La plaza del diamante (IV)

Mercè Rodoreda







14

El olor a carne, a pescado, a flores y a verduras se mezclaba, y aunque no hubiese tenido ojos me habría dado cuenta en seguida de que me acercaba al mercado. Salía de mi calle, y cruzaba la calle Mayor, con tranvías arriba y abajo, amarillos, con campanilla. El conductor y el cobrador llevaban unos uniformes rayados con rayas finas y que en conjunto parecían grises. El sol venía todo entero del lado del Paseo de Gracia y, ¡plaf!, por entre las filas de casas caía encima del empedrado, encima de la gente, encima de las losas de los balcones. Los barrenderos barrían, despacio, con grandes escobas de ramitas de brezo, como si estuviesen hechos de pasta encantada: barrían las cunetas y las regueras. Y me iba metiendo en el olor del mercado y en los gritos del mercado para acabar dentro de los empujones, en un río espeso de mujeres y de cestos. Mi mejillonera, con manguitos azules y delantal con pechera, llenaba medidas y más medidas de mejillones y almejas, ya lavados con agua dulce pero que todavía tenían encerrado dentro, y lo esparcían, olor de mar. El pasadizo de las triperas, olía a muerto. Los despojos de los animales sangraban encima de hojas de col: los pies de cordero, las cabezas de cordero con el ojo de cristal, los corazones partidos, con un canal en medio atascado por un cuajarón negro… De los ganchos colgaban los hígados húmedos y las tripas hervidas y las cabezas de ternera hervidas y todas las triperas tenían la cara blanca, de cera, de tanto estar cerca de aquellos manjares sin gusto, de tanto soplar las asaduras de color de rosa, vueltas de espalda a la gente como si hiciesen un pecado… Mi pescadera, con dientes de oro y riéndose, pesaba palangres y en cada escama estaba, tan pequeña que casi no se veía, la bombilla que colgaba encima del cesto de pescado. Los mújoles, los milanos, las lubinas, las escorpinas de cabeza gorda que parecían acabadas de pintar con sus espinas en la raya del lomo como los pinchos de una gran flor… todo salía de aquellas oleadas que a mí me dejaban vacía cuando me ponía delante, a coletazos y con los ojos fuera de la cabeza. Las escarolas me las guardaba mi verdulera, vieja, delgada y siempre de negro, que tenía dos hijos que le cuidaban el huerto…

Y todo iba así, con pequeños quebraderos de cabeza, hasta que vino la república y el Quimet se entusiasmó y andaba por las calles gritando y haciendo ondear una bandera que nunca pude saber de dónde había sacado. Todavía me acuerdo de aquel aire fresco, un aire, cada vez que me acuerdo, que no lo he podido sentir nunca más. Nunca más. Mezclado con olor de hoja tierna y con olor de capullo, un aire que se marchó y todos los que después vinieron no fueron como el aire aquel de aquel día que hizo un corte en mi vida, porque fue en abril y con flores cerradas cuando mis quebraderos de cabeza pequeños se volvieron quebraderos de cabeza grandes.

—Han tenido que hacer las maletas… y, con las maletas, ¡fuera!…, decía el Cintet, y decía que el rey dormía cada noche con tres artistas diferentes y que la reina, para salir a la calle, se ponía cara postiza. Y el Quimet decía que todavía no se sabía todo.

El Cintet y el Mateo venían a menudo y el Mateo cada día estaba más enamorado de la Griselda y decía, cuando estoy con la Griselda se me encoge el corazón… y el Quimet y el Cintet le decían que estaba malo de la cabeza porque el amor le debilitaba y él venga a hablar de su Griselda y era verdad que no sabía hablar de nada más y se iba volviendo como tonto con lo que yo le apreciaba. Y decía que el primer día de casado el que no se podía aguantar de emoción había sido él porque decía que los hombres son más sensibles que las mujeres y que por poco se desmaya en el momento de quedarse solos. Y el Quimet, columpiándose un poco en su silla, se reía por debajo de la nariz y él y el Cintet le aconsejaban que hiciese un poco de deporte porque con el cuerpo cansado la cabeza no le trabajaría tanto, porque si se pasaba los días pensando en la misma cosa, acabaría dentro de una camisa con las mangas muy largas, atadas a la espalda con un nudo de marinero. Y hablaban del deporte que le convendría y él decía que hacer de maestro de obras y correr de un lado para otro vigilando el trabajo ya era bastante ejercicio y que, si además le tenían que hacer cansarse jugando al fútbol, por ejemplo, o yendo a nadar al Astillero, acabaría sin poder contentar a su Griselda y que ella se buscaría otro que la atendiese más. Discutían mucho sobre eso, pero si el Mateu venta con la Griselda se sentían cohibidos y no le podían dar consejos. Hasta que acababan hablando de la república, de las palomas y de las crías. Porque el Quimet, en cuanto veía que la conversación se cortaba, les llevaba al terrado y les explicaba la vida de las palomas y les enseñaba las que eran pareja: les decía que había unos cuantos que robaban la señora a los otros y otros que siempre tenían la misma señora y que si las crías salían bien es porque les hacía beber agua con azufre. Y pasaban horas hablando de si el Pachulí preparaba el ponedero a la Tigrada y que si la primera paloma, la del balcón y la sangre, con los ojitos rojos y las uñas negras, la que nosotros llamábamos Café, había tenido los primeros hijos todos cubiertos de lunares oscuros y con las patas grises. El Quimet decía que las palomas eran como las personas con la diferencia de que las palomas ponían huevos y podían volar e iban vestidas de pluma, pero que a la hora de hacer hijos y de tener que alimentarlos, eran lo mismo. El Mateu decía que a él no le gustaban los animales y que él nunca comería pichones criados en su casa porque le parecía que matar un pichón nacido en casa era como matar a alguien de la familia. Y el Quimet, con un dedo le pinchaba en la raya de la cintura y le decía, ya verías si tuvieses hambre…

Y si las palomas salieron del palomar y si las dejamos volar, fue por culpa del Cintet, porque dijo que las palomas tenían que volar, que no estaban hechas para vivir entre rejas, sino para vivir entre el azul. Y les abrió la puerta de par en par y el Quimet, con las manos en la cabeza, parecía que se había quedado de piedra, no las veremos nunca más.

Las palomas, muy desconfiadas, fueron saliendo del palomar, unas detrás de otras, con mucho miedo de que fuese una trampa. Había algunas que antes de volar, subían a la barandilla y echaban una ojeada. Les pasaba que no estaban acostumbradas a la libertad y tardaban en meterse en ella. Y sólo echaron a volar tres o cuatro. Y el Quimet, cuando vio que las palomas volaban por encima del tejado y nada más que por encima del tejado, perdió la amarillez de la cara y dijo que todo iba bien. Las palomas, cuando estuvieron cansadas de volar, fueron bajando ahora una y luego otra, y se metieron en el palomar como viejas en misa, con pasos menuditos y con la cabeza adelante y atrás como maquinitas bien engrasadas. Y desde aquel día no pude tender la ropa en el terrado porque las palomas me la manchaban. La tenía que tender en el balcón. Y gracias.

15

El Quimet dijo que el niño necesitaba aire y carretera: menos terrado y menos balcón y menos jardincito de la abuela. Hizo una especie de cuna de madera y la ató a la moto. Cogía al niño como si fuera un paquete, porque sólo tenía meses, y le ataba a la cuna y se llevaba un biberón. Cuando les veía irse siempre pensaba que no les iba a volver a ver. La señora Enriqueta me decía que el Quimet era poco expresivo pero que estaba como loco con el chiquillo. Que lo que hacía no se había visto nunca. Y yo, en cuanto se marchaban, iba a abrir el balcón de la calle para poder oír antes los mecs mecs de la moto cuando volvían. El Quimet sacaba al niño de la cuna, casi siempre dormido, subía los escalones de cuatro en cuatro y me lo daba, ten, está lleno de salud y de aire. Dormirá sin parar ocho días seguidos.

Y al cabo de un año y medio, justo al cabo de un año y medio de haber tenido al niño, ¡la sorpresa! Otra vez. Tuve un embarazo muy malo, siempre malucha como un perro. El Quimet me pasaba a veces un dedo por debajo de los ojos y decía, violetas… violetas… será una niña. Y a mí me hacía daño aquella preocupación de verles irse con la moto y la señora Enriqueta me decía que me tenía que dominar porque, si sufría demasiado, la criatura que se estaba haciendo se pondría del revés y me la tendrían que sacar con hierros. Y el Quimet venga a decir que a ver si rompía otra vez la columna, que si la volvía a romper la nueva que pusiera tendría una ánima de hierro dentro, Y decía que nadie se imaginaba las danzas que le estaba costando y que le costaría aquel dichoso baile de la Plaza del Diamante. Violetas… entre violeta y violeta, la naricita de la Colometa. Violetas… violetas…

Fue niña y le pusimos Rita. Por poco me quedo, porque la sangre me salía como un río y no me la podían cortar. El Antoni cogió celos de la niña y tenía que vigilarle mucho. Un día le encontré encaramado en un taburete, al lado de la cuna, metiendo una peonza en la garganta de la niña, y cuando llegué la niña ya estaba casi morada, con su cabecita de coco como una chinita… Pegué al Antoni por primera vez y al cabo de tres horas todavía lloraba y la niña también, los dos llenos de mocos y de porquería. Y el Antoni, mientras le pegaba, tan pequeño como era, pequeño como un tapón, me soltaba patadas en las piernas con toda su rabia y se cayó de culo. Nunca me había mirado nadie con tanta rabia como el niño cuando le pegaba. Y si cuando venían el Cintet y el Mateu con la Griselda y la niña, alguno de ellos decía que la Rita era muy mona, el niño se iba derecho a la cuna, se encaramaba como podía y la pegaba y le daba tirones de pelo. Sólo le faltaba eso a la chica de las palomas, decía la Griselda con la nena en la falda, tan guapa y que no sabía reír. La Griselda no se puede explicar: era blanca, con un puñadito de pecas en la parte de arriba de las mejillas. Y unos ojos tranquilos de color menta. Estrecha de cintura. Toda de seda. En el verano con un vestido de color cereza. Una muñeca. Hablaba poco. El Mateu la miraba, y, mirándola, se derretía… tantos años que hace que estamos casados… y no lo parece… Y el Quimet decía, violetas. Mirad que violetas… Colometa, violeta. Porque después de haber tenido la niña lo mismo que antes de tenerla, las ojeras se me habían puesto azules.

Para distraer al niño de sus celos de la Rita, le compró el Quimet un revólver con mucho níquel, con gatillo, ¡crac!, ¡crac!, y una porra de madera. Para asustar a la abuela, le decía, cuando venga la abuela, ¡garrotazo y disparamos!, y es que el Quimet estaba muy enfadado con su madre porque enseñaba a decir al niño que estaba mareadito y que no quería ir en moto. Y decía que su madre le hacía volverse como una niña, que ya era una manía antigua, y que a ver a dónde irían a parar. Y el niño había aprendido a hacer el cojo porque oía al Quimet quejarse de la pierna. Había estado una temporada sin hablar de ello, pero cuando tuve a la Rita empezamos otra veo, esta noche me quemaba, ¿no me has oído quejarme? Y el niño a imitarle. Y el niño siempre me decía que le dolía la pierna los días que no tenía ganas de comer. Me tiraba el plato de sopa por el aire y, tieso como un juez, sentado en su trono, daba golpes con el traedor si tardaba en llevarle los trocitos de hígado que era lo que comía mejor; cuando no tenía hambre, los tiraba. Y cuando venían a verme la señora Enriqueta o la madre de Quimet, se les plantaba delante con el revólver y las mataba. Y un día que la señora Enriqueta hizo que se había muerto, el niño se entusiasmó tanto que la mataba sin parar y tuvimos que encerrarle en el balcón para poder charlar.

16

Y entonces vino aquello. El Quimet tenía a veces como una especie de angustia. Y decía, tengo angustia, y no hablaba de la pierna, sólo de la angustia que tenía al cabo de un rato de haber comido; y eso que comía con muchas ganas. Y cuando se sentaba a la mesa, todo iba bien, y al cabo de diez minutos de haber acabado ya le empezaba la angustia. El trabajo había bajado un poco en el taller y yo pensaba que a lo mejor decía que tenía angustia para no decir que estaba preocupado porque el trabajo bajaba… Una mañana, cuando deshacía la cama, encontré, en el lado en que dormía Quimet, una especie de cinta como si fuese una tripa con los bordes ondulados. La envolví en un papel blanco de carta y cuando vino el Quimet se la enseñé y dijo que se la llevaría y que iría a la farmacia a enseñarla y dijo que, si era una tripa, estaba perdido. Por la tarde no me pude aguantar y con el niño y la niña fui al taller. El Quimet se enfadó y dijo que qué íbamos a hacer allí y dije que es que pasábamos, pero lo comprendió y mandó al aprendiz a comprar chocolate para los niños. En cuanto el aprendiz cerró la puerta de cristales dijo: no quiero que este chaval lo sepa porque lo sabrían hasta las piedras dentro de cinco minutos. Le pregunté que qué le habían dicho en la farmacia y dijo que le habían dicho que tenía una solitaria como una casa, de las más gordas que se habían visto. Y que le habían dado una medicina para matarla. Y dijo, cuando venga el chico con el chocolate, os vais en seguida, ya hablaremos a la noche… Vino el aprendiz con el chocolate, el Quimet se lo dio al niño, y a la niña sólo un poquito para que lamiese, y nos fuimos para casa. Llegó por la noche y dijo, trae la cena pronto, en la farmacia me han dicho que tengo que comer mucho para que el gusano no se me coma a mí. Y en cuanto cenaba tenía una angustia que no se aguantaba y dijo que el domingo tomaría la medicina y que la gracia estaba en echar al gusano entero, porque si no se echaba entero, de la cabeza hasta la punta de la cola, se volvía a hacer y dos palmos más largo. Le pregunté si le habían dicho la largura que tenía un gusano de esos y dijo, los hay de muchas medidas, según la edad y la naturaleza, pero generalmente sólo el cuello hace diez palmos.

El Cintet y el Mateu vinieron a ver cómo se tomaba la medicina y les dijo que se marchasen, porque necesitaba estar sólo. Al cabo de un par de horas iba por el pasillo sin saber lo que hacía, de un lado para otro, y dijo, es peor que si estuviese en una barca. Y gruñía que si echaba la medicina no habríamos adelantado nada, y que el gusano batallaba para hacerle echar la medicina. Cuando los niños ya dormían como ángeles y a mí se me cerraban los ojos e iba medio muerta de sueño por los rincones, echó el gusano. Nunca habíamos visto ninguno: era de color de pasta de sopa sin huevo y lo guardamos en un bote de mermelada, de cristal, con espíritu de vino. El Cintet y el Quimet le pusieron de modo que, delante de todo, quedase el cuello, bien enroscado, que era fino como un hilo de repasar, con la cabeza arriba, pequeña como la cabeza de un alfiler o menos. Lo pusimos encima de un armarito y estuvimos más de una semana hablando del gusano. Y el Quimet decía que él y yo éramos iguales porque yo había hecho los niños y él había hecho un gusano de quince metros de largo. Una tarde la tendera subió a verle y dijo que su abuelo también lo había tenido y que, por las noches, cuando roncaba se atragantaba y tosía porque el gusano le sacaba la cabeza por la boca. Después subimos al terrado a ver las palomas que le gustaban mucho y se fue muy contenta. Y cuando abrí la puerta del piso ya oí los grandes lloros de la niña, y me la encontré desesperada en la cuna moviendo muy furiosa los bracitos, toda cubierta de gusano, y cuando le quité el gusano de encima y fui a pegar al niño, pasó por delante de mis narices corriendo y riéndose y arrastrando un trozo de gusano como si fuese una serpentina.

La rabieta que tuvo el Quimet no se puede contar. Quería pegar al niño y le dije que lo dejase, que la culpa era nuestra por no haber puesto el bote del gusano más alto. Que ya sabíamos, desde el día que había puesto la peonza en la garganta de la Rita, que con el taburete llegaba a muchos sitios. Y el Cintet le dijo que no se preocupase, que a lo mejor pronto tendría otro gusano en un bote de cristal porque ya se le estaba haciendo. Pero no era verdad.

17

El trabajo iba mal. El Quimet decía que el trabajo le volvía la espalda pero que al final se arreglaría, que la gente andaba muy alterada y no pensaba en restaurar sus muebles o en hacerse otros nuevos. Que los ricos se hacían los enfadados con la república. Y mis niños… Yo no sé, porque ya se sabe que una madre siempre exagera, pero eran dos flores. No eran para ganar ningún primer premio, pero eran dos flores. Con unos ojitos… con unos ojitos que miraban y cuando miraban aquellos ojitos… No sé cómo el Quimet tenía valor para regañar al niño tan a menudo. Yo le regañaba alguna vez, pero sólo cuando me hacía algo muy gordo; si no, se lo dejaba pasar todo. La casa no era como antes; no era como cuando nos casamos. A veces, por no decir siempre, se parecía a los encantes. Y no hablemos de cuando hicimos el palomar, que fue una locura, todo sucio de serrín, de virutas y de puntas de parís torcidas… Y el trabajo se volvía de espalda y todos teníamos hambre y el Quimet casi no se daba cuenta porque él y el Cintet no sé qué enredos se traían entre manos. Y yo no podía estar con las manos caídas y un día me decidí a buscar trabajo sólo por las mañanas. Encerraría a los niños en el comedor, avisaría al niño, porque si le hablaba como si fuese una persona mayor me escuchaba y una mañana pasa pronto.

Me fui a desahogar con la señora Enriqueta. Me presenté sola y temblando; no en casa de la señora Enriqueta, sino en casa de los señores donde la señora Enriqueta me dijo que fuese, porque necesitaban una interina para las mañanas. Toqué el timbre. Esperé. Volví a tocar el timbre. Volví a esperar. Y cuando ya creía que estaba tocando el timbre de una casa vacía, sentí una voz, en el momento que pasaba un camión y con el estrépito no oí lo que aquella voz decía; esperé. La puerta era alta, de hierro, con cristal esmerilado, y, en el cristal esmerilado, que tenía unas burbujas como dibujo, vi un papel pegado con tiritas de goma y el papel decía: llamen en la puerta del jardín. Volví a tocar el timbre y volví a oír la voz, que venía de una ventana que había al lado de la puerta de una ventana que llegaba hasta el suelo, justo debajo de un balcón, con rejas de barra de hierro de arriba a abajo. La ventana que tocaba en el suelo también estaba enrejada y, además, detrás de los hierros había una tela metálica como de gallinero pero mejor que la tela metálica de gallinero. La voz dijo, ¡dé la vuelta a la esquina!

De momento me quedé un rato quieta pensando y después miré el papel del enrejado con las letras torcidas por las burbujas del cristal y por fin lo entendí algo, y asomé la cabeza por la esquina, porque la casa hacía esquina, y a una cincuentena de metros vi una puertecita de jardín entreabierta y un señor allí plantado, con guardapolvo, que, con el brazo, me decía que fuese. Aquel señor del guardapolvo era alto y tenía los ojos muy negros. Y parecía una buena persona. Me preguntó si era la señora que buscaba una casa para trabajar por las mañanas. Le dije que sí. Para entrar al jardín tuve que bajar cuatro escalones de ladrillo, ya un poco gastados por el canto, cubiertos por arriba con un emparrado de jazmín muy espeso de aquél de estrella pequeña, de aquel que, en cuanto se pone el sol, ahoga de tanto olor. Vi una cascada a mi izquierda, en la pared que era el final del jardín, y, en medio del jardín, un surtidor. Fui con el señor del guardapolvo por el jardín arriba hasta la casa que por la parte de atrás, tenía entresuelo y piso, mientras que, por la parte de delante, sólo era sótano y entresuelo. En aquel jardín, largo y estrecho, había dos mandarinos, un albaricoquero, un limonero que tenía el tronco y el revés de las hojas llenos de una especie de enfermedad que hacía unas ampollitas como de tela de araña y dentro estaba el bicho; delante de ese limonero había un cerezo y, al lado de la cascada, una mimosa alta y pobre de hojas, también con la enfermedad del limonero. De estas cosas me di cuenta más tarde, claro. Antes de entrar en el entresuelo se pasaba por un patio de cemento con un agujero en medio para que saliese el agua de la lluvia. El cemento tenía muchas grietas y en las grietas se hacían montoncitos de tierra mezclada con arena y de allí salían las hormigas como soldados. Y las que hacían los montoncitos de arena, eran ellas. En la pared del patio, la que daba a la casa vecina, había cuatro tiestos con camelias, también un poco enfermas y, al otro lado, una escalera para subir al piso. Debajo de esta escalera un lavadero y un pozo con garrucha. Cruzado el patio se pasaba por una galería con techo y el techo de esta galería era el suelo de la galería descubierta del piso que hacía el entresuelo por la parte de arriba. A la galería de abajo daban dos balcones: por uno se entraba al comedor, por el otro se entraba a la cocina. No sé si me explico bien. Y con el señor del guardapolvo, que era el yerno de la casa y era el dueño, entramos en el comedor. Me hizo sentar en una silla contra la pared y encima de la cabeza tenía una ventana que llegaba hasta el techo del comedor que daba media vuelta, pero aquella ventana daba a ras de la calle: donde estaba la puertecita del jardín por donde había entrado. En cuanto me senté, entró en el comedor una señora con el pelo blanco, que era la suegra del señor del guardapolvo, y se sentó delante de mí; pero en medio teníamos la mesa, con un jarrón de flores encima que me tapaba un poco a la señora del pelo blanco. El señor del guardapolvo se quedó de pie y de detrás de una butaca de mimbre con cojines de cretona salió un chiquillo delgado y amarillito que se puso al lado de la señora, que era su abuela, y nos miraba uno por uno. Los tratos los hice con el señor del guardapolvo. Me dijo que eran cuatro de familia: el matrimonio de los suegros y el matrimonio de los jóvenes que eran él y su señora, hija de los suegros, es decir, que él y su señora vivían con los suegros o sea con los padres de mi señora, dijo. Y el señor del guardapolvo mientras hablaba se tocaba la nuez, y dijo, hay casas que sólo necesitan una interina un día sí y cuatro no. Y que esas casas, para una persona que quisiera contar con un sueldo seguro, eran casas malas, porque la persona que trabajaba en ellas no sabía nunca a qué atenerse. El precio era de tres reales por hora, pero como su casa era una casa de trabajo seguro y para todo el año y ellos eran buenos pagadores y nunca tendría que pedirles dos veces lo que había ganado y que si quería me pagarían cada día a la hora de acabar, me pagarían diez reales en vez de tres pesetas las cuatro horas. Porque era como si, en lugar de vender al por menor, porque yo a ellos les vendía mi trabajo, les vendiese al por mayor y que ya se sabe que la venta al por mayor siempre se hace con rebaja. Y añadió que todo el mundo le conocía como buen pagador, mejor pagador que el primero, no como esos desgraciados que cuando acaban el mes ya deben el mes que viene. Me mareó un poco, y quedamos de acuerdo en los diez reales.

18

La cocina estaba al lado del comedor y también daba a la galería y encima de los fogones había una chimenea de campana como de cocina antigua y esta chimenea de campana de cocina antigua, como no la hacían servir porque guisaban con gas se ve que estaba llena de hollín y cuando estaba a punto de llover caían grumos de hollín encima de los fogones. Al fondo del comedor había una puerta vidriera que daba al pasillo y en ese pasillo había un armario antiguo muy alto y ancho y, cuando había silencio en la casa, era una gran serenata de carcomas. Aquel armario era el comedero de las carcomas. A veces hasta se oían a primera hora de la mañana, y lo dijo la señora:

—¡Cuanto más pronto se lo comieran, mejor!

Después fuimos por el pasillo del armario y entramos en una sala con alcoba que habían hecho moderna quitándole las vidrieras, que la separaban y sólo quedaba el arco del marco. En la sala de esta sala con alcoba había otro armario de caoba negra, con el espejo todo picado. Justo debajo de la ventana que llegaba al techo, como la ventana del comedor, y por donde había salido la voz de la señora cuando me había gritado que diese la vuelta a la esquina, había un tocador con el espejo también picado, y, a un lado, un lavabo nuevo con el grifo de níquel. En la alcoba, de lado a lado, había estanterías hasta el techo, llenas de libros, y, en el fondo, una libreríaarmario, de madera por abajo y armario de cristal por arriba, y uno de los cristales estaba todo rajado. La señora me dijo que lo había roto su hija, la madre del niño amarillito que nos seguía todo el rato, y que lo había roto tirando con un revólver de aire que los Reyes le habían traído al niño; un revólver de aire, con ventosa de goma. Se ve que la hija, que debía ser una cabeza de chorlito, quería dar a la bombilla que colgaba de un hilo eléctrico encima de la mesa, pero por falta de puntería, en lugar de dar a la bombilla rompió el cristal del armario de encima de la librería.

—Ya ve, dijo la señora.

Y en medio de la alcoba había una mesa con un mantel quemado por la plancha, donde el marido de la señora del pelo blanco (que era el único de la casa que trabajaba y que apenas vi todo el tiempo que estuve) leía por las noches: aquella mesa era la mesa de planchar. La pared del lavabo y la pared de la ventana estaban cubiertas de borra de humedad, porque, como era un sótano, cuando llovía se filtraba el agua y bajaba por la pared abajo. Al lado de esta habitación, al fondo del pasillo donde estaba el armario de las carcomas, la señora abrió una puertecita: el baño. A la bañera la llamaban la bañera de Nerón. Era cuadrada y hecha de azulejos de Valencia muy viejos, con las juntas mal unidas, y con muchos azulejos agrietados. La señora me dijo que sólo se bañaban en pleno verano y con ducha, porque para llenar aquella bañera habrían tenido que vaciar el mar. Y encima de la bañera se veía una claridad apagada, que entraba por una lucera de cristales y la lucera daba a la entrada de arriba donde estaba el enrejado con el letrero pegado con tiritas de papel de goma y esta lucera se levantaba a veces para ventilar el baño y la hacían sostenerse apuntalándola con una caña de bambú. Yo pregunté qué pasaría si mientras uno de los mayores se bañaba el niño alzaba la lucera y miraba. Y la señora dijo, calle usted. Y el techo y el trozo de pared de encima de los azulejos de Valencia, que no estaba cubierto de azulejos, estaba lo mismo que la sala con alcoba, cubierto de borra de humedad que mirada de cerca brillaba como cristal. Pero lo peor era, dijo, que aquella bañera tardaba mucho en tragar el agua cuando la vaciaban, porque el nivel de la alcantarilla de la calle era un poco más alto que el nivel del sitio en que estaba encajada la bañera y a veces, la bañera tenía que vaciarse sacando el agua que quedaba con un cacillo o con una bayeta. Entonces fuimos al entresuelo, que era el piso, por una escalera de piñoncito: a media escalera había una ventana que daba a la calle donde estaba la puertecita del jardín y, por aquella ventana, si todos estaban arriba, gritaban a los que llamaban por la puerta del jardín que empujasen y entrasen por el enrejado del letrero pegado con tiritas de goma. Y desde media escalera se veía el techo del armario de las carcomas, todo lleno de polvo. Y salimos al recibidor, con el niño detrás. Nos encontramos delante de un arcón de madera oscura todo lleno de relieves, y de un paragüero en forma de paraguas, con las varillas para arriba, todo lleno de ropa y de sombreros viejos. Si el Quimet hubiese visto aquel arcón se hubiera enamorado de él en seguida. Se lo dije a la señora y la señora me dijo siguiendo el dibujo de la tapa con el dedo, ¿sabe lo que representa?

—No señora.

Justo en el medio de la tapa había un muchacho y una muchacha, sólo las cabezas, con unas narices muy grandes y los labios de negrito, que se miraban; y la señora dijo, representa la eterna cuestión, y añadió, el amor. Y el niño se rió.

Entramos en una habitación que tenía un balcón a la calle, encima justo de aquella ventana por donde la señora me había gritado que llamase en la puerta del jardín. También era una sola con alcoba modernizada. Había allí un piano negro y dos butaquitas de terciopelo de color de rosa y un mueble con unas patas muy raras y altas con pies de caballo; la señora dijo que aquellas patas las había mandado hacer ella a su restaurador para sostener el mueble que era un bargueño con incrustaciones de nácar en los cajoncitos, y dijo que eran patas de fauno. La cama de la alcoba era antigua, con metales dorados y sólo una columna a cada lado de los pies. En la cabecera, en una capillita, con las manos atadas, hecho de madera y con cara amarga, había un Santo Cristo con túnica roja y oro. La señora dijo que aquella habitación era la de los jóvenes, pero que dormían allí ella y su marido o sea los viejos, porque su hija no podía coger el sueño con tantos automóviles yendo y viniendo por la calle y que prefería dormir en la de atrás, que tenía toda la tranquilidad del jardín. Al lado de la cama del Santo Cristo había una puertecita de paso que daba a una habitación pequeña sin ventana, con una cama con mosquitera azul. Allí no cabía nada más y era la habitación del niño que nos seguía. Y salimos al salón. En seguida vi un baúl dorado de arriba abajo, dorado y azul, con escudos de colores todo alrededor de la parte baja y, en la tapa que estaba levantada, una Santa Eulalia ladeada, con un lirio de San Antonio en una mano y un dragón cerca, con la cola enroscada en una montaña sin árboles y la boca abierta de par en par, con tres lenguas de fuego como tres llamaradas. Un baúl de novia, dijo la señora, gótico. Delante del baúl había un balcón que daba encima de la ventana del comedor que llegaba al techo. Y a la derecha, saliendo del dormitorio del niño, otro balcón que daba a la galería de arriba, descubierta. No me pudo enseñar el dormitorio de los jóvenes, que era el de los viejos, porque su hija estaba descansando. Y ella y el niño se pusieron a andar de puntillas y yo también. Salimos a la galería descubierta del entresuelo que era piso, y por la escalera que había encima del pozo y del lavadero, bajamos al patio de cemento, siempre lleno de bolos porque al niño le gustaba mucho jugar allí. La señora me contó que su hija necesitaba reposo porque tenía una enfermedad, y me contó la enfermedad que tenía su hija, que le venía por haber querido cambiar de sitio los tiestos de las camelias. Al día siguiente del cambio había echado sangre. El médico les había dicho que no se sabría la enfermedad que padecía su hija mientras no tuviese uno de los riñones de su hija en la mano. Y eso, el médico, que no era el suyo, porque el suyo estaba de vacaciones, se lo había dicho cuando estaban de pie en los escalones de mármol de la entrada principal, al lado de la lucera que daba justo encima de la bañera de azulejos de Valencia. Y, antes de irme, me enseñó cómo se abría la puertecita del jardín desde la calle. La puertecita tenía una plancha de hierro en la parte de abajo y barrotes de hierro en la parte de arriba, pero como los chiquillos les tiraban basuras al jardín, una vez un conejo muerto y todo, el yerno, o sea el señor del guardapolvo, tapó el enrejada con maderas por la parte de dentro: los barrotes y la cerradura habían quedado en la parte de la calle; y en la parte del jardín sólo se veía el agujero de la cerradura. Esta puerta tenía que abrirse por el lado de la calle, cuando no la tenían cerrada con llave y sólo la cerraban con llave por la noche, tirando de la cerradura, pasando después la mano por la rendija que se había hecho y sacando la anilla de una cadena que estaba pasada por un gancho clavado en la pared. Era muy sencillo pero se tenía que saber. Y si hablo tanto de la casa, es porque todavía la veo como un rompecabezas, con las voces de ellos que, cuando me llamaban, nunca sabía de dónde venían.

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