencia febril, cual impelidas de cálido huracán, aquellas luminosas visiones empezaban a temblar, a huir, a desbandarse y desvanecerse. Una tras otra, iban sumiéndose de nuevo en el reino misterioso de donde vinieran. Y el alma de Guillermo vino a sentirse envuelta en una inmensa paz de océano sereno y de cielo estrellado.

Y soñó que era medianoche y que él iba, sobre la plácida superficie marina, a bordo de uno de esos cruceros que, sorda y majestuosamente, surcan las aguas, mansas y profundas. Las cronométricas sacudidas de las máquinas, el rápido girar de la hélice, el hervor del oleaje en torno al casco, todo se fundía en Guillermo al ritmo del propio corazón, que a su vez se fusionaba con su propio aliento.

Ahora era él el hierro, el acero y los cañones de su navío; él, los hogares encendidos, las palancas colosales y el potente motor, y también la aguda proa que cortaba el agua, venciendo el espacio. Se identificaba con su crucero hasta formar con él un todo formidable; un solo cuerpo con una sola voluntad, orientada a un solo fin. En vez de corazón, sentía en su pecho una máquina poderosa de millones de caballos de fuerza, y sus costillares eran cuadernas de acero. Y se quedó dormido.

Pasaron tres, cinco minutos, en profundo silencio. Momento hubo en que el ruso cerró también los ojos, adoptó una postura más cómoda, como quien se dispone a dormir, y cruzó las piernas; pero el sueño huía de él como si no sintiese la menor fatiga. Y entonces, estirando el cuello, se puso a contemplar el inmóvil rostro del káiser; se quedó luego escuchando su respiración, regular y acompasada, y sonrió.

—Sire —llamó.

No obtuvo respuesta.

Visto lo cual, se levantó y, acuciado por un nuevo sentimiento de curiosidad, aguda, casi pueril, se puso a examinar atentamente cuanto había en la habitación. Llegó a la ventana de puntillas, alzó un poco el pico del visillo y miró afuera. Todo en la calle era silencio y oscuridad; sobre el tejado de una casa cercana, mostraba el cielo un tinte rosado, que reflejaba el fulgor de un lejano incendio. Seguían tronando los cañones.

Dejó caer el prisionero el pico del cortinón y pasó a detenerse ante una gran mapa militar, que ocupaba gran parte de la pared. Y hubo de confesarse a sí mismo, con pena, que no entendía nada de aquel enrevesado laberinto de puntos y líneas policromas, que en todos sentidos lo cruzaban. Se volvió luego al velador del centro, y con mucho cuidado, sin quitarle ojo al emperador, cogió el revólver y lo examinó. Estaba cargado, y el prisionero pensó: «¡Qué imprudencia!»

Con el revólver cogido entre las dos manos y la cabeza profundamente inclinada sobre él, como si pretendiese penetrar con los ojos en el misterio del arma, permaneció el ruso un rato inmóvil, embebido en sus extraños y hondos pensamientos. Petrificado parecía, pues no le temblaba ni un pelo siquiera de la frente. Hasta que, al fin, levantó la cabeza, y con las mismas precauciones de antes volvió a dejar el revólver encima de la mesa, en el mismo sitio, y fijó la mirada en el soberano.

El emperador seguía durmiendo.

Harto grave para esbozar siquiera una sonrisa ni encogerse de hombros, tornó el prisionero a su sillón, se sentó en él, y de nuevo se puso a revistar el aposento. Le parecía ahora muy distinto, y el bronco tronar del cañón que de fuera llegaba perdía para él todo sentido trágico y fatal, como si aquellos disparos no lo fuesen de verdaderos proyectiles que mataban y mutilaban innumerables cuerpos humanos y sólo se tratase de un juego inofensivo. No sentía ya pizca de cansancio; dejaron de temblarle brazos y piernas, y su voz sonó alto, rotunda y firme al llamar por segunda vez al soberano.

—¡Oíd! ¡Despertaos, sire!

Abrió Guillermo los ojos y miró en torno suyo, sin comprender nada todavía. Pero de pronto, recordó lo que acababa de pasar, le palpitó con furia el corazón y se levantó sobresaltado. También el ruso se levantó maquinalmente, y con un ademán habitual de militar disciplinado, adoptó una actitud respetuosa, juntando los pies y dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo.


V

Sonaron las preguntas del káiser como sacudidas en un tono brusco, imperativo:

—¿Me dormí?
—Sí.
—¿Y he dormido mucho rato?
—Sí.
—¿Y anduvo usted por la habitación?
—Sí.
—¿Cómo se atrevió usted a hacerlo?
—Os llamé antes y no me oísteis.
—Debió usted haber llamado a mi servidumbre.
—No quería que vieran esto.

Y señaló tranquilamente con la mirada el revólver.

También Guillermo le lanzó una rápida ojeada.

—¡Ah, eso! ¡Dice usted bien! Sí…, sí… ¡Bueno, siéntese usted! ¿Lo tomó en su mano? Sí, porque observo que no está en el mismo sitio.
—Sí, es verdad, lo cogí.
—¿Y luego lo volvió a dejar donde estaba? Gracias. Pero ¿por qué no se sienta? Siéntese, hágame el favor. Por supuesto, que desde este mismo instante está usted libre, completamente libre, ¿entiende? Puede usted marcharse a donde guste. Ni siquiera pienso exigirle su palabra de honor de no volver a hacerme la guerra. Es usted muy dueño, si así lo desea, de seguir combatiéndome.
—Muy agradecido. Sí, seguiré combatiéndoos.

Guillermo le hizo una cortés inclinación de cabeza.

—Lo siento muy de veras, señor profesor. Es usted un alma noble. Tengo que contarle a mi esposa el episodio de esta noche.

Correspondió el ruso, a su vez, con otra inclinación de cabeza.

Guillermo contempló con benévolos ojos aquella cara pálida, modesta en demasía; verdadera cara de sabio.

—Pero Alemania —añadió Guillermo— no sabrá nunca nada de lo que ha pasado entre los dos en estas cuatro paredes. No tienen por qué saber que su emperador ha sido, durante diez minutos, un simple mortal como cualquier otro. ¿No es eso? Bien, voy a llamar. Siento ansias por ver a alguien de mi séquito. ¿Comprende usted?

Tocó el timbre.

Un momento después entraba su edecán. Guillermo clavó en él una larga mirada rebosante de cólera, y hasta de puro irritado, se puso como la grana. Luego, con voz tan tonante que así el edecán como el prisionero dieron un respingo, ordenó:

—¡De beber!

Entró a poco el viejo y leal servidor, que quería al emperador como el perro a su amo, llevando una botella de champaña, y Guillermo, que aún hervía de cólera, miró también con ojos iracundos y le gritó:

—¡Vete! ¡Lárgate enseguida!

Luego que se hubo ido el criado, lleno de consternación, señaló el emperador con sus grises ojos su encorvada espalda e hizo al prisionero un guiño, como diciendo: «Ya lo ve usted: ¡todos son lo mismo!».

—¡No entienden! ¡Son todos igualmente brutos! Tome usted otro cigarro, fume. ¡El cigarro de nuestra paz!
—¡O, por lo menos, de nuestro armisticio! —rectificó el ruso, sonriendo.

Encendió Guillermo otro habano y se recreó, llenando la estancia de nubes violáceas y aromáticas.

—Fume usted —insistió—. Esto serena un poco los nervios. El viejo Hindenburg dice que esta guerra la ganará el que conserve los nervios más tranquilos. Así que fumemos, en silencio, nuestro cigarro de la paz.

Un rato estuvieron fumando ambos, en silencio. Y fue en aquellos instantes, en que ninguna voz humana, siempre extraña e inoportuna, profanaba el silencio de aquel aposento sobrio y alto de techo, cuando gozó Guillermo de la plena alegría de vivir. Sus pensamientos eran vagos y se elevaban a gran altura, como nubecillas en día de sol, y en cada átomo de su cuerpo palpitaba aquel loco goce de existir, infundiéndole hasta deseos de reír y cantar.

Con honda fruición, pasó revista con la mirada al aposento; fijó sus ojos con benevolencia en el prisionero, ponderando mentalmente su corrección y luego, concentró su atención en el mapa militar. Le pareció que exhalaba el frescor de los amplios espacios, como mañana de primavera que infunde antojos de vagar por los campos. Aquellas rayas enrevesadas y sinuosas que lo cruzaban, sus pálidas tintas y los rótulos apenas visibles, se convertían, en la imaginación de Guillermo, en selvas y montañas, en anchurosos ríos cruzados por puentes, y en miles de ciudades y pueblos, rebosantes de vida y dinamismo.

Fuera, al otro lado de la puerta, tenía lugar el relevo de la guardia. Se oyó unos momentos el apagado susurro del santo y seña, y el amortiguado rumor de las botas de los soldados y del fusil, en los movimientos de ordenanza. Luego se hizo otra vez el silencio. El Gran Hotel seguía sumido en su sueño profundo. A lo lejos, el cañoneo amainaba cada vez más. Probablemente había llegado, incluso para los combatientes, el momento del supremo cansancio, ese momento que infaliblemente sobreviene al despuntar la aurora, cuando flojean los miembros y los cuerpos se rinden.

Semejaba ahora el cañoneo un gruñir intermitente de perros soñolientos. A impulsos de su alegre excitación fue Guillermo a la ventana y descorrió la cortina. Probó a abrirla, pero sus hojas resistían a su esfuerzo, y el prisionero acudió diligente en su ayuda, empujándolas con la mano, y al cabo se abrió. Una bocanada de frescor nocturno irrumpió en la estancia, mezclado con el olor al humo del tabaco.

—Conviene renovar un poco el aire —dijo sonriendo el emperador.
—Sí, hay aquí una atmósfera muy cargada —corroboró el ruso.

Estaban ambos en pie, junto a la abierta ventana: Guillermo, delante, y a su espalda, el prisionero.

Se había vuelto más débil aquel bermejo resplandor que asomaba por encima del tejado de la casa inmediata; negro estaba el cielo, pero los adoquines del piso de la calle se distinguían con toda claridad; expiraba la noche. Todo en aquella ciudad era calma y silencio. De otras, más lejanas, llegaba un monótono rumor de carrocería, semejante al zumbar incesante de un salto de agua. Aguzando más el oído, podía oírse el mortecino traqueteo de la artillería rodada, de los pesados camiones con cocinas de campaña y el desfilar de las masas de infantes y jinetes. Pasaban los autos de Intendencia lanzando estridentes silbidos, atenuados por la distancia, abriéndose paso por las calles obstruidas por los escombros. De trecho en trecho, bordoneaba en el aire el mosconeo de algún aeroplano. El ambiente todo parecía henchido de insomnio y zozobra.

«A París —pensó el emperador—. Todo va marchando, paso a paso, hacia París».

Le palpitó más fuerte el corazón, como al dictado de un tambor mayor. Surgió, de pronto, en su imaginación la gran ciudad cosmopolita. En su mapa militar no pasaba de ser una simple estrellita, sin calles ni habitantes. Y a aquel puntito del mapa era adonde se dirigía todo el alud de aquella infantería y aquella caballería y aquella artillería. Y allá también marchaba el alma del emperador, con el ansia de un bárbaro que marcha a la conquista y al saqueo.

Palideció su rostro y se apagó su sonrisa: se erizaron sus bigotes como las peludas orejas de la fiera que va a lanzarse sobre su presa.

—¡A París! —volvió a decir, pero esta vez en voz alta, trémula de un ansia rapaz.

Se olvidó de que el prisionero estaba allí detrás de él; hasta tal punto se olvidó, que lo tomó por su ayudante, y ya se volvía para darle una orden. Pero enseguida se dio cuenta de su error; no, aquel no era su edecán, sino un voluntario belga, uno de tantos prisioneros. Crispó el rostro en una mueca, y las palabras que ya tenía en la punta de la lengua le cayeron, cual pesadas piedras, al fondo del alma.

—Parece que ibais a decir algo —insinuó el prisionero.
—No…, nada. Cierre usted la ventana —ordenó, displicente, Guillermo, y se retiró de allí.

Obedeció el prisionero, y preguntó:

—¿Corro también la cortina?
—Sí —contestó Guillermo con voz autoritaria, pero luego se dulcificó—si es usted tan amable…

Corrió el prisionero la pesada cortina. Y otra vez se tornó triste el aposento y pesado el ambiente. Las llamas de las bujías que ardían sobre la mesa, sacudidas por la última bocanada de aire fresco, empezaron a contraerse en contorsiones grotescas.

Si no hubiera estado allí aquel ruso, habría vuelto el káiser a abrir la ventana, y habría estado largo rato recreándose con el lejano rumor de las masas armadas en movimiento. Si hubiese estado solo, habría apagado las luces y seguido escuchando en la sombra, embriagado por la idea del triunfo inminente, de sus laureles y su grandeza. Pero estaba allí aquel hombre y no lo podía despedir, diciéndole sin más ceremonia: «¡Váyase usted!» Aquellos diez minutos, durante los cuales tuvo en sus manos la vida del emperador y la suerte de Europa, le conferían derechos especiales y desusados.

—¿Por qué no se sienta usted?

Volvió a sentarse el prisionero, cruzando las piernas.

Reparó Guillermo en su bota destrozada y preguntó:

—Diga, profesor: su conducta tocante al revólver, ¿no se la habrá dictado el miedo?… Claro que no me refiero al miedo físico, sino al moral. ¿Comprende usted?
—No.

Reflexionó Guillermo, y en tono grave y solemne profirió:

—Lo creo a usted sinceramente. Habría sido algo harto necio y mezquino. Pero ¿a que no es usted capaz de adivinar, señor profesor de Derecho y filántropo, qué es lo que realmente le ha salvado la vida al emperador de Alemania?

Fijó en el prisionero una larga mirada, a la que procuró imprimir la mayor seriedad.

—¿No lo adivina usted?… ¿De veras que no?… Vamos, piense un poco: ¿quién detuvo su mano, ya en posesión del revólver? ¿Quién desvió en otra dirección su voluntad?

Movió el prisionero la cabeza en sentido negativo; no, no lo adivinaba. Y entonces se levantó Guillermo, se cuadró como si pasase revista a sus tropas y, alzando en solemne gesto su corto brazo izquierdo hacia el techo de la habitación dijo:

—¡Dios!… ¡Él ha sido quien ha salvado al emperador de Alemania!

Y haciendo una profunda reverencia, en actitud teatral, pareció murmurar una oración de gracias. Debía haberse levantado también el ruso, pero siguió sentado. Tal falta de respeto no le gustó al káiser, y volviendo a sentarse, despacio, en su sillón flechó unos ojos hostiles a la pálida cara del prisionero, y le preguntó:

—Usted, por lo visto, es ateo.
—¡Oh, no sé, aunque creo que no!
—¡Vaya! Por lo menos, es usted franco. «No lo sé». Pero aun cuando usted admitiera la existencia de Dios —continuó el káiser, con una sonrisa benévola e irónica—, no pasaría a admitir que Dios se preocupase de salvarle la vida al emperador de Alemania, ¿verdad?

Recapacitó un instante el prisionero, y luego, muy serio, respondió:

—Tampoco eso lo sé. No os choque. Mi pensamiento sigue un rumbo muy distinto y, por mi parte, nunca habría ido a parar a una idea como esa que con tanta seguridad acabáis de formular… Yo jamás pensé que Dios pudiera meterse en estas cosas; pero al veros levantar, en pie, vuestra mano, pensé, de repente, que era muy… muy significativo. ¿Me permitís que me exprese con cierta brutalidad?

—¡Sí, hable usted! —respondió, decidido, Guillermo.
—Trataré de no abusar…
—Puede usted incluso abusar, si quiere. El no haber cometido un pecado grande le da derecho a ese pecadillo…
—Pues bien: en otro tiempo habría contestado a su pregunta diciendo que quien os salvó la vida fue mi voluntad. Pero ahora, en este breve período de guerra, he aprendido muchas cosas en las que nunca pensé siquiera, y me he visto el alma iluminada por una luz nueva. Ahora me siento dispuesto a admitir que vela sobre vos un poder… superior. Sí, es muy posible. Pero no vayáis a pensar que ese poder sea Dios, sino…
—¿Quién entonces?
—Pues ¡el demonio!
—¡El demonio! Pero ¿está usted loco?
—A vos, claro, os suena esto como un insulto. Pero, tomando en consideración todo cuanto nos rodea; ese cañoneo interminable, esos torrentes de sangre, todo ese sufrimiento inaudito, esos grandes montones de cadáveres, esos rehenes fusilados… No…, yo no puedo creer que todo eso pueda ser la obra de Dios o de un hombre protegido por Dios.

Calló un momento, como reflexionando sobre ese nuevo problema que de pronto se le planteaba, y agregó:

—Pero no insistiré. ¡Puede que sea Dios quien os proteja! ¿Por qué no admitirlo?

Completamente desconcertado, se encogió Guillermo de hombros.

—¡Qué chocante! ¡Qué raro!… Para usted, por lo visto, apenas si hay diferencia entre una cosa y otra.
—¡Puede que no la haya en absoluto! Ese segundo nombre, el demonio, me ha venido a la mente como un eco vago y remoto de viejas reminiscencias de dogmas religiosos. Nuestro cerebro no logra emanciparse por completo de la rutina. Lo principal es que yo haya admitido, aunque sólo fuese por un momento, la existencia de una voluntad superior, sea la que fuere. Y ya la admití antes, cuando dormíais profundamente en ese sillón y yo tenía en mis manos el revólver cargado; es decir, cuando tenía la plena posibilidad de torcer, con un simple y leve movimiento de un dedo, el curso entero de los acontecimientos mundiales. Porque entonces me dije: «¿Qué derecho tengo yo a torcer el rumbo de los acontecimientos del globo?» Y comprendí con toda claridad que no tenía tal derecho, ni podía tenerlo; que mi papel en esta guerra está estrictamente limitado por el puesto que en ella ocupo, y no puede ser otro. Como soldado, debo batirme con bravura, portarme como un valiente, matar tantos cuantos soldados vuestros pueda y morir yo también. Estos son mi derecho y mi deber, y de ahí no pasan. De lo contrario, se complicarían hasta tal punto los elementos del problema, que no habría ya forma de resolverlo.

Guillermo se encogió de hombros, despectivo.

—¡Bah! ¡El fatalismo oriental!
—No, nada de eso. Es, sencillamente reconocer el papel personal que nos toca en el proceso histórico, y tener noción de la medida. Para que el enorme problema que actualmente se plantea el mundo pueda resolverse, es menester que cada uno de sus términos sea el que es, ni más ni menos, y ocupe el lugar que en la operación le corresponde. Ya hace mucho tiempo que así lo comprendo, desde el día en que me dije: «Debes sentar plaza en el ejército belga y combatir a los prusianos».

Dejó traslucir Guillermo en su rostro indicios de verdadera cólera. Al oír las últimas palabras del prisionero, se levantó de un salto y empezó a recorrer en todos sentidos la estancia, sin dejar de proferir frases furibundas:

—¡Combatir a los prusianos! ¡Qué modo de hablar! ¡Oh, esos voluntarios! ¡Unos pobres combatientes que solo sirven de cebo para excitar a nuestros soldados! Pero ¿no comprende usted, señor mío, que con su noble participación en la guerra, no hace usted más que contribuir a agravar la resistencia de este pequeño pueblo de comerciantes, que, a no ser por eso, ya se habrían rendido ante mi voluntad? Usted y otros como usted son quienes, cegados por ese estúpido y mal entendido heroísmo, me están poniendo en trance de borrar Bélgica de la faz de la Tierra. ¿Dónde está ya esa Bélgica por la que han luchado ustedes con tanto valor? ¡Ya estoy destruyendo sus últimos montones de piedras!… ¡Combatir a los prusianos! Ahí es nada… ¿No oye usted cómo truena el cañón? Mientras nosotros estamos aquí charlando, mis valientes soldados marchan sobre París. Dentro de quince días los echaremos al mar a todos ustedes… ¡Sí, lo mismo que el viento barre el polvo!
—Puede que así sea. Pero pensad que, cuando se produce un estallido, las partículas de la materia circundante tienen que oponer resistencia al gas explosivo. Pues de otro modo, el estallido no llegaría a producirse. ¿Comprendéis? Cuanto más compacta sea esa materia y más fuerte su resistencia, tanto más violento será el estallido. Pues bien: yo no soy más que una molécula de esa materia que opone resistencia. Y en eso se cifra mi deber.

Contempló Guillermo con interés el pálido y grave rostro del prisionero, y en tono de burla, y con una grosería cuartelera, exclamó:

—¡Carguen los diablos con ese extraño cerebro ruso! ¡Yo no entiendo jota de esa filosofía abracadabrante! ¡Una molécula de la materia que opone resistencia!… ¡Resistir para estar más ciertos de sucumbir! Le aseguro a usted que ninguno de sus compañeros del frente pensará como usted piensa. Puede que sean harto cerriles para eso; pero lo que ellos quieren es vencer, no sucumbir, en aras de la buena solución del problema. Usted, señor profesor, confunde una ametralladora con una cátedra… ¡Y eso es un desatino!
—Pero ¿por qué creéis —arguyó el ruso— que no deseo la victoria? Si no hay tal cosa… Yo la deseo también, pues de lo contrario, sería un mal soldado y traicionaría mi misión personal de guarismo, que ocupa un lugar determinado. Y, además que ya os lo he dicho, ¡saldréis vencido en esta lucha!

Guillermo se irguió altivo:

—¡Vencido! ¿Y por quién?
—Pues por las partículas de esa materia que opone resistencia. Por esos voluntarios y esos combatientes que tanto desprecio os inspiran. Por las mujeres y los niños. Por el aire, por la gente, por las piedras, las maderas y las arenas… Por todo eso que vuestro estallido hará volar por los aires, y que desde allí volverá a caer, rebotando, sobre vuestra cabeza… ¡Pereceréis aplastado bajo los escombros! ¡Y vuestra perdición es fatal, inevitable!

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