DIÁLOGOS EN LA TAZA: “La revolucionaria silenciosa”

Fernando Morote









Teresa González de Fanning
(1836-1918)

Mi matrimonio con el joven y apuesto oficial de la Marina fue un cuento de hadas. Nuestras familias norteñas, sin ostentar mayores rangos de alcurnia o abolengo, vivían con bastante holgura y gozaban de una condición acomodada, extraña en esa zona del país. Por desgracia el sueño terminó de manera abrupta cuando una revuelta provocada por los peones de la hacienda en que residíamos nos obligó a fugar hacia Lima para salvar el cuello. En el trayecto nuestros dos pequeños vástagos enfermaron gravemente y, debido a la carencia de atención médica, sumada a la imposibilidad de conseguir vacunas o remedios de emergencia, fallecieron de repente.

Fue un golpe terrible del que no logré recuperarme por largo tiempo. En el momento que empezaba a respirar un poco más confortada, sobrevino primero el intento bélico de España por reconquistar su colonia perdida y luego la guerra con Chile. Mi marido participó en ambas ocasiones defendiendo el suelo patrio con valor e hidalguía. Al final, fue alcanzado por una bala que le quitó la vida.

Viuda y sin prole estuve a punto de volverme loca, aunque no llegué a desmoronarme del todo. Las crisis, pese al dolor que con frecuencia acarrean, por lo general son un don. Nunca se cierra una puerta sin abrirse otra. Me sobrepuse a la tragedia y dediqué mi esfuerzo a un trabajo de reconstrucción personal, encontrándolo en el servicio a los demás.

En esa precaria situación, fui consciente de que la mujer necesitaba emanciparse del hombre, aprender a valerse por sí misma, ser económicamente independiente, desembarazarse del yugo masculino. Para cumplir ese objetivo era preciso atender un aspecto clave y crucial: sin educación no hay crecimiento; por ende, tampoco prosperidad, espiritual ni material. Entonces fundé una escuela para niñas que pronto se convirtió en la mejor de su género. Cada madre en la ciudad se peleaba por obtener un cupo para sus hijas en ella. La abnegación de las profesoras y la calidad de sus enseñanzas atrajo con rapidez un merecido prestigio a la institución.

El único detalle que reconozco jugó en contra de mi enfoque fue mantener las diferencias de clase, ya que ofrecía una formación obrera para las chicas de pueblo y el cultivo de estudios superiores para aquellas de procedencia elevada. En consecuencia, me acusaron de tibia, demasiado tímida, conservadora incluso, muy alejada de las posturas combativas y aguerridas de Clorinda y Mercedes, mis compañeras de promoción en ese peculiar y exquisito grupo de brillantes escritoras, con pensamiento progresista, que deslumbraron el panorama intelectual peruano y latinoamericano en la segunda mitad del siglo 19.

Ricardo Palma y Emilia Pardo Bazán me criticaron con dureza por mi falta de audacia, así como por la excesiva pasividad y poca fogosidad de mis propuestas. Mis artículos y ensayos, a la par que mis cuentos y novelas, no se podían calificar en absoluto de incendiarios, pero rezumaban un aire nuevo, un aroma de cambio y crecimiento individual y social, por encima de su tono modesto, nada agresivo. Mi afán no estaba en hacer ruido sino en regalar un valioso legado a las generaciones futuras.

No veía la utilidad de gritar y desgarrarme, tampoco de lanzar alharacas y ponerme en plan de víctima. Acepto que mostraba ciertas actitudes contradictorias, las cuales se reflejaban en mi visión y en mi comportamiento. A la vez que pregonaba la libertad femenina, no me atrevía a romper en su integridad el molde impuesto por una tradición distorsionada.

No me importaban los premios o los títulos, mucho menos la publicidad. La persecución y la censura siempre han sido instrumentos de manipulación. El escándalo para mí no pasaba de ser una idiotez. Prefería una acción silenciosa, constante y pertinaz; algo que diera resultado de modo casi imperceptible. Si hoy en día miramos al interior de cualquier hogar, no es difícil distinguir quién manda en realidad.

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