DIÁLOGOS EN LA TAZA: «Pinceles versus guantes»

Fernando Morote







Sérvulo Gutiérrez
(1914-1961)

Los huachafos afirman que soy un dandy o un gentleman sólo porque visto chalina de seda y saco sport. No advierten que carezco de domicilio tradicional, me alojo en hoteles, duermo poco, casi nunca como y tomo en exceso. Lo poco que gano lo gasto pagando mis cuentas de licor, si sobra algo lo disfruto departiendo con allegados de diferentes estratos sociales.

Admito que me gusta mezclar la bohemia y el boxeo. Cierro los bares trompeándome con camaradas mientras los mozos tiran aserrín al piso. Indudablemente me mueve la nostalgia por las mataperradas infantiles en mi natal y soleada Ica, además que constituye un magnífico recurso para desfogar las tensiones del día. No en vano fui campeón de peso gallo en mi juventud, cuando acababa los combates sin despeinarme porque mis rivales ni siquiera lograban tocarme.

Antes de mis viajes a Buenos Aires y París, aprendí a ganarme los frejoles junto a mis hermanos reproduciendo huacos pre-colombinos y restaurando óleos de la escuela cuzqueña. Esa experiencia definió mi vocación por la pintura. Admirando a los surrealistas, y recibiendo la influencia de diversas corrientes, forjé mi estilo alejado de dogmas académicos. Para algunos el arte representa la vida, para mí el arte es la vida misma; el campo donde priorizo los sentidos a los pensamientos. En consecuencia ciertos críticos me etiquetan como expresionista; el más importante del Perú, sostienen.

Eso me parece francamente una simplonería. Las clasificaciones están bien para los estudiosos y los teóricos. Los verdaderos artistas volamos por encima de esas divagaciones, no nos fijamos ni perdemos el tiempo en ellas. En mi visión plástica fusiono los conceptos de la vanguardia europea con la tendencia indigenista, aunque no considero que ésta sea la clave para construir una identidad nacional. Los peruanos somos algo más que llamas, montañas e indios; también somos mar, dunas, palmeras, lagunas y desiertos.

Mi disciplina personal es bastante caótica. No marco un esquema específico ni organizo una rutina de trabajo. Pinto a cualquier hora en cualquier lugar sobre cualquier material. No necesito lienzos, caballetes, paletas o brochas. Puedo usar lápices de labios o de cejas y ejecutar sin problemas sobre papeles, servilletas y manteles. Aprovecho incluso las chapas de gaseosas.

Los colores de mi pintura —explosivos al principio, menos intensos después, y tenues o directamente oscuros al final— se transformaron con el curso de mi existencia. Mi trazo vertiginoso, violento, espontáneo, se volcó a expresar figurar débiles y difusas. Por eso no faltan aquellos que reclaman mi resistencia a desembarcar en el abstraccionismo puro. Otra vez la idiotez intelectual. No perciben que me deleito pintando paisajes y bodegones, así como murales y escenas urbanas. Me especializo en retratos, sobre todo femeninos, sin duda los de mis mujeres, que en manada caen rendidas a mis pies, subyugadas por mi carisma. Les resulto fantástico porque me ven bajito, pero saben que soy fogoso; les atrae mi agresividad repentina, reemplazada de pronto por un ataque de dulzura.

Entiendo que no es una combinación muy favorable. A lo mejor mis matrimonios fallidos me dejaron esa enseñanza. El martirio y la mortificación que plasmé en los rostros de Cristo y Santa Rosa son igualmente los míos. Sospechaba que con ese ritmo frenético de desarreglos estaba cavando mi propia tumba.

Mis amigos íntimos se lamentan de que no me cuidaron lo suficiente. No era ésa su tarea. Fui yo quien decidió ahogarse en una piscina de alcohol antes de cumplir los 50 años de edad. Podría haber dicho “Yo quiero este mundo, y lo quiero en serio”, en cambio sólo me atreví a decir “¡Salud!”.

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