César Dávila Andrade

Primero, murieron agostadas las sementeras de los aledaños de la ciudad. Amarillas y vanas, inclináronse las plantas de maíz; y la tierra de los barbechos y los senderos se agrietó como la piel humana en contacto con la cal.
Las reservas del campo desaparecieron repentinamente, y era inusitado ver un rábano o una lechuga en los mercados.
Las pencas —antes azules y carnosas— secábanse desde los bordes hacia adentro, y caían en pedazos crujientes, rodeados de una hilaza que se convertía en polvo. A orillas de los pantanos —hoy resecos— los grupos de carrizos dormían carbonizados.
Los cereales escondidos por los ricos adquirieron el prestigio de las leyendas; y al hablar de ellos, la gente ponía en sus palabras la modulación reservada a los relatos de tesoros ocultos, mandas y legados…
El agua de los ríos desapareció como absorbida por la entraña de una bestia subterránea, y asomaron las piedras de los cauces, redondas y secas. A veces, el esqueleto de un pececillo, entre las grietas. Y, de tanto en tanto, a la sombra de las grandes piedras, un hilo de perezoso líquido semejante a orina de caballo.
Él, como todos los pequeños carpinteros de la región, quedó sin trabajo. Nadie solicitaba ya una silla o un banquillo; y, por otra parte, encargar la confección de un armario o de un arcón, hubiera sonado a burla en aquella época.
Un día, acompañado por la mujer que iba cargada con el mueble, salió a vender una de las dos camas que poseían. No les fue muy difícil: el hambre había multiplicado el número de los especuladores. Dormirían en la que les restaba, aunque fuese demasiado estrecha.
Vendieron después una pollera bordada de ella, un sombrero de paja con cintillo negro de seda, una mesa que contenía un altarcillo de nogal tallado por él, y, finalmente, se vieron frente a la angustia de no tener qué enajenar.
Una tarde, tras una discusión violenta, de la que ella salió con el rostro ensangrentado, sin culpa decidió él vender su traje dominguero.
El dinero les abasteció para dos semanas de estricta economía, hacían una sola comida y recalentaban una porción al anochecer, frente a la tienda, entre unas piedras lamidas por el fuego de la leña menuda.
Por la noche del primer día que pasaron en ayunas, regresó él borracho. Era casi increíble; pero estaba allí, a la vista, y tambaleaba. Nuevamente viose ella ensangrentada a causa de los golpes; además, tuvo que pasar la noche en el suelo desnudo, junto a la hija —la muda, como la llamaban— tiritando, hasta llegar al adormecimiento.
Un día le tocó en suerte una pequeña obra. Tratábase de un ataúd para un niño. El dinero obtenido les ayudó, escasamente, a pasar cinco días.
Los víveres que expendían los almacenes oficiales eran caros y restringidos; estaban representados solo por tres artículos: sal, maíz y arroz. A nadie vendían más de una libra por vez.
La mujer esperaba durante horas, mezclada a las de su clase, ante las rejas de los depósitos. Cuando le tocaba el turno, ya sus manos habían olvidado de extender el cesto que llevaba.
Regresaba tarde, sudorosa y pálida, andando lentamente, ya sin hambre, a la tienda enclavada en las afueras, a la vera de la anciana carretera del norte.
Encontraba al marido tendido sobre la cama, envuelto en una nube de irritación y de resentimiento.
Otras veces, le encontraba en unión de algunos compañeros del oficio, jugando a la baraja con una reconcentración casi bestial. Echaban las cartas en absoluta mudez, que endurecía aún más sus rostros. Deseaban, sin duda, olvidar a cualquier precio, y retirarse al fondo de sí mismos.
Cierto día de la quinta semana de hambruna, durante el cual no consiguieron ni siquiera un mendrugo hacia la tarde, se presentó ella en la tienda, con un paquete de papel encerado junto al seno.
—He conseguido algo —balbuceó, y se quedó en silencio, mirando al marido que se levantaba del lecho, con visible somnolencia y malestar.
—Entonces ¡reparte! —gruñó, rascándose los brazos que se le habían enflaquecido de una manera alarmante durante la última semana.
Obedeció ella, deshaciendo el envoltorio al pie de la cama, y extendiendo el contenido.
Eran unas sobras frías de carne, una pequeña tortilla magullada, unos mendrugos de pan blanco.
—¿En dónde te regalaron esto? —preguntó él, observando oblicuamente.
—En una casa rica… —repuso la mujer.
—¿De caridad…? —volvió a interrogar él, mientras le temblaba la ceja izquierda, como siempre que se gestaba en su pecho un estallido de cólera.
Comprendió ella vagamente lo que se avecinaba y no se le ocurrió otra cosa, sino acariciar la cabeza de la pequeña hija (la muda), queriendo con aquel gesto, calmar el ánimo de su compañero.
—Sí. Me regalaron… —acertó a decir, desfalleciéndole la voz en las últimas sílabas. Pero, con una violencia inesperada, agregó:
—Quizás mi cara les dio compasión, y me llamaron; ¡no he mendigado!
Y al referirse a su propio rostro, llevóse una mano a las mejillas huesudas y grises y a las ojeras verdosas.
Dos gruesas lágrimas —cuyo ardor le admiró— le saltaron de los ojos, sin que las pudiera reprimir. Y en el mismo y brevísimo instante, experimentó un suave gozo en lo más oscuro de su corazón, creyendo haber ganado aquella vez sobre el ánimo turbulento de su compañero. Pero él, con furia inexplicable, se levantó temblando y tomó el sombrero. Antes de salir, con voz siniestra y desgarrada, exclamó:
—Si mendigas de nuevo, te mato. ¡Ya sabes!
Y arrojando la puerta, salió.
La mujer permaneció atontada durante un lapso indefinible, mirando la puerta por donde había desaparecido.
Una ola tibia le humedeció, al fin, la garganta y comenzó a parpadear como si ya hubiera comprendido los hechos.
Afuera, había anochecido.
Entonces, sin saber con fijeza lo que hacía, se arrojó al suelo de rodillas, y se deshizo en llanto.
Minutos después, calló súbitamente, como si el hilo del lloro hubiera recibido un imprevisto tajo. Físicamente, no podía más. Una pasividad estúpida le endurecía el rostro. Deslizó una mirada en torno, y vio que la hija —la muda— dormía tranquilamente después de haber devorado las sobras, sin dejar una migaja. No pudo reprimir, entonces, un ligero sentimiento de aversión hacia la pequeña. Sin embargo, la alzó y la puso en la cama, con extraña y dolorosa delicadeza.
El marido regresó con la noche ya avanzada. Oyó su tos espesa, unos pasos antes de la puerta. Golpeó. Fue ella a abrir, temiendo siempre que pudiera volver ebrio. Tembló al ceder la hoja de madera y la claridad espectral de la luna le bañó el fláccido seno.
—¿Estabas dormida…? —preguntó.
Escuchándole, comprendió ella que esas palabras guardaban una vaga fórmula —tal vez inconsciente— de desagravio y arrepentimiento.
—No dormía. Te esperaba —repuso confiada en su buena suerte, y experimentó una ligera alegría al hacerle saber que no era indiferente hacia él.
Un ronquido gutural, fue la contestación.
Desvistióse a oscuras, y fue a ocupar su puesto junto a ella, que sin saber la causa, se sentía extraña en su propio lecho. La hija, la muda, dormía a un lado de la madre, suspirando de una manera enternecedora durante el sueño.
Guardaron minutos de silencio y mutua tensión. Ambos sabían que cada cual se hallaba atento a la respiración del otro; y, sin embargo, prolongaban con una suerte de gusto trágico, aquella penosa situación. Finalmente, habló él:
—Dicen que el hambre seguirá…
—Nos moriremos… —suspiró ella, aliviando la opresión de su pecho.
—Vendamos algo más… —propuso él, con ligero titubeo.
—Ya no tenemos nada —repuso mansamente la mujer.
Tras esta frase él guardó silencio, como si hiciese mentalmente el inventario de los bienes que les restaban. Mas, como no conservaban sino esa pobre cama, la mujer comprendió que el silencio se debía a otra causa y volvió a decir:
—Sí. ¡Ya no tenemos nada!
Entonces él, casi a gritos, expuso lo que había venido pensando desde días atrás: —¡Venderemos a la chica!
A continuación, tosió de un modo claramente amenazador.
Como si hubiera recibido un golpe intempestivo, ella se encogió y la respiración huyó como un hilo. Una nube densa oscureció sus ideas. Haciendo un esfuerzo doloroso, casi muscular, a pesar de su debilidad, logró rasgar el tupido velo que la ahogaba y respiró profundamente, dominándose.
—¡Pero que sea en una casa rica, por lo menos…! —consiguió decir, casi sollozando; y, enseguida, lloró francamente, volviéndose al otro lado.
—No he comido y no deseo oír lamentos —amenazó él, volviéndose a su vez, en sentido contrario.
Se despertaron con el sol ya alto. La madre se preocupó de vestir a la niña, con el vestido menos harapiento. Y hasta logró fingir que cantaba, con la boca cerrada. Después de peinarla, salió de la tienda con un pretexto. El hombre pudo oír que sollozaba a pocos pasos de la puerta.
Se aproximó, sonriente, a la chica y le dijo:
—Mudita… ¿qué quieres?
La pequeña le miró parpadeando con aire imbécil y terminó por sonreírle con su boca desgarrada.
—¿Quieres pan? —le interrogó avergonzándose.
La niña sonrió, haciendo una mueca intraducibie. Las pequeñas venas de sus ojeras transparentes se hincharon como en un gran esfuerzo: torció los labios, y emitió un sonido articulado, con visible dolor de todo su cuerpo.
El hombre se sobrecogió al oír aquella primera palabra, cayendo de los labios de la niña, y no pudo dejar de pensar: «Va a ponerse a hablar el mismo día de la venta. ¡Maldita sea!».
Y creyendo percibir un reproche en la naciente vocalización de la hija, se apresuró a llevarla fuera, a fin de ocultar la gravedad de la acción.
A lo largo del camino sintióse fortificado en su decisión, con la vista de niños escuálidos y soñolientos de hambre que, sentados en el umbral de las tiendas, le extendían —a él— una mano suplicante, desde el fondo del marasmo.
Atravesando la ciudad por el oeste, llegó a una villa rodeada de jardines quemados, a la que había venido por dos ocasiones durante la última semana.
Un hortelano en vacaciones le abrió la cancela y le precedió.
Después de segundos, apareció la señora de la casa con sus dos hijas, blancas, gemelas, tocadas con idénticas diademas las negras cabelleras.
—Buenos días, niñas —dijo, endulzando la voz y debilitándola cuanto le fue posible.
—Esta es la chica —susurró luego, parpadeando, confuso, y acariciando el peinado de la niña.
Las gemelas se aproximaron a la pequeña muda, y poniéndose en cuclillas, comenzaron a hacerle pucheros y caricias.
—Es muda, ¿verdad? —preguntó una de ellas.
—Sí, niña —se apresuró a confirmar el carpintero, poniendo en sus palabras una satisfacción sin reservas.
—Parece una araña, y no puedo darte más de treinta sucres —intervino la Señora, después de su examen.
—Si está así, es por el hambre. ¡Aquí será distinto!
La Señora hizo un gesto de persona ofendida.
—¡Toma; no puedo darte más!
En el colmo de su azoramiento, no opuso reparo ya. Y tomó la cantidad, esbozando un inútil gesto de agradecimiento. Hizo una venia tartamuda, y salió.
Descendió la escalera de granito artificial, y atravesando los arcos resecos, ganó la cancela. Pero antes de atravesar la calle, se volvió a dar el último vistazo a la villa.
Arriba, ya sobre la terraza, aparecían las gemelas haciendo pasear a la pequeña muda sobre la balaustrada.
Las miradas del padre y de la hija se cruzaron un instante. La niña se sacudió entre los brazos de las muchachas, forcejeando. Abrió la desgarrada boca y la angustia reventó entre sus grandes labios torpes:
—¡No, tata! ¡Nooo!
Al escuchar las primeras palabras de la hija, el carpintero se pegó al seto, encogiéndose. El olor del ciprés le distrajo un instante.
—¡Otra! Di otra palabrita —pedían alborozadas las muchachas.
—¡Noo! —gritó la pequeña, enfureciéndose.
Las hermanas rieron excitadas.
El hombre esperaba, encogido. Hasta que comprendió que el seto, a pesar de hallarse despojado por la sequía, era suficiente para cubrirlo hasta la esquina. Así, empezó a alejarse, siempre acuclillado. Los cipreses son resistentes a la miseria del suelo, y los últimos en mostrar el esqueleto.
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