La mujer comestible (VII)

Margaret Atwood

Segunda parte

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13

Marian estaba sentada, apática, a su escritorio. Garabateaba en el bloc de los mensajes telefónicos. Dibujó una flecha con unas plumas muy intrincadas, y al lado un rectángulo de líneas cruzadas. Se suponía que debía estar trabajando en un cuestionario, algo relacionado con hojas de afeitar de acero inoxidable. Había llegado al punto en el que el entrevistador había de pedir a su víctima que le entregara su cuchilla habitual, ofreciéndole a cambio otra nueva. Allí se había quedado encallada. Ahora imaginaba que todo aquel despropósito debía responder a una explicación muy compleja: el presidente de la empresa de hojas de afeitar había tenido una cuchilla milagrosa, que había pertenecido a su familia desde hacía muchas generaciones y que no solo renovaba su filo con cada uso, sino que después de trece afeitados concedía al usuario todos sus deseos. Sin embargo, el presidente no había sabido cuidar su tesoro. Un día se olvidó de guardarla en su estuche de terciopelo y la dejó en la repisa del cuarto de baño. Una de las criadas, intentando ser útil, la había… (la historia no estaba clara en este punto, se complicaba mucho. De algún modo, la navaja había llegado hasta un comercio, una tienda de artículos de segunda mano en la que un cliente cualquiera la había adquirido y…). Ese mismo día, el presidente había necesitado dinero. Se había rasurado frenéticamente cada tres horas para llegar al afeitado número trece, dejándose la cara en carne viva, pero cuál no fue su sorpresa y desilusión cuando… Finalmente averiguó qué había ocurrido, ordenó que echaran a la criada responsable a un foso lleno de cuchillas usadas y llenó la ciudad de mujeresdetective de mediana edad que actuaban como encuestadoras de Encuestas Seymour y que con sus ojos entrenados localizaban a cualquier hombre o mujer con el menor rastro de barba al grito de: «¡Cambio hojas usadas por nuevas!», en un intento desesperado de recuperar la irreparable pérdida…

Marian suspiró, dibujó una pequeña araña en una esquina del ovillo de líneas y volvió a la máquina de escribir. Tecleó sin alterar en nada el borrador del cuestionario. «Nos gustaría examinar el estado de su hoja de afeitar. ¿Me daría la que tiene ahora puesta en la maquinilla? Aquí tiene una nueva a cambio». Añadió un «por favor» antes del último interrogante. Era imposible reformular la frase para que resultara menos excéntrica, pero al menos intentaría que sonara más educada.

A su alrededor, el despacho era un auténtico hervidero. No había término medio: cuando no estaba así, reinaba en él una calma chicha. Si le pedían que escogiera, la verdad era que prefería la vorágine. Así pasaba desapercibida aunque no diera golpe, porque todos andaban frenéticos de acá para allá, corrían de un lado a otro y gritaban tanto que no les quedaba tiempo para detenerse a averiguar por qué tardaba tanto ni qué estaba haciendo exactamente. Además, en medio del torbellino, tenía la sensación de formar parte de algo; en un par de ocasiones incluso se había permitido ponerse frenética como muestra de solidaridad, y se había sorprendido al comprobar lo divertido que resultaba. Pero desde que se había prometido y sabía que no iba a quedarse ahí toda la vida (ya lo habían hablado, y Peter le había dicho que claro que podía seguir trabajando si quería después de la boda, al menos durante un tiempo, aunque económicamente no fuera preciso; le parecía injusto, había añadido, que un hombre se casara si no podía mantener a su mujer, pero Marian había decidido que dejaría el empleo), había sido capaz de distanciarse y ver la situación con cierto desapego. En realidad, constató que ni queriendo conseguía involucrarse. Últimamente les había dado por alabar su serenidad en situaciones de emergencia. «Menos mal que tenemos a Marian —decían, mientras se recompensaban con tazas de té y se secaban el sudor de la frente con pañuelos de papel y respiraban hondo—: Nunca pierde los nervios, ¿verdad, querida?».

En aquel momento estaban afanándose de un lado a otro, pensó, como una manada de armadillos en el zoo. Los armadillos le evocaron brevemente al hombre de la lavandería, al que no había vuelto a ver, aunque ella se había pasado por allí varias veces y había medio esperado encontrárselo. Pero tampoco era de extrañar: sin duda no era una persona de costumbres fijas; seguramente haría mucho tiempo que se habría perdido por ahí.

Miró a Emmy, que abrió el archivador y empezó a buscar como loca entre los archivos. En esta ocasión se trataba de la encuesta de ámbito nacional sobre compresas higiénicas. En la Costa Oeste se había producido una catástrofe ridícula. Se suponía que debían realizar lo que llamaban una encuesta en tres fases: la primera se realizaba por correo, localizando y seleccionando entre las cartas respondidas a un grupo de posibles encuestadas disponibles. La segunda y la tercera fases incluían entrevistas que se hacían personalmente. Y a puerta cerrada, o al menos eso esperaba Marian. La naturaleza del tema en cuestión, y más concretamente algunas de las preguntas que debían hacerse, le habían escandalizado bastante, aunque durante una de las pausas del café Lucy había comentado que no había nada de malo en ellas, que después de todo se trataba de un producto tan respetable como cualquier otro, que se vendía en los supermercados y se anunciaba a toda página en algunas de las mejores revistas, y que si no le parecía mejor que se hablara abiertamente de ello en vez de seguir teniendo una actitud tan victoriana y reprimida. Millie había dicho que evidentemente aquella era la teoría, pero que ese tipo de encuestas siempre causaban problemas, que no solo era difícil conseguir que te abrieran la puerta, sino que hasta las encuestadoras se negaban a realizarlas, la mayoría eran mujeres bastante anticuadas, y más en las ciudades pequeñas, algunas incluso dejaban el trabajo si se les pedía que las hicieran (eso era lo peor de recurrir a amas de casa, porque en realidad no necesitaban el dinero, y siempre se hartaban o se aburrían o se quedaban embarazadas y entonces era preciso contratar a otras nuevas y formarlas desde el principio); lo mejor era enviarles una carta general explicándoles que debían esforzarse al máximo para contribuir a aliviar las cargas de la feminidad, un intento de apelar a la enfermera altruista, eficiente y abnegada que, en estado más o menos embrionario, se supone que habita en el corazón de toda mujer de verdad.

Pero en esa ocasión había ocurrido un desastre. En la Costa Oeste, quien se encargara de realizar la selección, a partir de los listines telefónicos, de los nombres de las mujeres a las que había que enviar las cartas de la primera fase (¿quién era la responsable de aquella zona? ¿La señora Lietch, de Foam River? ¿La señora Hatcher, de Watrous? Nadie se acordaba, y Emmy dijo que al parecer el archivo se les había traspapelado) no había sido tan meticulosa como habría sido deseable. Así, en vez de la esperada avalancha de respuestas, solo les habían llegado unos pocos cuestionarios completos. Ahora Millie y Lucy los estaban revisando con detalle en el escritorio que quedaba frente al de Marian, intentando descubrir dónde estaba el error.

—Bueno, es evidente que algunos se enviaron a hombres —dijo Millie indignada—. Aquí hay uno que dice «Ja, Ja», remitido por un tal señor Leslie Andrewes.
—No entiendo a las mujeres que nos han devuelto el cuestionario con un «NO» en todas las casillas. ¿Qué es lo que usan entonces? —preguntó Lucy, enfurruñada.
—Bueno, esta señora tiene más de ochenta años, por ejemplo.
—Esta dice que se ha pasado los últimos siete años embarazada.
—Pobre mujer —musitó Emmy, que estaba escuchando—. Se va a destrozar la salud.
—Estoy segura de que la tonta de la señora Lietch, o la señora Hatcher, la que sea, ha vuelto a hacer envíos a las reservas indias. Y eso que la advertí explícitamente de que no lo hiciera. A saber qué usarán ahí —comentó Lucy con aprehensión.
—Musgo —replicó Millie sin vacilar. Aquella no era la primera vez que algo fallaba en la Costa Oeste. Volvió a contar el fajo de cuestionarios—. Tendremos que empezar otra vez desde el principio y el cliente se pondrá hecho una furia. Todas las previsiones se han quedado en nada; no sé qué pasará con los plazos de entrega.

Marian miró el reloj. Casi era la hora de comer. Dibujó una serie de lunas en la hoja; limas crecientes, lunas llenas, lunas menguantes, un espacio en blanco: una luna nueva. Para establecer las proporciones, dibujó una estrella dentro de una de las lunas crecientes. Puso su reloj en hora, el que Peter le había regalado por su cumpleaños, aunque solo iba un par de minutos retrasado en relación con el de la empresa, y le dio cuerda. Tecleó otra pregunta. Era consciente de que tenía hambre, y se preguntó si no se debería al simple hecho de haber mirado la hora. Se levantó de la silla, le dio un par de vueltas al asiento para elevarlo, volvió a sentarse y tecleó otra pregunta. Estaba cansada, cansada, cansada de ser una manipuladora de palabras. Al final, incapaz de permanecer ni un minuto más allí sentada, delante de la máquina de escribir, les dijo a sus compañeras que se fueran a comer.

—No sé —vaciló Millie, mirando el reloj. Seguía manteniendo una cierta ilusión de que podía hacer algo por solucionar aquel desastre.
—Sí, vamos a comer —dijo Lucy—. Me estoy volviendo loca con esto. Tengo que salir un rato. —Se acercó al perchero y Emmy la siguió. Cuando Millie vio que las otras se estaban poniendo el abrigo, abandonó los cuestionarios a regañadientes.

En la calle, el viento era frío. Se subieron el cuello del abrigo y se lo sujetaron con las manos enguantadas, avanzando de dos en dos entre otros transeúntes apresurados que también iban a comer. Los tacones producían un repiqueteo sobre la acera desnuda; aún no había nevado. Tenían que caminar un poco más de lo normal: Lucy había sugerido que fueran a un restaurante más caro que los que normalmente frecuentaban, y como el problema de las compresas les había alterado el metabolismo a todas, las demás estuvieron de acuerdo.

—Ah —protestó Emmy cuando se enfrentaron a una ráfaga de viento—. No sé qué va a ser de mí con este clima tan seco. Se me está resecando la piel y se me está descamando toda. —Cuando llovía tenía unos tremendos dolores en los pies, y cuando hacía sol se le irritaban los ojos, le dolía la cabeza, le salían pecas y se mareaba. Cuando el clima era más neutro, nublado y cálido, tosía y se sofocaba.
—Para eso lo mejor es una crema grasa —dijo Millie—. Mi abuela también tenía la piel reseca y siempre la usaba.
—Pero yo he oído que salen granos —adujo Emmy, poco convencida.

El restaurante tenía pretensiones de antiguo establecimiento inglés, con sus sillas de cuero y sus vigas Tudor. Tras una corta espera, una camarera con un vestido de seda negra las condujo a una mesa. Se quitaron los abrigos y se sentaron. Marian se fijó en que Lucy llevaba un vestido nuevo, un elegante suéter plisado de color morado castamente cerrado a la altura del cuello mediante un broche de plata. Ahora ya entendía por qué había querido ir allí, pensó Marian.

Los ojos de Lucy, con sus largas pestañas, barrieron a los demás clientes: anodinos hombres de negocios, en su mayoría, que engullían su comida y su bebida lo más rápidamente posible para acabar cuanto antes con la pausa del mediodía y así poder regresar a sus despachos para seguir ganando dinero, terminar lo antes posible y volver a casa a la hora punta, encontrarse con sus mujeres y sus cenas, y acabar también cuanto antes. Lucy llevaba una sombra de ojos morada, a juego con el vestido, y un lápiz de labios de tonalidad violeta. Estaba elegante, como siempre. En los últimos dos meses había ido a almorzar cada vez con mayor frecuencia a locales más caros (aunque Marian no sabía cómo podía permitírselo), mostrándose, como un cebo de pesca con sus cuentas de cristal, sus plumas y sus diecisiete anzuelos, en establecimientos como aquel, buenos restaurantes y coctelerías, con sus exuberantes jardineras de filodendros, donde cabía esperar que se encontraran los hombres adecuados, más hambrientos que un lucio pero bastante más proclives al matrimonio. Pero tales hombres, los adecuados, no picaban, bien porque habían descendido a otras profundidades, bien porque mordían otro tipo de cebos, los discretos pececillos marrones de plástico o los simples anzuelos desgastados, o algo con aún más plumas y cuentas de las que Lucy era capaz de exhibir. En ese restaurante, y en otros similares, no servía de nada que Lucy desplegara sus delicados vestidos y sus ojos de miel ante los gordos peces de colores que no disponían de tiempo para el color morado.

La camarera se acercó. Millie pidió pastel de carne, una comida sustanciosa. Emmy optó por la ensalada de queso fresco, para tomarse las tres pastillas que le tocaban, la rosa, la blanca y la naranja, que había alineado sobre el mantel, junto a la copa de agua. Lucy dudó, vaciló, cambió varias veces de plato y al final pidió una tortilla. Marian estaba sorprendida de sí misma. Se había mostrado impaciente por salir a comer, se moría de hambre, y ahora se le había pasado. Pidió un sándwich de queso.

—¿Qué tal está Peter? —le preguntó Lucy después de probar la tortilla y declarar que estaba reseca. Peter le interesaba. El había adquirido la costumbre de llamar a Marian al despacho para contarle lo que había hecho durante el día y lo que pensaba hacer por la noche, y cuando Marian no estaba le dejaba los mensajes a Lucy, que compartía el teléfono con ella. Lucy pensaba que era de lo más educado, y su voz le intrigaba.

Marian estaba mirando a Millie, que apilaba metódicamente los ingredientes de su pastel de carne, como si fuera amontonando objetos en un maletero. «¡Ya está! —diría, o debería decir, cuando hubiera terminado aquella operación—. Todo bien ordenado». Y su boca se cerraría como una tapa.

—Bien —respondió Marian. Peter y ella habían decidido que no lo contara aún en el trabajo. Por eso se había estado controlando todos los días, pese a su deseo de anunciarlo. Sin embargo, aquella pregunta la había pillado con la guardia baja y no supo resistirse. Para convencerse, se dijo que era bueno que vieran que en el mundo aún había esperanza—. Tengo algo que comunicaros a todas —empezó—. Pero de momento no puede salir de aquí. —Hizo una pausa hasta que los tres pares de ojos se desplazaron de los platos y se centraron en ella—. Vamos a casarnos —proclamó entonces.

Les sonrió, radiante, viendo que la expresión de sus rostros pasaba de la expectación a la consternación. Lucy soltó el tenedor y susurró «¡No!», añadiendo «es maravilloso» acto seguido. Millie dijo «Qué bien» y Emmy se tomó otra pastilla.

Entonces se sucedieron las preguntas atropelladas, que Marian respondió sin perder la calma, concediendo la información como se reparten los caramelos a los niños: de uno en uno y no demasiados, no fueran a empacharse. La alegría triunfal que, supuestamente, debía suscitar la noticia fue solo momentánea. Tan pronto como hubo pasado el efecto de la sorpresa, la conversación se volvió tan distante e impersonal, por ambas partes, como un cuestionario de hojas de afeitar: preguntas sobre la ceremonia, el futuro apartamento, las posibles vajilla y cristalería, qué cosas compraría, qué cosas llevaría.

—Yo siempre pensé que era el típico soltero recalcitrante —observó finalmente Lucy—. O al menos eso decías tú. ¿Cómo has logrado atraparlo?

Marian apartó la mirada de unos rostros que de pronto le parecieron patéticos en su ansiosa espera de respuesta y se concentró en los cubiertos que reposaban sobre los platos.

—La verdad es que no lo sé —aseguró, intentando adoptar el recato propio de la novia que iba a ser. Y era cierto que lo ignoraba. Ahora se arrepentía de habérselo confesado, de haberles mostrado el efecto sin ser capaz de ofrecer una causa reproducible.

En cuanto regresaron a la oficina, Marian recibió una llamada de Peter. Lucy le pasó el auricular.

—¡Es él! —le susurró, algo impresionada por la presencia de un futuro novio de carne y hueso en el otro extremo de la línea. Marian percibió que en aquel preciso instante había tres pares de músculos auditivos afinándose y que tres cabezas rubias se volvían en el momento en que se disponía a hablar.
—Hola, cariño, ¿cómo estás? —La voz de Peter era tersa—. Escucha, esta noche no podremos vernos. Ha surgido un caso inesperado, algo gordo, y tengo que quedarme a prepararlo.

Sonaba como si Peter la estuviera acusando de intentar interferir en su trabajo, y la implicación le dolió. Si ni siquiera se había planteado verlo a mitad de semana, hasta que él la llamó el día anterior y le propuso que cenaran juntos; desde entonces sí había esperado con ilusión el encuentro.

—No pasa nada, cariño —le respondió con cierta sequedad—. Pero preferiría no cambiar de planes en el último minuto.
—Ya te he dicho que es un imprevisto —replicó él, irritado.
—Bueno, tampoco hace falta que me riñas así.
—No te estoy riñendo —protestó él, ya exasperado—. Sabes de sobra que preferiría mil veces estar contigo, claro, pero has de entender que…

El resto de la conversación fue un vaivén de retractaciones y conciliaciones. Bueno, hay que aprender a ceder, pensó Marian, y por qué no empezar a practicar desde ahora mismo.

—¿Nos vemos mañana, entonces? —concluyó.
—La verdad, cariño, no sé si será posible. No te lo puedo asegurar, ya sabes cómo son estas cosas. Te llamo y te lo confirmo, ¿vale?
—Cuando Marian se despidió en tono dulce, para complacer a su público, y colgó el auricular, se sintió exhausta. Debía tratar a Peter con más tacto, hablarle con cuidado. Era evidente que en el bufete trabajaba sometido a una gran presión…

«A lo mejor tengo anemia», se dijo mientras regresaba a su máquina de escribir.

Tras terminar el cuestionario de las cuchillas de afeitar y cuando ya había empezado a trabajar en otro (las instrucciones para realizar un test de producto sobre una comida para perros deshidratada) el teléfono volvió a sonar. Era Joe Bates. La llamada no la sorprendió demasiado, la había estado esperando, más o menos. Le saludó con falso entusiasmo; sabía que últimamente había estado eludiendo sus responsabilidades, evitando sus invitaciones a cenar, por más que sabía que su amiga quería verla. El parto ya llevaba dos semanas de retraso sobre la fecha prevista, y cuando habló con Clara por teléfono le pareció que se estaba viendo sometida a la fuerza a aquel lento crecimiento, como de calabaza, que iba dominando su cuerpo. «Ya casi no puedo ni levantarme», había protestado. Pero Marian no se había sentido capaz de soportar otra noche contemplándole la barriga y especulando con ella sobre el misterioso comportamiento de su contenido. La última vez había respondido con comentarios humorísticos pero ostensiblemente descabellados, con la intención de relajar el ambiente. «A lo mejor nace con tres cabezas», o «Puede que no sea un niño, sino una especie de crecimiento parasitario, como las agallas de los árboles, o tal vez tengas elefantiasis del ombligo, o te haya salido un enorme juanete…». Después de esa noche había llegado a la conclusión de que podía hacerle más daño si iba a visitarla que si no lo hacía. Sin embargo, en un arranque de solicitud provocado por el sentimiento de culpa, le había hecho prometer a Joe que la avisaría tan pronto como hubiera novedades, llegando a ofrecerse incluso, en un acto de heroísmo, a cuidar de los otros niños en caso de extrema necesidad. Ahora, la voz del otro lado del teléfono decía: «Sí, ya ha pasado todo, gracias a Dios. Es otra niña. Ha pesado cuatro kilos setecientos gramos. Y eso que ha ingresado a las dos de la mañana. Por un momento temí que la niña naciera en el taxi».

—Qué alegría —exclamó Marian, antes de formular algunas preguntas y añadir varias felicitaciones. Joe le informó de las horas de visita y el número de habitación, y ella lo anotó todo en el bloc que había junto al teléfono.
—Dile que mañana me pasaré a verla. —Pensó que ahora que Clara empezaba a deshincharse, podría volver a hablarle con mayor libertad; ya no tendría la sensación de que se estaba dirigiendo a una masa de carne abotargada rematada en una cabeza de alfiler, una forma que le había hecho pensar en una hormiga reina que cargaba con el peso de toda la sociedad, una semipersona (o a veces, pensó, varias personas a la vez, un racimo de personalidades ocultas que ella desconocía por completo). De repente se le ocurrió que le compraría unas rosas; un regalo de «bienvenida» para la auténtica Clara, de nuevo poseedora incuestionable de su propio cuerpo frágil.

Depositó el auricular sobre su negra cuna y se apoyó en el respaldo de la silla. La manecilla larga del reloj avanzaba sin parar, acompañada del repiqueteo de las máquinas de escribir y del martilleo de los tacones de aguja en el suelo. Casi veía cómo el tiempo se arremolinaba y se rizaba a sus pies, que se levantaba a su alrededor, elevando su cuerpo con silla incorporada y arrastrándolo lenta y tortuosamente, pero con la inevitable determinación del agua que desciende montaña abajo, en dirección al lejano día acordado, ya no tan lejano —¿finales de marzo?—, en el que acabaría aquella fase y se iniciaría otra. En alguna otra parte había cosas que de manera gradual se estaban haciendo. Los familiares organizaban esfuerzos y energías, se ocupaban de todo, ella no tenía nada que hacer. Flotaba, dejaba que la corriente la sostuviera, confiaba en que la llevara a buen puerto. Ahora el objetivo era superar la fecha; un hito en la orilla, un árbol no muy distinto de cualquier otro, que se distinguía de los demás solo porque estaba ahí, no más o menos cerca, y cuyo único propósito era marcar la distancia salvada. Quería dejarlo atrás. Para ayudar al avance de la segunda manecilla, acabó de pasar a máquina el cuestionario de la comida para perros.

A última hora de la tarde, la señora Bogue salió de su cubículo. Las arrugas ascendentes de su frente denotaban consternación, pero la expresión de sus ojos no había sufrido cambio alguno.

—Dios mío —exclamó dirigiéndose a todos los presentes; involucrar a todo el mundo en las pequeñas crisis de la dirección formaba parte de su estrategia empresarial—. Menudo día. Además de lo que ha pasado en la Costa Oeste, ahora resulta que otra vez ha habido problemas con ese horrible Hombre de la Ropa Interior.
—¡Oh no, qué horror! ¡Con ese hombre horrible no! —exclamó Lucy, frunciendo la nariz brillante de maquillaje.
—Sí, qué disgusto —corroboró la señora Bogue, entrelazando las manos en un gesto de desesperación muy femenino. Era evidente que no estaba disgustada en absoluto—. Parece que ha cambiado su campo de operaciones y se ha desplazado a las afueras, a Etobicoke para ser más exactos. Dos mujeres de esa población me han llamado esta tarde para quejarse. Está claro que debe de ser un hombre normal y corriente, agradable, inofensivo, pero es pésimo para la imagen de la empresa.
—¿Y qué es lo que hace? —preguntó Marian. Era la primera vez que oía hablar del Hombre de la Ropa Interior.
—Oh —dijo Lucy—, es uno de esos degenerados que llaman a las mujeres y les dicen marranadas por teléfono. El año pasado ocurrió lo mismo.
—El problema es que dice que llama en nombre de nuestra empresa —se lamentó la señora Bogue, con las manos aún entrelazadas—. Al parecer tiene una voz de lo más convincente. Muy oficial. Asegura que está haciendo una encuesta sobre ropa interior, y supongo que las primeras preguntas que hace deben de sonar verosímiles. Marcas, tallas, modelos y todo eso. Las preguntas se van haciendo cada vez más íntimas hasta que las mujeres se enfadan y cuelgan. Y claro, nos llaman a nosotros para quejarse, y a veces nos han acusado de todo tipo de indecencias antes de que me dé tiempo a explicarles que no tenemos nada que ver y que nunca haríamos ese tipo de preguntas. Ojalá le pillen y se acabe todo esto, es una molestia enorme para nosotros, pero claro, es casi imposible atrapar a un tipo así.
—¿Por qué lo hará? —especuló Marian.
—Seguramente es uno de esos obsesos sexuales —dijo Lucy, que sufrió un discreto escalofrío morado.

La señora Bogue volvió a arquear las cejas y negó con la cabeza.

—La cuestión es que todas afirman que tiene una voz de lo más agradable. Que suena tan normal y hasta parece inteligente. Que no es como esos hombres asquerosos que llaman y se ponen a jadear.
—A lo mejor eso demuestra que algunos obsesos sexuales son personas muy normales y agradables —observó Marian cuando la señora Bogue ya estaba de nuevo en su cubículo.

Mientras se ponía el abrigo salía de la oficina al vestíbulo y se dejaba transportar en aquella cabina de descompresión que era el ascensor, Marian seguía pensando en el Hombre de la Ropa Interior. Se imaginaba su expresión inteligente, sus modales atentos y educados, parecidos a los de un agente de seguros o a los del director de una funeraria. Se preguntaba qué tipo de preguntas haría, y qué contestaría ella si alguna vez la llamaba (Ah, usted debe de ser el Hombre de la Ropa Interior. Me han hablado tanto de usted… seguro que tenemos amigos comunes). Lo visualizó con un traje barato y una corbata discreta, a franjas en diagonal marrones y granates; los zapatos bien lustrados. A lo mejor su mente, por lo demás normal, había enloquecido a causa de los anuncios de fajas de los autobuses: era una víctima de la sociedad. La sociedad le ponía delante a esas mujeres sonrientes, esbeltas y seductoras, implorándole, casi obligándole a que se fijara en sus gestos flexibles, y luego se negaba a proporcionarle ninguna. Cuando había intentado adquirir el producto en cuestión, había descubierto que no contenía la mercancía prometida. Y en vez de enfurecerse y protestar en vano, se había tomado su decepción con discernimiento y madurez. Así había decidido, como hombre sensato que era, ir sistemáticamente en pos de la imagen ataviada en ropa interior que tan ardientemente deseaba, recurriendo para su propósito a la práctica red de telecomunicaciones que la sociedad ponía a su disposición. Un intercambio justo: estaban en deuda con él.

Al salir a la calle la asaltó otro pensamiento. A lo mejor era Peter. Se escapaba del bufete sin que le vieran y se acercaba a la cabina telefónica más cercana para marcar los números de unas amas de casa de Etobicoke. Era su forma de protestar contra esto o aquello —¿encuestas?, ¿amas de casa en Etobicoke?, ¿vulcanización?—, o su único recurso para vengarse de un mundo cruel que le ataba con pesados deberes legales y le impedía llevarla a cenar. ¡Y, claro, él conocía el nombre de la empresa y también los procedimientos oficiales que se usaban en las encuestas! Tal vez aquel era su verdadero yo, el núcleo de su personalidad, el Peter auténtico que últimamente había ido ocupando su mente. Tal vez aquello era lo que se ocultaba bajo la superficie, bajo las otras superficies, la identidad secreta que, pese a sus muchos intentos y éxitos parciales, era consciente de no haber desvelado todavía: él era el verdadero Hombre de la Ropa Interior.

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14

Lo primero que descubrió Marian cuando su cabeza emergió por el hueco de la escalera, como un periscopio, fueron unas piernas desnudas. Pertenecían a Ainsley, que estaba a medio vestir en el pequeño rellano, de pie y mirando hacia abajo para verla. La inexpresividad habitual de su rostro había adquirido unas tenues sombras de sorpresa y enojo.

—Hola —dijo—. Creía que esta noche cenabas fuera. —Posó una mirada acusadora en la bolsa de la compra que llevaba Marian.

Antes de contestar, sus piernas la condujeron a lo alto de la escalera.

—Cambio de planes. Ha surgido un imprevisto en el bufete de Peter.

Entró en la cocina y dejó la bolsa de papel sobre la mesa. Ainsley la siguió y se sentó en una silla.

—¡Marian! —exclamó con dramatismo—. ¡Tiene que ser esta noche!
—¿A qué te refieres? —preguntó distraída mientras metía la leche en la nevera. La verdad era que no estaba escuchándola.
—Eso. Leonard. Ya sabes.

Marian había estado tan absorta en sus pensamientos que tardó un instante en recordar de qué le estaba hablando Ainsley.

—Ah, eso —dijo.

Se quitó el abrigo despacio. No había prestado demasiada atención al avance de la campaña de Ainsley (¿o era la de Leonard?) a lo largo de los dos meses anteriores —había preferido no mancharse las manos con aquel asunto—, pero a su pesar se había enterado de demasiados detalles gracias a las explicaciones, los análisis y las quejas de su compañera, y era capaz de deducir lo que había ocurrido hasta el momento. Después de todo, por más limpias que tuviera las manos, los oídos no los podía cerrar. El plan inicial se había torcido. Al parecer Ainsley se había pasado de la raya. Tras aquel primer encuentro en el que había dado tal imagen de pureza e inocencia, Len había llegado a la conclusión de que, tras el rechazo estratégico de la chica, tendría que someterla a un meticuloso y prolongado sitio. Cualquier exceso, cualquier movimiento brusco podía asustarla y alejarla de él; lo mejor sería atraerla con dulzura y delicadeza. En consecuencia, llevó a cabo una lenta progresión: la invitó a almorzar varias veces antes de llevarla a cenar y finalmente a ver películas extranjeras, durante una de las cuales había llegado hasta el punto de cogerle la mano. Una tarde llegó a invitarla a tomar el té en su apartamento. Ainsley me comentó luego, indignada, que se había comportado con el mayor comedimiento. Y como ella misma se había adjudicado el papel de abstemia, ni siquiera podía aspirar a que él la emborrachara. Cuando hablaban, Len la trataba como si fuera una niña pequeña, explicándole las cosas con paciencia, intentando impresionarla con anécdotas sobre los estudios de televisión, asegurándole que el interés que sentía por ella era estrictamente el de un amigo mayor bienintencionado. Ainsley estaba desesperada. Y ni siquiera podía iniciar una discusión. Era imprescindible que su mente estuviera tan ausente como su rostro. Se encontraba atada de pies y manos. Se había construido una imagen y no le quedaba más remedio que mantenerla. Haber dado algún paso, haber mostrado el menor atisbo de algo remotamente parecido a la inteligencia, habría desentonado tanto con su personaje que habría echado por tierra sin remedio su absurdo espectáculo. Así que se había visto obligada a tragar y protestar en privado, a sufrir las sutiles maniobras de Len con impaciencia reprimida y ver cómo su estricto calendario de fechas se perdía irremisiblemente.

—Si no es esta noche —dijo Ainsley—, ya no sé qué voy a hacer. No podré soportarlo mucho más, tendré que buscarme a otro. Pero ya he perdido demasiado tiempo.

Arrugó la frente y arqueó sus embrionarias cejas al máximo.

—¿Y dónde…? —preguntó Marian, que empezaba a entender el enojo de Ainsley ante su inesperado regreso.
—Bueno, es evidente que no me invitará a su casa para enseñarme los objetivos de sus cámaras —respondió Ainsley petulante—. Además, si yo aceptara, le resultaría de lo más sospechoso. No: saldremos a cenar, y se me ha ocurrido que a lo mejor, si le invito luego a tomar café…
—Ya veo: quieres que me esfume —dijo Marian, en tono de censura.
—Pues la verdad es que sería de gran ayuda. En condiciones normales no me importaría que hubiera un estadio de fútbol entero en la habitación de al lado, ni siquiera debajo de la cama, y estoy segura de que a él tampoco, pero en este caso supongo que él consideraría que a mí sí me importaría. Tengo que fingir que él me va arrinconando paso a paso hasta meterme en el dormitorio.
—Sí, claro, ya veo —suspiró Marian. A esas alturas había descartado toda objeción moral—. Lo que pasa es que no se me ocurre adonde ir.

A Ainsley se le iluminó la cara. Ya había conseguido su principal objetivo; los detalles eran secundarios.

—¿No podrías llamar a Peter y decirle que pasarás a verle? No debería importarle; vais a casaros.

Marian consideró la idea por un instante. Antes, en algún espacio de tiempo que en ese momento no recordaba con precisión, podría haberlo hecho; no le habría importado que se hubiera enfadado. Pero ahora, y más después de la conversación de la tarde, no le pareció buena idea. Por más discreta que fuera, por más que se llevara un libro y se pusiera a leerlo en el salón, él la acusaría en silencio de ser demasiado posesiva o de estar celosa y de interferir en su trabajo. Aunque le contara la verdad, cosa que no quería hacer: aunque Peter y Len apenas se habían visto desde la primera noche, pues Peter había cambiado su imagen de soltero sin compromiso por la de un joven maduro y prometido, y había adaptado sus reacciones y sus amistades en consecuencia, seguramente seguiría existiendo una especie de lealtad de clan que podría causar problemas, si no para Ainsley, al menos para ella. Le daría argumentos.

—Mejor que no —dijo—. Está ocupadísimo.

En realidad no tenía ningún sitio adonde ir. Clara quedaba descartada. Ya hacía demasiado frío para quedarse en un parque o para pasear tanto rato. Pensó en llamar a alguna de las vírgenes de la oficina.

—Iré al cine —se le ocurrió al fin.

Ainsley sonrió, aliviada.

—Fantástico —dijo, y entró en su habitación a terminar de vestirse. Asomó la cabeza apenas unos minutos después—. ¿Puedo ofrecerle whisky si es necesario? Le diré que la botella es tuya pero que a ti no te importará.
—Sí, claro, ningún problema.

El whisky era de las dos. Sabía que Ainsley lo repondría la próxima vez que compraran, y aunque se le olvidara, media botella de whisky era un pequeño sacrificio que merecía la pena para acabar de una vez por todas con aquello. Aquella enervante situación ya había durado demasiado. Se quedó en la cocina, apoyada en el mueble, mirando fijamente el fregadero, que contenía cuatro vasos medio llenos de agua opaca, un trozo de cáscara de huevo y una cazuela que hacía poco se había usado para cocinar macarrones con queso. Decidió no fregar los platos, pero para compensar sacó el trozo de cáscara y lo tiró a la basura. No le gustaban los restos.

Ainsley reapareció con un conjunto de blusa y suéter complementado con unos pendientes con forma de minúsculas margaritas. Se había maquillado los ojos.

—La película no durará toda la noche, ya sabes —dijo Marian—. A eso de las doce y media estaré de vuelta. —Aunque espere que me vaya a dormir a las alcantarillas, pensó.
—Supongo que a esa hora la situación ya estará resuelta —respondió Ainsley—. Si no, ninguno de los dos estará aquí. Le habré tirado por la ventana antes de tirarme yo. Pero por si las moscas, no abras ninguna puerta cerrada sin llamar.

De entre aquellas palabras, Marian escogió la que le pareció más peligrosa. «Ninguna» puerta cerrada.

—Oye —dijo—, me niego a que uses mi dormitorio.
—Bueno, es que es el cuarto más ordenado —argumentó Ainsley con razón—. Y si en un momento de pasión pierdo la cabeza y resulta que él me toma en brazos, no querrás que le interrumpa para comunicarle que se ha equivocado, ¿no?
—No, supongo que no —admitió Marian, que ya empezaba a sentirse desposeída, sin hogar—. Pero no sé, la idea de acostarme y encontrarme con que ya hay gente en mi cama no acaba de convencerme.
—Bueno, haremos una cosa: si al final acabamos en tu habitación, colgaré una corbata en el tirador, ¿vale?
—¿La corbata de quién? —preguntó Marian. Sabía que Ainsley coleccionaba cosas (entre los diversos objetos que poblaban el suelo de su dormitorio había varias fotos, algunas cartas y media docena de flores secas), pero no sabía que se hubiera dedicado a coleccionar corbatas.
—La de él, claro —respondió Ainsley.

Marian tuvo la perturbadora visión de una sala de trofeos de caza con cabezas disecadas y cornamentas colgadas de las paredes.

—¿Y por qué no cuelgas su cabellera? —ironizó. Después de todo, se suponía que Leonard era su amigo.

Reflexionó sobre la situación mientras cenaba en el sofá y se tomaba el té sola. Ainsley había salido y ella deambulaba por el apartamento esperando que fuera la hora de ir a la última sesión. Siguió reflexionando durante todo el trayecto hasta la zona de cines que le quedaba más cerca. Llevaba cierto tiempo sintiendo, en uno de los pliegues más pequeños y recónditos de su mente, que debía advertir a Len de alguna manera, pero no sabía cómo ni, lo que era más importante, por qué. Sabía que él no se creería de entrada que Ainsley, que parecía tan joven, ingenua e inocente como un champiñón, era en realidad una arpía intrigante que estaba llevando a cabo un sucio plan, que pretendía usarlo como sucedáneo barato de la inseminación artificial con una devastadora falta de consideración por su persona. Además, de momento tampoco existían pruebas convincentes al respecto: Ainsley había sido de lo más discreta. Marian había estado tentada varias veces de llamarle en plena noche, poniendo una media de nailon en el teléfono, y de susurrarle: «¡Ten cuidado!», pero eso no habría servido de nada. Len no habría sabido de qué debía tener cuidado. ¿Y una carta anónima…? Creería que se la mandaba un chiflado, o alguna exnovia celosa que intentaba desbaratarle sus propios planes perversos, con lo que solo lograría que su propósito le resultara más apetecible. Además, desde que se había prometido con Peter, se había establecido una especie de pacto tácito con Ainsley: ninguna de las dos interfería en la estrategia de la otra, aunque resultaba bastante obvio que no aprobaban sus respectivas líneas de acción, sobre la base de consideraciones morales. Si le decía algo a Len, sabía que Ainsley era perfectamente capaz de contraatacar con éxito, o al menos con probabilidades de desestabilización. No, a Len había que abandonarlo a su suerte, que sin duda él abrazaría de buen grado. Y Marian se sentía más confundida si cabe porque no estaba segura de si era un cristiano el que arrojaban a los leones o si era un león el arrojado al cristiano. ¿Estaba Marian, tal como le había preguntado Ainsley en una de sus discusiones dominicales, del lado de la Fuerza Vital Creativa?

También debía tener en cuenta a la señora de abajo. Aunque no estuviera mirando por la ventana ni se escondiera tras una de sus cortinas de terciopelo cuando llegara Leonard, sin duda se percataría de que se oían pasos masculinos por la escalera. Y en su mente, ese despótico imperio en el que la propiedad privada era tan poderosa e inflexible como la ley de la gravedad, todo lo que subía tenía que bajar, a ser posible antes de las once y media de la noche. Aunque nunca lo hubiera puntualizado, eso era algo que se daba por sentado. Marian esperaba que Ainsley tuviera la sensatez de hacer lo que fuera y a las doce como máximo ponerlo de patitas en la calle o, en el peor de los casos, de pedirle que pasara allí toda la noche, sin hacer ruido. Aunque, si sucedía eso último, ya no tenía tan claro qué harían con él a la mañana siguiente. Seguramente tendrían que bajarlo metido en la bolsa de la ropa sucia. Aunque estuviera en condiciones de hacerlo por su propio pie. En fin, siempre podían encontrar otro piso. Pero no soportaba los escándalos.

Marian bajó en la estación de metro que quedaba cerca de la lavandería. En aquella zona había dos cines, uno enfrente del otro. Se fijó en las películas que proyectaban. Uno era un film extranjero con subtítulos, anunciado en la cartelera con unas reproducciones borrosas en blanco y negro de las críticas de los periódicos en las que abundaban los términos «adulto» y «maduro». Había ganado varios premios. En el otro cine destacaban unos carteles baratos de una película americana del oeste, llenos de caballos y de indios agonizantes. En su estado, no le apetecía atormentarse con intensidades, pausas y largos primeros planos artísticos de unos poros de piel tensos de expresividad. Lo único que buscaba era algo de calor y abrigo, poder olvidarse un rato de todo. Así que escogió el wéstern. Cuando enfiló el pasillo camino de su asiento, en la sala medio vacía, la sesión ya había empezado.

Se arrellanó en el asiento, apoyando la cabeza en el respaldo y las rodillas en la butaca de delante, y entrecerró los ojos. No era una postura muy elegante, pero estaba oscuro y nadie la veía. Además, se había asegurado de elegir una butaca aislada: no quería tener problemas con ningún viejo furtivo. Recordaba algunos encuentros de ese tipo en sus días de colegio, antes de saber qué pasaba en los cines. Manos que apretaban rodillas y otros patéticos intentos de aproximación que, aunque no daban miedo (lo único que había que hacer era apartarse sin decir nada), sí resultaban de una sinceridad embarazosa. El intento de establecer algún contacto, por mínimo que fuera, era vital para los que palpaban en la oscuridad.

Las imágenes en color se iban sucediendo ante sus ojos: hombres gigantes con sombreros de ala ancha cruzaban la pantalla a lomos de unos caballos aún más gigantescos, árboles y cactus surgían en primer plano o se difuminaban al fondo a medida que el paisaje se desplazaba; humo, polvo y galope. Ni siquiera intentó entender qué significaban esas intervenciones crípticas ni procuró seguir el argumento. Sabía que debía de haber unos malos que intentaban hacer algo malo y unos buenos que intentaban impedírselo, seguramente haciéndose antes con el dinero (además de indios, tan numerosos como los búfalos, y que jugaban igual de limpio con todo el mundo), pero no le interesaba saber cuál de aquellas cualidades morales se encamaba en cuál de las distintas figuras que se le presentaban. Por lo menos no se trataba de uno de esos westerns modernos en los que los personajes tenían psicosis. Se entretuvo fijándose en los actores secundarios, en los extras, preguntándose qué harían en los muchos ratos libres que sin duda tendrían y si alguno de ellos albergaría aún alguna esperanza de alcanzar el estrellato.

Era de noche, ese tipo de noche traslúcida, de un azul púrpura que solo cubre las pantallas en tecnicolor. Alguien se arrastraba por un campo en dirección a otra persona; solo se oía el rumor de la hierba y el chirrido artificial de varios grillos mecánicos. A su izquierda oyó un leve chasquido, seguido del ruido de algo duro que caía al suelo. Se oyó un disparo, se produjo un forcejeo y de pronto fue de día. Volvió a oír el crujido.

Volvió la cabeza. A la tenue luminosidad que emanaba de la pantalla, le costó distinguir quién se había sentado a su lado, dos sitios más allá. Era el chico de la lavandería. Estaba hundido en la butaca, mirando fijamente al frente. Cada medio minuto, más o menos, el chico metía una mano en una bolsa, se la llevaba a la boca y a continuación se oía el chasquido y el golpecito en el suelo. Debía de estar comiendo algo con cáscara, pero no eran cacahuetes, porque el chasquido era más seco. Se fijó en su perfil en la penumbra, en la nariz, el ojo y el bulto oscuro del hombro.

Volvió a mirar la pantalla e intentó concentrarse en la película. Aunque descubrió que se alegraba de que él se hubiera materializado de pronto en el asiento de al lado, se trataba de una alegría irracional; no tenía intención de hablar con él, en realidad esperaba que no la hubiera visto, que no la viera en aquel cine, sola. Parecía totalmente cautivado por la película, absorto en ella y en lo que fuera que estuviera comiendo —¿qué podía ser lo que producía ese ruidito tan exasperante?—, y a lo mejor no llegaría a reparar en ella si se quedaba muy quieta. Sin embargo, tenía la inquietante sensación de que él sabía perfectamente quién era y de que hacía rato que se había percatado de su presencia, desde bastante antes de que Marian lo hubiera reconocido a él. Contempló la vasta pradera que se extendía ante sus ojos. A su lado, los enervantes chasquidos siguieron a intervalos regulares.

Los hombres y los caballos iban remontando el río, acompañados de una mujer rubia con el vestido arrugado y sucio. En aquel momento notó una sensación rara en la mano izquierda, que quería moverse en dirección al chico para tocarle el hombro. La mano parecía poseer una voluntad independiente de la suya, porque estaba claro que aquello era algo que Marian no deseaba en absoluto. Se obligó a agarrarse al apoyabrazos. «Así no conseguirás nada —se reprendió—. ¿Y si se pone a gritar?». En realidad también temía que, al alargar el brazo, su mano solo encontrara oscuridad y vacío, o la superficie afelpada de la tapicería.

La banda sonora estalló, salpicando el aire de alaridos y gritos de guerra cuando un grupo de indios salieron de sus escondites listos para el ataque. Una vez que los hubieron masacrado y de nuevo reinó un relativo silencio, advirtió que ya no se oía esa especie de tic-tac que el chico había estado emitiendo antes. Volvió la cabeza otra vez: nadie. Bueno, entonces ya se había ido, o a lo mejor era que nunca había estado allí. O tal vez no fuera él.

En la pantalla, un vaquero descomunal apretaba los labios contra los de la mujer rubia. «Hank, ¿esto significa que…?». Pronto aparecería una puesta de sol.

Entonces, tan cerca de su oído que hasta notó el aliento agitándole el pelo, le habló una voz.

—Pipas de calabaza.

La mente de Marian aceptó con calma la información. «Pipas de calabaza —repitió en silencio—, claro, ¿por qué no?». Pero su cuerpo estaba desconcertado y por un momento se quedó paralizado. Cuando logró controlar su sorpresa puramente muscular lo suficiente como para girar la cabeza, constató que a su lado no había nadie.

Mientras presenciaba la escena final de la película, empezó a convencerse de que estaba siendo víctima de una complicada alucinación. «Así que al final resulta que me estoy volviendo loca —pensó—, como todo el mundo. Qué fastidio. Aunque supongo que al menos es un cambio». Sin embargo, cuando las luces se encendieron, tras el breve plano de una bandera acompañado de una música estridente, se tomó la molestia de examinar el suelo a los pies del asiento donde él (tal vez) había estado sentado. Y descubrió una montañita de cáscaras blancas. Eran como esas señales primitivas, como esos montones de piedras o esos palos puestos contra los árboles que marcan un sendero o advierten de algo que está cerca, pero aunque estuvo observándolas durante los varios minutos en que los escasos espectadores fueron desfilando por el pasillo, no supo interpretar su significado. En cualquier caso, pensó mientras salía del cine, al menos en esa ocasión había dejado un rastro visible.

Se demoró tanto como pudo en el camino de regreso; no le apetecía interrumpir nada. La casa, por lo que se apreciaba desde el exterior, estaba a oscuras, pero cuando entró y encendió la luz del vestíbulo, una figura acechante salió del comedor. Era la señora de abajo, que de alguna manera se las arreglaba para mantener un aspecto digno a pesar de llevar rulos y una bata granate de guata.

—Señorita MacAlpin —dijo, con las cejas arqueadas en una expresión severa—, estoy muy disgustada. Estoy segura de que he oído… que un hombre ha subido por esta escalera esta noche con la señorita Tewce. Y también estoy segura de que aún no ha bajado. Evidentemente, no pretendo sugerir que… sé que las dos son muy buenas chicas, pero aun así, mi hija…

Marian miró el reloj.

—Bueno, no sé —dijo, vacilante—. Me extrañaría mucho. A lo mejor se ha confundido. La verdad es que es más de la una, y cuando no sale, Ainsley suele acostarse antes.
—Bueno, eso mismo es lo que he pensado yo, vaya, que no he oído ninguna conversación en el piso de arriba… no es que quiera decir que…

«¡Será cotilla! Nunca tiene bastante», pensó Marian.

—Entonces se habrá ido a la cama —dijo restándole importancia—. Y si es que había alguien con ella, habrá bajado con mucho cuidado para no molestarla. En fin, mañana por la mañana hablaré con ella. —Sonrió, intentando transmitir un aplomo expeditivo, y escapó escaleras arriba.

Ainsley está muerta y enterrada, pensó mientras subía, y yo acabo de tirar otra palada de tierra sobre su tumba. Pero recuerda lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, etcétera. ¿Cómo vamos a ocultarlo, o lo que quede de él, a la mirada d ese buitre viejo que vive abajo?

Sobre la mesa de la cocina encontró la botella de whisky casi vacía. De la puerta de su dormitorio colgaba, victoriosamente, una corbata a rayas verdes y azules.

Eso implicaba que iba a tener que hacerse un sitio para poder dormir entre aquel revoltillo de sábanas, ropas, mantas y libros baratos que era la cama de Ainsley.

—¡Qué pereza! —protestó en voz baja mientras se quitaba el abrigo.

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(Sigue leyendo)

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Una respuesta a “La mujer comestible (VII)

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