LA COCINA DEL INFIERNO: “Los ingobernables” (XI)

Fernando Morote

Garcilaso de la Vega (1949) José Sabogal







11

Desde su llegada a Pompeya, el pequeño hombrecillo de semblante risueño nos había dado muestras de una sólida personalidad. Los comerciantes pioneros de la urbanización habían apostado por bodegas, verdulerías, librerías, bazares, panaderías, pero a nadie se le había ocurrido la idea de un bar. Nunca le puso nombre o instaló un letrero. Apenas colocó una minúscula pizarra en el interior anunciando los precios. Acostumbrados a tragos baratos de execrable calidad, nos enfrentábamos ahora a un respetable número de buenas marcas de vodka, gin, whisky, anisado y pisco. Era como si por fin alguien —un forastero, en este caso— se hubiera dignado a darnos la oportunidad de ascender un peldaño en la escala del linaje etílico. La clientela, además, estaba nutrida por un espectro de personajes de mayor reputación, incluyendo empleados públicos, gerentes de banco y amantes furtivos.

Una mañana, Barreta se presentó cargado de bolsas conteniendo globos, sorpresas, serpentinas, gorritos y una colosal piñata con la figura de la Mujer Maravilla.

—¿Saben cuántos cristianos murieron ayer en el motín de El Sexto?

Nadie estaba de humor para noticias morbosas. Habíamos visto todo por televisión, en vivo y en directo: rehenes torturados, heridos de bala, acuchillados a mansalva. Sobre nuestra mesa, las fichas del dominó esperaban a ser revueltas para la siguiente partida.

—¿A cómo están jugando? —preguntó Barreta.
—A palito —contestó el Hampón.

Eso significaba que el perdedor recogía un fósforo. Concluida la competencia, el que acumulaba más cerillos tenía que convertirlos en botellas de cerveza o, si la tarde lo ameritaba, en pacos de pasta básica.

—Tienes que empezar a disparar antes de que se haga más tarde —advirtió el Hampón, cuando comprobó que Barreta había sumado ya su noveno palito.

El Doctor, inflamado quizás por algún amor platónico, recitaba los versos de “Me engañas, mujer”.

—Me estás desplumando, mi hermano —afirmó Barreta—. No jodas.
—Aceptamos especies —sugirió el Conde.

Barreta ondeó una mano sobre su rostro.

—¡Pon otra cosa para escuchar, pues huevón…! —balbuceó.
—¡Más respeto, señor Barreta, por favor! —reclamó el hombrecillo detrás del mostrador.
—¡Ponle salsa al hombre! —exigió el Conde— ¡Hoy es cumpleaños de su hija!
—Sólo por eso te voy a dar lo que te gusta, viejo maricón —dijo el fontanero, y se dirigió al equipo de sonido para colocar un cassette de Juan Luis Guerra.
—¡Muy bien, muchachos! —irrumpió Barreta— ¡Silencio, silencio! ¡Vamos a hacer un brindis!

Todos, incluyendo los escandalosos alemanes millonarios de la otra mesa —uno de ellos ciego, el otro en silla de ruedas, transportados a diario por un elegante chofer—, nos pusimos de pie para unirnos al acto. Barreta levantó su vaso:

—Por mi pequeña y preciosa hija Claudita, que hoy cumple… —hizo una breve pausa para contar con los dedos en el aire— ¡cuatro añitos!
—¡Salud! —respondimos en coro.
—Un momento, caballeros…—dijo Barreta— Tenemos que hacer esto como se debe.

Repartió gorritos y serpentinas. Puso a los alemanes a inflar globos como locos. Cuando la decoración estuvo dispuesta y cada quien empuñaba de nuevo su vaso, mientras la Mujer Maravilla se erguía en una estimulante pose sobre el mostrador, en el umbral del bar asomaron dos pares de canillas femeninas, no del todo incógnitas: la adulta vestía malla y calzaba mocasines; la niña, falda y zapatillas.

—¡Barreta, qué estás haciendo!

Ni la rabia de su esposa, ni la decepción de su hija, permitieron a Barreta reconocer que había puesto la fiesta de cumpleaños de la niña en manos de unos borrachos desconocidos.

Con el claro propósito de distender un poco el ambiente, el alemán ciego planteó una curiosa pregunta al Doctor:

—¿Cuál es tu meta en la vida?

El Doctor personificaba al típico filósofo de esquina.

—Quiero ser libre —respondió, con los ojos hinchados de rojo.
—Para eso tienes que prepararte —sugirió el teutón inválido—. Estudiar…
—Lo único que puedo hacer con mi vida es escribirla.
—¿Quieres ser escritor, entonces?
—Estás en la edad de la frivolidad, muchacho.

A los alemanes no se les pasaba una. Pero el Doctor, maestro en el arte del disparate, poseía una habilidad exuberante para embaucar a cualquiera. El uso indiscriminado de metáforas, aforismos, sinónimos y epítetos en su lenguaje coloquial, le permitía proclamar supremas insensateces combinando palabras sobrias con expresiones obscenas.

—Llevar una vida sencilla no tiene nada de frívolo, señor —replicó, con su indiscutible voz de locutor de radio—; es lo más profundo a lo que puede aspirar un hombre.
—Entonces, ¿ya has escrito un libro? —demandó el invidente, cuya cabeza ovalada mostraba sólo un parche de cabello pegado a los parietales.

Después de una larga reflexión, azuzada por una creciente laberintitis crónica, que derivaba a menudo en razonamientos alucinantes, el Doctor respondió:

—En eso estoy, mi querido señor.
—Y el tono de tu libro… —empezó, con aire grave, el paralítico— ¿es otoñal o primaveral?

El Doctor, a fin de no ser considerado irrespetuoso, optó por omitir la respuesta.

—Por ejemplo, ¿qué tienes ahí? —indagó el germano privado de la vista.
—Es una revista sobre las pinturas de Van Gogh —contestó el Doctor.

Se trataba de una vieja publicación de tiraje limitado y muy difícil acceso.

—¿Magú? —preguntó, intrigado, Camote.

El Capitán Raimar, sujetando con cuidado su protuberante manzana de Adán, invirtió unos minutos tratando de descifrar la conexión fonética entre una expresión y otra. Por ser hijo de padre masón y madre autoritaria, así como hermano menor de una joven retardada, el Capitán Raimar era un tipo hipersensible, que con frecuencia se resentía cuando lo abríamos por empalagoso. En su interior bullía un constante conflicto sin aparente solución. Solía conducirse de modo frugal. Seguía una agenda exacta. Ni siquiera en su trabajo —empleado de una fábrica textil— cumplía los horarios y desempeñaba sus funciones con tan precisa y minuciosa diligencia. Se desplazaba desde Santa Anita hasta Barranco, haciendo varios empalmes de buses —un verdadero viaje interprovincial que empezaba en el cono este de la ciudad y terminaba en el romántico balneario del sur—, para llegar sin demora. En los minutos previos caminaba desenfadado, silbaba con las manos en los bolsillos, compraba cigarros en un ambulante, leía titulares en un puesto de periódicos. A las seis de la tarde en punto golpeaba la puerta. Cliente discreto, precavido y respetuoso, era de los pocos —sino el único— que gozaba el privilegio de ser recibido en la sala. Desde el mullido sillón que le ofrecían para esperar el despacho, apreciaba con acucioso interés los beneficios de la organización. Una invalorable praxis que complementaba, confirmaba, reforzaba los conceptos teóricos que aprendía en las aulas de IPAE, donde estudiaba para ser administrador de negocios. Con infinita admiración observaba el atildado procedimiento implementado por aquella singular microempresa. La astillada mesa del comedor fungía como una gran estación de trabajo colectivo. El hermano mayor desenvolvía los fajos. El menor recortaba las envolturas. La esposa del primero picaba las piedras con una navaja. La concubina del segundo dividía las cantidades con una cuchara. Y la abuelita, circulando alrededor del grupo, entregaba los insumos. El proceso de empaquetado se realizaba al calor de animadas conversaciones, sazonadas con ocasionales bromas y sonoras carcajadas.

A las seis y media, la presión por el primer petardo lo obligaba a renunciar al medio social. Se imponía el aislamiento, la ausencia total de interrupción. Entonces perdía la perspectiva y se enfrascaba en la esencia de lo absurdo. Terminaba solo en el malecón. En vez de disfrutar la majestuosidad del Océano Pacífico, se concentraba en analizar las montañas de basura que se acumulaban a las faldas del acantilado.

—¡Camotumbi! —apuró el Champero— ¡Juega! ¡Es tu turno!

El Champero chupaba como vikingo y tragaba como romano. Nos tomó un tiempo comprender que en realidad no pertenecía al “club del hampa” sino que era miembro del Club de Lampa, lo cual encerraba una connotación bastante diferente. Su pobre viejo, fanático del rigor castrense, jamás imaginó que los andinos pulmones de su hijo primogénito acabarían un día soplando cuarenta tabacazos cada noche.

—Al menos asshhá en Argentina todos son lindos —afirmó Waltirich, ya repuesto de su descompensación neurológica.

Su tosca quijada en forma de trapecio invertido contradecía su medular aspiración de hombre cosmopolita, que había vivido y trabajado una temporada en Buenos Aires, por lo que se desvivía en refregarnos a la cara su acento y modismos porteños.

—Chaaaa…
—¿Cómo? —preguntó el Hampón.
—Ni siquiera de madrugada tienes que viajar en el micro con esos cholos asquerosos, que más parecen criminales achorados.

El Hampón, por el contrario, era tan guapo que, si hubiera nacido mujer, habría sido riquísima. Bajito y compacto, se mantenía bronceado incluso en invierno. Hablaba pausado, pronunciando las palabras con extrema pulcritud. Sus lentes redondos le conferían un malicioso aspecto académico. Había pulido su peculiar talento de tahúr hasta convertirlo en una especialidad para ganarse la vida. Ocholoco, cubilete y dominó eran juegos que subrayaban su fortaleza en el territorio lúdico. Del mismo modo, era un as de la paleta y un tiburón del taco. Dada su excesiva individualidad, rara vez jugaba fulbito. Prefería utilizar su carisma personal para distraer a sus presas antes de chicharronearlas sin un ápice de caridad.

Un correteo urgente en el exterior del bar disparó en alto grado nuestra ya avanzada paranoia. Por más de una década, eventos como la matanza de Uchuraccay, la explosión de cochesbomba, los continuos apagones y el decreto de paquetazos económicos habían sembrado en nosotros una sensación de eterna inseguridad. Nos lanzamos a la reja para presenciar el incidente. Pepú, el más tierno de la promoción, era perseguido a muerte por su padre, quien empuñando un martillo con expresión homicida corría resuelto a acabar de manera definitiva con la desesperada adicción al pay de su hijo.

—Guárdame esto hasta mañana, Doctor.

Escuchábamos esa canción todos los viernes por la tarde.

—No me lo vayas a dar aunque te lo pida.

Así reforzaba su solicitud Pepú. Pero a las diez de la noche ya estaba torcido.

—Dámelo, Doctor. Te lo ruego. No es tuyo. Lo necesito.

Entonces irrumpió en la sala Chuleta, el mimoso seductor. El perfecto huevón. De niño había sido toribianito. Su desenfrenado apego por la masturbación consuetudinaria lo convirtió en un virtual discapacitado mental. Un patita virolo y bizco a la vez, que chocolateaba las pupilas y nos confundía al hablar porque su cabeza apuntaba para un lado mientras su mirada lo hacía para otro.

—Me comí un filet muñón…—dijo.

Cepillo de dientes, desodorante o colonia no figuraban en su sistema de aseo. Un severo ataque de poliomielitis infantil lo dejó con una pierna más flaca que la otra. Su cráneo estaba invadido por gránulos de caspa y su aliento hedía a organismo putrefacto.

—Me subí a un Alfa Romero… —aseguró.

Nadie le prestó atención. Su existencia en la esquina podía interpretarse como la recreación del Fantasma de la Ópera, la resurrección del Hombre Elefante o la réplica del Jorobado de Notre Dame.

(Sigue leyendo…)

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