Francisco José Segovia Ramos
Solitude (1956)-Paul Delvaux
Teclea en el ordenador un “hasta mañana” y, después de recibir varias respuestas de despedida, cierra el programa y desconecta el aparato. Con la costumbre de todas las noches, Erika coloca su portátil encima de la mesita y se empuja en la silla de ruedas hasta situarse junto a la cama. Es entonces cuando su madre, que ha esperado con paciencia a que se despidiese de sus amigos, la ayuda a incorporarse para acostarla.
Realmente, la chica no se llama Erika, pero sus amigos, casi todos los de la red, la conocen por ese nombre. Es un seudónimo tras el que esconde una persona que arrastra enfermedades incurables. A pesar de todo, Erika, en la plenitud de su juventud, resplandece con un rostro blanco, orlado por cabellos tostados por el sol, y con unos ojos claros como el cielo del atardecer, que acompañan a una nariz pequeña, pero graciosa.
La joven ronda los veinticinco de edad, y lleva postrada en la silla de ruedas desde hace varios años, desde que una extraña enfermedad, de nombre casi impronunciable para los expertos médicos, o cualquiera que no sea directamente afectado por ella, la atacó de improviso, como si hubiese esperado la llegada de su pubertad para cortar sus alas y convertirla en un mueble más como los que hay en su habitación.
Al principio de conocer la noticia se lo tomó con rabia y desesperación, incapaz de asumir aquella situación, y sus llantos quebraban el silencio de la noche y contagiaban a sus padres, que eran incapaces de consolarla. Con el tiempo, sin embargo, Erika se acostumbró a su nueva situación y asumió que las cosas no iban a cambiar porque convirtiera todos los días en un suplicio para ella y los que la rodeaban. Lo cierto es que fue perdiendo a sus amigos de siempre poco a poco. Las visitas, al principio frecuentes y divertidas, se espaciaron en el tiempo, hasta convertirse en meros espejismos o someras llamadas de teléfono que acababan pronto y después de un breve e insustancial intercambio de palabras. Pero hasta esa ausencia la fue sustituyendo con su universo interior, que creció hasta que no necesitó de nadie más aparte de sus padres para animarla a seguir viva, y a disfrutar de lo que tenía, que no era poco.
Durante sus largos y tediosos días escribía sin cesar. Llenaba libretas y más libretas de sencillos pero sentidos poemas, y de cuentos pensados para jóvenes como ella. Sólo se los leía a su madre las noches en las que la descubría, tras sus ojos negros y su pelo canoso, más triste de lo habitual, y también más envejecida. Su padre, menos propenso a mostrar sus emociones, casi no le prestaba atención cuando recitaba algún soneto o un romance en endecasílabos. Él estaba más presto a ayudarla en menesteres cotidianos y su sensibilidad se circunscribía a tener a su hija cómoda y cuidada, aunque por dentro se sentía tan mal como su esposa.
Sí, Erika escribía y, a veces también, pintaba sobre lienzos que traía su madre de una tienda del barrio que regentaba un matrimonio de chinos, a los que nunca había conocido en persona ya que estos habían llegado poco después de su enfermedad. Pintaba con óleos de brillantes colores, y la habitación se llenaba del fuerte olor de pintura que desprendían, aunque a ella le encantaba tener esas sensaciones, y las disfrutaba cada vez que podía, hasta que su madre abría las hojas de la ventana para airear la habitación.
Más tarde llegó el regalo del portátil. Un hermano suyo, que trabajaba y vivía en el extranjero, apareció de visita una mañana de primavera, y le enseñó a manejar aquella pequeña joya de la tecnología punta. Después vino la conexión a internet y, poco más tarde, el descubrimiento de los chats. Allí fue donde empezó a conocer sus nuevas amistades, cuyo número aumentó poco a poco hasta convertirse en todo un universo paralelo y sustitutivo del que había perdido en sus años de convalecencia.
A través de ese medio conoció a Rebecca, Víctor, Seul88, Maxtxi, y muchos más. Todos con nombres inventados o seudónimos que escondían personas reales como ella misma, y ninguno molesto o incómodo por la enfermedad que impedía que ella pudiera moverse de casa. ¿Qué importaba eso si los sentimientos y las palabras llegaban sin problemas, aunque fuera a través de esas pantallitas de ordenador? Ella era feliz así, porque podía contar sus problemas y saber que no era rechazada por ello. Cierto que había tenido algunos desprecios en ese mundo cibernético, pero también muchos apoyos. En ellos se sustentaba para seguir adelante. Esas horas en la red la sacaban de su aislamiento y le facilitaban compartir sus cosas con los demás. Entre ellas, sus propias creaciones literarias.
Las tardes -y algunas noches hasta que llegaba la hora de acostarse- las pasaba comunicándose por aquella pantallita con el resto de chateros. A veces era ella la que escribía sus poemas y, otras, alguno se atrevía a acompañarla con una creación propia. También estaban las conversaciones en las que se contaban otras cosas; enfermedades de familiares, males de amores, temas de sociedad, conflictos internacionales… y siempre quedaba la imaginada sonrisa reflejada en los rostros cuando se despedían hasta el día siguiente.
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Esta noche, Erika duerme intranquila. Tiene sueños recurrentes en los que aparece la silla de ruedas vacía mientras ella escribe sentada en la mesa del escritorio, con el ordenador encendido y parpadeante y la ventana del chat ausente de usuarios. Da vueltas y más vueltas entre sábanas que parecen cadenas que quieran ahogarla. Despierta casi de madrugada. Entonces recuerda qué día es, y una lágrima irreprimible mancha la almohada.
Porque hace unas semanas su madre, tras visitar al médico para recoger unos análisis de las últimas pruebas a las que habían sometido a su hija, llegó a casa con unos papeles en la mano. Erika, que se encontraba en el comedor, la vio entrar y comprendió entonces que, bajo la sonrisa forzada, su madre ocultaba algo. Aunque guardó los papeles en un cajón del mueble bar y desvió el rumbo de la conversación, quitando importancia a los resultados médicos y hablando de un próximo viaje que iban a hacer a la playa, Erika ansiaba conocer el contenido de ese sobre.
En un descuido de su madre –que había entrado en el aseo para ducharse- Erika se acercó hasta ese cajón. Con manos temblorosas había ojeado el sobre y su contenido. Aunque no entendía mucho de medicina sí sabía las características de su enfermedad, y las letras del médico, aunque torcidas y casi ilegibles, no fueron un enigma para ella. Observó con rapidez los resultados y, después, guardó de nuevo en su sitio las notas, sin que sus padres supiesen nunca que sabía de su existencia.
Erika, incorporada en su cama, ve amanecer sobre la ciudad a través del balcón, que tiene las hojas abiertas. Hoy es el día, esta noche. Con paciencia aprendida a base de sacrificio, espera a que su madre se levante. La oye hacerlo unas horas más tarde, y poco después escucha el sonido de la puerta al abrirse. En las penumbras ve a su aparecer a su madre en el umbral, y la saluda con alegría. La mujer agita su cabeza cana sorprendida, y la sonrisa de su hija es correspondida al mismo tiempo que hay una promesa del sabroso desayuno que se está haciendo. Hoy es el día.
Hace semanas que su estado físico ha ido a peor, y lo sabe porque ya no se puede mover como antes y casi cualquier gesto le supone un dolor insoportable. El doctor no se equivocó al fijar un día para su ingreso hospitalario. Las semanas, desde entonces, han pasado con tanta rapidez que parece que fuera ayer mismo cuando Erika leyó aquellas notas médicas. Siempre tuvo la esperanza que nunca llegaría el día, ingenua y optimista hasta el final.
Llega la tarde. Dentro de unas horas la ingresarán. Enciende el portátil y entra en el chat. Allí están sus amigos y amigas, y otras personas a las que ya no tendrá oportunidad de conocer cara a cara. Las charlas giran en torno a lo de siempre, sin más preocupaciones, y luego, mientras sus dedos nerviosos escriben otro insustancial diálogo y se atreve, finalmente, a escribir ese poema de amor a ese chico al que no conoce en persona, pero del que podría enamorarse con el tiempo, siente que ha llegado el momento definitivo. Su madre, desde la lejanía, le indica que es la hora de vestirse.
Erika, cuyo nombre auténtico no es importante para esta historia, se despide de todo el chat. Algunos ya lo saben, otros se enterarán los días siguientes, y muchos sufrirán por ella, y por no haberla podido acompañar estos últimos instantes. Erika, con lágrimas en los ojos, pero alegría en sus manos que teclean sin pausa, consciente que no tendrá una segunda oportunidad de hacerlo, saluda uno a uno a todos ellos, y anuncia que ya no volverá a entrar en el chat, que tiene un último y definitivo viaje pendiente. Hay lágrimas también en el otro lado, y muchos dedos se vuelven rígidos y no saben qué escribir. Las despedidas son duras y, si son tristes, devienen en tortura infinita. Luego, se despide en privado del chico al que jamás besarán sus labios y, cuando su madre aparece en el marco de la puerta, escribe un “hasta siempre” que se clava en las pupilas de los que están en mil partes del mundo a la vez. El ordenador se apaga y queda posado sobre el escritorio.
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Cuando la chica sale de la habitación, sentada en la silla de ruedas que empuja su madre, echa una última mirada atrás. La deshecha cama se va enfriando, como los cuerpos de los muertos, y el portátil comienza a acumular el polvo de los olvidados. El caballete, en una esquina, tiene un lienzo blanco que empieza a amarillear, y en el cajón de la mesita de noche los poemas y cuentos son herencia para hijos no nacidos. Erika sabe que le quedan pocos días de vida: lo leyó en esos papeles que su madre nunca quiso enseñarle. Pero, para no entristecerla más en su vejez cansada, nunca le ha confesado que conoce su inminente e irremediable muerte, y que su viaje al hospital no es más que la estación intermedia antes de la noche eterna. Por eso, por nada más, lanza una amplia sonrisa a su madre.