Fernando Morote

Luis Sánchez Cerro
(1889-1933)
Subsiste un misterio acerca de mi origen. Mi pinta de indio tostado por el caluroso clima de Piura, departamento en el que compartí nacimiento con el insigne y glorioso don Miguel Grau Seminario (aunque debo admitir que no heredé su raza de gran caballero), confundió siempre a muchos.
Pertenezco a la estirpe conspirativa fermentada en los cuarteles del ejército. Desde cadete me frotaba los pies pensando a quién tumbarme. Muy temprano descubrí que en mandar y someter a los demás residía mi pasión. Por esa tendencia derrocadora que me animaba, me volaron un par de dedos en una refriega golpista.
Lo que hicieron mis predecesores, si no justificó, por lo menos explicó, el motivo de mi intervención armada. A Leguía lo boté como un perro a la calle. No tuve escrúpulos en morder la mano que un día me dio de comer. Debido a que no resultaba estratégico defender la democracia a punta de fusilamientos, renuncié a ser jefe de facto para fundar mi propio partido y postular en calidad de candidato civil. Una parte de la población me detractaba, la otra me veneraba. Aplicando gestos bien urdidos, con el eficiente apoyo de asesores marcados por sus resentimientos hacia el régimen anterior, me metí el electorado al bolsillo.
Podrán argumentar algunos que hubo fraude. Me importó un comino. Una vez reasumido el control de la nación, hostigué y perseguí a los comunistas, tampoco me faltó cuajo para aplastar y masacrar a los apristas. Por supuesto generé una enconada oposición, desatando un grado de violencia nunca mostrada en la historia republicana. Mi gobierno se desarrolló al amparo de constantes disturbios y ataques. No obstante, fascinado por la belleza del nepotismo, no dejé a uno solo de mis parientes fuera del carnaval en la repartición de cargos públicos.
La guerra entre derecha e izquierda, en esos años, se presentaba cruenta y despiadada. Encontré una solución sencilla y práctica para deshacerme de mis adversarios: tipificarlos en el código penal bajo el estigma de delincuentes comunes. De ese modo su único destino posible era el destierro o la cárcel y, si se ponían demasiado sabrosos, el paredón. Corrían en el mundo los tiempos de Hitler, Mussolini y Stalin, ¿qué querían que hiciera? ¿que me comportara como Jesucristo? Ni cojudo. La silla del Presidente es un preciado botín. Lucky Luciano y Frank Nitti pudieron haber sido, fácilmente, mis ministros. Nuestras alianzas empezaban con abrazos y juramentos de lealtad, luego surgían las desconfianzas y las sospechas, entonces llegaban las delaciones y las puñaladas en la espalda. Los pactos de honor se convertían en baños de sangre.
Mi discurso principista, casi idílico, no trascendió a su condición de hermosa teoría. Si con él fabricaban un ilustrado modelo de papel higiénico, no hubiera causado sorpresa. Fortalecí la tradición de cerrar y disolver el Congreso. Pero el sabio dicho “quien a hierro mata, a hierro muere” es irrefutable. Mi asesinato —que no fue un magnicidio, sarta de ingenuos, sino un tiranicidio o, si les gusta más el atrevimiento de la palabra, un dictadorcidio— replicó, en su ejecución, una mezcla de los perpetrados en Sarajevo contra el Archiduque de Austria y en Dallas contra el guapo John F. Kennedy.
Trepado dentro de mi lujoso auto descapotable, en el Hipódromo de Santa Beatriz, pasaba revista a las tropas que se alistaban para enfrentar a Colombia por la recuperación del trapecio amazónico, cuando de pronto emergió entre la multitud, rompiendo el cordón de seguridad, un joven vestido de heladero que desfogó sobre mi cuerpo 8 balazos, de los cuales 3 me impactaron de manera letal.
La Constitución de 1933, que yo mismo promulgué, más allá de que implantó la libertad de culto y el divorcio (mientras que en otros países de la región ni siquiera osaban considerarlo), sólo sirvió para que un nuevo militar ocupara mi lugar en el trono…digo, en la primera magistratura. Aun así, no se puede negar que mi controversial gestión estampó el sello de estabilidad, madurez y coherencia política que la patria ostenta: ninguna.
En el Perú, queridos amigos, nadie sabe para quién trabaja.
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Nada con los tiranos, es un merecido recuento de su mediocridad.