Helena Garrote Carmena

Interpretar a un artista de los más grandes no es trabajo fácil. La mayoría de los genios suelen ser un compendio de distintas personalidades llenas de matices, aristas y rasgos contrapuestos. Son mentes en constante y dolorosa eclosión, y al mismo tiempo, seres tocados por el sumo y efímero placer de la plenitud cuando concluyen cada obra. Cada artista lleva dentro un hombre que son muchos hombres.
Creo que tanto Kirk Douglas con “El loco del pelo rojo” (1956), como Willem Dafoe, “En la puerta de la eternidad”(2019), son sin duda la misma persona. Por identificación, nos puede gustar más una interpretación que otra, pero si juntamos ambas podemos conformar y redondear con más exactitud el alma compleja del pintor.
Douglas es el van Gogh inquieto, atormentado, peleando tal vez contra su propia naturaleza, sacando a violentos borbotones toda su creatividad, como el que se arranca espinas. Es la sed insaciable del que crea, el genio excesivo en la pincelada que se busca y se defiende desesperadamente delante de un lienzo.
Dafoe escoge el ensueño, el van Gogh capaz de transformar con sus paisajes una realidad que no le favorece. Es la introspección; el hombre indefenso que crea paraísos buscando la calma. Aquel que espanta su soledad y busca su lugar en noches azules, personajes que duermen, campos y flores amarillas.
Aunque ambas versiones parten de los mismos datos, relatan las mismas circunstancias y concluyen en idénticas consecuencias, el trabajo de dirección es tan dispar que pareciesen historias distintas, pero son la misma. Son la dualidad de un genio.
Sería una torpeza sentenciar cual de los dos protagonistas está más acertado en el retrato. Ambos se complementan y reconozco claramente a los dos en cada pincelada, cada destello y cada escena pintada por el joven genio holandés.
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