Fernando Morote

Mercedes Cabello
(1845-1909)
Haber sido la primera en muchas empresas culturales me ha granjeado el reconocimiento incluso de mis opositores. Mi intención en ningún momento fue vanagloriarme de mis logros profesionales sino servir como taladro a fin de abrir un camino de crecimiento individual, hasta entonces cerrado y sellado, para mis hermanas de género. Rechazo los estereotipos de feminista y positivista. Los intelectualoides gozan revolcándose en la manía de encasillar a los personajes que admiran.
Provenir de un hogar próspero y unido favoreció mi formación pedagógica. La nutrida biblioteca de mi padre, envidia de cualquier erudito, despertó mi conciencia y me alentó a la aventura. Muy temprano sentí que el secular destierro a la elemental función de casarme, convertirme en madre y criar niños no era suficiente para mí. Mi esposo, infiel desde el principio, resultó un bueno para nada; debido a irreconciliables discrepancias de caracteres e intereses, decidimos separamos antes de forjar una familia disfuncional. Al quitarme ese lastre de encima, encontré el tiempo y el espacio para observar, reflexionar y luchar por erradicar la denigrante condición humana reservada para nosotras.
Empecé a publicar artículos polémicos y ensayos controversiales, celebrados dentro y fuera del Perú, azuzando a las damas a participar activa y productivamente en la vida política, económica, industrial y artística de la nación. ¿Por qué demonios tenían que ser esos derechos y privilegios sólo de los hombres? Reducirnos a amas de casa y costureras, en el campo laboral, era un insulto que no estaba dispuesta a aguantar.
La clase alta no es la que tiene el dinero, es la que cultiva su interior. Ciencia y literatura no son elementos antagónicos. Ambos, en conjunto, pueden delinear y desentrañar los vicios de la sociedad -su idiotez, su hipocresía, su frivolidad- para comprenderla y revolucionarla. Desenfundé mi vena furibunda, virulenta e incendiaria, alejada de palabras dulces o bonitas, para denunciar de manera frontal las lacras que nos corroían.
No me preocupaba en absoluto la desprolijidad o la escasa elegancia en el estilo narrativo de mis novelas; ponía mayor énfasis en la audacia de mis propuestas, comprometidas a tocar las fibras íntimas de mis semejantes. Por eso, no bien llegada de Moquegua, me pegué también al fabuloso grupo de escritoras brillantes que dominaban la esfera literaria de la capital. Me atrajo su talento y su coraje, me cautivó su belleza y su inteligencia. Ellas no se peleaban con nadie ni reclamaban atención, rompían las barreras de la ignorancia, saltaban el cerco y ofrecían su luz a los demás. Hacían lo que les brotaba de los ovarios.
Me encantaba escuchar a Ricardo Palma declarando que Lima era la ciudad de las 3 Ms: médicos, músicos y mujeres. Pero el que de verdad me derretía con su energía brutal y su osadía desprejuiciada era Manuelito González Prada, un tremendo hijo de su madre quien, además de guapo, no escondía un pelo en la lengua. De él aprendí que la pluma es a la vez un cuchillo con el que se puede degollar a los imbéciles. Al izar la bandera de la vanguardia, desperté los celos de varios autorcitos acomplejados, como aquel que pretendió aniquilarme a punta de machetazos satíricos porque lo relegué al segundo puesto en un concurso que gané sin objeciones.
En una época plagada de matrimonios arreglados por conveniencia, que otorgaban ilimitado poder a los varones para subordinar a sus compañeras y usarlas en la satisfacción de sus gustos, caprichos y necesidades, yo abogué por la independencia económica de ellas, única vía práctica de acceder a la autoestima y, por ende, a la dignidad. Siempre cuestioné el hecho de que, si una señora quedaba viuda, careciera de capacidad para valerse por sí misma. La educación es la solución por excelencia.
Para mi desgracia la sífilis, que en años previos contraje de mi marido, avanzó inexorable y me llevó al manicomio, donde al cabo de unos meses terminó comiéndome el cerebro. Me fui con el orgullo de persistir por la instauración de una instrucción laica, ya que viví convencida de que la religión no consigue otra cosa que cercenar la creatividad y la libertad femeninas.
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