DIÁLOGOS EN LA TAZA: “La matadora matriarca”

Fernando Morote









Lucha Fuentes
(1948)

Mi padre futbolista me inculcó de niña, mientras vivíamos en Ica, el amor por el deporte. Con mucho temor vine a Lima para estudiar en el colegio Divino Maestro, entonces semillero local de figuras femeninas. Me gustaba practicar y competir en grupo, así que abandoné el salto alto y largo, y lo trasladé a la red.

Akira Kato, el técnico japonés que revolucionó el vóley peruano, me enseñó el valor de la disciplina. Al principio no entendía por qué se la agarraba tan fuerte conmigo, sentía que su rigurosidad al exigirme de ese modo brutal era una señal de que me odiaba; luego comprendí que me pedía más porque sabía que estaba en capacidad de darlo. Me arrancó lágrimas en los entrenamientos, pero hizo de mí una jugadora completa: armadora, levantadora, bloqueadora, atacante. Me incentivó a estudiar asegurándome que únicamente tendría un lugar en el equipo si sacaba buenas calificaciones. También me repetía continuamente que el período en las canchas era muy breve, por lo que debía estar preparada cuando se acabara. Entré a la universidad y me gradué como profesora de educación física.

En el Mundial de 1967 quedamos últimas. Fue un golpe durísimo, a la vez que un aliciente para todas; juramos que nunca volvería a suceder algo igual. A partir de ese momento no paramos de colgarnos el oro al cuello, portando yo la antorcha en la arena de combate. Tras es tropiezo inicial, participé en múltiples torneos internacionales coronándome en sucesivas ocasiones campeona sudamericana y subcampeona panamericana. Con esos triunfos, junto a mis compañeras abonamos el terreno para las monstruas que vendrían en la siguiente generación y se convertirían en potencia imbatible.

En mi época no nos pagaban grandes sueldos ni pensábamos en cuánto íbamos a ganar o cobrar, el orgullo era representar a nuestro país y llenar su nombre de títulos. La federación nos entregaba sólo dos uniformes, uno blanco y otro rojo, la camiseta con el escudo patrio y la franja cruzada al pecho. Yo llevaba el número 9 en la espalda. Mi mayor premio por actuación sobresaliente fue un par de zapatillas nuevas. Pese a vivir una juventud sacrificada, lo disfrutaba porque hacía lo que me apasionaba; no hay regalo ni recompensa que supere ese privilegio.

Mi sonrisa dulce, luciendo una envidiable dentadura, encajaba perfecta con mis peinaditos graciosos de colitas y cerquillo. El contraste con mis potentes piernas era espectacular, aunque debo reconocer que mis manos —gigantes, temibles y amenazantes— parecían garras de fiera, que sin embargo dominaban la pelota con un arte sublime y demoledor.

La talla de las chicas que se fajaban a mi lado en el rectángulo de parquet no era precisamente impresionante, así que me especialicé en colocar bolas cortas para que ellas anotaran con violencia contra el piso. Yo también reventaba el balón. Por mi formación atlética había aprendido a suspenderme en el aire, impulsándome como si volara desde un resorte hidráulico para disparar un bazukazo que dejaba noqueadas a las rivales.

Me retiré en el tiempo propicio, cuando me encontraba en la cumbre de mi carrera, después de haber sido nominada por propios y extraños para ser considerada la mejor matadora del siglo 20. Decliné varias propuestas de incursionar en política porque pienso que un deportista no debe intervenir ni inmiscuirse en asuntos que desconoce. He recibido honores, reconocimientos y homenajes sin necesidad de desfilar por esos escenarios, que no son los míos. Mi receta del éxito es esfuerzo, dedicación y perseverancia. Soy Lucha por los sueños que he cumplido en el curso de mi trayectoria y Fuentes por la inspiración que aún provoco hoy en día.

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