“Un laberinto de vidrios rotos”, de Graciela De Mary

Florencia Capurro

 

 

 

Julio Cortázar tiene una metáfora muy famosa en el ámbito literario: “la novela gana por puntos; el cuento por knock-out”. Tal y como en un campeonato de boxeo cortazariano, Un laberinto de vidrios rotos nos deja tendidos en el ring una y otra vez. Cada historia que se cierra nos incita a levantarnos y volver a la pelea, aunque sepamos que, de todas formas, vamos a perder.

Los cuentos de esta antología nos sorprenden con cada relato. Personajes tan distintos como distantes se suceden en sus páginas. Un inmigrante ilegal africano en París, una ex vedette en decadencia, nobles medievales, repositores de supermercado, homosexuales que esconden sus deseos, guerrilleros, hijos y padres, maridos y esposas. Cada cuento es un pequeño mundo construido con la destreza de las palabras justas. Diálogos verosímiles nos permiten imaginarnos a esos seres de papel de los que solo conoceremos sus voces. Un buen cuentista solo deja ver la punta del iceberg, diría Hemingway. Graciela de Mary nos regala el don del habla para que imaginemos el resto del universo.

Un laberinto de vidrios rotos es una antología contemporánea, fresca y dinámica en la que también podemos rastrear ecos de una tradición literaria. En sus páginas, sentimos que releemos a Echeverría, a Cortázar incluso a Flaubert, para luego salirnos un poco del camino y desbarrancar hacia un final inesperado. Borges decía que para ser argentino un escritor no tiene que describir la pampa. “En el Corán no hay camellos” fue su mejor argumento a favor de la universalidad de la literatura. Un laberinto de vidrios rotos ―como todo laberinto― le hace honor a su padre Jorge Luis y concentra a modo de aleph, la totalidad del mundo. La Torre Eiffel, las universidades del conurbano bonaerense, el atentado a la AMIA, castillos españoles, plazas y parques destrozados…

Los relatos de Graciela de Mary también nos hacen recordar la tesis de Ricardo Piglia: “en todo cuento narra dos historias. Mientras una trama superficial nos distrae, un destino oculto se desarrolla por lo bajo para surgir al final. Ahora bien, ¿qué sucedería si esas tramas furtivas fueran nuestras propias tinieblas? ¿Qué pasaría si lo velado son nuestras propias malas intenciones y pequeñas negligencias? En Un laberinto de vidrios rotos se nos lleva de la mano por pequeños pasadizos hasta lo más ominoso de nuestro ser. Cada personaje que encontramos en el camino nos demuestra que lo más fuerte, lo más doloroso, vive en nuestro interior y nos come desde adentro. Desde la comodidad del sillón del lector, vivimos pequeños mundos de papel que nos dejan la piel de gallina.

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