Fernando Morote

Fuerza telúrica (1979) Milner Cajahuaringa
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Arrastrábamos un boleto feroz. Nos podían botar a la calle como fardos inservibles, encerrar unos días en las mazmorras de los rayas o echar de las cantinas peor que perros sarnosos. Sin embargo, nuestro carácter inconquistable no se rendía. Volvíamos siempre a la carga como cruzados imbatibles. Nos sentíamos inmortales…
La punta del sol a mediodía nos taladraba el cráneo. El kiosco a orillas del litoral obraba como nuestro refugio final. El Doctor pensaba que, si continuaba confinado en esa sordidez, algo grave podía sucederle. El calor y el aturdimiento lo conminaron a buscar un poco de aire fresco. Se quitó los zapatos y arrancó los botones de su camisa para enseñar que era hombre de pelo en pecho. En un acceso de furia, abrió la puerta de un patadón. Empezó a andar a la deriva. Lo irregular del terreno y la fuerza del viento lo hacían trastabillar. A su paso despertó la zozobra de los veraneantes, que reaccionaron apartándose de su camino. En una mano llevaba un afilado cortaúñas y en otra un paco abierto de vaina. Lo único que le preocupaba era que el aire no le volara el último saldo que lo iluminaba.
Adentro quedó Barreta al borde del colapso. Enterró la cara en su regazo. Sollozaba con sinceridad, su cabeza rebotando contra la mesa. A su memoria vino una plétora de recuerdos tortuosos, que desbordaron su corazón de remordimiento. Sobrecogido por un rapto de arrepentimiento, levantó los ojos al cielo. El techo plano y lúgubre no le permitió alcanzar su objetivo. Entonces cayó de rodillas al suelo. Inclinando el rostro, imploró perdón. Aceptó que era preciso interrumpir esa práctica insana e intentar un nuevo derrotero. Calmada la tormenta interior, se incorporó y volvió a sentarse frente a la mesa. Secó sus lágrimas con la manga de su chaqueta. En un acto inconsciente, alzó las manos en señal de rendición. Alargó uno de sus brazos y de un manazo arrasó la mercancía que descansaba sobre la superficie. Al cabo de unos instantes, una crucial reflexión lo invadió. Meneando la cabeza, consideró mejor su inicial decisión. Con paciencia y esmero, recogió uno por uno el montón de paquetes que minutos antes había despreciado. Confiaba que ninguno de ellos se hubiera arruinado.
(Continuará…)
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