Fernando Morote

Mirando la luna (2006)-Venancio Shinki
12
A los ojos de cualquier hijo de vecino, La Alfredo sería un mastodonte de 2 metros, cuyo corte de pelo fusionaba el cerquillo rebelde de Adolfo Hitler con la trenza viril de Túpac Amaru y que, dadas sus dimensiones físicas —nos imaginábamos—, no tendría necesidad de usar las manos para sostener su monumental miembro a la hora de orinar. A su lado, La Bruja no pasaba de ser una piltrafa arrugada, de lentes intelectuales y osamenta encorvada. No encajaban en el estereotipo simplón creado para describir a vándalos ordinarios, escapando a medianoche de la policía con tacos y pelucas postizas en la mano. En la manzana “C” compartían un primoroso departamento decorado con variedad de cojines y multitud de acuarelas, que le conferían una acogedora atmósfera. Ambos encarnaban el vivo ejemplo de cómo la calidad del ser humano prevalece sobre su orientación sexual. Desafortunadamente para el común de la gente no eran más que un par de rosquetes despreciables.
Las fiestas que organizaban los fines de semana nos planteaban un único desafío: a cierta hora de la noche, después de varias ruedas bien cargadas de ron con cocacola, La Alfredo aflojaba las piernas. De pronto su maciza corpulencia empezaba a tambalear. Sentado con los brazos cruzados y el tronco erguido, siguiendo la usanza de sus ancestros indios, en determinado momento una de sus rodillas caía enterrada en el piso. Daba la impresión de que se iba a poner a rezar, pero cuando empezaba a pestañear descontrolado sabíamos que estaba adoptando ya su clásica pose de succión. Un truco bien ensayado para no perder el equilibrio. Por lo general se jactaba de ser un gran tomador, pero en ocasiones con media copita se ponía a regalar el culo.
La Bruja se mostraba más predispuesto a la infidelidad. Era el terror de las mujeres casadas: les quitaba a todas el marido. Dejando de lado cualquier resquicio de discreción, le gustaba desvestirse delante de nosotros y montarse en cuatro patas sobre la cama, exhibiendo sin complejos la crudeza de su esqueleto. Desde allí se miraba en reversa al espejo y se talqueaba el poto desnudo con una polvera rosada.
—¿Qué está haciendo? —preguntó una noche, incrédulo, Camote.
La Alfredo se puso de pie y caminó con femenina elegancia hasta la puerta del baño. De dos pataditas coquetas se deshizo de sus inmensas babuchas y dio un veloz giro, enroscando las piernas como un tirabuzón. Su enorme tronco de nadador olímpico tomó la consistencia del lomo tasajeado de un cargador de bultos. Con exquisita gracia levantó una de las patitas y tiró el cuello para atrás. Su bata cremita salió volando por los aires.
—¡Impersecuta! —maulló La Bruja, relamiéndose los labios.
La Alfredo se agachó fingiendo recoger una moneda del suelo. La forma de su trasero podía competir con cualquier anatomía de estrella porno.
—¿Te provoca, Brujita?
La voz de La Alfredo no podía ser más sensual que la de una vedette de televisión luchando por ganarse el sueldo del mes. Pero el aparato genital de La Bruja, en esos trances, sufría un penoso proceso de enderezamiento y endurecimiento. A despecho de ello, la noticia que circuló en la esquina, a la mañana siguiente, comprometía a los dos pederastas sorprendidos en la intimidad de su habitación, tapados con las sábanas hasta la coronilla, apestando sospechosamente a caca.
—


Pingback: LA COCINA DEL INFIERNO: “Los ingobernables” (XI) | Periódico Irreverentes·