Mariano Margarit

El Juicio Final (detalle) (c.1482)-Hieronymus Bosch
Había sido un error bancario, una estúpida factura mal cobrada. Así de absurda había sido su muerte.
Esa mañana se levantó con el pie izquierdo, literalmente, y hasta llegó a burlarse de la coincidencia. Tenía 62 años, se había divorciado hace diez, vivía en un departamento dos ambientes y pagar el alquiler siempre le ganaba a cualquier otro placer. Le faltaba un par de años para jubilarse y, pese a que enseñaba con mucho entusiasmo, apenas cuatro alumnos fueron a su velorio. A uno de ellos jamás se lo habría imaginado.
Había estudiado Historia, no tanto por amor al pasado, sino por una necesidad desesperante de intuir el futuro. No comulgaba con la idea de un universo azaroso. Semejante caos le parecía un insulto al lenguaje. Debía haber un orden. Confuso, complicado, divergente, sin duda, pero orden al fin. Y cansado de buscarlo en las religiones (no se arrodilló ante una cruz salvadora, por considerarla demasiado misericordiosa, y tampoco se lanzó al círculo karmático, donde ningún perdón halla su sitio), harto de esa pregunta existencial, una noche de insomnio, imaginó el universo como un entramado infinito de líneas que se cruzaban siguiendo una perfecta y enmarañada ley. Desde esta perspectiva, e imposibilitado de mirar al futuro, entendió que estudiar el pasado le permitiría descifrar, al menos con trazos difusos, como los de una carbonilla gastada, el sentido de la línea del universo que corría bajo sus pies. Como un hijo tardío y periférico de la Ilustración, sintió la calma de habitar un mundo totalmente imprevisible en su cotidianeidad pero con un destino inevitable.
La trágica mañana del pie izquierdo tenía pensado proyectar una película para su curso de cuarto año. El film mostraba el bombardeo de Roma de 1943. Era un hombre pacifista, pero no podía evitar sentir cierta emoción poética frente a la descomensurada prepotencia de la guerra.
–La guerra nos expone a una animalidad originaria –decía en sus clases–, a una supervivencia instintiva. Quizás las guerras no se declaren por motivos políticos, sino porque algo muy profundo en nuestro ser nos exige devolver a la especie a su bestialidad primigenia, a una animalidad que solo sobrevive en la furia y, en el mejor de los casos, en el sexo.
Esas bombas que caían sobre Roma eran para él, de algún modo, una lupa que volvía la vista atrás, hacia el Principio. Ese fuego revelaba la línea de infinitas y continuas supervivencias que unían a Adán con Beatriz, la quinceañera que se arrojaba en Vía di Renzo ante el primer estallido. Lo que el profesor jamás llegó a descifrar fue en qué momento algo irrumpió en esa cadena, en qué punto otra línea de otro universo se cruzó con la nuestra y una especie destinada a sobrevivir a fuerza de grito y llanto podía suicidarse sin violencia, con el solo peso de sus preocupaciones, con la ridícula y blasfema ofensa de una factura mal cobrada. Hecho de la misma carne que mató a Abel, que escapó de las llamas de Troya, que se dejó prender fuego en el circo romano, que mezcló la piel y el metal, que supo nadar en un río de ratas de una trinchera cualquiera de Verdun, como a un hijo pródigo de semejantes monstruos y héroes, al profesor lo mató una cifra molesta.
Cuando se levantó esa mañana intentó su rutina. Mientras se lavaba los dientes abrió la ducha. Aún dormido, tardó en notar que el vidrio no se empañaba. Fue el frío del agua en su mano lo que terminó de despabilarlo y de anunciarle el problema.
–¡Me cago en Dios! –fueron sus primeras palabras del día.
El detalle de lo que ocurrió desde esa mano helada hasta el último aliento merece pocas palabras. Hubo un llamado a la compañía de gas, un aguarde en línea, una música de espera, el tono de la línea cortada. Siguió otra llamada. Un ocupado. Una insistencia. Un aguarde en línea.
Mientras prendía la computadora podía sentir su latido en el cuello, pero sabía que los nervios iban a desaparecer cuando resolviera el asunto. La computadora tardó más de lo usual en prender y lo recibió con una pantalla azul.
–¡La reputísima madre que lo re mil parió!
Quizás, si esa línea de ese otro universo regido por otras supervivencias que se cruzó en la del profesor se hubiera limitado a esos dos golpes, otro hubiera sido el destino. Quizás, si la ciudad hubiera sido bombardeada, el profesor hubiera despertado a su ira vital y esa tarde habría dado su clase con normalidad. Pero los bombardeos nunca son breves. Ni piadosos.
Camino a la compañía de gas, un auto lo chocó por detrás y rompió su óptica izquierda. Allí notó que había olvidado sus documentos. No se detuvo. Al llegar a la sede, le avisaron que no había sistema, que llamara a atención al cliente, que tenía unos teléfonos gratuitos colgados en la pared. Un silbido agudo en los oídos se le mezcló con la música de espera, con un latido fuerte y con el último silencio.
El mundo se detuvo a su lado en el preciso momento que su cuerpo caía al suelo. Su conciencia, en cambio, despertó a una hipersensibilidad inabarcable que le anuló todo miedo. Entonces comenzó la galería de imágenes, la sucesión de escenas. Creyó que esa cinematográfica exposición era una secuencia de recuerdos. Intuyó estar en ese afamado segundo previo a la muerte, donde toda nuestra vida desfila delante de nuestros ojos. Por segunda vez en el día, tardó en descubrir la verdad. Esta vez no fue el agua fría en su mano, sino la imagen de un ex alumno en su propio velorio la primera en sugerirle el sentido. El escenario de su hijo siendo padre de mellizos fue la que se lo confirmó. Delante de su mirada no se desplegaban imágenes pasadas, sino las múltiples e incalculables consecuencias de sus actos. En ese segundo previo, atestiguó el desenlace de todas y cada una de sus acciones. Con una conciencia múltiple pudo observar todas las líneas divergentes, todas las bifurcaciones que su vida había proyectado. Contempló delante suyo, como en una ajedrez cósmica, todo el bien y todo el mal futuro que desatarían sus actos. Sonrió ante Matías, un alumno, que se habría de doctorar en física, gracias a un comentario suyo. Y se lamentó por la joven a la que empujó esa mañana al salir de su casa, volcándole el café en su camisa, que habría de perder una entrevista de trabajo.
Las imágenes y las sensaciones fueron tantas, tan intensas y simultáneas, que apenas podía conjugarlas. De algunas felicidades se sintió tan irresponsable e inocente como de algunas desdichas. Pero el juez de la trama, el proyector del destino, jamás aceptó apelación alguna. Ese segundo previo duró tanto como la consecuencia de sus actos. Un libro prestado causó el milagro de una vida; el olvido de un paraguas, un suicido.
Apenas tuvo un instante en la marea de su conciencia absoluta para orgullecerse de sí mismo: había tenido razón. No existía un perdón misericordioso ganado en un madero sangrado. Tampoco un karma impiadoso que lo arrojara de vuelta al mundo, a pagar en su carne sus culpas. Solo había Historia. Una historia futura que se volvía infierno o paraíso, a la par y a un tiempo, a causa de actos conscientes y de azares.